La chica del doctor 7

7.- el último agujero.

7.- EL ÚLTIMO AGUJERO.

—Jo, tía, ¿en serio? ¡Qué suerte! ¡Ojalá yo me lo pudiera permitir!

Cristina gritaba para hacerse oír por encima del atronador ruido del bar. Yo ya llevaba un cubata y medio encima, lo que era mucho para mi escuálida anatomía, así que la lengua se me había aflojado bastante y no tenía reparos en contar intimidades que en otra ocasión no me habría atrevido. Ya había acudido a varias sesiones de láser y el vello en todo mi cuerpo, del cuello para abajo, había menguado bastante. Le había enseñado a Cristina mis axilas. Más de una semana sin pasar la cuchilla y seguían suaves como la piel de un bebé, incluso a pesar de algún pelito rebelde que ya había asomado, delgado y sin fuerza.

—Entonces —insistió, como si no le hubiera quedado claro— ¿en todas partes? ¿En todas? —señalaba con sus dedos su entrepierna, embutida en una falda corta que marcaba sus rotundas nalgas.

Asentí con la cabeza. La primera vez la situación fue extraña. La enfermera y su ayudante fueron muy amables —además de muy guapas—, pero desnudarse y abrirse de patas ante unas desconocidas que, además, me apuntaban con un láser a mi zona más íntima no era precisamente cómodo. Que sonriesen mientras de mi chichi salía olor a pelo quemado entraba dentro del surrealismo.

—Tía, lo de la vulva más o menos me da igual —le respondí a mi amiga—, pero lo de olvidarme de la cera y las cuchillas... ¡es una gozada!

—¡Si lo de tener el coño pelado es lo mejor! —me respondió, con su basteza habitual—. ¡Anda que no debe gustarle al doctorcito amorrarse ahí! Ahora, te digo un secreto: yo también prefiero que mis chicos se depilen la entrepierna, que luego todo es comer pelos. ¡Eso sí que es desagradable y no un poco de lechecita!

—Bueno —le confesé, animada por el alcohol—, yo ya me lo he tragado unas cuentas veces...

Me miró con ojos de cordero degollado antes de soltar una larga carcajada y otro trago a su cerveza negra.

—¡Caramba! Quién te lo iba a decir hace nada, ¿eh? ¡Mojigata!

—¡Nunca he sido una mojigata! Al menos el semen que me como es siempre de la misma persona...

—Como si eso importara —contestó, encogiéndose de hombros.

Otra persona se habría sentido ofendida. Cristina no. Para ella era normal. De hecho, no hacía ni diez minutos que había vuelto de comprobar la validez de un amiguito para la noche con su técnica habitual: una mamada en los servicios. No había sido de su satisfacción y no tardaría en buscar otro. Se bajó un poco más el escote. No llevaba sujetador. Sus tetazas, aún acusando el peso de la gravedad, eran dos gloriosos orbes cuyos pezones, como cabezas de Pin y Pon, se marcaban desafiantes en la tela.

Yo tampoco me lo ponía cuando tenía cita con Juanma. El resto del tiempo era mi compañero inseparable. Me seguía sintiendo muy mal —insegura, como él decía— en cualquier otra situación. Demasiados años de burlas por mi anatomía de palo como para superarlo tan solo porque un millonario atractivo diga que le gusta mi ausencia de pecho.

Volví a sacar mi espejito para comprobar que todo el pote de mi cara siguiera en su sitio. El gesto no pasó desapercibido.

—Desde que estás con ese señor te estás dejando un sueldo —que no tenía— en maquillaje. No te preocupes, que lo llevas perfectamente. Te queda genial. Yo sería incapaz de levantar las obras de arte que tú levantas.

—Se te da mejor levantar otras cosas —le contesté, achispada, y ambas reímos.

Era cierto. Cristina podría no ser la más hermosa de las mujeres, pero todo en ella gritaba "sexo". Su pelazo negro y rizado, sus curvas más allá de lo elegante —por Dios, cómo las envidiaba—, su piel morena y tersa... Siendo así, no necesitaba para nada pintarse como yo lo hacía.

