La chica del pelo rojo. 2 la amapola de Sofía

Pude ver su amapola con los pétalos totalmente abiertos hundí la cara entre ellos y el aroma húmedo inundó mi nariz, que también estaba dentro y, aunque no lo creáis, su coñito también olía a flores silvestres y cuándo desde el fondo empezó a manar flujo el sabor era el mismo que el color de sus ojos: miel.

2

Tras desvestirme puse la ropa en un programa rápido de la lavadora, entré en la ducha del baño secundario y en diez minutos escasos estaba de vuelta en la cocina con el batín blanco de algodón. Tuve que esperar un par de minutos antes de introducir nuestra ropa en la secadora. Sofi seguía en la ducha cantando y, aunque no reconocí la canción, desafinaba bastante.

Camarera, Camarera

eres la camarera de mi amor

chipirripitón

Sonriendo preparé una bandeja con galletas inglesas, un par de magdalenas y una taza de té para mí.

  • Sofiiiii ¿ya sales? – grité – Estoy preparando la merienda ¿prefieres té o café?

  • Ya salgo, cariño, estoy secándome – gritó también y en segundos apareció bajo el dintel de la puerta con la toalla enrollada, descalza y la melena rizada que le llegaba casi a la cintura.

Si vestida era una adolescente en vías de convertirse en mujer, tal como la veía en este momento me convencí de que era una niña y una sensación de ternura me envolvió alejando de mi mente cualquier pensamiento indecente.

-¿Qué preparas, cielo? – había dado un paso adelante y apoyaba la carita en mi brazo mientras secaba la nuca con una toallita pequeña.

-Preparo la merienda para mi chica. Esta tarde me toca cuidar de ti. ¿Té o café? – La miro y veo su brazo torneado secando el cabello y su axila custodiando una suave e incipiente madeja de vello rojo. Mi espalda se tensa, pero no es lo único que se altera; siento una dura erección que cabecea entre mis piernas y me enfado conmigo porque la ternura se está convirtiendo en algo más violento y cuando se pone de puntillas y muerde el lóbulo de mi oreja, pierdo el control y me olvido del té, del café y de cualquier titubeo que me contenga. Abrazo su cuerpo y ella se cuelga de mi cuello, muerdo su labio inferior y su lengua lame los míos en un beso intenso que nos hace suspirar a los dos, retorcernos entre jadeos y, en un momento dado, la toalla se desliza a nuestros pies, pero ella o no se da cuenta o la intensidad del beso hace que se concentre únicamente en nuestras lenguas enredadas. Sus manos bajan y se cuelan dentro del batín, desenlazan el cinturón y el pene queda extendido en su estómago, se aprieta a mí aún más si cabe.

-¡Jope, Fran, casi me perforas el ombligo con .. con .. eso! – Sofi había dado dos pasos atrás y señalaba con el dedo mi erección con los ojos muy abiertos.

-¡De eso tienes tú la culpa, Sofi! – exclamé un poco harto de su mirada inocente, pues estaba seguro que, por muy niña que fuese, no supiera que eso era mi polla – ¿a quién se le ocurre abrirme el batín?, claro a la nena que ...

-Además de malpensado eres un poquito guarrete, ¿no? – se encaró a mí abriendo los brazos – Creí que habías metido un brazo para hacerme cosquillas en el ombligo, pero no, lo que realmente querías era aprovecharte de tu nena – Inclinó de nuevo el cuello, y siguió – ¿Siempre está tan gorda, cielo?

Negué repetidas veces con la cabeza. Era increíble seguir con nuestros razonamientos absurdamente infantiles. Cogí su mano y la arrastré a mi dormitorio, abrí el armario y busqué una de mis camisetas que cubriesen su cuerpo desnudo, sacaba una tras otra y la ponía frente a ella, pero todas cubrían sus pies. Ella reía haciendo posturitas y entonces recordé la camiseta de tirantes amarilla que usaba a los doce años en el equipo de balonmano del colegio que estaba escondida al fondo del armario. Se la enfundé y, aunque le venía grande, al menos dejaban al aire los tobillos.

-Que rico está el té, amor mío, y eso que nunca me ha gustado, pero tomarlo entre tus brazos mientras acaricias mi espalda es ... es ... divino. – ambos estábamos sentados en el sofá del salón, Sofi con la camiseta recogida sobre las piernas dobladas por las rodillas y la cabeza apoyada en mi torso.

Yo seguía con el batín blanco y, aunque había anudado el cinturón, era imposible disimular la erección que, cada vez que ella hablaba y los pequeños pechos se asomaban por el escote de la camiseta, crecía más.

-Mira nena, tendrás que acostumbrarte a tomar el té de las cinco conmigo. Pones un cuenco de agua en el microondas y cuando hierva echas cuatro cucharadas soperas de té y ...

