La chica del doctor
Historia de sumisión forzada y modificación corporal. No es para los más delicados.
Después de dejar a medias la publicación de "Una Diosa llamada Venus", por motivos editoriales (como lo van a publicar no quieren que esté disponible para todo el mundo) me lanzo a otra aventura, que creo que va a ser más corta: entre 30 y 50 páginas. En este caso no hay transexuales por ningún sitio: solo hombres y mujeres que (al menos al principio) son más o menos normales.
Con este relato quiero celebrar que mi otra novela "Las cinco amigas: renacida", que sí que tenéis entera en esta página, ha visto la luz en formato papel. Si alguien la quiere, está en Amazon por menos de 6 euros ( http://www.amazon.es/Las-Cinco-Amigas-Larua-Anubis/dp/1493616919/ref=sr_1_cc_1?s=aps&ie=UTF8&qid=1383418952&sr=1-1-catcorr&keywords=las+cinco+amigas%3A+renacida ).
¡Disfrutad!
1.- ME COLÉ EN UNA FIESTA
Cuando lo conocí supe que tenía que ser mío. No "mío" durante una noche; tampoco debía ser un rollo pasajero, ni una aventura. El doctor Juan Manuel Salcedo de las Cañas había de ser mi marido para toda la vida.
Me da un poco de vergüenza admitir que el amor, al menos al principio, estaba en un segundo plano. Mejor dicho, —porque lo he amado, y de qué manera— que vino por aquello que lo rodeaba y no por sí mismo. Efectivamente: Juanma era rico. Mucho. Ya venía de buena familia, lo que no le impidió labrarse su propio futuro como cirujano plástico de notable éxito.
Cuando tus papis te dan todas las facilidades en la vida tienes dos opciones: o te vuelves un acomodaticio y, cuando te llegue el momento, dilapidas lo que te ha tocado en la vida al no haber aprendido a administrarlo, o aprovechas las oportunidades de tu privilegiada posición y consigues lo que otros, incluso con más talento, no pueden por falta de posibilidades: no todo el mundo puede estudiar en la mejor universidad de Estados Unidos y, desde luego, el común de los mortales no puede tener su propia clínica en España. Lo de conseguir clientes y prestigio ya depende, al menos en parte, de tu habilidad.
Lo conocí en una fiesta para los empleados de su hospital, donde me colé haciéndome pasar por becaria. Yo no había estudiado medicina, de hecho, a duras penas había terminado la educación secundaria. Pensaba en otras cosas, como pasarlo bien y divertirme. La mía era la cabecita loca que a él le faltaba. Me puse muy mona para entrar y, como esperaba, no me pusieron pegas. Todo lo más, una mirada corta por parte del portero a mi ceñido jersey y, desde luego, otra muy larga a mi culo, enfundado en una minifalda tan breve que mi madre la hubiera llamado "cinturón ancho". Yo no tenía mucho pecho, así que casi todo lo que abultaba delante de mí era por obra y gracia de un sostén con más relleno que chicha. Mi trasero era otra cosa. Durito y redondo, tenía que explotarlo lo mejor que pudiera, a juego con unas piernas, que me encantaba lucir, bien proporcionadas para mi escasa talla. El pelo, castaño con reflejos caoba, lo llevaba sujeto en una sencilla coleta alta para que nada distrajera de mi mejor característica: un par de ojos grandes, parecidos a un manga japonés, tan brillantes como redondos, de un marrón claro casi anaranjado. Entonces medía un metro y cincuenta y ocho centímetros (unos doce más sobre mis tacones de fiesta) y apenas pesaba cuarenta y seis kilos de pura fibra, ya que grasa no tenía ni donde se suponía que hacía bonito.
Lo espectacular se lo dejaba a quien siempre venía conmigo, mi amiga Cristina que, ya desde el colegio, rezumaba sensualidad por todos los poros de su cuerpo: pelazo negro, rizado, ojos de carbón, metro setenta lleno de tetas y nalgas abundantes, la reina de los escotes imposibles y de la seducción con un guiño; la dueña del cuerpo en forma de reloj de arena más espectacular que jamás conocí. Más promiscua que yo —aunque eso cualquiera lo era, solo había tenido dos compañeros de cama, el primero fue una chiquillada de adolescente para "perder la virginidad lo antes posible" y el segundo un error: yo creía que le quería—, no le hacía ascos a una raya de coca y fumaba como una carretera. A mi físico no le sentaban bien las drogas y mis antecedentes de asma infantil no me aconsejaban darle al chupete. El alcohol era otra cosa. Me sobraba con mis cubatas y mus chupitos para ponerme más que a tono y bailar y reír y conseguir engatusar a algún chavalito, preferiblemente mayor que yo, al que dejar con el calentón: lo que yo buscaba no me lo podían ofrecer.