Desde que Juanma me había contado su pequeña fantasía, la estaba cumpliendo a todas horas, incluso los días en los que no lo veía —que eran la mayoría—. Había algo en mí que me llevaba a querer hacerlo y, aunque al principio me parecía excesivo, acabé acostumbrándome. No así mi madre, que me lo reprochaba, primero con palabras y después solo con la mirada. Creo que se temía que su hija estuviera metiéndose en algo muy turbio, como prostitución de lujo o la chica de un narcotraficante. Antes o después tendría que contarle que tenía un novio formal, que era honrado y rico. Seguro que le alegraba sus últimos días, a la pobre.

En algo tenía razón: me estaba dejando una pasta, y eso que compraba de los más baratos. Ojalá tuviera dinero para pintarme "de marca". Juanma se lo merecía.

—¿Y sigue sin darte un orgasmo en condiciones? —me preguntó un rato más tarde. Al día siguiente maldeciría haberle contado tanto, estaba segura de ello. Esa noche me daba igual. Hasta me apetecía.

Mis relaciones con el doctor seguían la pauta de las primeras: me comía los bajos hasta que estaba a puntito, pero nunca llegaba hasta el final. Había veces que hasta me enfurecía, aunque lo disimulaba y ponía para él una sonrisa dulce. No había tenido más enfrentamientos como el del día en que su sirvienta nos pilló. Lo más habitual era que después, totalmente excitada, le comiera a él la polla y, al correrse, me tocara hasta acompañarle, mientras lamía hasta el último resto de sus jugos. Francamente: no me gustaba el sabor. Al menos ya me había acostumbrado y no le hacía ascos. Me seguía pareciendo un punto humillante para mí y para todas las mujeres. Sin embargo, mis orgasmos a veces eran tan buenos que lo perdonaba. En una ocasión incluso llegué a hacerle un arañazo con los dientes mientras le limpiaba con la boca el resto de su lefa. Me disculpé cien veces pensando que se iba a enfadar. En lugar de eso, parecía divertido por mi azoramiento. Me abrazó y me besó en los labios —aunque sin meterme la lengua; nunca lo hacía cuando me había tragado su semen— y me dijo que no me preocupase. Me sentí especialmente bien aquella vez.

Otra cosa era cuando me follaba. No me dejaba tocarme de ninguna de las maneras y siempre resultaba frustrante. Se lo había incluso rogado. ¿Qué le importaba a él, mientras me daba a cuatro patas, que usase un dedito para frotar mi pepitilla? En eso era tajante: de ningún modo. Si me la metía, el placer debía venir de su rabo y no de mí. Estaba logrando que empezase a aborrecer el sexo vaginal hasta el punto de que, si me daba la ocasión, prefería chupársela y tocarme yo. Incluso en ocasiones, cuando tenía muchas ganas de él, mientras veíamos alguna película en su cine privado del sótano, me ponía de rodillas entre sus piernas y le hacía la mamada de su vida, exigiéndole que siguiera atento a la pantalla.

—Bueno, lo que ahora me preocupa es que cada vez está más interesado en darme por el culo.

—¿Pero aún no lo ha hecho? —se sorprendió mi amiga—. Recuerda lo que te dije: con el sexo anal puedes controlarlo a tu capricho.

Lo dudaba. Juanma era muy listo para mí y seguro que también para ella.

—Me da miedo, Cris. Temo el dolor... ¿y si me rompe algo? He leído por Internet historias horribles de desgarros y...

—¡Déjate de cuentos de terror! —me interrumpió—. Eso es cosa de curas y de viejas. ¿Sabes la de veces que me han petado el ojete a mí? Y ya me ves, ¡tan fresca! Tú déjale hacer, que parece que sabe bastante. ¿Quién sabe? Igual eres capaz hasta de correrte.

—Sí, claro. No me corro cuando me la mete por delante y lo voy a hacer mientras sufro con el ano roto, ¿no?

—¡Qué exagerada! Ya te expliqué que solo duele al principio. Al menos a mí, que no todas somos iguales, eso es cierto.

—¡Qué tranquilizador!

