La chica que quiso saber
Paula, una adolescente, no es ajena a los sentimientos que siente por su padre. Pero no quiere dañar a su novio. Y, por si fuera poco, está el misterio de aquel muerto al que todos, en el edificio, olvidaron. Porque todos tenemos secretos. Y Paula querrá desvelarlos, sea como sea.
CAPÍTULO —1—
El hombre delgado abrió la puerta y entró en casa con dificultad, arrastrando la pierna izquierda, sintiendo el peso de mil soles sobre su espalda. Cuando por fin entró en casa, chasqueó con la lengua y luego dejó escapar un hondo suspiro.
Muy hondo.
El arrastrar la inútil pierna izquierda era un completo marrón. Por si no bastase con la insoportable depresión, también estaba la cojera. La puta cojera.
Se metió una mano en los bolsillos para dejar el contenido de ellos en el platillo del mueble recibidor del pasillo. Sus dedos sacaron del bolsillo monedas sueltas, un teléfono móvil, una llave de color verde —ésta la volvió a meter con rapidez en el bolsillo—, un mechero y algo de pelusilla. Sus dedos, a través del forro del bolsillo, rozaron la cicatriz de la pierna. Allí donde había recibido el impacto de bala que le había dejado cojo el resto de su vida.
A su mente volvieron las noches de patrulla, los días de correr tras los camellos del barrio, de mediar peleas entre borrachos. No fueron tiempos malos, no. Su compañero Vicente estuvo siempre a su lado.
Y a su lado solo tenía ahora a una hija adolescente a la que, cada día, veía más como… No, mejor no pensar en eso ahora.
El hombre se apoyó en la pared mientras seguía con una mano dentro del bolsillo, con los dedos tanteando la redonda y abultada cicatriz del muslo. Dejando que los recuerdos de aquel tiroteo fluyesen.
Una lágrima se le escapó al recordar cómo su Vicente agonizaba entre sus brazos. Perdidos en aquel paraje industrial de las afueras, en la penumbra de una nave de chapa, en un rincón anegado de polvo en suspensión.
Su compañero le miraba sin verle. Sus dedos estaban crispados sobre las solapas de su uniforme, de su boca manaba un reguero de sangre espesa que en la oscuridad parecía brea.
Dos días después —seguía recordando el hombre flaco apoyado en la pared del pasillo—, cuando despertó confuso en el hospital, aún sentía aquellos dedos crispados sobre su pecho, y la sangre de su imprudente compañero humedeciéndole con rapidez sus propios pantalones.
—Quizá hubiese sido mejor que yo también hubiese muerto —murmuró el hombre flaco, llevándose una mano al bigote espeso, y deslizándola por las comisuras húmedas de los labios, deteniéndose en el mentón cubierto de barba de muchos días para luego pellizcar la inexistente papada—. Hostia puta de vida.
Sintió que la pierna buena temblaba y dejaba de sostenerle. Los sentimientos y los recuerdos cada vez eran más fuertes, más pesados a medida que iba recordando.
El pasillo se fue estrechando ante sus ojos. Hacia los lados creció la oscuridad y la pared de enfrente se acercó a él.
El ataúd estaba de nuevo montado.
Ya estaba todo listo.
Permitió que la culpa y el tormento se abatiesen sobre él. Que todo aquel infierno de disparos y balas y gritos y angustia y dolor y sufrimiento… Todo junto.
Venga. Otra vez. Y esta vez hacerlo bien, joder. Dejarme bien muerto.
Venga, vamos, putos recuerdos.
El hombre flaco oyó el ruido de la puerta del dormitorio abrirse. La oscuridad de los laterales del ataúd de su visión se disolvió y todo volvió a la normalidad.
Volvió la cabeza y sonrió al ver a la joven caminar descalza hacia él.
Era su hija adolescente Paula.
Vestía una simple braguita de rojo sangre lleno de lunares blancos. Ocultaba sus diminutos pechos bajo una camiseta negra muy estrecha donde sus gruesos y erectos pezones destacaban como fresones maduros.
—Hola, papá —sonrió la joven. El hombre flaco no tuvo más remedio que responder a su hija con otra sonrisa.
Ella le abrazó le besó en las mejillas y el hombre sintió como recuperaba gran parte de una vida que creía haber perdido en esos pocos minutos desde que entrase en casa. Aquella mujercita cada día se parecía más a su difunta madre.
Su difunta madre.
El simple y reconfortante contacto de los brazos de su hija. De su calor, de su aliento, de su respiración.
La chica se enganchó al cuello del hombre y se colgó en el aire. Abrazándole y confiando en el cuerpo de su padre para no caerse.
—¿Te pillé durmiendo, Paula?
Menuda pregunta la había hecho. Parecía tonto. Durmiendo. El hombre flaco se rió por dentro. Seguro que en la cama de Paula estaría bien escondido Alfredo, el vecino del primero, con la polla aún cubierta de las humedades de su hija.
Mientras usasen condón, lo demás era cuestión únicamente entre ellos dos.
—¿Ya subiste de tomar algo? —preguntó a su vez ella, sin responder. Ella sabía que su padre no era tonto.
—Ajá. Mira, voy a subir un rato. A hablar con el vecino del tercero. Cuando venga, hago la comida. Creo que hoy tocaban filetes de pechuga de pollo, ¿no?
—Deja, papá, ya la hago yo. Así hago algo, que esto de haber aprobado todo es un poco aburrido. Menudo verano me espera. Menos mal que tengo el curro de la tarde, que si no… menudo coñazo.
La palabra “coñazo” tuvo en el hombre flaco un significado bien diferente al que su hija quiso darle.
Por suerte, Paula se desenganchó de su cuello y se posó sobre el suelo. El hombre estaba notando como su verga se empalmaba con rapidez ante la presión insistente de los pezones bulbares de su hija.
—El verano se hace largo, muy largo, cuando por la mañana no hay nada que hacer. Menos mal que por la tarde tengo la piscina, que si no…
Paula consideró que ya había hablado demasiado y le plantó otros dos besos en la mejilla. El último rozó ligeramente el bigote y una comisura del labio.
Sintió un espasmo eléctrico en el borde de sus labios. Como si un resorte accionase algo en el interior de su boca. Su paladar se anegó de saliva y notó su lengua retozar viscosa entre los dientes.
Sintió un impulso súbito de tomar a su padre de la cara y comerle la…
No necesitó reprimirse o abandonarse a sus deseos interiores. Su padre se puso derecho, apartándose de la pared del pasillo que le había sostenido hasta entonces.
Abrió la puerta de casa.
—Papá. Las llaves —su hija las agitó en el aire— ¿Si yo salgo, luego cómo entras tú, eh?
El hombre flaco miró las llaves agitarse en el aire. El tintineo le transportó en un instante hacia una época pasada. Una donde su mujer aún no había fallecida víctima de un cáncer de… Mierda, Paula se parecía demasiado a ella. Demasiado. Su misma sonrisa, sus mismos ojos, su cabello corto y de un rubio pajizo, la misma mueca al expresar un enfado fingido, el mismo cuerpo de pechos diminutos y pezones bulbosos…
—¡Papá!
El hombre volvió al pasillo, compuso una sonrisa en su rostro y cogió las llaves que le seguía tendiendo su hija.
—¿Te has tomado la medicación? —preguntó ella preocupada.
—Las azules se me han acabado.
—Papá… —la joven dejó escapar un gruñido de impotencia y desolación—. Espera, creo que hay una receta en la cocina. Ahora mismo me bajas a la farmacia—. Caminó por el pasillo hasta la cocina.
El hombre flaco vio moverse el cuerpo menudo de su hija. Miembros delgados, cabello corto y revuelto y piel cubierta de pecas. Incluso había pecas en sus nalgas blanquecinas, agitándose como flanes bajo el mareante influjo de las braguitas rojas de lunares blancos.
Era cierto. Su hija cada día se parecía más a su madre.
Mierda, ojalá vieses cuán guapa está nuestra Paula.
El hombre flaco oyó ruido de papeles proveniente de la cocina, un “siempre todo revuelto, siempre” mascullado por su hija y, lejano, muy lejano, el carraspeo de alguien proveniente del fondo de la casa. Alfredo se impacientaba.
—Déjalo, hija. En la farmacia me conocen y…
Sí, claro, seguro. En la farmacia no iban a dejarle ni siquiera husmear un medicamento tan potente. Ese antidepresivo era demasiado caro, demasiado pequeño —cuanto más pequeñas son las pastillas, más caras son— y demasiado azul. Demasiado todo. Y, de todas formas…
Su hija apareció con la receta de la mano y una sonrisa triunfal en la cara.
—Anda, toma.
El hombre flaco recibió otros dos besos —cada vez más cercanos a los labios— y salió cojeando de casa.
Paula escuchó —pegada a la puerta—, cómo bajaba las escaleras del segundo piso con dificultad.
Se alejó de la puerta y caminó despacio hasta el dormitorio. Se mordió el labio inferior mientras retorcía entre sus dedos la camiseta estrecha y cerraba los ojos.
No entendía que la ocurría al estar tan cerca de su padre. Eran su cuerpo y sus emociones. Se supone que tenía que controlarlos, que debía sobreponerse y aceptarlo. Solo eran hormonas, muchas hormonas. Hormonas y aquel estallido de…
Se obligó a dejar de pensar en ello.
Cuando llegó a su dormitorio, se llevó las manos a los extremos de la camiseta y se la sacó por la cabeza, quedando su torso desnudo.
—Se ha marchado. Ya puedes salir, cariño.
Alfredo surgió de debajo de la cama, arrastrándose. Vestía un calzoncillo en cuyo interior algo se agitó y creció coincidiendo con el movimiento de la joven al quitarse las braguitas y caminar a su encuentro.
Ella le empujó sobre la cama.
Se tumbó sobre él y removió sus caderas sobre la verga hinchada del muchacho.
—¿Sabes que aún estoy muy caliente, mi amor? —susurró lamiéndole el lóbulo de una oreja.
—¿Y tu padre? —preguntó Alfredo. Pero en sus palabras no hay rastro de duda o preocupación. Sus palabras estaban acompañadas de un manoseo sobre las nalgas de Paula. Sobre esos dos blanquecinos globos pecosos que se afanaban en ejercer presión inmisericorde sobre su torturado miembro —¿Tu padre volverá pronto?
—No antes de haberte follado de nuevo.
Las manos de la chica bajaron los calzoncillos y, empuñando la verga erecta, la restregó por la parte interna de sus muslos.
El gruñido de ambos fue casi un acorde celestial.
Alfredo no necesitó más prolegómenos. E intuyo que Paula tampoco a juzgar por cómo había sentido de húmeda la entrepierna. Se colocó un condón sobre la verga. Tomó el control de su polla y, separando con dedos rudos la abertura de la vulva, hundió sin dilación su pene en el interior del cuerpo de Paula.
—Joder —siseó la muchacha arrastrando la sílaba final.
El ritmo que imprimió el chaval no tuvo nada que ver con la ternura con que antes había colmado a su novia, besándola sin parar mientras la penetraba dulcemente. Ahora, su verga parecía deslizarse sobre el coño anegado como un cuchillo al rojo vivo perforando mantequilla.
Esta chica tiene el coño siempre a punto, suspiró.
Paula quedó arrodillada sobre el chaval mientras éste llevaba los brazos de la chica a su espalda. Todo su torso quedó a su entera disposición. Los dientes del chico buscaron con ansia los pezones enhiestos y sorbieron con rudeza la carne excitada.
Paula sorbió el aire entre las rendijas de sus dientes apretados y labios entornados. El placer que estaba obteniendo podía ser calificado directamente de malsano. Era jodidamente bestial. La polla le estaba reventando el coño y los dientes de Alfredo le estaban haciendo sentir sus pezones como jamás los había sentido antes: como dos bombillas incandescentes a punto de explotar de gozo.
El orgasmo golpeó a ambos adolescentes con la brutalidad con que solo unos cuerpos jóvenes y flexibles pueden soportar. Los jadeos de ella rivalizaban con los de él. El placer hizo que sus miembros se tensaran y se sacudieran en espasmos. Fue tan intenso que tuvieron que cerrar los ojos para no ver la expresión de gozo del otro y no provocar una intensidad mayor en el propio.