Juan Manuel estaba en aquel local, vestido con una cara camisa hecha a medida y unos pantalones vaqueros que le sentaban mejor que un traje a cualquier hombre que yo hubiera conocido: era la elegancia en forma de persona, sobre su más de metro ochenta, su sonrisa llena de dientes blancos, unos ojos azules como el hielo y un cabello entre rubio y pelirrojo que llevaba ordenadamente alborotado. Llevaba un Rolex de oro y diamantes en la muñeca izquierda que me hipnotizó durante un rato.
—Ni lo sueñes —me dijo Cristina, tras darme un sutil codazo en las costillas—. Ese está fuera de nuestro alcance. ¿No sabes quién es?
—No tengo ni idea —le respondí, tras dar un sorbo a mi ron con cola.
—El dueño de todo este tinglado. El que ha pagado la fiesta. Tiene más millones que yo zapatos. ¡Y mira que es difícil!
—¡Pues es guapísimo!
—¿Él o su reloj?
La lanzada era ella. A mí siempre me había caracterizado una cierta timidez en las artes de la seducción. Bueno, al menos antes del tercer cubata y, para entonces, los que quedaban estaban tan desesperados que era un juego demasiado fácil... Sinceramente, tenía una notable falta de autoconfianza: bajita, plana, castaña, de iris pardo... no destacaba ni poniéndome de puntillas. Sí, estaba orgullosa de mis ojos, de mi piel sin mácula —el acné me ignoró durante toda mi adolescencia—, de mis labios gordezuelos... pero eso no era suficiente y lo sabía: los chicos pierden el culo por un par de tetas descomunales... y no hay más vuelta de hoja. En ocasiones me creía invisible. Por eso me venía bien pegarme a Cristina: ella brillaba con luz propia y, con suerte, algo de su reflejo me iluminaba.
Sin embargo, aquel médico joven —por entonces no había cumplido los 30—, exitoso, millonario ¡y guapo! merecía que me diera una oportunidad... y la mejor sería hacerme la encontradiza. No me hacía ilusiones: igual que yo, la mitad de las chicas de la fiesta tenían puestos sus ojos en él. Me prometí a mi misma que lo iba a intentar una vez... si no, me retiraría con el rabo entre las piernas.
No tardé en quedarme sola. Cristina se colgó del cuello de un chico de rostro aniñado y músculos marcados bajo una camisa escotada que enseñaba su torso depilado. La conocía: una vez elegida su presa, acabaría haciéndole una mamada en el baño antes de veinte minutos. Ella era así. Yo no entendía qué placer obtenía en ello. A mí dar sexo oral me parecía excitante, por supuesto, pero ¿y mi satisfacción? Acabar chorreando sin frotar mi pequeña pepitilla me parecía totalmente frustrante. Mi amiga se limitaba a reír y nunca me contestaba.
Así, pues, deslicé mi cuerpecillo, bamboleando las caderas a cada paso como mejor sabía, procurando estar cerca de él. Por dos veces se dio la vuelta justo en el momento en que iba a llegar a mi presencia. No parecía muy interesado en las chicas. Había apartado cortésmente a un par, una de ellas una impresionante pelirroja de ojos verdes y pequitas en la cara. En lugar de eso, se dirigía invariablemente a personas mayores, de ambos sexos, indudablemente compañeros de profesión. En algunas de esas charlas se le notaba francamente cómodo, como si fueran amigos, mientras que en otras ocasiones guardaba más las distancias, como si la relación fuera estrictamente laboral.
Finalmente, a la tercera, lo tuve de frente. Sabía que la "técnica pelandusca" no funcionaría, visto lo visto. Además, era algo que se me daba de pena (y más con tan poco alcohol encima), así que decidí, en un instante, ser simplemente... yo misma.
—Hola —me saludó él, sonriendo.