—Anda, vamos fuera, que quiero echar un cigarro.


No veía demasiado al buen doctor. Supongo que alguien no llega a ser un triunfador podrido de millones si no se dedica en cuerpo y alma a lo que le ha convertido en ello. En ocasiones, eran semanas enteras de ausencia en que se me comían las dudas y la impaciencia; otras veces quedábamos en días consecutivos. Casi siempre era lo mismo: me invitaba a una cena ligera —para no perder ganas de follar— en su casa o en un restaurante, luego veíamos algo en su sala de proyecciones y acabábamos en la cama. Vida sexual no nos faltaba. Delante de él ya no escondía mis pezoncitos. De hecho, me encantaba cómo los lamía, chupaba y mordisqueaba. En ocasiones, sobre todo si hacía mucho que no lo veía —más si no me había masturbado en días previos y, al ir sin sujetador, la ropa me los rozaba suavemente—, el placer era tan intenso que pensaba que me iba a correr solo así, aunque sin lograrlo.

Yo procuraba seguir siendo la chica buena y un punto tímida que él había conocido. Me tragaba mi mal genio ocasional y mis escasos caprichos. Ya sabría dirigirle sin que él se diera cuenta. En eso somos especialistas las mujeres, ¿no? De momento ya me había pagado la depilación integral láser. Vale: eso había sido su idea ¿y qué? Me había encantado. Más cosas como esas habría con tiempo. Solo tenía que aprender a ser paciente.

Así pasó el segundo mes de relación y mi tercera menstruación unos días más tarde. Fue la primera vez que coincidíamos en esa semana. Las otras dos veces él había estado ocupado. Acudí a la cita un tanto nerviosa y con un tampón que no impidiera ponerme un tanga minúsculo que no pensaba quitarme. Le daría placer con mi boca, que a él eso le encantaba y ya veríamos si me masturbaba yo o lo dejaba pasar, según las ganas que tuviera. En ocasiones me resultaba suficientemente satisfactorio verlo sudoroso, feliz y sonriente mientras su semilla iba camino de mi estómago. Lamentablemente, sus ideas eran otras.

En ocasiones había jugado con mi agujerito pequeño, rozándolo con sus dedos o incluso lamiéndolo brevemente. No me había disgustado, sobre todo porque nunca había hecho un intento de su índice entrase en mí. Esa noche, después de cenar me llevó a la cama directamente. Yo llevaba un vestido de una pieza verde, ceñido en la cintura, y unos tacones altos, como cada vez que quedaba con él. Repasé mi elaborado maquillaje antes de que la tela volase por encima de mi cabeza por obra de Juanma y mis pezoncitos se pusiesen duros al contacto con el aire. Se los ofrecí, echando mi cuerpo hacia delante. No parecía interesado. No esa noche. Se desnudó rápidamente. Su pene, ya duro como una piedra, quedo libre mientras mi vulva sangrante aún tenía su tanguita.

—Hoy tengo ganas de follarte —me susurró, de esa manera que tenía, tan personal, que hacía que me mojase instantáneamente.

—A mí me apetece más chupártela —respondí, con mi sonrisa más seductora y pellizcando mis pezones. Por mucho que lo intentase, que yo lo hiciera no se parecía en nada a cuando él lo hacía, aún siendo lo mismo. Cosas de la psique, supongo.

—Me encanta que cada día prefieras más y más hacerme mamadas, ya sabes que a mí me encanta... pero hoy es día de entrar en tu coñito.

Me zafé como una anguila en el momento en que intentó quitarme el tanga y me tiré al suelo, para acabar de rodillas junto a su polla. Sé que a él le gustaba verme así, como una adoratriz de su falo. Tan solo había notado el sabor salado de su glande en mi lengua cuando pasó sus brazos por mis axilas, para siempre calvas, y levantó mi menudo cuerpecito sin ningún esfuerzo. Acabé a horcajadas sobre él, muy cerca de su rabo enhiesto.

