La chica del doctor 6
6.- depilación definitiva.
6.- DEPILACIÓN DEFINITIVA.
La mañana me sorprendió con una agradable sensación entre mis piernas. Sin reflexionar, me dejé llevar por ella para que me extrajera poco a poco del reino de Morfeo. No temía despertar, puesto que sabía que no era un sueño húmedo: algo real estaba dándome placer, mucho placer. La ampulosidad de las sábanas, lo mullido del colchón, el tamaño del lecho… esa no era mi cama. Por tanto, estaba en casa de Juanma. Con una mano acaricié su cabeza, sus cabellos cortos y revueltos por una noche de descanso. El condenado estaba sabiendo cómo darme placer, con esa forma tan suya de pasear su lengua alrededor de mi pepitilla, sin llegar nunca a rozarme directamente, excitándome sin entrar en materia.
Algo hizo clic en mi cabeza y me espabiló de repente: ¡no me había maquillado! Peor aún: ofendida por su falta de delicadeza hacía mis necesidades, me había dormido con todo el potingue en la cara. De acuerdo que la promesa era tonta y no se podría mantener para siempre y, desde su ángulo, difícilmente iba a poder saber lo que había o no en mi cara. Por si eso fuera poco, encima estaba la maravilla de su toque: me llevaba al séptimo cielo sin que al parecer le costase el mínimo esfuerzo. Agarré las sábanas con fuerza. ¡Oh, Dios! ¡Si tan solo siguiera un poquito más…!
No podía ser. No aún. Respiré con fuerza y me incorporé.
—No, cariño. He que ir al baño antes. Tengo una promesa que cumplir. Así no puedes verme.
Levantó la testa con curiosidad y un gesto de interrogación dibujado en ella. Me cubrí con el almohadón durante un momento y después me puse en pie, dándole siempre la espalda. Estaba desnuda y dejé que se fijase en mi culo. Incluso lo bamboleé con toda la intención camino del excusado. Mientras, con una mano me tapaba los pechos. Como si los pudiera ver, de todas formas. Con la otra me ahuequé el cabello, para resultar aún más seductora.
—¿Acaso no te gustaba lo que te estaba haciendo? —me preguntó desde lejos.
—Al contrario, cariño: me encantaba —le respondí—. Es tan solo que no estaba lo suficientemente visible para ti.
Me miré en espejo, mientras tarareaba una cancioncilla de moda, y supe que había hecho bien: el grueso maquillaje nocturno se había convertido en una máscara al más puro estilo Scream, peor incluso que la vez anterior, solo que ésta no me pillaba desprevenida: en mi bolso había traído todo lo preciso para limpiarme y reconstruirme. Contenta y aún temblando por la excitación, pinté sobre el lienzo de mi faz un cuadro más sencillo, adecuado para el día, con sombras más suaves, que hacían menos contraste con mi piel.
—¡Ya voy, cielo! —comenté, en voz alta, deseosa como estaba de que siguiera utilizando la magia de su lengua.
Al salir no había nadie. La puerta estaba abierta, como indicándome una ruta a seguir. Parecía querer jugar. Pues bien: jugaríamos. Vestí su camisa como única ropa, abrochándola bien en la zona de mis tetitas y dejándola abierta a la altura del ombligo. No puse nada más. La doble uve de mi vulva se veía desde lejos. También la parte inferior de mis nalgas y, por supuesto, mis piernas, uno de mis puntos fuertes, a pesar de mi corta estatura. Descalza, me introduje en el resto de la mansión.
—¿Juanma? ¿Estás ahí? ¿Juanito?
Sonriendo, de puntillas y todavía muy excitada, fui recorriendo la casa, sin encontrarlo en ningún sitio. Casi cuando empezaba incluso a pensar que tal vez se había ido sin decirme nada, oí ruido en la cocina. Di un salto de emoción y me lancé hacia el lugar donde me había preparado la cena la primera vez que estuve en su casa. Lo vi antes que él a mí: estaba removiendo una cucharilla sobre una taza de café. Llevaba su pijamita azul de seda, un punto hortera, que a mí me pareció en ese momento el más sexy del mundo. Era obvio que tampoco llevaba nada más. Respiré hondo y decidí imitar a las actrices de Hollywood. Me apoyé en la puerta, con un brazo estirado hacia arriba, siguiendo el quicio, y la cadera hacia el contrario para que apareciese siquiera alguna curva en mi cuerpecito de espárrago silvestre.
—¿Me has echado de menos?