Me había quedado mirándole, en mitad de su camino, sin saber qué decir. Sospechaba que, además, me habían subido los colores de tal manera que parecería un semáforo. Llevaba un jersey amarillo sin mangas. Solo faltaba una falda verde (en vez de negra) para completar el efecto.
—¿No sabes hablar? —continuó—. No sabía que contratásemos mudas. Supongo que no estás en recepción, ¿eh?
Parecía sinceramente divertido y yo seguía atascada.
—No... no trabajo para ti—balbuceé, por fin—: me he colado en tu fiesta.
"Genial momento para ser sincera, Vir", me maldije, mentalmente. Había dilapidado mi única ocasión. El doctor abrió muchos los ojos y luego prorrumpió en sonoras carcajadas.
—¡Vaya! Me encanta que no me mientan. Te has ganado una oportunidad... Porque eso es lo que buscabas, ¿verdad? Yo me llamo Juan Manuel, Juanma, aunque me juego un riñón a que eso ya lo sabías, así que estoy en desventaja.
—Pues lo perderías... Cuando entré aquí solo buscaba pasarlo bien, si te soy sincera. Ya lo hemos hecho varias veces. Lo de colarnos, digo.
—¿"Hemos"?
—Mi amiga Cristina y yo. Ella... bueno —la busqué entre el público y ya no la encontré—. Ella habrá encontrado alguien con quien entretenerse. Por cierto: me llamo Virginia, Vir para los amigos.
—Encantado, Virginia —contestó, dándome un suave beso en la palma.
—Tú puedes llamarme Vir —a duras penas susurré.
—Prefiero Virginia. Es un nombre más bonito.
—Como desees —suspiré, entre risitas. No me podía creer que estuviera funcionando.
—Ven conmigo, te invito a una copa. A otra, si tu quieres.
—Por supuesto...
Caminó conmigo hasta la barra. Con mi segundo Cacique con cola en unas manos que me temblaban, me llevó a un rincón apartado, después de saludar a otros dos grupos de personas, ambos con aspecto de importantes.
—¿Dónde trabajas, entonces? ¿Has estudiado Medicina?
La pregunta me daba miedo. Temía no estar a la altura.
—Estoy... estoy en paro. He trabajado de... de cajera en... unos supermercados. Voy por temporadas, ¿sabes? Cuando me llaman... Y no, no he estudiado Medicina. De hecho, no he ido a la Universidad. Perdona por hacerte perder el tiempo...
Hice un legítimo gesto de irme de allí. Era obvio que no pintaba nada. ¿En qué momento había pensado que podía interesarle a alguien tan diferente en todos los aspectos a mí? No pude. Me había sujetado del brazo, con suavidad y firmeza al mismo tiempo. Su piel era cálida.
—No sé si eres la mejor mentirosa del mundo o una inocente de campeonato. ¿De verdad triunfas así con los chicos?
—Yo no... no quiero triunfar... es decir —pegué un largo sorbo de mi vaso, para aclararme las ideas—... yo solo he estado con dos chicos. Bueno... he estado con más, pero en la cama, solo dos. ¡Oh, Dios! —me arrepentí de mis palabras casi al instante—. Yo no quiero decir que...
—Tranquila, mujer... A este paso te va a estallar una vena del cuello. Mira, Virginia, me pareces una chica muy interesante. Quiero conocerte más, pero ahora no es el momento, ya ves que tengo invitados que atender. Toma —me alargó una tarjeta—. Llámame cuando quieras y hablamos con calma, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza y le vi marcharse de nuevo hacia la multitud. Yo me quedé allí, con la sonrisa tonta en la cara y el cartoncito en las manos.
—Qué, ¿cómo te ha ido? —Apareció en algún momento a mi lado mi amiga Cristina—. Muda, ¿eh? Pues mi chico ha sido un desastre. Se ha corrido en tres minutos... Anda, dame un trago de eso para pasar el sabor, que me lo he comido todito, como siempre. No está la cosa como para ensuciar la ropa, ¿verdad? Por eso los pruebo, Vir... Si me duran tan poco, no pierdo el tiempo en llevármelos a la cama, que me dejan a medias y no es plan. Anda, vamos fuera, que tengo ganas de echar un cigarro.
La seguí dócilmente, como un corderito. Mi mente estaba con Juanma.
—No tienes ni idea de lo que me ha pasado —solté, al fin.