—Hoy no, Juanma, por favor... hoy no —le dije, mientras le comía a besos. Su lengua peleaba con la mía, sincronizados con nuestras manos, que lo hacían más abajo con el objetivo de mantener mi ropa interior en su sitio o que acabase en un rincón de la habitación.

—¿Qué te pasa? ¿Es porque no te corres cuando te penetro? Quizá hoy lo consigas...

Dejé de besarle y le miré con los ojos bien abiertos.

—Juanma, no soy tonta. No me trates como tal. Los dos sabemos que no me correré y tú no me dejas tocarme... pero no es eso. Es que... tengo la regla —solté al fin.

—A mí no me importa mancharme un poco. A ti tampoco debería. Eso sí —bromeó—, no me pidas que hoy te lo coma: no me va mucho lo vampírico.

Me reí y le di otro beso. ¡Como si alguna vez me hiciera caso a mis ruegos y peticiones! Siempre se hacía su santa voluntad... y yo lo había aceptado o no estaría con él.

—A mí sí que me importa. Es más: no me gusta. No me gusta nada. No quiero hacerlo.

—Está bien... Se paró, mesándose la barbilla. Estaba guapísimo con su pelo ya despeinado por nuestra batalla—. Tengo otra idea. La iba a desarrollar más adelante, pero bueno...

Su reacción me sorprendió. Me agarró por una pierna y, de repente, yo estaba tumbada boca abajo en la cama y ni siquiera sabía cómo había pasado. El jodido era rápido cuando quería...

El doctor se estiró a coger algo y yo me dejé hacer. Di un respingo al notar una fría sensación en mi culo.

—¡No! ¡Espera! —grité, temiéndome lo peor.

Mi novio no era el protagonista de una película porno. No me echó vaselina y me la metió de golpe. No me destrozó de esa manera. Fue mucho más gentil, más sensual.

—¿Qué crees que voy a hacerte? ¡Relájate!

Como me tenía inmovilizada entre sus piernas, no podía escapar. Aún así, si quería estar tensa era cosa mía y él no podía meterse. Apreté las nalgas y el esfinter. Por más fuerza que hiciera, por la ley de la palanca podía apartar mis pequeñas cachas con sus manos sin esfuerzo. Sentí sus dedos esparcir la fría crema, fuera lo que fuera, por mi pequeño agujerito. Ni siquiera me había quitado el tanga: se había limitado a apartar la parte trasera a un lado.

—¡No! —grité, aterrorizada— ¡No me la metas así! ¡No! ¡Aaah...!

Mi grito se quedó interrumpido a medias. La sensación que estaba teniendo no era molesta ni dolorosa. Nada estaba entrando en mí. Era su lengua una vez más, su maravillosa lengua. En primer lugar, me había echado un producto con base de alcohol para limpiar cualquier atisbo de caquita —no le debía resultar muy agradable comerla— y luego se estaba afanando en lamerme alrededor del ano hasta el punto de que empecé a gemir suavemente, con mi cara hundida en el almohadón. Aún sin ser la misma intensidad que cuando me practicaba un cunnilingus, el placer comenzaba a envolverme. Con tampón y todo, secretaba jugos vaginales. Me estaba poniendo cachonda; tanto que levanté el culo para que llegase con más facilidad. Incluso hice un intento de que pasase a mi vulva, desde atrás, que fue hábilmente rechazado. Él estaba interesado en mi ojete.

No me estaba dando cuenta de que mi agujerito se estaba relajando, tan centrada estaba en disfrutar, morderme el labio y retorcerme, siempre con el pompis en alto, hasta que, de repente, su sinhueso se asomó al interior de mi recto, cortándome el gemido en seco. ¿Qué era eso? ¿Cómo había pasado? Y, más importante, ¿por qué no me dolía? ¿Nada, ni un poquito?

Después de unos cinco minutos más en los que mi placer se confundía con las sensaciones nuevas de algo blando y húmedo que entraba y salía de mi culete, Juanma se tumbó a mi lado de nuevo, sonriendo.

—Qué... ¿qué has hecho? —pregunté.

—Mostrarte que jugar con tu ano puede ser agradable y bonito.

—No es eso, Juanma. Asco no me da —"no como tu semen", quise decirle—: tengo miedo de que me hagas daño.