Se abandonaron con dulcísimo acomodo al placer que los envolvía y los acunaba, que los abrazaba y consolaba. Eran adolescentes, con toda la vida por delante. Sus cuerpos podían soportar trotes similares, incluso mayores.
Un beso donde la saliva corrió alegremente de una boca a otra marcó el final del polvo.
Se limpiaron en el cuarto de baño y luego volvieron a la habitación de ella.
Paula encendió unas varitas de incienso para ocultar el intenso olor a fluidos y sudor que impregnaba el ambiente. Bajó la persiana para que no entrase el calor del verano y abrió las ventanas. Se tumbaron desnudos sobre la cama en la penumbra.
—¿Y cómo quieres pasar el verano? —preguntó ella—¿follando mañana y noche? Por la tarde no podrá ser: estoy de socorrista en la piscina, ya lo sabes.
Alfredo sonrió, se perdió en el bello cuerpo desnudo de la joven y se inclinó sobre ella para sorberle el labio inferior. Se besaron apasionadamente.
—Mañana y noche. No está mal, ¿buen plan, no?
—Buen plan —coincidió ella saboreando la saliva de él acumulada en las comisuras de los labios—, pero podríamos hacer algo más, ¿no?
Alfredo se irguió sobre la cama, frunciendo el ceño. Paula le imitó, colocándose a su lado. Le cogió un brazo y se lo llevó alrededor de su cintura para aposentar la mano masculina encima de su vientre y el inicio de su iridiscente pubis.
—Podríamos investigar lo del muerto.
Alfredo entornó los ojos sin comprender.
—Lo del muerto que la policía encontró en el rellano. Ya sabes, lo de hace unos meses.
—¿Lo de ese muerto?
—Lo de ese muerto, sí. Ni que hubiese decenas de ellos aquí.
—La policía no encontró nada. Dos tiros. Un ajuste de cuentas. Dijeron que había entrado aquí a morir. Punto y final. Extraño, eso sí, ¿para qué negarlo? Pero si me dicen que el tío entró aquí para morir pues… fíjate, voy yo y me lo creo. Yo con esas cosas no juego, tía.
¿Por qué meternos donde no nos llaman, Paula?, quiso decir él. Aquel plan de follar y follar —al empezar el día y al acabarlo— no estaba tan mal. Y más cuando tu pareja lo hacía tan condenadamente bien.
—Venga, anda, no seas malo, Alfredín… —insistió Paula depositando tiernos besitos sobre el mentón del chaval. Al mismo tiempo deslizó una mano por el torso del muchacho.
—Mierda, Paula —se revolvió él cuando ella posó una mano sobre su polla. No sabía cómo lo hacía esta chica pero siempre acababa convenciéndole. Al final iba a resultar que estaba encoñado y todo. Pues menudo marrón, joder— ¿Y cómo quieres hacerlo?
—Pues preguntando, claro.
—¿A quién?
—A los vecinos, por supuesto. Alguien tuvo que oír algo, alguno tiene que saber algo. Mi padre dice que, a veces, nada más ocurrir el crimen los recuerdos se bloquean. Pero luego, pasado el tiempo, afloran.
—A ti sí que te voy a “aflorar” —gruñó Alfredo cogiendo entre sus dedos un ramillete de vello púbico del color del sol.
La chica ahogó un chillido de dolor al notar la piel de su sexo tirante.
—Quita, tonto —rió ella—.Pues eso mismo. Preguntamos y…, oye, ¿quién sabe? A lo mejor…
—Tenemos dieciocho años, Paula. ¿Tú crees que nos dirán algo? Si no nos llaman niñatos y nos dan una buena hostia por meternos donde no nos…
Ella arqueó las cejas, simulando asombro.
—Pollita brava mía, ¿me acabas de llamar niñata?
Él negó con la cabeza vehemente.
—Ah, bueno —accedió, aflojando de entre sus dedos los testículos de Alfredo—. A ver, tenemos tres pisos y dos vecinos en cada piso.
—Quitamos el 1B, el mío, y el tuyo, el 2A. Nos queda Gertrudis, la vieja chocha del 1A. Luego, la parejita del 2B…
—Con esos será difícil hablar: casi no abren la puerta a nadie. No se les ve desde hace meses.
—Pues peor serán los ultra-católicos del 3B, ¿no?
Paula se mordió el labio superior, pensando en ello.
—Cierto. Quizá sus hijos, los góticos, sepan algo.
—Joder… —silbó Alfredo imaginándose a ellos dos plantados en la puerta de esos vecinos de la comunidad. “Siniestros” era un adjetivo demasiado suave para referirse a esos dos elementos—. Algún día tenemos que preguntarles si los crucifijos de plata que tienen colgando de sus orejas son intercambiables con los que llevan del cuello sus padres.
Paula miró a Alfredo como si fuese un marciano. Luego, soltó una risa nerviosa que se convirtió rápido en carcajadas. Era una risa contagiosa y Alfredo la imitó.
Rieron hasta que lloraron de gusto.
—Y queda el vecino del 3A —apuntó ella pasados unos minutos.
—Mi padre está hablando ahora con él. Sube de vez en cuando a su casa. Alguna amistad deben de tener.
—Pues también a ése es complicado encontrarle en casa. Tu padre no sé cómo lo hace.
—Ya, ya.
—Bueno, a ver si ponemos todo junto, chochito de mis amores—recapituló Alfredo dando unas palmaditas en los muslos de Paula, cerca del pubis—. Mi padre se las ve y se las desea para organizar las reuniones de la comunidad porque solo acuden tu padre y los devotos del tercero. Y tú quieres hablar justo con esos que nunca aparecen…
Los dos se miraron unos instantes.
¿De verdad quieres hacerlo?, pareció preguntar él.
¿Te atreves a hacer esto conmigo o solo me quieres para meterme la polla en mi coño rubio?, pareció preguntar ella.
El silencio le hizo ver al chaval que de lo que dijese en ese momento dependía su futura relación con la chica.
—Venga, vamos, hagámoslo —confirmó Alfredo tras unos segundos— ¡Qué cojones!
CAPÍTULO —2—
La puerta se abrió tras llamar dos veces al timbre.
Un Alfredo en pijama, frotándose el cabello revuelto y con el miembro algo hinchado por una erección matutina abrió la puerta con ojos somnolientos.
—Ah, eres tú.
Paula no respondió. Estaba molesta por el pobre recibimiento.
Alfredo esperó unos segundos. Al ver que ella no decía nada, habló él.
—Por lo menos, dime porqué llamas a casa a las nueve de la mañana, ¿no? Tienes suerte de que mis padres se vayan pronto al curre.
—Ya no te acuerdas de lo de ayer, ¿verdad? —preguntó ella con el ceño fruncido.
Alfredo tragó saliva. Se le había olvidado completamente.
Mierda. Y mil veces mierda.
No supo qué decir.
—Venga, anda, vístete —dijo Paula entrando en su casa—. Vamos a ver si conseguimos hacer algo hoy por la mañana.
Alfredo bajó la cabeza y cerró la puerta de casa con desgana.
Al volverse, se dio cuenta que Paula tenía la mirada fija en su polla hinchada.
El muchacho enarcó una sonrisa esperando algo de atención por parte de la chica.
—No, majo. Creo que el polvo de la mañana va a tener que esperar bastante por no tomarme en serio —bufó ella apartándole con la mano—. Te vistes y nos vamos a preguntar a doña Gertrudis.
Alfredo volvió a dejar la cabeza muerta y arrastró las pantuflas de vuelta al dormitorio. Paula le siguió.
Arrugó la nariz. En la vivienda se olía un penetrante olor a humanidad.
—A ver si ventilamos esto un poco, ¿eh?
—Acabo de levantarme, por Dios —gruñó él.
—¿Qué te han dicho tus padres, que recojas y limpies la casa?
—Ahí le has dado —contestó el tras unos segundos. Se había desnudado y puesto un calzoncillo y los calcetines. Estaba buscando unos pantalones bajo una pila de ropa amontonada en un rincón del dormitorio juvenil. Un rincón de la cama y varias sillas servían también para sostener más ropa usada, libros y zapatillas. El tufo a pies y humanidad era insoportable.
—Eres un desastre —murmuró ella tras chasquear varias veces la lengua. Abrió la ventana y subió la persiana.
Su padre se comportaba de una forma parecida. Pero, al menos, él tenía la excusa de su depresión. Y de no podía moverse mucho por lo de la cojera. Pero, cierto era, tampoco se movía mucho.
Al final, pensó la adolescente, un hombre sin una mujer se vuelve tan cochino como insoportable.
Paula, a sus dieciocho años, huérfana de madre desde hacía poco, había tenido que aprender durante los últimos cinco años a cocinar y limpiar, a planchar y lavar. Y también a estudiar y soportar a un padre al que cada vez quería más y más.
Pero, de un tiempo a estar parte, la relación con su padre había traspasado algunos límites. Y no porque ella los hubiese atravesado. Simplemente, había ocurrido.
Y aún no se había planteado cómo abordarlo. Era consciente de las miradas cargadas de deseo de su progenitor cuando se presentaba ante él ligera de ropa. Si al principio le desagradaba, ahora buscaba esa mirada lujuriosa y se sentía feliz y dichosa al sentir el deseo anidar entre las piernas de su padre al aparecer con ropa cada vez más provocativa. Estaba segura que no solo era sexo. Su padre la necesitaba igual que ella a él. Su padre la comprendía y la amaba sin condiciones, ¿qué más quería una mujer para ser feliz?
Pero Alfredo era su novio. O su amigo. O su vecino. No sabía que era Alfredo. Solo sabía que le quería igual que a su padre. Lo que no entendía era —maldita sea—, porqué se parecían tanto. Uno le recordaba al otro y viceversa. De esta forma jamás sería capaz de decidirse. Ojalá el amor fuese algo más simple.
—Venga, que te ayudo a hacer las tareas —fue apilando toda la ropa dispersa encima de la cama—. Entre los dos terminamos en un periquete.
Alfredo chasqueó la lengua algo molesto pero luego, pensando que Paula estaba ayudándole en unas tareas bastante ingratas, la abrazó.
Paula depositó ante sus ojos una mirada extraña. Entrañable pero rara.
Aquella mujercita de cuerpo delgado, plano y aniñado, pezones abultados y mirada adulta le estaba haciendo perder la cabeza un poco más cada día.
—Estás muy guapa hoy.
Ella sonrió tontamente, halagada.
—¿Lo dices por el peinado?
Se tocó con cuidado el cabello rubio cortísimo peinado con raya y engominado.
—Y por la camisa negra y el pantalón de pinzas. Parece que vayas a salir a una entrevista de trabajo.
—Hay que estar presentable ante los vecinos.
Paula comenzó a sudar. Se quitó la camiseta y quedó con el torso desnudo.
Alfredo emitió un gruñido con la garganta.
—Ni se te ocurra —le advirtió ella—. Nada de sexo. Tú y yo estamos a lo que estamos y nada más.
Pero, en el fondo, la joven se emocionaba al sentir las miradas continuas y cargadas de obscenos pensamientos del chaval.
Terminaron al cabo de dos horas, después de poner la lavadora varias veces, pasar el polvo, hacer las camas y fregar los platos del día anterior.
Se vistieron entre arrumacos y caricias. Pero Paula no cedió a las insistentes proposiciones del chico.
—Venga, señor Watson de mis amores—rió ella con su propia gracia cuando salieron de casa de él—. Al tajo. Tenemos un caso que resolver.
Alfredo la cogió de la mano y la estrechó por la cintura. La besó en los labios.
—Gracias, Paula.
—De nada, majo. ¿Ahora me ayudarás tú a mí con mi misterio?
—Encantado.
Caminaron por el rellano de la primera planta hasta plantarse en felpudo de la puerta de enfrente, la del 1A.
Paula llamó al timbre.
Una anciana de aspecto achatado, ataviada con un vestido amplio y ojos brillantes abrió la puerta. Tenía una mirada algo opaca y la piel curtida con miles de arrugas.
Paula abrió la boca para hablar pero doña Gertrudis fue más rápida:
—Vale, vale. Se me había olvidado. Ahora hago la calle.
Despareció tras la puerta y volvió a salir con una escoba ante la atónita mirada de los jóvenes.
Cerró la puerta y salió del portal a la calle.