El sonrió, con la incipiente sombra de barba de la noche, aún sin mirarme. Era una sonrisa preciosa, con arruguitas en torno a los ojos y hoyuelos en la barbilla.
—¿Y tú? ¿Me has echado de menos a mí? Juraría que lo que te hacía te estaba gustando mucho. Era genial ver cómo te aferrabas a las sábanas.
Era obvio que decía la verdad: entre sus muslos iba asomando una dureza que yo ya conocía bien.
—Ayer no llegué hasta el final —le dije—, así que tengo el doble de ganas. ¿Qué harás para solucionarlo?
Por fin me miró, dejando su café a un lado. Por la forma cómo abrió los ojos supe que le gustaba lo que veía. Fui yo quien no pudo aguantar su escrutinio y bajé la vista, incluso ruborizada.
—¡Dios mío! ¡Estás preciosa!
Sus palabras hicieron que perdiera mi compostura y acabase, modosita, con los dos brazos juntos a la altura de mi sexo.
—Me gustaba más el maquillaje de anoche. Te sentaba mejor. Aún así, estás deliciosa. Te deseo y me excitas.
—Juanma, lo que llevaba ayer, con ojos ahumados y colores marcados, es propio para las noches. Para estar en casa o salir de día puede resultar excesivo —le expliqué, tratando de darle una lección en moda.
—Eso me da igual, Virginia. Me gustaba y me gustaría que lo llevases siempre así.
Fijé la vista en la suya un momento antes de volver a bajarla. Había firmeza en su mirada. Firmeza y deseo.
—Ya veremos —susurré apenas, aunque me sabía vencida: la siguiente vez construiría todo el artificio.
—Anda, ven aquí... —me pidió, y me apresuré a obedecer.
Llegué a su lado y me incliné desde la cadera, con las piernas y la espalda rectas, para darle un gran beso, que correspondió. Sabía a café. Su lengua peleaba con la mía y un dedo no tardó en acariciar los alrededores de mi vulva. Notó lo mojada que estaba. Empapada, y su beso no contribuía precisamente a mi relajación.
—Métete ahí debajo —señaló la mesa— y demuéstrame lo que te gustaba lo que estaba haciendo. A ver si sabes hacer que disfrute yo tanto como lo estabas haciendo tú.
¿Hablaba en serio? Sonreía, pero su gesto era decidido: realmente deseaba que le hiciera una mamada mientras desayunaba.
—¿Y yo? —le pregunté al mismo tiempo que, casi inconscientemente, me estaba ya arrodillando.
—En su momento, amor mío, en su momento.
Que me llamase amor era precisamente lo que faltaba para acabar de animarme. ¡La cosa funcionaba! ¡Se asentaba la relación! Una especie de cuento de hadas, entre la chica pobre y el hombre rico. Agarré su pene con ilusión. Estaba duro como una piedra. Me excitaba.
Lo empecé a lamer incluso con ansia. Su verga me parecía en esos momentos el más delicioso de los manjares. Puede parecer una frase tópica, pero así era exactamente como me sentía, quizá por la excitación que su maravillosa lengua había obrado en mí o quizá por el epíteto cariñoso que me había dedicado. Además, era guapo, el jodido. Su sonrisa hubiera derretido el polo si se lo hubiera propuesto. Me metí su capullo y tanto tronco como pude en la boca. Apreté los labios y la comprimí con la lengua contra mi paladar. Me correspondió con un pequeño gemido de placer. Hubiera sonreído de no tener los dos carrillos ocupados con su carne. Sabía un poco a vagina. A mi vagina. No se había lavado desde la noche anterior y no me importó. Mis rodillas empezaron a protestar un poco por la dureza del suelo. Yo estaba demasiado entusiasmada como para preocuparme por eso. Juanma seguía revolviendo su bebida y sorbiendo algunos tragos, como si no fuese con él lo que ocurría bajo la mesa. Poco después le oía también morder algo, probablemente una tostada.
Después de un rato de chupar y esforzarme, hasta notando cómo mis propios jugos se escurrían por el interior de mis muslos, mi hombre apoyó las manos sobre la mesa y sus jadeos fueron claramente audibles. El placer era ya tan intenso que no podía seguir alimentándose.
—¿Te está gustando? —le pregunté, sacándola de mi cavidad oral por primera vez en mucho rato. El esfuerzo había entumecido mis mandíbulas y apenas se me entendió.
—¡No pares ahora! —me ordenó—. Estoy a punto, casi a punto...
—¿Y yo? ¿Cuándo me voy a correr yo? —le pregunté, temiendo que hiciera algo parecido a la noche anterior.