—Por eso te he de pedir que seas valiente. Voy a entrar en ti ahora, ¿de acuerdo?

Me miraba con sus ojos tiernos, haciéndome caricias en el pelo. Yo sentía mi culo abierto, húmedo por su saliva, palpitante. Quería gritarle que no, que no me atrevía, pero en su lugar solo dije:

—¿Me va a doler?

—Es posible, Virginia. Al menos las primeras veces —¡joder! ¡Ni siquiera "la primera vez", sino que había dicho "veces". ¡Veces!—. ¿Acaso cuando te desvirgaron no te dolió?

—La verdad, no mucho. Me temo que esto va a ser peor.

—Quizá, pero mira, amor mío, una vez que me des ese agujero que no has dado a nadie, nuestra unión será completa. No habrá nada que nos separe. Nunca.

—¿De... verdad? —le pregunté, con la voz temblando y una lágrima de emoción que decidió sumarse a la fiesta.

—¡De verdad!

—Está bien. Dime qué debo hacer...

—Sólo relájate. Relájate de verdad y déjame hacer.

Era fácil de decir, sobre todo para él que ponía el rabo. Yo estaba tensa y asustada. Mi reacción cuando vertió el lubricante sobre mi ojete fue contraerlo, involuntariamente. Tanto que le resultó difícil meterme un dedito dentro.

—Daño... daño... para, por favor...

—Virginia, así va a ser muy difícil y más doloroso. Hoy mi pene va a entrar dentro de tu colon, de una manera o de otra... A menos que no quieras. Si es así no tienes más que decirlo. Coges tus cosas y te vas a casa de tu madre. Ya nos veremos otro día. Es una pena retrasar los planes, pero...

—¡No, no! ¡Lo haré! ¡Tan solo ten paciencia! —le imploré, agarrándole el brazo.

Por toda respuesta, me dio un toquecito en la nariz y un beso en la frente.

—Ahora prepárate.

Cogí aire y aguanté la respiración. Estábamos tumbados de lado, haciendo la cuchara. Colocó mi traserito como le resultaba más cómodo y no tardé en sentir su rabo en mi entrada trasera. Al mismo tiempo, su aliento cálido me susurraba en la oreja.

—Todo está bien, Virginia. Me estás haciendo muy feliz. Estamos sellando nuestra unión. No aprietes... empuja hacia afuera. Como si hicieras de vientre. Sí, así. Muy bien.

La puntita se asomó al interior de mí. Era grande. Para mis estrecheces, era gigante. Me hacía daño. Notaba como las paredes de mi intestino se dilataban para acogerlo. Las lágrimas, silenciosas, bajaban por mis mejillas como un torrente imparable. No quería que supiera lo que me dolía, por lo que me mordí el labio inferior con más fuerza.

—Ya... ya está casi dentro, pequeña mía. Aguanta un poco más. Lo estás haciendo muy bien —seguía susurrándome al oído, entre beso y beso en mi cuello.

Sabía que estaba casi dentro, porque notaba dolorosamente cada centímetro, hasta que su pubis chocó con mis nalgas: me había tragado toda su herramienta. Mi esfínter palpitaba, tratando de expulsar al invasor o, al menos, de adaptarse a él.

—¿Cómo te sientes, Virginia? Dímelo.

—Me... duele. Me duele mucho —lloriqueé.

—Está bien. Me voy a quedar quieto mientras te acostumbras a sentirme dentro de ti.

—No creo que lo logre nunca...

Me equivocaba. Aunque empezó a moverse antes de que el dolor agudo remitiera, éste no tardó en pasar, para dejar paso a una sensación de incomodidad, como de tener ganas de defecar y no poder hacerlo.

—Cariño, vamos a girarnos. Ponte de nuevo a cuatro patas. Yo voy a follarte el culo desde detrás, mientras te sujeto las nalgas, ¿te parece?

Asentí. Cualquier cosa con tal de que acabase.