Comenzó a barrer la acera, entorpeciendo el caminar con los que se cruzaba en la calle.
—Ay, mi madre —murmuró Alfredo inclinándose sobre Paula. Los dos veían desde el portal del edificio a la anciana senil barriendo la acera como si fuese su propia casa— ¿Y tú crees que ésta se acordará de algo?
Paula se encogió de hombros.
—Por intentarlo…
Se acercaron a ella hasta la acera de la calle.
—Perdone usted, doña Gertrudis, querríamos hacerle una pregunta.
—Es para un trabajo del colegio —añadió Alfredo al ver que Paula había hecho que la anciana despegase la mirada del suelo y los mirara confusa, parpadeando varias veces. Pareció despertar de un estado sonámbulo.
—¿Se acuerda usted de hace unos meses, de la noche que apareció un hombre muerto en el rellano?
La mujer miró a su alrededor. Pareció reconocer dónde se encontraba y quién era la chica. Solo entonces, sintiéndose familiar en aquel entorno, habló:
—Como no, hija mía. Hace tres años, si no me equivoco.
Alfredo enarcó las cejas y meneó la cabeza, dando por finalizada la conversación. Paula le dio un codazo con disimulo.
—Seis meses, doña Gertrudis, sólo seis meses hace de aquello. ¿No se acuerda que vino la policía y no pudo encontrar al asesino?
—Ah, chiquilla, ¿pero estaba muerto? Si yo lo oí hablar y todo.
Alfredo se tapó la boca para disimular una carcajada.
—Fue por la mañana, si no recuerdo mal…
—Por la noche —corrigió Paula.
—O por la noche —accedió doña Gertrudis apoyándose en el mango de la escoba—. Qué sé yo. Te digo lo mismo que le dije a la policía, niña: oí a un hombre hablar y luego… pues se durmió, ¿no?
—Murió. Dos tiros.
—¿Qué más da morir que dormir? Es lo mismo, ¿no es cierto?
Paula cerró los ojos y trago saliva. Alfredo se había apartado de ambos, esperaba en la puerta del portal, mirándoles con una sonrisa.
Ven aquí, Alfredo, hostias, ven aquí y ayúdame, le ordenó con un gesto del brazo al muchacho.
El chaval sabía que si se acercaba a Paula y doña Gertrudis no podría contener la risa. Negó con la cabeza y giró el índice en círculos sobre su sien.
—Doña Gertrudis, ¿realmente está segura de que oyó a alguien hablar? —continuó Paula—. La policía dijo que vino solo, que murió solo.
La anciana entornó los ojos, visiblemente molesta.
—Por supuesto que estoy segura. Y te digo más, chiquilla: oí a dos personas hablar a las diez y cuarto. Ni más ni menos. Y no eran ninguno de los vecinos de este edificio.
Cogió su escoba y entró al portal, cruzando ante Alfredo pero sin mirarle.
La anciana entró en su casa y cerró la puerta.
Alfredo giró la cabeza desde la puerta recién cerrada hasta Paula, que aún estaba en la acera de la calle.
La joven entró y le cogió del brazo para entrar en el portal.
—Esto es muy interesante —cuchicheó ella mientras se dirigían hacia las escaleras—. La policía declaró que no encontraron pruebas de que hubiese una segunda persona.
Alfredo la detuvo levantando las manos en el aire frente a ella.
—Espera, espera. ¿De verdad crees todo lo que la vieja ha dicho?
Paula puso cara enfurruñada. Él se explicó:
—A ver, a ver, entiéndeme: no se acuerda cuándo fue, confunde el día y la noche y ni siquiera distingue entre sueño y muerte… Se lo puede haber inventado todo. Yo no me creo nada de lo que ha dicho.
—Pues yo me fío de ella —contestó Paula tajantemente—. Por ahora vamos a suponer que hubo alguien más y que todo ocurrió sobre las diez y cuarto. Si no seguimos un camino alternativo al de la policía, llegaremos al mismo punto. O sea, a ninguno.
Subieron hasta el segundo piso. Paula llamó a la puerta del 2B.
—Y esta vez —murmuró ella dirigiéndose a Alfredo, a su lado—, me gustaría que no te alejases y me apoyases un poquito.
Alfredo asintió.
No parecía haber nadie en el interior.
Paula llamó de nuevo. Pero tampoco hubo respuesta.
Acercó la oreja hasta la intersección de la puerta con el marco, a la altura de la mirilla.
—Se oyen ruidos —musitó—. Hay alguien.
Alfredo, pensando en las palabras de ella cuando la dejó con el culo al aire antes, también aplicó la oreja a la puerta.
—Es cierto. Se oyen como gemidos. Quizá estén follando.
Paula chasqueó varias veces la lengua.
—Qué animal eres. A ver si te crees que todo el mundo piensa sólo en… aunque, bueno, la verdad… sí que parece que…
Varios jadeos lejanos de mujer confirmaron sus sospechas.
—Se lo están pasando de miedo, ¿eh? —rió él.
Paula miró de reojo a Alfredo sin decir nada.
—Sí —confirmó ella en tono serio tras unos instantes—. Están follando. No cabe duda. O eso o están viendo una película porno a todo volumen.
—Por lo menos están en casa, ¿no? Podemos volver más tarde.
Paula asintió con la cabeza.
Se apartó de la puerta y bajó la mirada, pensativa. Se sentó en las escaleras, en un rincón apartado. Alfredo la imitó, sentándose en el escalón superior, abrazándola con sus piernas. Comenzó a acariciarla el cuello con los dedos.
—¿A que no sabes de qué tengo ganas ahora?
—Hubo dos personas… —murmuró Paula.
Alfredo ignoró los pensamientos en voz alta de la chica. Sus dedos se posaron sobre el cabello engominado de Paula, siguiendo con suavidad el camino que el peine había trazado antes en el cabello dorado. Repasó las circunvalaciones de los cartílagos de las orejas, pellizcando los lóbulos perforados. Se complació al notar un estremecimiento por parte de la joven. Fue bajando con los dedos por el escote de la camisa, desabotonando el primer botón.
—La policía… —Paula calló y dejó escapar un gemido hondo. Aquellos dedos la estaban volviendo loca—. La policía indicó que aquel hombre ya estaba moribundo cuando entró al portal y falleció en el rellano. Pero si habló con alguien… es porque se encontró con alguien aquí. O porque le dispararon aquí.
—O porque venía acompañado —añadió Alfredo desabotonando un segundo botón y deslizando los dedos dentro de la camisa negra, buscando aquellos pezones gordezuelos y sonrosados que lo volvían loco y hacían chillar de placer a la chica al pellizcarlos.
La chica gimió placenteramente cuando Alfredo apresó con los dedos ambos pezones.
—Eres un cabrón… —musitó Paula tras un suspiro ronco.
Se volvió hacia él y se besaron largamente. Se tumbaron sobre los escalones.
Los bordes se clavaban en espaldas y piernas y brazos y cuellos pero a los dos adolescentes no pareció importarles.
Paula desabrochó el cinturón de Alfredo en busca de algo donde dirigir sus acometidas.
—Espera, espera —dijo él tomando aire. Estaba notando los dedos vivarachos de Paula sobre sus calzoncillos—. Subamos al cuarto de ascensores está vacío y libre de mirones. Vamos a hacerlo en un sitio público.
Se levantaron y corrieron subiendo las escaleras de dos en dos hasta el pequeño cuarto situado en el piso tercero. El cuarto del ascensor almacenaba la parte de la maquinaria que los vecinos podían manipular aunque, como el ascensor estaba estropeado y la reparación era demasiado costosa, desde hacía casi un año no se utilizaba.
Abrieron la puerta. El pequeño cuarto tenía forma de “L”, un pequeño tragaluz proporcionaba una iluminación exigua.
Paula no podía esperar más. Tampoco Alfredo podía detener las ansias. Iban más calientes que dos ascuas.
Pero se pararon en seco al oír gemidos y jadeos tras la esquina.
Se miraron sorprendidos.
Paula juntó el dedo índice extendido a sus labios fruncidos.
Se asomaron despacio tras la esquina del pequeño cuarto.
Eran los hermanos góticos del tercero, Emma y Ricardo.
Ambos eran ya adultos de veintitantos años. Eran gemelos; sus padres lo pregonaban siempre que podían. Dios nos ha bendecido dos veces.
Eran gemelos, pero también eran amantes. Pues, en aquel rincón del cuarto de ascensores, Emma y Ricardo estaban desnudos, abrazados y besándose.
Sus ropas de cuero y tachuelas estaban pulcramente dobladas cerca de ellos.
Ambos compartían el cabello de un negro intensísimo, casi azulado. El de Emma era un pelo liso y largo, fino y sedoso. El de Ricardo era corto y despuntado, casi trasquilado en algunas partes. Sus cuerpos poseían una blancura casi luminosa, libre de pecas y lunares. Los pezones de Emma eran dos círculos oscuros y definidos que coronaban unos pechos amplios y maduros. El cuerpo de Ricardo era fibroso y grueso, exhibiendo una gran cantidad de vello en su pecho y sus piernas.
Los dos hermanos estaban arrodillados frente a frente, besándose con lentitud, saboreando el néctar de la boca ajena. Sus caricias eran suaves y sentidas, llenas de pasión, evocadoras de un amor bien macerado.
Ni las manos de Ricardo sentían la urgencia de restregar el pubis negro de Emma ni ella la de masturbar el pene erecto de él. Se conformaban con aspirar el aliento de la persona amada, agradecer el calor de la piel cercana y disfrutar de las sensaciones que el palpitar del corazón arrastraba con cada murmullo.
Tanto Emma como Ricardo exhibían un maquillaje gótico cuyos detalles más importantes eran una sombra oscura de ojos, varios piercings en cejas, orejas, labios y lengua. También en pezones y ombligos. Decenas de tatuajes tribales de extremos puntiagudos, espirales hipnóticas y rosas de tallos puntiagudas adornaban sus hombros y brazos. Sus uñas estaban pintadas de negro y sus dedos casi ocultos por docenas de anillos de plata.
La luz del ventanuco añadía un halo de postal idílica a aquella escena. El bastón de luz hacía resaltar las partículas de polvo en suspensión y, obviando el ronroneo de la calle filtrado por el ventanuco, la escena no se podría haber diferenciado de un ritual místico desarrollado en el altar derruido de los escombros de un templo abandonado en los albores de la era humana.
El amor que se desprendía de los arrullos quedos, los gemidos roncos y las respiraciones nasales de los dos hermanos era tal que Paula y Alfredo estaban realmente hipnotizados.
Los cuerpos blanquecinos y tatuados se estrecharon y los pechos y vientres se solaparon. Iniciaron entonces una suerte de baile sensual en el que las manos se situaban a lo largo de espalda y nalgas mientras los pezones perforados tintineaban entre sí y los sexos se frotaban, mezclándose los vellos púbicos.
Era un baile sorprendente en cuanto a belleza plástica. Sus cuerpos blancos parecían refulgir ante la pobre luz y daban la impresión de brillar con luz propia. Sus cabellos negrísimos daban el contrapunto a la luminosidad y tenían sus movimientos el halo de una oscura perversidad.
Emma se inclinó sobre la verga erecta de su hermano y mordió con suavidad la anilla que perforaba el glande hinchado. Tragó poco a poco el miembro mirando de reojo a su hermano. Ricardo gruñía complacido ante los movimientos de lengua de su hermana y se desesperaba al sentir como los dedos de su hermana jugueteaban con sus testículos cubiertos de vello denso. La saliva fluía de entre los labios y se perdía entre el vello púbico.
—No puedo más, mi amor —susurró entre sudores Ricardo, sintiendo palpitar sus nalgas.
Tomó a su hermana de la cintura y la hizo levantarse y acomodarse junto a él, sobre la vertical de su verga reluciente de jugos. Emma se acuclilló haciendo descender su sexo sobre el de su hermano.
La vulva cubierto de vello denso absorbió la anilla de plata del glande y luego el propio pene. El siseo que dejó escapar la joven al sentir la verga avanzar en su interior hizo que la propia Paula tragase saliva, imaginando la increíble sensación que podría sentirse con el frío metal avanzando en el interior de la vagina, desbrozando los pliegues internos del sexo, empapándose de los jugos dulcísimos.
