La chica del pelo rojo. 5. : mi novio y mi hermana
... mis pechos se inflamaron duplicando el tamaño y los rosados pezones surgieron orgullosos colándose en su boca
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Sofía
Tras la cobarde huida de mi novio regresé a la cocina, abrí la secadora y cogí la falda, la blusa, la chaquetilla de color lila y el sujetador con los rellenos, aunque éste lo tiré directamente al cubo de la basura, porque aparte de que no solía usar sostén, él ya sabía que mi pecho era liso como una tabla de planchar ... aunque ese pensamiento me llevó a lo que había ocurrido una hora antes, cuando Fran relamía y mordisqueaba las diminutas tetas: mis pechos se inflamaron duplicando el tamaño y los rosados pezones surgieron orgullosos colándose en su boca. Ese recuerdo me confirmó lo que ya sabía: que nada ni nadie hizo reaccionar mi cuerpo ni mis sentidos cómo él lo hacía con sus caricias.
Una vez vestida eché un vistazo a la cocina para que no quedasen huellas de nuestros indiscretos juegos. Recogí las prendas de Fran, que aún permanecían en la secadora y las doblé cuidadosamente con la intención de llevarlas al dormitorio, entonces reparé en las llaves del apartamento que estaban en la encimera; eran tres llaves colgadas de un pequeño llavero plateado y grabado un símbolo —♂— supuse que una sería la del portal, la otra la del piso y la tercera... no me importaba de donde fuese porque en realidad no tenía intención alguna de volver al piso en su ausencia. Intuí que éste sería nuestro hogar en un futuro cercano, así qué no pensaba mancillarlo con amigas ni amigos como él sugirió con ironía.
Anduve hacia nuestro dormitorio, abrí el armario y coloqué las prendas del que iba a ser mi marido por mucho que se resistiese; me hice una coleta alta y lo que reflejó el espejo de cuerpo entero me dejó satisfecha, me vi guapa y , sobre todo con el rostro sereno, el de una mujer, casi, bien follada —y digo casi, porque sobró el timbrazo de su móvil—,aunque ese detalle estoy convencida de que lo arreglaremos en breves días.
Me di la vuelta y mis ojos tropezaron con las sábanas arrugadas de la cama sobre las que nos habíamos revolcado toda la tarde. Estiré la sábana bajera y aprecié una gran mancha con un color entre blanco y ligeramente amarillo, una textura viscosa y ya semiseca. Sin poder ni querer evitarlo hundí la cara en el cóctel de su esperma y mis flujos vaginales, aspiré la esencia concentrada de nuestros orgasmos que, por supuesto, olían a sexo, pero también a la semilla de un hombre y de una mujer enamorados.
Antes de marcharme comprobé que el piso quedaba en orden, abrí las puertas de los dos dormitorios restantes, los baños, el salón y cuando intenté abrir la última comprobé que estaba cerrada; recordé la tercera llave que introduje en la cerradura y apareció lo que debía ser su estudio con una gran biblioteca, cuadros colgados de la pared y una mesa escritorio sobre la que descansaba el PC Macintosh, multitud de papeles revueltos, la familiar botella de bourbon Jack Daniel’s y un vaso con restos de licor. ¡Bebía demasiado!
Me senté en el amplio sillón y relamí el vaso buscando el sabor de sus labios, pero el cristal solo sabía a bourbon. Encendí el Mac, a pesar de la voz interior que me advertía que “la curiosidad mata al hombre” y yo respondí “también a la mujer”, pero el PC me pedía la contraseña, tecleé su nombre, el de Lana, el de su hermana —Rebecca— a quién había nombrado en cierto momento y no puse el de su madre porque no lo recordaba. Desanimada tras varios intentos, estaba a punto de desistir cuando tecleé mi propio nombre: Sofía. Mi corazón dio un salto cuando se iluminó la pantalla azul con nubes y multitud de carpetas. Abrí directamente Google y busqué símbolos, porque la inscripción del pequeño llavero me inquietaba, necesitaba saber el significado del círculo atravesado por una flecha, aunque Google mostraba cientos de símbolos, así que explicité tecleando: símbolo círculo y flecha y apareció el dichoso símbolo en la pantalla. Símbolo de Marte... el dios romano de la guerra, la virilidad masculina, la violencia, la pasión, la sexualidad, ....
Quedé desconcertada. ¿Eso soy yo para él? ¿Un objeto sexual para desahogar sus instintos primitivos? ¡Aprovecharse de mi inocencia!; no obstante, mi indignación menguó al recordar que mi inocencia seguía intacta y, ya puestos, también recordé las últimas palabras en su despedida: “Quiero que sepas, Sofía, que conservaré intactos los recuerdos de la primera vez que amé a una mujer.” La sonrisa volvió a iluminar mi rostro porque eso fue, literalmente, una declaración de amor. Otra más.