—Empieza a masturbarte. Quiero que te corras después que yo, mientras limpias mi miembro de cualquier resto de mi lefa.
¿Otra vez? ¡No quería eso! Salí de debajo de la mesa indignada. Todo mi lápiz de labios se había quedado en su rabo.
—Juanma, yo también tengo necesidades, ¿sabes? Estás listo si crees que voy a tragarme más veces su semen. Esto es una relación de igual a igual... eso debería ser. Ya me molestó bastante que me dejases ayer a medias como para que lo hagas hoy también. ¡Yo quiero correrme! ¡Correrme contigo!
—Eso vas a hacer, Virginia. Respóndeme: ¿te has corrido alguna vez cuando te penetran?
—¡Ya sabes que no! ¿Cuántas veces vamos a hablar sobre lo mismo?
—¿Como lo haces, entonces? —siguió explicando, como si yo no le hubiera dicho nada.
—Sabes que me toco el clítoris hasta el orgasmo.
—Entonces ¿qué diferencia eso de lo que te estoy pidiendo ahora?
A esa misma conclusión había llegado la primera vez que lo hice. Era válida en general, pero había momentos en que quería algo más. Quería su lengua, su maravillosa lengua.
—Pues a que me gustaba lo que me estabas haciendo en la cama y... bueno, me gustaría que lo acabases —lo dije con mucha vergüenza, roja como un tomate y casi murmurándolo, como una niña buena que no hubiera acabado de lamer una polla hacía escasos segundos.
—Todo llegará, Virgina. Lo cierto es que te has alejado de mí cuando estaba haciéndotelo, ¿no? Has ido corriendo al baño.
—¡Para estar guapa para ti!
—Y te lo agradezco. Precisamente eso es lo que me ha excitado tanto y me ha hecho desear sentir el maravilloso roce de tu boca en mi pene. ¡Lo haces maravillosamente bien!
Acompañó sus palabras de un gesto cariñoso en mi mentón, que sirvió para cruzar sus ojos con los míos. Lo que vi en ellos, si no era amor, estaba cerca. Era ternura, deseo, simpatía... era precioso y no quería perderlo.
—Ahora ¿vas a ser buena y lo vas a hacer como me gusta?
—Bueno —le dije, con voz de chiquilla—, pero no esperes que me lo trague.
—Quiero que te lo tragues. Es lo más importante de todo.
—¡No me gusta como sabe! ¡No me gusta cómo se agarra a mi garganta!
Sirvió un vaso de agua y lo puso en el centro de la mesa.
—¿Servirá si te bebes esto al acabar?
Levanté las cejas. ¿Funcionaría?
—Está bien, lo haré como te gusta.
Volví debajo de la mesa. No estaba para florituras y Juanma tampoco. Su polla seguía tan dura como una roca y me lancé a devorarla con ansia, con ganas de que se corriera. Al mismo tiempo, como me había ordenador, empecé a acariciar mi pepitilla, despacio, porque mi excitación era aún mayor que la suya y sabía que iba a llegar al final pronto, muy pronto.
—¡Qué bien lo haces, Virginia! ¡Oh, vas a conseguir que me corra! ¡Qué poco me queda!
Fui acelerando mi masturbación hasta el momento en que sus chorros empezaron a inundarme. Él casi gritaba. Yo cerré los ojos, hice de tripas corazón y dejé que, uno tras otro, fueran pasando hasta mi estómago, de nuevo con ese sabor entre ácido y dulzón que se quedaba tan agarrado a la garganta. Mientras, pensaba en los hoyuelos de sus mejillas, en su mirada tierna, en la palabra "amor" y, mientras lamía hasta el último resto de sus jugos, el orgasmo me golpeó a mí también, intenso hasta el punto de gemir en voz muy alta, incluso hasta perdí el equilibrio y tuve que apoyar las manos, además de las rodillas, que me temblaban. Había sido bueno, quizá lógico si tenía en cuenta que llevaba mucho deseo acumulado.
—Lo has hecho muy bien —me dijo—. Anda, ven aquí.
Salí como una boba, con la sonrisa en el rostro y los labios, ya gordezuelos de por sí, hinchados por el trabajo de chupar. Él me depositó un beso en la frente. También sonreía. Entonces la vi y de mi rostro desapareció toda alegría.
—¡Pero qué hace ella aquí! —grité, indignada.
—Cariño, ella trabaja aquí —contestó, como si fuera lo más normal del mundo.
En algún momento, durante mi felación, la mayor de las dos asistentas, la misma que me había visto desnuda la noche anterior, había entrado y estaba, como si la cosa no fuera con ella, limpiando los cacharros.