Los dos hermanos dejaron que la lentitud guiara sus movimientos. El vello oscuro del coño de Emma se humedeció al contacto con la verga bañada de fluidos. Los besos sonoros de aquellos labios pintados de negro acogieron los gruñidos, gemidos y jadeos de la penetración. Los dos hermanos no despegaron sus bocas mientras duró la penetración. No querían dejar escapar ni un solo sonido de su amante. Eran todos suyos, solo suyos. Las aletas de sus narices se dilataban y distendían con rapidez y permitían anticipar el grado de excitación.
El orgasmo llegó en forma de sacudidas temblorosas en las nalgas de Emma y palpitaciones en las caderas de Ricardo.
Continuaron abrazados y con los labios unidos. La polla de Ricardo, sometida al inevitable descanso tras la eyaculación, salió del coño encharcado de su hermana. Un fino hilo de flujo y semen unió ambos sexos.
CAPÍTULO —3—
Alfredo y Paula cruzaron miradas asombradas y cómplices.
El increíblemente bello espectáculo erótico que aquellos hermanos les habían regalado era impagable. Se consideraban ambos afortunados por haber asistido a aquella demostración de amor genuino. Pero también un amor secreto, a todas luces.
Y, seguramente, querrían seguir manteniendo el secreto.
Porque, según pensaba Paula, todos tenemos secretos. Secretos que la sociedad o nosotros mismos consideramos indignos y que nos harían desear morir de vergüenza. Secretos que no pueden dejar de serlo.
La muchacha intuyó que, quizá, Emma y Ricardo supiesen algo más sobre el caso del muerto. Todo era cuestión de utilizar la palanca adecuada para hacer salir el secreto.
Se convenció de que tenía que preguntarles; y, como en el caso de doña Gertrudis, explorar otras alternativas.
La policía en su momento, siguió pensando Paula, no disponía de la palanca que acababan de descubrir ella y Alfredo para extraer las confesiones a los dos hermanos.
Se sintió mal por lo que iba a hacer. Porque la palanca de estos dos hermanos góticos era de lo más tierna. Y excitante; si antes de entrar en el cuartito del ascensor estaba ya caliente, ver a Emma y Ricardo hacer el amor la había llevado a un estado de ardor difícil de controlar.
Pero, por mucho que quisiese llevarse a Alfredo lejos de allí y follárselo hasta quedar reventados, se sentía responsable con el trabajo que se había autoimpuesto y al que había arrastrado a Alfredo.
Paula carraspeó con sonoridad.
Los dos hermanos necesitaron de otro carraspeo por parte de Alfredo. Realmente estaban tan ocupados el uno del otro que no les importaba que el mundo se viniese abajo a su alrededor.
—¡Hostia puta! —murmuró Ricardo.
Su hermana se arrodilló cubriéndose los pechos y el pubis.
Él agarró rápido la ropa que tenían apartada y le tendió a su hermana la suya.
Ricardo miró con furia a los dos adolescentes, acusando sorpresa y confusión.
El saberte descubierto en aquel tipo de encrucijada, pensó Paula, debe ser algo bastante desasosegante.
Los cuatro se pusieron en pie cuando los hermanos estuvieron vestidos.
Ricardo protegió a su hermana colocándola entre él y los chavales mientras ellos dos caminaban hacia la puerta. Cruzaron delante de Paula y Alfredo sin mirarles siquiera, como si no existieran.
—¿Os vais a ir así, tal cual?
Alfredo se giró hacia Paula, asombrado de que quisiera seguir adelante con aquello.
Los hermanos se pararon en seco, a punto de salir del pequeño cuarto del ascensor.
Ricardo frunció el ceño y enseñó los dientes. Se volvió hacia Paula y Alfredo.
Emma intentó sujetarle por los hombros.
—Mierda, Paula —gimió Alfredo viendo como Ricardo iba acumulando más y más rabia— ¿No te das cuenta que éste nos destroza?
Paula sonrió y dio un paso hacia Ricardo.
Era un reto. Quizá una estupidez.
Ricardo lo aceptó. Se deshizo del abrazo de su hermana.
—No estaréis pensando, tú y el mequetrefe, hacernos chantaje, ¿verdad?
—Si hace falta, sí.
Ricardo dio otro paso hacia Paula. Se la echó encima.
Alfredo quiso acercarse a ellos dos, pero Paula le detuvo con un gesto de la mano. Su rostro irradiaba una serenidad y confianza poco habituales. Los de una valiente. O los de una idiota.
—Veréis —comenzó Paula girando hacia arriba la cabeza para mirar a los ojos a Ricardo. Se ladeó para mirar a una Emma con ojos llorosos y mirada suplicante—. Nos da lo mismo vuestro rollo.
—¿Ah, sí? —contestó irónicamente Ricardo—. Entonces, ¿qué queréis de nosotros?
—De vosotros nada. —puntualizó Paula—. Alfredo y yo estamos investigando qué pasó con el cadáver que encontraron en el edificio hace meses.
—La policía dijo que entró agonizante al edificio, que le atacaron fuera —dijo con voz débil Emma.
—Eso dicen, sí —convino Paula—. Pero doña Gertrudis, la del 1A, dice que oyó a dos personas desconocidas.
—Ricardo…
—No, mi amor. No digas nada —respondió Ricardo mirando a su hermana con un gesto que no pasó desapercibido a Paula. Se dirigió hacia la adolescente—. Si quieres creer a esa vieja loca del primero…
—Estoy segura —expresó con voz suave Paula— que vosotros, o vuestros padres, saben algo más. Un detalle, un ruido, un sonido. Algo que apoye o desmienta…
A nadie se le escapó el sutil detalle de la mención de los padres de Emma y Ricardo.
—Ricardo… —murmuró Emma de nuevo.
—¡Calla, por Dios! —cortó su hermano.
—No, no, Ricardo. Díselo y ya está. Si no dijimos nada a la policía, por lo menos se lo contamos a ellos —Emma se acercó a su hermano y le tomó de la mano. Él relajo la expresión al mirarla—¿No te das cuenta que si lo contamos nos desharemos de esa carga?
—Pero, mi amor, si lo contamos, ellos sabrán que…
—Ya lo mismo da, ¿no crees? —musitó Emma poniéndose de puntillas y besando a su hermano en los labios—. Nos han visto haciendo el amor.
Ricardo pensó durante unos segundos y luego asintió tras recibir el beso. Abrazó fuerte a su hermana y se dirigió a Paula y Alfredo.
—Aquella noche mi hermana y yo…
—Estabais aquí, en el cuarto, amándoos.
Emma asintió despacio. Ricardo prosiguió.
—Sí que eran dos personas subiendo por las escaleras. Oímos sus pasos. La voz de una de ellas era desconocida. La otra persona no habló o no le escuchamos. Era de noche…
—¿Sobre las diez y cuarto? —apuntó Alfredo recordando las palabras de doña Gertrudis.
Ricardo se giró hacia su hermana. Se miraron dubitativos y encogieron los hombros al unísono.
—Estábamos ocupados…
—¿Y de qué hablaban?
—No les entendimos. Luego oímos los disparos, dos. No supimos que eran disparos hasta el día siguiente; queríamos creer que fueron otros ruidos. Nos quedamos quietos, rezando para que no entrasen aquí, en el cuarto del ascensor.
—Y no avisasteis a la policía en ese momento porque…
—Porque estábamos los dos desnudos, claro—respondió Ricardo con tono ofendido—, haciendo lo que estáis pensando. Si queríamos contar la verdad, debíamos admitir… lo nuestro. Y si mentíamos y decíamos que estábamos solos podríamos haber acabado como sospechosos.
—Lo pensamos bien durante días y días —musitó Emma.
—Cada uno éramos el testigo del otro, su coartada. Pero también nuestra perdición ante todo el mundo—levantó la cabeza y miró con determinación a Paula y Alfredo—. Ya está todo dicho. ¿Seguirá lo nuestro siendo un secreto?
Paula se giró hacia Alfredo en busca de una respuesta.
Alfredo se limitó a encogerse de hombros.
—Cada cual a lo suyo. No tenemos ningún interés en joderos.
—Pero si descubrimos quién fue, entonces la policía…
Emma suspiró impotente.
—Murió un hombre —se explicó Paula—. Quizá su asesino esté libre. Comprender que vuestro amor está por encima de eso. Creo que debéis plantearos contárselo a vuestros padres. Antes o después.
Ricardo asintió y miró a Emma con gesto compungido. Se abrazaron y se besaron con infinita ternura. Como dándose ánimos para una tarea que habían postergado durante demasiado tiempo. Una tarea muy dura.
—Nos vamos. Adiós —murmuró Emma. Y su tono era frío, cortante. No admitía más preguntas.
Varios minutos después, Paula y Alfredo salieron del cuarto del ascensor, cerraron la puerta y bajaron hasta las escaleras del rellano del segundo.
Estaban en silencio. Los dos tenían una mirada pensativa. Al final, fue Alfredo quien habló:
—De modo que sí había dos personas.
—Lo mataron aquí, joder, lo mataron aquí.
—Y no venía moribundo…
Paula negó con la cabeza.
—No creo que alguien con dos disparos en el pecho pueda subir y bajar escaleras así como así. Lo mataron en el edificio.
Ricardo la miró, de repente, con gesto mezcla de asombro y temor.
—Paula, ¿de verdad quieres seguir con esto?
La adolescente se giró hacia él y afirmó con un movimiento de cabeza. Señaló con la mirada hacia la puerta del 2B.
—Tenemos que preguntar a la parejita que tengo enfrente y al vecino de arriba del 3A. Estoy segura de que con la palanca adecuada…
—…moveremos el mundo —terminó la frase Alfredo—. Tenemos que buscar la forma de… bueno, ¿para qué llamarlo con un eufemismo? Llamémoslo extorsión y punto.
—Extorsión colaborativa —precisó Paula. Miró su reloj de pulsera y silbó disgustada—. Tengo que marchar, cariño. Tengo que depilarme para la piscina de la tarde ¿Nos vemos mañana?
Alfredo asintió y se despidieron con un beso.
Paula entró en casa.
—¡Ya estoy en casa! —dijo en voz alta dejando las llaves sobre el platillo del mueble de la entrada. También estaban las de su padre. Estaba en casa.
Y una llave más de la que no sabía nada. Pero ya la había visto antes. Era de aluminio, de color verde.
La miró extrañada unos instantes. Pero luego se encogió de hombros.
Entró en el pequeño cuarto de baño y se encontró a su padre duchándose.
La mampara estaba cerrada y, tras los cristales translúcidos, el cuerpo indefinido de su padre bajo el agua atronadora de la ducha.
No me habrá escuchado, pensó Paula.
Había entrado para orinar y depilarse. Puesto que él no sabía que ella estuviese dentro, tampoco le importaría compartir el cuarto de baño al menos mientras hacía pis.
Dejó escapar el chorro de orina en el inodoro con calculado silencio, intentando pasar desapercibida.
Paula evitaba mirar demasiado la figura indefinida de su padre tras la mampara que tenía muy cerca. Pero le era imposible resistirse. El agua continuaba cayendo sin cesar. Un sofocante vapor de agua caliente hacía el aire del cuarto de baño meloso y denso.
El padre de Paula dejó escapar un gemido.
Paula se fijó con atención en la figura oscura tras la mampara.
Los movimientos de su padre, los del brazo derecho, se volvían rápidos y confusos tras la mampara, ocultos en la ingle.
Paula sonrió para sí.
Su padre se estaba masturbando.
Los gemidos de él se fueron haciendo más roncos hasta convertirse en jadeos.
Paula se limpió y se volvió a subir las bragas y los pantalones. Bajó la tapa del inodoro con lentitud. Evitó vaciar la cisterna para no hacer ruido.
Se movió con lentitud hacia la puerta.
—Paula —susurró su padre.
La muchacha se quedó congelada. Fue a abrir la boca para responder cuando oyó un nuevo gemido seguido de un jadeo ronco.
Su padre estaba pensando en ella.
No quería privar a su padre de aquel momento de intimidad entre él y él mismo. Pensó que bastante había sufrido ya como para que ella le robase aquel orgasmo liberador. Y si ella misma era la que ocupaba la imaginación encendida de su padre, pues tanto mejor. Todo quedaba en familia.
Quiso dirigirse a su habitación. Dejar a su padre con lo suyo. Cada cual con su vida.