Seguí cotilleando el PC de mi novio y reparé en una carpeta denominada FOTOS que abrí de inmediato. Contenía muchísimas fotos del trabajo de Fran, sets de rodajes, vestuario, maquillaje, atrezo, mobiliario, iluminación, grúas, cámaras, localizaciones y un largo etcétera en el que se incluían los actores y actrices que debían interpretar lo escrito por el screenwriter o guionista. En ese momento entendí la importancia de su trabajo y lo inadecuado de mi enfado porque la historia que mi novio relataba era el eje, el pilar básico, sobre el que rotaba todo; el guion da forma al argumento, configura el contenido de la película y determina la estética de esta. Me sentí tan orgullosa de mi novio que continué viendo las fotos y estas eran cada vez más personales. La mayor parte de las fotos mostraban a Fran con mujeres hermosísimas, algunas de ellas actrices británicas famosas que yo misma conocía por las pelis que había visto en el cine, pero todas tenían un denominador común: la belleza y la juventud, aparte de la ternura que mostraban en sus besos y abrazos, en sus miradas... ¡Joder con las inglesas! —murmuré — al tiempo que pensaba en la diferencia que había entre esas populares chicas y la humilde camarera que soy yo; una oleada de celos furiosos me invadió, lo hizo porque no pude evitar comparar sus escotes con el mío: mis puñeteras tetas perdían de largo en la imaginaria comparación. La verdad es que todas estaban para comerlas, incluso mi mente voló al sueño de poseerlas en la cama: Fran, algunas de esas chicas y una servidora en un trío perfecto. Cuando estaba a punto de cerrar la carpeta, bastante desanimada, reparé en una subcarpeta con una S al pie; la abrí y mi sonrisa renació. Contenía decenas de fotos mías con el uniforme en la cafetería; andando de espaldas, de perfil, riendo, frunciendo los labios, de mi trasero con zoom —de estas habían muchas— ,pero había una que me encantó porque la obtuvo ayer mismo, en la que le sacaba la lengua riendo tras su picante comentario: —Tienes un culito, Sofi, que reclama un mordisco. Incluso había un par de fotos de esta misma tarde: un primer plano de mi rostro con los ojos cerrados, mordiendo el labio inferior, con el gesto de un placer inmenso. La otra de cuerpo entero desnuda y con los brazos en jarras, mirándolo a él. Desconozco el modo en que hizo las fotos, supongo qué con el móvil, pero todas eran robadas, sin mi consentimiento ni darme cuenta siquiera... Me sentía una mujer poderosa, capaz de enfrentarme a cualquiera de las actrices que querían quitarme el novio y en ese mismo momento tomé la decisión más importante de mi vida: Fran es mío y voy a entregarle cualquier placer que le apetezca, porque ¿qué podían darle ellas que yo no pudiera multiplicarlo por diez? Descubrí que, junto a mi hermana y mi madre, él es lo más más importante. El amor de mi vida.
Tras pillar un taxi regresé a mi casa, apenas abrí la puerta el aroma de la tortilla de patatas que cocinaba mi madre inundó mis fosas nasales. —¡Eh, eh, eh! ¡Me habéis dejado un trozo! ¿no? – inquirí mirando a mi madre mientras corría hacia la silla de la mesa del comedor – salón donde ambas se ponían moradas de tortilla, mi cena favorita —¿No estabas con Puri, hija? – preguntó mamá, masticando. —Sí, claro, pero como Puri ya estaba casi bien decidí venir a cenar con mami y mi querida hermanita. – respondí zalamera al tiempo que me servía en el plato el resto de la tortilla – Os echaba tanto de menos... —Mentirosa – gruñó mi hermana Scarlett – seguro que oliste la tortilla. Además, ¿no habías quedado esta tarde con el escritor? —Bueno... sí. Estuvimos un rato juntos en su casa – la sonrisa volvió a iluminar mi cara – pero Fran tuvo que tomar un vuelo a Londres que es donde trabaja, bueno, y donde vive con su familia —¡A ver, Sofía! – tronó la voz de mi madre y yo me estremecí, porque cuando pronunciaba mi nombre completo la tempestad venía después – No me digas que te has liado con un vulgar escritorzuelo y menos si es un jodido británico. —Pues sí, Melanie – farfullé su nombre, molesta por el desprecio con el que hablaba de la profesión y el gentilicio que usó al mencionar a Fran – No solo me he liado con él, si no que le he entregado todo cuanto una mujer enamorada puede darle a un hombre ¡y más que le voy a entregar! Me ha pedido matrimonio. —Pero si apenas eres una niña, Sofi... – acariciaba mi mano sobre el mantel. —¿He de recordarte que cuándo pariste a Scarlett tenías quince años, Mélany? – escupí fulminando sus ojos con mirada cruel. —¡Venga chicas, tengamos la fiesta en paz! – intervino Scarlett – ¿no crees que la pasión de tus hijas puede ser un asunto genético, Melanie?. Las tres conocemos los síntomas de no poder hacer el amor a diario; el desasosiego y la inquietud que la falta de sexo nos produce, bien sea con hombres o mujeres. Discutimos airadamente sacando a la luz los trapos sucios que cada una guardábamos, aunque mi madre dio por finalizado el debate cuándo se puso de pie y exclamó: —¡Juro por lo más sagrado, Sofía, – se santiguó – que la casa de Melanie O’Hara jamás será hollada por los pies de un colonialista inglés!, así que tú verás lo que haces. Tragué las lágrimas que pugnaban por rodar por las mejillas y, con aire de orgullo, caminé a mi dormitorio donde introduje en una maleta mis escasas pertenencias mientras me ahogaban los sollozos. En esta misma habitación pasé mi niñez y la adolescencia y ahora acababa de expulsarme mi madre de mi hogar... —¿Qué haces, niña? – escuché a mi hermana. —No lo sé... – susurré con una tristeza infinita – mamá me ha echado de mi... – una oleada de lágrimas enmudecieron las palabras. —Venga tonta, deja de llorar – musitó Scarlett mientras me abrazaba – mamá está lloriqueando en la cocina. Conoces lo impulsiva que se pone cuando mencionamos a los ingleses; siempre pierde el control sobre sus actos y sus palabras, aunque también tú te has pasado un pelín, ¿eh? En ese momento apareció mi madre con el rostro desfigurado por una mueca de dolor, mientras secaba las manos en el delantal. Sin decir una sola palabra se unió a nuestro abrazo. Ahí estaban tres mujeres abrazadas, besándose con tierno cariño, desgarradas por la tristeza y las almas arrepentidas.