—¡Podías haberme dicho algo! Me ha visto... ha... yo estaba... y ella...
La mujer me miró. Había una maliciosa indiferencia en sus ojos, como la de quien pasa al lado de una prostituta en una calle peatonal. Antes de que el cirujano reparase en el gesto, de nuevo había vuelto a sus labores.
Él intentó cogerme de la mano.
—¡Déjame! —le grité y me escabullí a la carrera hacia el dormitorio.
De repente me sentía muy estúpida con su camisa abierta, con mi vulva pelada, con mis labios hinchados por comérsela... y encima tenía el sabor del semen de nuevo: con las prisas había olvidado beber el vaso de agua.
Al llegar, me tumbé sobre la cama y lloré, lloré desconsoladamente, sin importarme volver a arruinar mi maquillaje ni mi relación.
Un tiempo después, no sabía si dos minutos o dos horas, Juanma entró en la habitación, silencioso como un puma. Me acarició la cabeza. Busqué alivio en su regazo, aunque sin levantar la cabeza. Tenía los ojos hinchados por los lloros.
—Todo está bien, todo va bien —me repetía, una y otra vez, hasta que consiguió que la abrazase entre hipos, sin más lágrimas ya que verter.
—Ha sido horrible, Juanma, horrible. ¿Qué va a pensar de mí esa señora?
—¿Y qué pensará de mí? —me respondió, a la gallega, con una tenue sonrisa—. El sexo es cosa de dos... ¿Sabes qué? No me importa y a ti no debería importante tampoco. Ella no va a decir nada, ni ahora ni nunca. Si has de ser mi pareja — mi pareja , un paso más allá del mi novia de la noche anterior— tendrás que acostumbrarte al servicio, casi como si no estuvieran.
—Juanma, yo podría ser "el servicio". Por mi clase, por mi barrio... por todo. No pertenezco a tu mundo.
—En eso estás equivocada, Virginia —ya había desistido de intentar que me llamase Vir—, tú perteneces a mi mundo desde que te colaste en mi fiesta y nos encontramos de frente, sin que supieras qué decirme. ¿Recuerdas?
—¿Cómo lo voy a olvidar? —me atreví a reír un poquito, a pesar del disgusto.
—¿Sabes? —pasó su mano por mi pubis. El tacto era áspero: mis pelitos volvían a salir—. Esta mañana, durante el cunnilingus me he dado cuenta de que no está tan suave como me gustaría...
—Lo... lo siento...
—No, mujer es natural. ¿Qué otra cosa podría pasar? Es igual que mi barba: con el tiempo sale de nuevo. No obstante, si tú quieres, podemos buscar una depilación láser para esa y todas las partes de tu cuerpo que desees. Después de algunas sesiones jamás volverás a tener vello donde lo apliques. Podrás olvidarte de ceras y maquinillas. ¿Qué te parece?
—Pero Juanma —le miré como si estuviera hablando a un marciano—, eso es muy caro y yo no tengo dinero para esas cosas.
Lo cierto es que antes haría las axilas y hasta mis piernas. El pubis no se veía normalmente.
—¡Tonta! ¿Y qué te crees que se hace en mi clínica? Eres mi novia así que, por supuesto, sería totalmente gratuito. Yo corro con los gastos.
—¿En... en serio?
—¡Por supuesto! Siempre que el pubis entre en el paquete, que sabes que me gusta tan suave como la primera vez que lo acaricié.
Lógico, ese día lo tenía recién depilado. Reflexioné unos segundos: si bien era cierto que sabía que la moda pasaría antes o después, también lo era que no era una parte de mi cuerpo que exhibiera ante nadie, así que lo mismo me daba que tuviera pelos o que no; salvo mi ginecólogo y el propio Juanma, nadie habría de verlo.
—¡Sí, sí, sí y sí! —respondí, con entusiasmo.
—¡Pues está decidido, entonces! Siempre que no te importe desnudarte ante las chicas que se encargan de las sesiones, claro.
No sería más complicado que ante el médico... Y era un buen precio a pagar por no volver a aplicarme cera caliente en la vida.
Me dio de nuevo un suave beso en la frente y se despidió.
—Llama a este número para concretar cita. Ahora tengo que ir a trabajar. Tú puedes quedarte cuanto quieras: como si fuera tu casa.
Me fui a la ducha para arreglarme y marcharme. No tenía ganas de quedarme con la bruja de la sirvienta, no después de todo lo que ya había visto de mí.