Pero en la vida de Paula, su padre ocupaba un lugar demasiado importante como para marcharse así, sin más.
Se ocultó tras el marco de la puerta en el pasillo y, sintiéndose a salvo de una posible apertura inesperada de la mampara, miró sin disimulo a su padre.
Había apoyado la mano izquierda en la mampara y la palma de la mano chirrió al deslizarse por el cristal borros. Paula entornó los ojos y creyó ver la mano derecha de su padre empuñando un falo extendido. Los jadeos agónicos indicaban que estaba próximo a correrse.
Par cuando se dio cuenta, Paula se asustó al ver su propia mano derecha dentro de su pantalón, buscando con desesperación el contenido de su braga.
Por Dios santo, pensó alterada, ¿de verdad quiero hacer lo que deseo hacer?
Pero sus dedos no conocían de relaciones familiares. Solo atendían a los jadeos de un hombre masturbándose bajo la lluvia de una ducha. Un hombre por el que sentía un aprecio verdadero y sincero. Y sus dedos no entendían. Todo su cuerpo no entendía. Solo reaccionaba ante los excitantes y varoniles sonidos que la provocaban espasmos placenteros entre sus piernas.
Se desabrochó el botón del pantalón y se bajó la cremallera. Sus dedos escarbaron entre el vello bajo la braga. Era fácil llegar al destino; los labios pringosos marcaban un sendero preciso. Dos falanges se hundieron en el único lugar de la ingle que desprendía un calor infernal y del que brotaban humedades viscosas.
Cerró los ojos y se imaginó que aquellos dedos que la estaban matando eran los de su padre. Fuertes, grandes, recios. Dedos capaces de arrancarla pedacitos de un alma a punto de morir de placer.
Cuando las yemas de sus otros dedos se apropiaron del clítoris, tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Trazaron círculos furiosos y emborronaron con tinta de placer la vulva.
Entreabrió los ojos y alcanzó a oír como su padre ahogó un gemido y exclamaba con voz ronca. Gruesos hilos de semen salpicaron la mampara.
—¡Hija mía!
—Papá… —musitó Paula sintiendo como sus muslos empezaban a vibrar, comenzando una danza que la desposeería de todo control sobre su verticalidad. El orgasmo surgió de su interior como lava ardiente expulsada a chorro por un volcán. Miles de fuegos artificiales estallaron cuando cerró los ojos con fuerza.
Sus dedos temblaban, sus brazos temblaban, su vientre temblaba, todo su cuerpo temblaba bajo los efectos del orgasmo.
Despacio, muy despacio, saco su mano de entre sus muslos y se la llevó a la boca. Paula lamió sus dedos empapados y saboreó su propia esencia.
Al abrir los ojos se quedó helada al ver a su padre mirarla hechizado.
El hombre flaco estaba desnudo, con una toalla cubriéndole los genitales. Y su mirada era de completo embelesamiento hacia su hija.
Hacia su adorada hija, la cual seguía con varios dedos dentro de su boca, mientras su sexo enrojecido cubierto de vello rubio estaba parcialmente descubierto bajo la braga empapada y los pantalones arremangados.
Paula mantuvo varios segundos más sus dedos dentro de su boca.
No tenía ni idea de qué decir. Ni qué hacer.
—Hola, Paula.
—Ho… hola, papá.
CAPÍTULO —4—
Al día siguiente, fue Alfredo quien subió a casa de Paula y llamó al timbre.
—¿Está tu padre? —preguntó en cuanto la chica abrió.
Ni siquiera se fijó en el sugestivo atuendo que Paula llevaba: camiseta blanca de tirantes resaltado sus pezones hinchados y braguitas arrugadas y ceñidas.
Paula negó con la cabeza. Su padre y ella no se habían cruzado desde aquel embarazoso encuentro en el cuarto de baño. Evitaron coincidir en la cocina a la hora de cenar y tampoco se hablaron al despedirse antes de dormir. Los dos necesitaban tiempo.
—No, mi padre habrá salido pronto de casa.
—Perfecto porque tengo lo que buscábamos.
Entró en casa de Paula sin pedir permiso.
—Pero… ¿qué pasa, qué ocurre? —protestó ella con voz quejicosa.
El timbre de la puerta la había despertado; aún sentía la modorra embotar su mente, sus pestañas sucias con legañas y su fétido aliento mañanero. No entendía el motivo de las prisas de Alfredo. Y tampoco quería que su novia la viese así de piojosa.
Alfredo ya recorría el pasillo en dirección a la sala de estar cuando se giró para ver a Paula. Aún seguía junto a la puerta, con expresión adormilada.
Se acercó a ella y la cogió de la mano.
—¿Me vas a contar qué pasa?
—Mejor antes date un agua y tómate un café —contestó él sacando del bolsillo una memoria USB —. Mira lo que traigo. Es muy fuerte.
Después de despertar con el café y lavarse la cara y los dientes, Paula se dejó hacer. Alfredo la hizo sentarse en el sofá, enfrente del televisor. Conectó la memoria USB al aparato.
—Si es una porno, paso. No quiero sexo a estas horas, Alfredo.
—No es porno —corrigió Alfredo encendiendo la televisión y buscando un archivo de video a través de explorador de archivos del televisor—. Bueno, sí. Sí es porno. Pero es un porno que te va a gustar. ¿Te acuerdas ayer cuando dijiste eso de la palanca con la que mover el mundo y escuchamos a los vecinos del 2B follando? Pues me puse a pensar y pensar. Y luego busqué por internet.
Alfredo pulsó el botón de reproducción.
—Quita eso, por Dios —gimió Paula cuando empezó a ver el video. Un gran cartel rosa con letras pintadas en él indicaba que alguien sostenía detrás tenía escrito: “Progresión lingual amateur hasta el infinito”. Paula bajó la cabeza y la escondió entre las piernas—. Lo que me faltaba: te me has vuelto un pajillero salido.
Alfredo sonrió y avanzó por la película hasta llegar a los diez minutos. Pulsó el botón de pausa.
—Mira atentamente, Paula.
—No quiero. Estás enfermo, tío. Si quieres, te dejo un poco de intimidad para aliviarte si en tu casa no te…
—Que no es eso. Mira la pantalla, hazme el favor.
Paula levantó la vista. Miró la televisión tal y como le indicaba Alfredo.
Una pareja desnuda, ataviados únicamente con unos aparatosos antifaces con ribetes de encaje y plumas en los extremos, sonreía a la cámara mientras acoplaban sus cuerpos.
Paula parpadeó confusa. No estaba segura. Pero algo le indicaba en la imagen… Se obligó a fijarse en la pareja.
—A que no sabes, Paulita de mis amores…
—Calla, Alfredo, que quiero descubrirlo yo misma…
El lunar de la mejilla de la chica le dio la solución.
—Me cago en la puta… Se parece a... Virtudes.
—Eso mismo pensé yo —coincidió Alfredo.
—No, no, no. No se parece. Es que es. Todo coincide, joder. Ella, él. Y el pasillo donde están follando tiene la misma forma que el mío. Y él es Rafa, su marido. Todo encaja.
—Las dos viviendas de cada piso son iguales pero reflejadas—confirmó Alfredo.
—Pero son quienes creo que son, ¿verdad?
—Yo juraría que sí. Creo, Paula, que ya tienes tu palanca.
Ella silbó mirando con detenimiento la imagen estática de la televisión.
—Y menuda palanca. ¿Cómo es posible que hayan podido subir a internet un polvo?
Alfredo casqueó varias veces con la lengua. Le encantaba ver la expresión arrebolada de la muchacha, con el pelo rubio aún húmedo y los ojos brillantes, reflejando la imagen del televisor.
—Uno no, sino muchos. Son “Los alegres folladores”. Tres-uves-dobles-punto-los-alegres-folladores-punto-com. Tienen hasta página web y todo.
—Joder, joder, perfecto, perfecto —Paula dio palmadas y le plantó un sonoro beso en al frente a Alfredo—. Rafa y Virtudes. Virtudes y Rafa.
El muchacho arrugó la frente. La miró con gesto dolido.
Creo que me merezco algo más, mi amor, quiso decir.
Los dos chavales se miraron unos instantes. Luego se abrazaron y besaron intensamente.
—Pulsa el botón de “play”.
—Ahora se ponen a follar, Paula. No hay mucho que ver aparte de…
—Tú pulsa el botón, que me he calentado —explicó sacándose la camiseta del pijama por la cabeza.
Alfredo pulsó el botón sin que se lo pidiesen una tercera vez.
En el video, Rafa continuó poseyendo a su mujer por detrás, penetrando su grupa alzada. Sus antifaces ocultaban buena parte de su cara y hacía difícil ver el grado de excitación. Sin embargo, sus cuerpos sudorosos y desnudos eran fiel testimonio.
Virtudes se afanaba en mantener un equilibrio precario aplastando sus preciosos pechos redondos sobre la puerta, soltando grititos ahogados cada vez que la verga de Rafa entraba inmisericorde en su coño afeitado.
Era cierto que el video tenía ese halo de improvisación y naturalidad que lo hacía amateur. La iluminación procedía de las lámparas anaranjadas del techo, el encuadre era fijo —probablemente un atril o algo más simple aún— y el sonido se notaba lejano y metálico. Pero precisamente todo eso lo hacía más real, más accesible, más genuino. El placer de Virtudes no se ponía en duda y el cuerpo de Rafa, exhibiendo un enorme falo de ensueño, se convertía en la extensión de los espectadores masculinos y en objeto venerado de los femeninos.
Virtudes acabó derrengada y no soportó más la verticalidad. Cayó al suelo y, a cuatro patas, recibió las sacudidas de la polla antinatural de su marido. Sus rodillas resbalaban y sus pechos se agitaban en vaivenes inmorales y deliciosos. Rafa aprovechó los meneos que sus empellones imprimían sobre los senos de su mujer para, asiéndolos de la base de las costillas, remover su contenido, golpeándolos entre sí, provocando el fantástico sonido de dos hermosas tetas suspendidas y chocando una contra la otra.
Virtudes se deshizo en jadeos y gemidos mirando a la cámara. Era evidente que la mujer disfrutaba tanto o más que su marido de la visión del ojo de cristal captando todos y cada uno de sus embarazosos y excitantes movimientos, sonidos y ruidos obscenos de la cópula.
Cuando los labios de la mujer acogieron la enormidad fálica de Rafa, se desquitó del meneo de sus tetas, —mientras follaba con su boca el nabo cubierto de sus lubricaciones— y jugueteó sin delicadeza alguna con los testículos colgantes de su marido. Manoseó y apretó entre sus dedos las gónadas arrancando jadeos ahogados de su marido. Succionó las pelotas y su lengua lamió el escroto entero. Los huevos acabaron inflamados y la piel enrojecida.
Rafa sujetó la cabeza de su mujer y le mantuvo la boca abierta mientras descargaba todo el semen acumulado. Trallazos de semen espeso y denso recorrieron las delicadas facciones del antifaz y el pelo rizado de la mujer. La verga escupió semen que taponó con viscosidad los orificios nasales y se fundieron con el charco de saliva esperando junto a la lengua. La corrida de Rafa era generosa y, aunque el encuadre de la cámara vibró demasiado durante la corrida —es difícil conseguir un plano estático sosteniendo la cámara con una mano mientras con otra diriges la manguera de semen hacia la cara de tu mujer—.
El video terminó.
Paula y Alfredo no se dieron cuenta. Hacía poco que la muchacha se había arrodillado sobre el cuerpo sentado de Alfredo en el sofá y había dirigido el pene enfundado en un condón hacia la entrada de su sexo.
El polvo mañanero era cien mil veces mejor que un café cargado.
Tras ducharse —ella insistió en hacerlo por separado para no provocar encuentros bajo la cintura que no pudieran detener—, se vistieron y salieron de casa de ella.
Paula insistió en probar, antes de llamar a los vecinos del segundo, con el vecino del tercero de nuevo.
—Es seguro que debe saber algo. Tiene que saber algo.
Tras llamar varias veces al timbre de la puerta sin éxito, bajaron hasta el piso segundo y se plantaron delante de la puerta de los vecinos del 2A.
Les abrió la puerta Rafa, el marido.
No hubo muchas palabras de por medio para que el hombre les dejase pasar dentro de casa; Paula solo tuvo que agitar delante de él la memoria USB.