-¡Para ya, Fran! – exclamó – O no me entiendes o no quieres hacerlo. Me importa un bledo los potingues que le eches al té. Lo que sí me importa es que me hagas sentir tus mimos y caricias, que sigas haciéndome soñar que no sólo soy un trozo de carne joven lista para comerlo, sino que soy tu mujer ¡la única y exclusiva!

Ante su declaración de entrega la separé de mi cuerpo tiré hacia arriba la camiseta amarilla y ella alzó los brazos para facilitar que la sacase por la cabeza. Sofi con manos torpes y nerviosas desenlazó el cinturón del batín y lo arrastró hacia abajo con lo que mi erección rebotó apuntando directamente a su cara. Manteníamos una batalla de silencios y suspiros, ciegos de pasión; la tumbé de espaldas en el sofá y entonces descubrí el secreto de mi chica del pelo rojo: de cintura hacia arriba el cuerpo y las facciones eran casi infantiles, pero de ahí hacia abajo lucía el cuerpo de una hembra poderosa; las caderas eran firmes y fértiles que envolvían el bajo vientre terso que terminaba en una suave madeja de vello rojo y algo más abajo un triángulo perfecto adornado por unos labios ya hinchados preparados para tragar cualquier cosa que pasara por allí (no quiero pecar de exagerado, pero recordé el Triángulo de las Bermudas), los muslos eran redondos y fuertes aunque en ese momento los tenía juntos, apretados, en fin, que ese cuerpo de mujer pedía a gritos besos, caricias, lengua y algo más.

Me arrodillé en el suelo y acomodé su caderas listas para recibir mi lengua; ella tapaba sus ojos con un brazo cómo si no quisiera ser testigo de lo que ambos sabíamos que iba a ocurrir, el vientre subía y bajaba agitadamente preso de los nervios o, tal vez, ansioso de besos y justo ahí empecé a lamer y mi lengua se recreó en el vientre y en la alfombrilla roja que yo absorbía y jugaba con los dientes, seguí lamiendo los labios mayores, mas cuándo intenté separarlos y morder los menores y las ingles me resulto imposible.

-¿Por qué no abres un poquito las piernas, nena?

-Porque no me fío de ti, Fran. A saber qué vas a hacer con la lengua.

-Pues justo comer tu coñito.

-¡Ah, vale! – separó algo los muslos.

-Más. – los separó a tope y sus dedos se enredaron en el pelo de mi cabeza, apretándola contra la vulva.

Mi lengua hizo lo que tocaba hacer, lamer sus labios menores y los músculos vaginales que ella apretaba intentando retener la lengua y cuando por fin lamí el clítoris ella chilló al tiempo que derramaba los jugos en mi boca, arqueaba la pelvis y sus convulsiones precedieron a un orgasmo violento e interminable.

-Cielo, quiero besar eso ... tu polla. – decía jadeante mientras se recuperaba de la convulsa corrida.

-¿De verdad quieres que hagamos un sesentaynueve?

-Me da igual que sea sesentaynueve u ochentaytres. Lo que quiero es que llenes mi boca de carne dura. – alzó la espalda y se apoyó en los codos – Llévame a la cama, Fran, que tengo la espalda deshecha y ahí podré entregarte todo cuánto quieras. Tenemos muchas horas por delante para confirmar nuestra unión – soltó de carrerilla, como una juez que dicta sentencia.

La agarré por la cintura y la llevé en brazos a mi habitación donde la solté en la cama quedando despatarrada riendo feliz. La verdad es que, aunque yo no soy precisamente un fortachón, su cuerpo era ligero, calculé que su peso apenas superaba los cincuenta kilos aún con su culo, muslos y caderas firmes. Sin perder un solo minuto me tumbé en la cama, volteé su cuerpo y quedó encima del mío, pero al revés; pude ver su amapola con los pétalos totalmente abiertos hundí la cara entre ellos y el aroma húmedo inundó mi nariz, que también estaba dentro y, aunque no lo creáis, su coñito también olía a flores silvestres y cuándo desde el fondo empezó a manar flujo el sabor era el mismo que el color de sus ojos: miel.

Sofi me daba justo lo mismo que recibía, aunque ella usaba más los dientes, porque en este mismo momento me mordía el tronco.

-¡Nena, me estás masticando la polla! – exclamé sacando la cara de la amapola – utiliza más la lengua, que ya has merendado, joder.

-¡Es que no me cabe toda, jolín! – respondió quejosa al tiempo que sacaba la polla de su boca – la tienes tan dura que me horroriza pensar en los destrozos que vas a hacerme esta noche.

-¿Cómo esta noche?

-¡Fran, sigue comiendo y hablamos luego!