Al adoptar la posición, su ritmo suave fue acelerándose cada vez más, empezando a causarme una incómoda quemazón que se convirtió en auténtico ardor. Mordía las sábanas para no gritar. Él parecía estar disfrutando más que nunca, a juzgar por su manera de farfullar y clavar sus garras en mis cachetitos.

Quizá fueran sus gemidos o tal vez sentir su placer. El caso es que, de alguna manera, empecé a excitarme. A pesar del dolor como de fuego, mi coñito volvió a manar y yo me sentía psicológicamente excitada. Mi clítoris, como cuando me follaba por la vagina, empezó a hincharse y a reclamar atención. Supuse que no me dejaría, que mi culo, igual que mi coño, estaban solo para su diversión. Solo mi boca servía para que ambos disfrutásemos.

—¿Puedo... tocarme? —le pregunté.

—Te... está... gustando, ¿verdad, zorra?

Cuando estaba verdaderamente cachondo usaba un lenguaje duro que distaba de ser el suyo habitual. Le debería haber respondido "en cierta manera".

—¡Sí, o sí, joder! —le grité, en cambio—. ¡Me duele pero me encanta! ¡Destrózame el culo, hostia!

Encontré, para mi sorpresa, que a mí también me excitaba ese lenguaje soez.

—Tócate. Puedes correrte cuando quieras.

Sin esperar más, metí mi mano dentro de mi tanga y froté con furia mi pepitilla. Incluso la pellizqué. Estaba muy necesitada. Tanto que me corrí antes que él. Lo noté crecer pero no esperé que fuera tan grande, tan intenso. Las palpitaciones y contracciones espasmódicas del útero se contagiaron a mi ano, que también se apretaba y aflojaba en torno al rabo que me taladraba a una velocidad suficiente para encender una hoguera por fricción. Me ardía, aunque no me importaba.

Por fin acabé, derrengada, agotada y hasta afónica por los gritos que había soltado. Juanma aún seguía follándome por el culo. Le dejé hacer. A medida que mi placer disminuía, lo sustituía un agudo dolor. No quise decirle nada. Seguía quieta, mi chocho goteando, con el tanga empapado. Después de un tiempo, empecé a gemir por el dolor. En un par de minutos, eran gritos angustiosos. ¡Por Dios, si yo hacía rato que había terminado! ¡Qué necesitaba mi doctorcito!

Justo cuando estaba al límite, Juanma estalló. Chorro tras chorro me llenó, desbordándome, mientras se derrumbaba sobre mí, aún culeando. Tardó en salir de mí. Volvió a ponerme en la posición de la cucharita y a acariciarme el pelo. Yo no sabía si me sentía satisfecha, dolorida, agotada o feliz. Mejor dicho: no sabía cuál de todas esas emociones me dominaba.

—Para ser tu primera vez te has portado muy bien. Mucho mejor de lo que esperaba.

—Gracias —susurré apenas.

Poco a poco sacó su chorra de mi interior. Cada milímetro era una tortura que me hacía gemir.

—Ya está... ya está casi. ¿Lo ves? Ya ha salido. ¡Oh, vaya! Tienes el ano distendido y rojo. No es nada grave, pero procura no meterte nada por ahí en dos o tres días. ¡Ha sido un duro viaje!

"A mí me lo vas a decir", pensé.

—Ha sido maravilloso, Virginia. Uno de los mejores orgasmos que he tenido en mi vida. Tu culo es tan estrecho que me sujeta la polla por dentro y por fuera. ¡Creo que te lo voy a querer follar muchas, muchas veces.

Me lo temía. En realidad, yo misma me había corrido, por lo que era preferible al sexo vaginal... pero estaba el dolor, ese dolor. Si consiguiera que se corriera antes casi sería hasta agradable.

Como me había acostumbrado, esperé a que se durmiera, abrazado a mí. Entonces me levanté con cuidado a desmaquillarme para acostarme con la cara lavada sin que él tuviera que vérmela. Aún sentía el culo abierto y dolorido. No me atrevía a mirármelo. Al amanecer repetiría el proceso a la inversa y, si le apetecía, le despertaría con una mamada. ¡La verdad es que me estaba volviendo muy buena en eso del sexo!