Rafa se imaginó al instante de qué iba el asunto. No preguntó, no discutió, no se enfadó. Solo suspiró y, dejando caer derrotados los hombros, les hizo pasar adentro.
Virtudes, su mujer, recogía a toda prisa infinidad de cojines dispersados por todo el salón, además de cajas y envases de condón, ropa erótica de cuero, falos de silicona y revistas pornográficas.
—¿Pero cómo les haces pasar con todo esto tirado por aquí? —Virtudes estaba roja de vergüenza— ¡Te dije anoche que recogieras todo!
—Ya lo saben —respondió lacónico Rafa, apartado con un manotazo al aire el comentario de su mujer—. Querrán un autógrafo o qué sé yo, Vir. Los jóvenes de hoy en día son muy raros.
Virtudes dirigió la mirada hacia Paula y Alfredo. La chica tenía en la mano la memoria USB bien a la vista.
—¿Y cómo sabes que lo saben? —preguntó de nuevo Virtudes, negándose a deshacerse de la intimidad que le suponía a un antifaz— ¿Acaso te lo han dicho?
—Lo saben. Y punto —Rafa fue tajante —. Se les ve en la cara, Vir —. Se dirigió hacia la pareja, la cual se había sentado en el sofá enfrente del suyo. Los valoró de nuevo con la mirada. Para él estaba meridianamente claro—. Habrán comprado alguno de nuestros videos o habrán llegado a la página web.
Los tres, desde el sofá donde estaban sentados, se giraron hacia Virtudes, la cual sostenía aún la montaña de ropa, cojines y juguetes.
La sola coordinación de aquellas tres miradas sobre ella bastó para indicarla que era inútil seguir aparentando otra cosa.
Dejó caer todo al suelo y se sentó en el sofá que quedaba libre.
—Fue bonito mientras duró.
Alfredo se apresuró a desmentir sus palabras, poniéndose en pie.
—No, no, no. De ningún modo estamos aquí para dejaros al descubierto.
—¿Entonces? —preguntó Rafa acercándose el cenicero de la mesita central.
—Solo queremos saber qué pasó la noche anterior a que encontraran al muerto en el rellano.
Rafa echó una mirada a su mujer cargada de malos presagios mientras se encendía un cigarrillo.
Eso quizá fuese peor incluso que ser delatados por este par de mocosos.
—Díselo —musitó Virtudes.
Rafa se retrepó en el sofá, consciente de tener ahora los tres pares de ojos fijos en él. Expulsó el humo con indolencia, como si le costase desprenderse de él. También tenía reticencias a desprenderse de la información con que contaba.
No era tonto. Sabía las repercusiones. No estaba seguro que Virtudes lo hubiese comprendido del todo. Solicitó su aprobación.
—¿Estás segura, Virtudes? Habrá que entregarle a la policía todo el material. No solo esa cinta, sino todo, ya lo sabes. Tus padres, los míos, amigos, conocidos, compañeros… todos lo sabrán.
Virtudes apretó los puños pero no necesitó muchos segundos para pensárselo. Asintió con la cabeza.
—Vale —decidió Rafa. Se levantó del sofá, apagó el cigarrillo y se dirigió hacia una habitación—. Cariño, trae un par de sillas más.
Se sentaron delante del ordenador. La pantalla era enorme y, junto al teclado, un cenicero casi sepultado bajo una montaña de colillas que lo desbordaba atestiguaba que Rafa se pasaba mucho tiempo delante de la pantalla.
—Empezaremos por el principio. Creo que huelga decir a qué nos dedicamos, ¿verdad?
—“Los alegres folladores” —confirmó Paula.
Virtudes se tapó la boca pero no pudo contener una risa.
—Lo siento, ya sé que es ridículo —explicó—. Pero es que suena todavía más ridículo de una boca que no sea la nuestra.
—Por eso lo elegimos así —convino Rafa. El ordenador se estaba encendiendo. Se encendió otro cigarrillo. Cuando tuvo abierto el escritorio de la pantalla, entró en varias carpetas y subcarpetas y, al final, abrió un archivo de video—. Éste es. No está editado ni montado.
Rafa y Virtudes aparecieron en la pantalla. Ella vestía únicamente unas braguitas rosa fucsia y él unos calzoncillos de cuero con una abertura frontal de donde surgían su prodigioso pene y el escroto. Y sus antifaces negros de estilo veneciano.
La cámara estaba situada en una esquina del salón que acababan de abandonar. Habían apartado la mesita y los sofás estaban cubiertos con telas sugerentes de textura aterciopelada. La alfombra del salón estaba casi oculta con infinidad de cojines.
Pareció que Virtudes tropezaba en su intento de escapar del inmenso falo de su marido. Rafa se abalanzó sobre ella y rodaron sobre mullido colchón de cojines de colores pastel. Risas y arrumacos dieron paso a roces y abrazos, besos y caricias, lenguas y frotamientos.
—¿Se gana mucho dinero con esto? —preguntó Alfredo mirando a Rafa, intentando desviar la vista del cuerpo desnudo de la mujer de la pantalla y que ahora tenía al lado.
Paula le miró con los ojos entornados. Este chico estaba loco. No esperaría que ella y el… No estaba dispuesta bajo ningún concepto a enseñar sus intimidades a cientos de miles de ojos hambrientos.
—Si sabes cómo distribuir el material, se pude comer de ello —murmuró Rafa—. Lo ideal es reducir al máximo los intermediarios. Pero al final, acabas requiriendo los servicios de uno u otro. Que si un CIF, que si un diseñador web, que si un “hosting”…
En el video, Virtudes se levantó y corrió con su cuerpo desnudo y sus senos redondeados bamboleándose sin tapujos. Rafa la alcanzó junto a la puerta cámara en mano, dejó el aparato en el suelo —en un lugar que se intuía como previsto de antemano— y la tomó por detrás. La Virtudes que miraba la pantalla se cruzó de piernas y de brazos. No se sentía a gusto viéndose desnuda, enseñando su sexo y copulando ante extraños. Para ella, los videos amateur eran para disfrutarlos en la intimidad, tras el seguro y tupido velo de anonimato que el antifaz proporcionaba y tras una abstracta dirección IP. Sin miradas acusadoras o juzgadoras alrededor de ella. Se sentía como un reo ante el patíbulo, escuchando de manos del verdugo la ristra de crímenes cometidos.
Rafa, que veía el rostro enrojecido de su mujer y sentía la terrible vergüenza de visionar el video ante conocidos —mejor hubiera sido ante extraños, pensó—, adelantó el contenido hasta un lugar concreto.
—Esto está muy visto; no creo que sea la primera vez que veáis tetas, coños y pollas —comentó tras aclararse la garganta—.Vamos al meollo del asunto.
Rafa estaba penetrando a Virtudes por detrás. Ella estaba volcada sobre la puerta, con los brazos hacia arriba y extendidos, la espalda arqueada y las piernas estiradas y de puntillas. Era una posición parecida a la que Paula y Alfredo había visionado antes. Los jadeos y el ruido del miembro entando y saliendo del coño de Paula, así como las palmadas rítmicas en sus nalgas, dominaban la escena.
De repente, ambos dejaron de follar. Se miraron extrañados. En la expresión de ella —la visible por el antifaz— se notaba angustia. Al quedarse quietos, se oyó a lo lejos las voces de alguien más.
Se quitaron el antifaz. Estaba claro que no iban a continuar con la grabación.
—Oímos voces en el pasillo —murmuró Virtudes levantándose de su silla y colocándose tras la espalda de su marido. Le tomó de una mano—. Eran gritos.
—Sube el volumen —pidió Alfredo.
—No se oye mucho más —comentó Rafa.
—¿Tienes algún software de edición de video?
—No es necesario. Ya tengo aislado el audio. Lo extraje del archivo y lo amplifiqué. Os pongo el archivo ahora…
Paula y Alfredo miraron a Rafa.
—Sí, ya sé lo que parece. Pero es que estábamos obsesionados con lo que ocurrió aquella noche…
—Pero no podíamos contárselo a la policía. Si lo aireábamos… —intercedió Paula cogiendo el relevo de su marido—. Entonces nuestro anonimato caería.
—No hacéis nada malo —argumentó Alfredo.
—¿Le contarías a tu madre que te ganas la vida grabando porno amateur con un antifaz hortera?
—Mi padre lo entendería —comentó Paula—. Si se trata de dar de comer a tu familia… se hace lo que sea, ¿no?
—Tus padres serán distintos. Los míos se parecen bastante a los vecinos raritos de arriba, los ultra-conservadores-católicos.
—Esos ya tienen lo suyo —murmuró Alfredo en voz baja—. Todos tenemos secretos.
—Bueno, ya lo tengo aquí —indicó Rafa tras un carraspeo indicando que la conversación íntima se había acabado.
El programa reproductor de audio comenzó a funcionar.
Se oyeron ruidos distorsionados y las voces de dos personas. Eran ininteligibles en su mayor parte, excepto algunas frases sueltas.
«Ese puto maletín va a ser tu perdición», clamó una voz fuertemente distorsionada.
El otro respondió algo pero no se le entendió.
«Si crees que voy a dejarme robar así como así, estás muy… espera, espera, guarda la pipa y lo hablamos con calma en tu casa. Tú guarda eso y…»
El trueno de un disparo de pistola sacudió la habitación entera. Los cuatro dieron un respingo.
—Joder… —murmuró Alfredo.
Un gruñido ahogado, muy agudo, taladró el silencio de la habitación.
El ruido de alguien arrastrándose por el suelo se oyó con claridad.
«Espera… espera, por Dios. Déjame marchar y te juro que nadie… te juro que…»
Un nuevo disparo se oyó. Esta vez más lejano, indicando que se produjo lejos del lugar del primero.
—¿Has normalizado el audio? —preguntó Alfredo.
—¿Normalizado dices, te crees que soy un chapucero? —gruñó Rafa.
Alfredo se vio obligado a explicarse ante Paula y Virtudes.
—Le he preguntado si ha variado el volumen del audio para subir los sonidos bajos y bajar los altos de forma que todo el archivo tenga un volumen similar. Los programas de edición de audio lo suelen hacer por defecto. Si no lo ha hecho, calculo que el segundo disparo fue subiendo las escaleras hasta el tercer piso. Se oye muy débilmente, como el asesino subiese unas escaleras.
—Quizá hasta su casa… —murmuró Paula.
—Nosotros pensamos lo mismo —indicó Virtudes abrazando a su marido por detrás—. Desde que ocurrió eso no nos atrevíamos a abrir a nadie por miedo a que…
—Se supiese que teníamos esta prueba —concluyó Rafa pidiéndole a Alfredo la memoria USB. El adolescente se la dio al adulto. Rafa copió el archivo de audio al dispositivo—. Tomar. Esto es lo máximo que vamos a hacer —se dirigió a Paula—. Dile a tu padre que no vamos a involucrarnos más en esta mierda a menos que un juez…
—Su padre… —comenzó a hablar Alfredo para indicar que ellos dos eran los únicos que tenían interés en el caso.
—Mi padre os lo sabrá agradecer —le cortó Paula levantándose y cogiendo del brazo a Alfredo —. Hará lo imposible para que no testifiquéis si llegara el caso.
Se despidieron del matrimonio y salieron de su casa.
Bajaron las escaleras y salieron del portal. Caminaron hasta la acera, lejos de las mirillas y las puertas.
—Me cago en todo —cuchicheó Alfredo— ¿Pero qué coño pasa en este edificio que se sabe todo y que todos tenemos algún secreto? Es increíble, de verdad.
Paula le miró y asintió en silencio.
También ellos dos tenían un secreto porque los padres de Alfredo no sabían que estaba saliendo con ella.
Y ya no estaba muy segura, visto lo visto, que su relación o sus polvos estuviesen relegados a la exclusiva intimidad de solo ellos dos.
Pero ese era un tema aparte.
Alfredo miraba con suspicacia a los viandantes caminar por la acera enfrente del edificio.
—Tenemos que hablar con el vecino del tercero.
—¿Con el asesino? Ah, no, Paula, eso sí que no. Yo ya estoy acojonado con todo esto, de verdad —la cogió de la mano, le abrió la palma y le entregó la memoria USB.
—Alfredo, no sabemos si el del 3A es el asesino o qué…
—Asesino o no, es el que más puede saber, con diferencia. Y dudo mucho que con un tío con pistola se pueda encontrar una palanca adecuada y salir indemne.
El chico desvió la mirada e hizo ademán de meterse dentro del edificio, en dirección a su casa.
Paula se revolvió el cabello corto en un gesto de nerviosismo impulsivo y corrió tras él.
—Alfredo, espera.
Le cogió de la mano, igual que él hizo antes con ella.
—Te necesito.
Alfredo no se volvió hacia ella. Paula se movió y se plantó frente a él. Alfredo rehuyó su mirada, tenía la vista fija en el suelo. Le obligó a mirarla a los ojos.
—Te necesito, cariño —repitió—. Por favor.
Alfredo quiso apartar la mirada pero Paula no le dejó; le beso en los labios y le abrazó.
El chaval era consciente de que, al estar en el portal del edificio, sus movimientos estarían siendo espiados por medio de las mirillas de su casa y la de doña Gertrudis. Chasqueó la lengua con desgana; este edificio veía y escuchaba a través de las paredes, a través de las rendijas, a través de cualquier resquicio imposible.
—Mañana a las diez subo a recogerte —cedió él. Paula asintió radiante con la cabeza—. Solo llamamos una sola vez a la casa del tercero, ¿estamos? —Paula volvió a asentir—. Solo una vez, te lo advierto. Y luego avisamos a la policía y les entregamos la memoria USB. Que se ocupen ellos.
Paula besó con frenesí la boca del chico.
CAPÍTULO —5—
Al día siguiente, Alfredo salió reacio de su casa. Estiró la cabeza y oteó a ambos lados del pasillo antes de salir.
Paula se lo encontró con un aspecto desastroso.
Tenía ojeras y el pelo alborotado. La piel macilenta y algo pálida.
—No he dormido nada.
—No te preocupes, por favor. Aquí todo el mundo sabe que mi padre fue policía. Jamás pensarían en hacer algo. Somos como inmunes, como intocables, como…
—Si quieres otra palabra con “i”, te puedo sugerir idiotas, imbéciles, irresponsables…
Paula le dio una palmada en el trasero para que se pusiese en movimiento.
—Vamos para arriba, no me seas gallina, por favor.
Se dieron un beso en los labios. Quizá para darse ánimos uno al otro. Quizá por si fuese el último beso.
Subieron las escaleras en silencio. Despacio. Alfredo contaba los escalones. Necesitaba apartar de su mente la imagen fija de un tipo volándole la tapa de los sesos al abrirse la puerta del 3A.
Fue Paula la que llamó al timbre cuando se detuvieron frente a la puerta del tercero.
Al igual que las restantes veces, no oyeron ruidos tras ella ni ningún indicio de que fueran a abrirles.
—¿Sabes cómo se llama, al menos? —susurró un tembloroso Alfredo.
Paula negó con la cabeza.
—Pero lo habrás visto, entonces, alguna vez.
Paula volvió a negar.
—Pues qué quieres que te diga, chica. La verdad, es que ya dudo que viva aquí alguien —continuó en voz baja el chico.
—Vivir, vive alguien, te lo aseguro. Le oigo a veces desde mi casa. Y mi padre me dice que sube a hablar con el vecino.
—Pero quizás fuese alguien que…
El chico se calló. Acaban de escuchar los ruidos de alguien subiendo las escaleras.
Paula y Alfredo se miraron suspicaces.
Un desconocido giró en la esquina del rellano y se dispuso a seguir subiendo escaleras en dirección al tercer piso.
Hasta que descubrió a los dos adolescentes.
Era un hombre de aspecto demacrado, con gafas de sol. Llevaba colocadas una peluca y barba grisáceas; demasiado plásticas para poder soportar un escrutinio cercano. Vestía unos pantalones vaqueros y una camisa corta de estilo americano, ridículamente holgada.
Y llevaba de una mano un maletín de cuero negro. No excesivamente grande. En la otra mano llevaba una llave suelta.
Las mirada de los tres se encontraron. El hombre congeló su ascenso. En realidad congeló todo su cuerpo, contemplando con mucho detenimiento a los chicos.
—¿Es usted el vecino del tercero? —preguntó despacio Paula a sabiendas que sí que lo era o, al menos, alguien relacionado con él ya que no era el padre de los góticos del 3B—. Solo queríamos hacerle unas cuantas preguntas.
El hombre no respondió.
Paula dio unos pasos hacia él, quedándose al borde de las escaleras para estrechar la distancia.
Alfredo se acercó a ella por detrás y la cogió de un brazo.
—¿Dónde vas, loca? —masculló. Estaba aterrorizado.
El hombre delgado con peluca y barba postiza miró detrás de él, como calculando posibles obstáculos de una retirada.
La suya era una mirada de desesperación que, aunque oculta tras unas gafas de sol, se intuía como carente de cualquier tipo de intención de dialogar con la chica. Luego volvió a fijar la mirada escaleras arriba, donde la chica le miraba.
Paula bajó un escalón hacia él. Solo una docena de escalones los separaban. El hombre retrocedió. La chica se mordió el labio inferior.
Maldita sea, pensó. A este hombre ya lo he visto antes.
No le era desconocido. Pero tampoco era capaz en esos momentos de recordar quién era.
El hombre retrocedió bajando un escalón.
Quién es, quién es, mierda, mierda, se fustigó mentalmente Paula.
Alguien que no desea ser reconocido a juzgar por la peluca y la barba. Pero no debe ser tan tonto como para pensar que esos postizos puedan engañar a alguien, por lo que su intención no es pasar con éxito un examen visual cercano; quizá uno de pasada, uno fugaz.
—¿Quién es usted? —preguntó claramente Paula. Era una pregunta que le había salido de dentro. Totalmente desacertada y desconsiderada para alguien conocido. Muy descortés en todo caso.
Pero que, en estas circunstancias, expresaba la infinita reticencia de la chica.
¿Quién coño es usted que me viene con postizos de plástico? ¿Acaso le conocemos y por eso necesita de esos artificios para pasar desapercibido durante su viaje por las escaleras hasta su casa?
El hombre volvió a fijar una vez más una mirada indefinible tras las gafas de sol hacia Paula y bajó las escaleras a trompicones.
Paula quiso ir tras él pero Alfredo se lo impidió agarrándola de un brazo con firmeza.
—Quieta aquí, joder, que me vas a matar del susto. Deja que se vaya.
—Pero, Alfredo, es que sabe algo…
—Coño, nos ha jodido tu sagaz deducción. Si va disfrazado de esa guisa y viene con un maletín y no quiere hablar con nosotros es que, evidentemente, algo sabe.
—Sabe algo… —repitió Paula.
Oyeron las pisadas del hombre perderse escaleras abajo y desaparecer. Se asomaron al agujero central donde convergían las escaleras de los pisos inferiores y ya no le vieron.
—Ése tiene algo que ver, eso está claro —murmuró Alfredo tomándola de los hombros y mirándola frente a frente—. Tienes que hablar con tu padre. Ya tienes la comprobación que querías.
Paula miró al chico y, tras unos instantes, asintió.
—Toma. Aquí está todo.
Le entregó la memoria USB.
Le dio un beso en la frente a la chica y comenzó a bajar los escalones. Se detuvo al bajar el segundo.
Su pie bailó en el aire. Volvió a posarse sobre el escalón.
Se giró despacio hacia Paula.
—¿Me acompañas hasta mi casa? Estoy cagadito de miedo.
CAPÍTULO —6—
Paula entró rauda en casa después de dejar a Alfredo en la suya.
Supo que su padre estaba en casa porque vio sus llaves junto al platillo del mueble recibidor del pasillo.
—¡Papá, papá! —gritó exultante de alegría, corriendo por el pasillo.
No era para menos: acaba de encontrar una pista o, quizá, la clave del caso. Y, seguramente, al asesino.
—¡Papá, papá, tengo que contarte algo importante! Alfredo y yo…
Calló al instante.
Volvió sobre sus pasos. Se detuvo ante el mueble recibidor de la entrada.
Allí estaban las llaves de su padre, en efecto. Junto con una llave suelta. La misma que vio hace dos días.
La misma que tenía aquel hombre delgado y disfrazado en su mano derecha. Una llave de aluminio, lacada en verde.
Su padre apareció tras unos instantes tras la cocina.
—¿Qué ocurre, hija?
Paula le miró sin responderle.
—Paula, ¿qué pasa?
La chica cogió la llave —la maldita y puñetera llave verde— y salió de casa.
—¿Dónde vas, Paula? —oyó a su padre detrás de ella.
Subió las escaleras despacio, con la llave en una mano y con una expresión indefinida. Miró atrás y no le sorprendió ver a su padre detrás de ella.
Corrió tras ella cojeando. Arrastrando esa pierna inútil.
Se detuvo ante la puerta del piso del 3A.
Miró a su padre después de introducir la llave.
Padre e hija se miraron frente a frente.
—¿Voy a poder abrir la puerta, papá?
El hombre no respondió. De modo que Paula giró la llave y la cerradura dio un giro en el bombín. El sonido del engranaje de la cerradura hizo dar un respingo a Paula y la obligó a cerrar los ojos.
—Ven a casa —pidió su padre mientras apartaba la mano de su hija de la llave, volvía a cerrar la puerta y la trancaba.
Padre e hija bajaron las escaleras.
Paula se dejó guiar sin oponer ninguna resistencia. Su mirada se perdía en cada uno de los escalones que bajaban en dirección al segundo piso.
Entraron en casa y cerraron la puerta. También el padre sabía que en aquel edificio las propias esquinas tenían orejas.
—Siéntate en el sofá. Tengo algo que explicarte.
—Supongo, papá —ironizó Paula.
Se sentaron frente a frente. La chica aún tenía una expresión alelada.
No era para menos. ¿Cómo era posible que su propio padre…?
El hombre desapareció tras la puerta de su dormitorio y regresó con el maletín.
Con el maletín.
Lo depositó encima de la mesita que había entre ellos. Despacio. Las figurinas de porcelana que había sobre la mesita vibraron. El maletín tenía un contenido pesado. El propio maletín era pesado.
—¿Mataste tú a aquel hombre?
El hombre cruzó las piernas, cruzó los brazos y apoyó la espalda en el respaldo del sofá.
—Todo comenzó con un caso que se intuía como fácil y seguro: un patético camello de discoteca que vendía pastillas. Por desgracia, de esos hay muchos. Nos fijamos en uno que parecía tener un suministro constante de mierda.
Paula se retrepó en el sillón, atenta a las palabras de su padre. Éste aspiró con sonoridad por la nariz y continuó su relato:
—Durante unos meses estuvimos tras él, intentado encontrar una forma de poder averiguar quién era la organización que le proporcionaba el material. Hubo algunos nombres pero no llegamos a nada.
Paula se metió las manos en los bolsillos del pantalón corto que llevaba. Dentro de uno de ellos estaba la memoria USB que le había confiado Alfredo.
—Un chivatazo nos dio una buena pista. Iba a producirse un encuentro entre el distribuidor y el camello en una nave abandonada de un polígono industrial. Vicente, mi compañero, y yo avisamos a la comisaría y nos dirigimos allí. Era tarde para montar un dispositivo policial; el intercambio se estaba produciendo en esos precisos momentos.
Paula había oído la historia miles de veces. Disparos y mucha confusión. Vicente muere y su padre queda tocado de la chola y cojo de por vida.
—Llegamos cuando la fiesta estaba acabando. El chivatazo no era tal y nos metimos de lleno en una encerrona. Se produjo un intercambio de fuego de armas.
— Me lo has contado cientos de veces, papá. Vicente cayó muerto. Le mataron los narcos.
—No, Paula. Le maté yo.
La chica sintió como todo en su cabeza estallaba. Su padre… ¿un asesino?
—Llegamos a una nave abandonada de un polígono industrial. Vicente conducía. Decía que había conseguido el chivatazo de una fuente confiable. Pero resulto qué, cuando llegamos en un callejón apartado, abrieron fuego sobre nosotros. O, mejor dicho, sobre mí.
—¿Qué, cómo?
—Vicente salió del coche y se escabulló mientras yo me tiraba al suelo del vehículo. Las balas procedentes de fusiles y pistolas, ametralladoras y no sé qué Dios más arreciaron sobre el coche policial. Los cristales caían sobre mí como si estuviese lloviendo. Las chispas brotaban por todas partes como si estallasen millones de petardos alrededor de mí. Aquello parecía un infierno, el puto infierno.
Paula, a su pesar, estaba anonadada. Aquella profusión de detalles era algo desconocido para ella.
—A través de la puerta abierta, gritando impotente mientras sentía como una de las balas me alcanzaba en la pierna y muchas otras perforaban la carrocería silbando a milímetros de mi cuerpo, a través de la puerta, digo, mi compañero, arrastrándose por el suelo, se ponía en pie y corría hacia los que me disparaban.
—¿Vicente te había traicionado?
—Creo que la palabra traicionar se queda corta. Yo utilizaría directamente matarme.
—¿Qué pasó después, llegaron los refuerzos?
Su padre negó con la cabeza.
—Quité el seguro del arma reglamentaria y, cuando dejaron de dispararme, seguramente pensando que no habría sobrevivido a esa lluvia de balas, me alcé y descargué todo el cargador sobre ellos. Se vieron sorprendidos. No acertaron a ponerse a cubierto. El factor sorpresa estuvo, al final, de mi parte. Todos murieron.
—Vicente incluido.
—Vicente incluido —confirmó el hombre—. Era lo menos que podía agradecerle. Cojeando, con una pierna destrozada, me acerqué a él y le pregunté por qué lo había hecho. No supo qué responderme antes de expirar.
—¿Y después?
—Pensé en las consecuencias de toda aquella mierda. Tres narcos muertos, un policía asesinado por su compañero. Toda la operación a la basura. Dinero, tiempo, agentes… todo perdido. Aquello iba a ser una escabechina mediática. Yo estaba lisiado, haciéndome un torniquete en una herida en la pierna de la que, visto lo destrozada que estaba, no daba mucho por ella. Todo había acabado. Si no era la pierna, sería la presión de los medios. Y, si no, la de los políticos, buscando siempre un cabeza de turco. Al final, alguien tiene que acabar jodido, las cosas como son, hija.
—De modo que…
—Ya que yo era el único superviviente, escondí el maletín con el dinero de los narcos. Me lo había ganado con creces.
—¿Dinero de drogas?
—Dinero de sangre. Pero dinero, al fin y al cabo.
Paula miró de reojo el maletín. Descubrió, incómoda, el rastro de una bala cerca del borde de cuero negro. Habló en susurros:
—Y te jubilaron.
—O me desgraciaron. O me pegaron una patada en el culo. O como quieras llamarlo. Ya he dicho que alguien tenía que joderse.
—Pero, papá… ¿qué tiene que ver esto con…?
—Unos meses después, uno de los narcos vino a por el maletín.
—Y le asesinaste.
—Dos tiros. Corazón y cabeza. Corazón porque eso mismo fue lo que me quitaron al meterme en esa mierda y dejarme como un puto cojo el resto de la vida. Cabeza por ser tan idiota como para amenazarme delante de mi propia casa.
—Ya.
—Escúchame bien, Paula —su padre la tomó por los hombros y la obligó a mirarle a los ojos. Dios, pensó él, tiene los ojos, los labios de su madre—. No tienes ni idea de lo mal que lo he tenido que pasar. Primero fue lo de tu madre. Luego lo de la pierna, lo de la traición, lo del trabajo… Joder, si es que todo se me ha venido abajo en los últimos años.
—Pero, papá, el dinero…
—Es dinero Paula. Dinero para ti, dinero para nosotros. Tu madre lo habría aceptado sin dudarlo. Cinco millones, Paula, cinco putos millones. Menos algunos cientos de miles que usé para comprar el piso de arriba y armas. El piso lo utilizaba como tapadera donde montar un lugar donde poder disfrazarme y e ir planificando las operaciones de liquidación de la banda. Uno a uno, todos ellos. O eran ellos o éramos nosotros. No sabes la infinidad de veces que estuviste a punto de morir de un tiro en la cabeza cuando ibas a la universidad. Pero todos fueron cayendo.
—¿Cómo, qué dices, papá, qué estás diciendo, que hay más muertos?
El hombre hizo una mueca despectiva.
—Oh, sí, muchos más. Pero descuida, hija, que a esa calaña nadie los echará de menos. Han ido cayendo uno a uno. Sin pena ni gloria.
—Entonces…
—Entonces se acabó, hija mía. Todo se acabó ya. Ya sólo quedo yo y esta puta pierna. Y tú, Paula.
Los dos quedaron en silencio. La hija mascando las palabras que formaban la confesión de su padre. Y el padre contando los segundos hasta que su hija dijese algo. Como la adolescente no abría la boca, fue el padre quien habló:
—¿Cómo lo descubriste?
—¿El qué? ¿Qué tú eres el vecino de arriba? ¿Qué tú mataste a ese narcotraficante? ¿Qué sospechaba algo? Porque lo de que te has dedicado a despachar a camellos y narcos… eso es nuevo, papá.
El padre bajó la mirada. La muchacha continuó:
—Pues porque hay ser muy idiota para pensar que una peluca y una barba baratas pueden desviar atenciones, papá. Más bien, las atraen. No sé cómo no te han matado antes. Y porque en ese edificio las paredes tienen poros por donde hasta los insectos microscópicos oyen todo. Y porque una llave ajena junto a las propias canta demasiado. Si no te han pillado hasta ahora, ha sido porque tú no eres el único que tienes algo que esconder en este edificio.
El padre se levantó y se sentó junto a su hija.
—Cuéntame todo lo que hiciste.
—Hicimos. Alfredo y yo. Estos últimos días han sido… no sé. Han sido imposibles de creer.
Y Paula comenzó a desgranar con gran profusión de detalles todo lo que había ocurrido en los pasados días. No se guardó nada.
Nada.
Padre e hija se miraron unos instantes cuando ésta última terminó. Paula incluso había confesado los obsesivos sentimientos que sentía por el hombre que tenía a su lado. Ya puestos, pensó la chica, lo soltaba todo.
—Entonces… —murmuró él sin saber qué hacer. Le abrumaba todo lo que se le venía encima. No solo la idea de que su doble vida se descubriese, sino también las palabras de su hija en la que le declaraba su amor incondicional. No solo como hija, sino también como mujer.
Paula sintió el cuerpo de su padre cerca. Muy cerca. Su padre se inclinó sobre ella, repasando con sus dedos el cabello fino y corto de su cabeza.
Paula suspiró.
La virilidad de su padre era imposible de obviar. Su olor varonil, su acre perfume de hombre, su respiración caliente sobre su rostro.
Todo en su padre la encendía e irradiaba ascuas en sus pensamientos.
—Papá…
—Dime, hija.
—¿Me… me quieres?
El hombre afirmó con la cabeza sin dudarlo.
—No, no, papá. Mi pregunta tenía otro sentido.
—Ya lo sé. Y la respuesta es la misma.
Paula se abalanzó sobre su padre estampando su boca sobre la suya.
Se arrodilló sobre su regazo y sintió con deleite como, al aposentar sus nalgas sobre el miembro de su padre, lo notó hinchado y caliente.
Las lenguas hablaron dentro de las bocas. Paula rodeó el cuello de su padre con sus brazos y gimió extasiada al notar los dedos gruesos y fuertes de su padre subiendo bajo su camiseta, dejando rastros candentes sobre su piel, apropiándose de sus pezones bulbares.
La sacó la camiseta por la cabeza y hundió su cabeza en uno de sus pechos de niña para lamer uno de sus pezones de mujer.
Un gemido hondo y ronco surgió de la garganta de Paula. La lengua de su padre trazaba líneas gruesas alrededor del pezón excitado y los pelos del bigote no hacían sino incrementar una excitación que la estaba volviendo loca. Tomó la cabeza de su padre entre sus dedos y apretó con fuerza sobre su pecho. Quería darle entero su pecho, dejar que sus dientes mascaran la carne inflamada, que la saliva enjuagara el rosa inflamado de la carne, que los labios absorbiesen aquella enfermedad, dulce enfermedad, que brotaba de sus pezones.
Cuando su padre buscó de nuevo los labios de su hija, las manos de Paula buscaron con avidez la bragueta de los pantalones de su padre, arremangaron los calzoncillos y sacaron la verga enhiesta. Abandonó la dulcísima boca de su padre y se comió el falo como si el mundo fuese a acabarse allí mismo y quisiese despedirse de él con la polla de su padre en la boca.
Los movimientos de su lengua eran rápidos, urgentes. El hombre gimió extasiado y hundió los dedos entre el cabello dorado de su hija, sintiendo el cuero cabelludo latir muy fuerte.
Se desnudaron entre jadeos, besos, hilos de saliva colgando de sus labios y cuerpos temblorosos.
Cuando Paula hizo descender su cuerpo, tragando su coño de adolescente la verga madura de su padre, el mundo dejó de tener sentido. Sintió como todo su ser clamaba en cada célula, fibra y pelo por cabalgar sobre aquella verga. Eso era, en esos momentos, lo único importante en su vida.
Los labios de su padre se ciñeron a su cara. Los besos aterrizaron sobre mejillas y labios, sobre frente y ojos, sobre cuello y orejas.
Cuando el hombre apretó el ritmo y se corrió en el interior de su hija, todo pareció estallar en mil pedazos. Un muro de cristal se resquebrajó y se rompió y se disolvió. Un muro que, hasta entonces, había separado los mundos de ambas personas.
Ahora ya no eran padre e hija. O quizá sí. Pero se consideraban, antes que nada, hombre y mujer.
CAPÍTULO —7—
La nota estaba colocada bajo el felpudo. El lugar donde Paula acostumbraba a esconder las llaves de casa cuando el vestido que llevaba puesto era demasiado ceñido para llevar bolsillos y no llevaba encima ningún bolso.
Alfredo la encontró tres días después de que se encontraran al vecino del 3A, cuando se le ocurrió mirar en ese lugar. Paula no respondía a sus llamadas y el timbre de su casa sonaba lejano y hueco. Como si no sonase para nadie.
Se sentó en las escaleras y leyó la nota.
Querido Alfredo.
Esto es una carta de despedida.
Quiero agradecerte, ante todo, los buenos ratos que hemos pasado juntos. El apoyo moral que me has proporcionado jamás será olvidado. Te quiero mucho y creo que tú también a mí. Si alguien desde fuera tuviera que definir nuestra relación diría que éramos vecinos de portal con derecho a roce o amigos íntimos o novios arrejuntados. Yo definiría nuestra relación simplemente como amor.
Se lo conté a mi padre. No, lo nuestro no (eso ya lo sabía). Ya sabes el qué.
El vecino del tercero bajó este mismo día, horas después, y nos amenazó. Detrás de ese hombre hay mucho dinero, muchos muertos y muy poca paciencia.
Mi padre ha decidido que no quiere protección policial ni nada por el estilo. Sabe de lo que habla.
Hemos huido.
Las pruebas que estaban en la memoria USB están bien ocultas. Lo siento pero no las he mostrado; comprenderás que si se hacen públicas, nos buscarán y, al final, darán con nosotros. Tú y tu familia estáis a salvo. No he contado nada sobre ti. Tú sólo eras alguien con quien me he encontrado esta mañana en el tercero.
No sabrás nada de mí, ni de mi padre ni del vecino del tercero, el cual nos ha asegurado que, mientras tengamos la boca cerrada, no nos ocurrirá nada, ni a ti ni a nadie. También ha asegurado que se irá del edificio.
Siento de veras todo el embrollo en el que te he metido y si algún día volvemos a vernos, podrás pedirme cuentas de todo ello.
Gracias y hasta siempre.
Paula.
Alfredo terminó de leer y suspiró.
Esta chica estaba loca. ¿Acaso pensaba que iba a quedarse él y su familia con todo lo que se le venía encima?
Se concentró en pensar la mejor forma de contarles todos los hechos a sus padres. Había que largarse de allí cuanto antes.
Largarse y olvidarlo todo.
FIN
Ginés Linares. gines.linares@gmail.com
Si lo has pasado bien leyendo este relato, dilo a través de un comentario o un email. Si no te ha gustado, dilo también (tengo la sana costumbre de querer mejorar). Solo si te he aburrido, puedes marcharte sin deber nada. Y ya lo siento.
El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .