La chica del doctor 5

5.- carpichos de un millonario.

5.- CARPICHOS DE UN MILLONARIO.

—Jo, tía, qué fuerte —me miraba Cristina, alucinada— ¿En serio te estás tirando al doctor Juan Manuel Salcedo de las Cañas? ¡Es que no me lo puedo creer!

—No, no "me lo estoy tirando". Digamos que estamos empezando a tener una relación más o menos seria... o eso pretendo, al menos, y él parece que me sigue la corriente.

—Vir, no lo dejes escapar. ¡Quién nos iba a decir que serías tú la que cazase al millonario! ¡Vaya con la mosquita muerta! ¿Y ya se te ha follado bien follada? ¿Ya sabes lo que es ponerte a cuatro patas?

Miré a todos los lados. Estábamos en una céntrica terraza, con un café con leche cada una a media tarde. Tímida como era, no me apetecía que la gente reparase en mis charlas sexuales.

—¡Qué bestia eres, hija! —me reí después. Cristina siempre lo conseguía con sus barbaridades—. Aunque lo cierto es que, como tú dices, no me "ha follado".

—¿Es que no has pasado la noche con él? —me preguntó, con los ojazos negros abiertos como platos y echándose hacia delante, con lo que apoyó en la mesa su generosa pechuga, con su menos generoso escote. A veces la envidiaba por ello.

—¡Claro que sí, ya te lo he dicho!

—Ningún hombre invita a una chica a su casa si no es para darle duro.

—Sexo, lo que se dice sexo, tuvimos. Se la... —me costaba decirlo en público— chupé dos veces, por la noche y por la mañana y él también me... comió el coño... pero chica... metérmela, nada de nada. Ni tanteó mi vagina.

—¡Un hombre que le gusta lamer coños! ¡Eso es un tesoro, Vir! ¡Por nada del mundo debes perderlo!

Decidí callarme lo de que los orgasmos me los había tenido que buscar yo con mis deditos.

—Cris, lo que no entiendo es cómo puedes tragarte el semen de los chicos... Me resultó de lo más desagradable.

—¿Desagradable? ¡Pero si no es nada más que unas pocas proteínas!

—Ya. También la col es muy sana y no te gusta ni en fotografía.

—¡Que no es lo mismo!

—¡Como si lo fuera!

—Mira, sinceramente: al principio a mí tampoco me acababa de entusiasmar... sobre todo porque dos horas después tus eructos siguen oliendo a lefazo —su ordinariez en público a veces me superaba, aunque nadie parecía reparar en nuestra charla—, pero con el tiempo he pasado de considerarlo un mal necesario a lo ideal. ¡Es la prueba de que les he gustado! Y es mucho más limpio echarlo todo al buche que mancharme la ropa o lo que sea. Por supuesto, a los tíos les encanta. Es como una manera de marcar su territorio y lo prefiero a que lo hagan al estilo perro: meándome.

—También me dijo que para él es muy importante el sexo anal...

—¡Ay, Vir! ¡Todos los tíos nos darían por el culo a la menor ocasión si pudieran! Es algo que puedes usar en tu favor, solo cuando quieras, porque te apetezca especialmente, o para agradecerle gestos especiales (un anillo con un pedrolo de medio kilo u otros detallitos). ¡Así lograrás controlarle! ¡Comerá en tu mano!

—Pero... ¿y si me duele? ¿Y si no lo soporto?

—Pues sí, duele, ya te lo digo. Sobre todo, si el tipo es un bestia que no se toma tiempo para dilatarte... Aunque si al tuyo le gusta darle a la sinhueso seguro que también lo hace con tu ojete...

—Qué asco, ¿no?

—¡Pero qué dices de asco! ¡Para entrar en la cama una se deja los prejuicios fuera, con la ropa! Además, peor será cuando la saque y quiera que se la chupes.

—¡Qué guarra eres, Cris! ¡Ya está bien!

Se quedó callada. No necesitaba hablar para que entendiese que lo estaba diciendo muy en serio. Siguió por otros derroteros, para mi alivio.

—Yo no he llegado a tener orgasmos anales, pero sé de otras chicas que sí. En cualquier caso, me da mucho placer, casi como cuando me follan por el agujero correcto.

—¡Venga, Cris! ¡No puede ser igual! Que tú te corres cuando la están metiendo...

—¡Afortunada que es una! Claro que creo que a ti lo que te pasa es que nunca te han follado en condiciones, hija. Ya verás como el Juanma éste, que parece un buen amante, te hace ver lucecitas de colores.

—No lo sé, hija, no lo sé...

Tardó varios días en llamarme. Días en que me comía la impaciencia. Miraba el móvil como si eso sirviera para que sonase antes. El apuesto doctor no tenía whatsapp, así que no podía saber si estaba conectado o no. ¡Cuántas veces pensé que me había olvidado! Que había sido tan solo un polvo de una noche, que me había utilizado y ya estaba.

Mi madre me miraba por encima de la máscara de oxígeno que la mantenía atada a la vida por unos días más. Había reproche en sus ojos, el mismo reproche de siempre: que su hija no iba a ser nada en la vida. Peor aún, que cuando ella (y su pensión) faltasen, se iba a morir de hambre en la calle. Quería decirle que, si todo iba bien, su querida niñita conseguiría una vida con la que ella, trabajadora infatigable hasta que el cáncer la venció, no había siquiera soñado. Mientras tanto, la seguía cuidando. Es más: mimando como solo una hija puede hacerlo, cocinando para ella, arreglando y limpiando la casa —dentro de un orden— y manejando sus magros ingresos para que no faltase comida.

Contactó el viernes por la tarde y del salto que di casi me agarro a la lámpara del techo. Quería verme esa misma noche, si a mí no me venía mal, claro. Mandaría un taxi a buscarme a las 8 en punto. Me puse tan contenta y nerviosa al mismo tiempo que hasta a mamá se le alegró la mirada. Solo había una pega: me había rogado que no me pusiera sujetador. Yo sin él me sentía desnuda y vulnerable. Suspiré y finalmente acepté. ¿Qué me podía poner?

—¿Vas a salir a algún sitio, Chiqui? —me preguntó, con su hilillo de voz.

—Sí, mamá.

—Un chico, ¿verdad?

—Prefiero no hablar del tema.

Se calló, aunque no dejó de seguirme con la mirada mientras iba de un lado a otro pensando qué me ponía y cómo me maquillaba. Dejé una vez más mi pelo suelto: era más seductor, incluso si hacía que mis ojos no destacasen tanto. Elegí finalmente una blusa con volantes a la altura del pecho que disimulaba bastante lo que llevase o no debajo y, por supuesto, una faldita corta y tacones. Hice otra de mis obras de arte con el maquillaje, usando unos tonos más claros que la última vez, para hacer juego con la ropa. Era un trabajo tan artístico como laborioso. Estaba bien para una cita romántica, pero no estaba dispuesta a malemplear tanto tiempo cada día de mi vida. Cuando estuviera en el bote tendría que conformarse con algo más sencillo... o con nada. Después de todo, aunque hacía años que no salía a la calle con la cara lavada, los días que pasaba vagueando en casa no me molestaba más que en recogerme el pelo para estar cómoda, con un pijama ancho a ser posible.

Todo llegaría. De momento, aún estaba en la fase de la seducción, por lo que eché a mi bolso todo lo que necesitaba para reconstruirme el cuadro en su baño si me dejaba dormir de nuevo junto a él.

Esa noche, la cena, más elaborada aunque igualmente ligera, compuesta de ensalada templada de salmón y quesos suizos sobre lecho de rúcula y lubina a la sal, fue servida por dos asistentas. Una de ellas pasaba holgadamente de la cuarentena y la otra no llegaría a los veinticinco. Ambas eran rubias y tenían unas curvas espectaculares que me hicieron sentir celos, tan distintas de mí en todo su físico. ¿Y si Juanma tenía un harén en vez de servicio doméstico? Lo cierto es que no les dirigió ni una mirada en toda la cena: las guardaba todas para mí. Me devoraba con sus ojos claros hasta tal punto que me sentía abrumada.

—Has venido muy guapa esta noche —me dijo—. Aunque no me gusta la blusa que has traído. Si te pido que vengas sin sujetador es para notar tus pechos contra la ropa.

Hablaba de ello como si las dos mujeres no estuviesen presentes. Yo me retorcía incómoda en la silla: hablar de mi cuerpo imperfecto me hacía sentir tan mal, tan vulnerable...

—Preferiría hablar estos temas en la intimidad, Juanma —le contesté, en vez de explicarle que mis senos no se marcaban en tejido alguno.

Me miró durante un tiempo como si no entendiese mi idioma.

—¡Ah! —reparó al fin—. ¿Es por ellas? No te preocupes. Es como si no estuviesen. Si estás conmigo has de acostumbrarte.

Lo que venía a mi mente eran los titulares de la prensa del corazón en que el mayordomo o la chica de la limpieza de tal o cual famoso contaba todas las intimidades de éste. Lo bueno es que yo no era famosa. A nadie le interesaría si mis tetas eran grandes o pequeñas. Aún.

—Un día de estos te mandaré a mi asesora personal para que vayáis de compras —continuó—. Es hora de que renueves tu vestuario.

—Pero Juanma, tú sabes que no tengo dinero. Soy pobre. Pobre de verdad. Seguro que tengo menos dinero del que ganan tus dos asistentas.

—No sabes lo que ganan... Igual te sorprendías.

—Seguro que es más. Créeme.

—No te preocupes por nimiedades así, Virginia. De esas cosas me encargo yo. De verdad. A mí me sobra y me gustará que te sientas guapa.

Me callé, aunque por dentro estaba dando vivas. Si quería comprarme ropa es que pretendía algo serio, ¿no? Todos los indicios me conducían hacia un futuro más positivo... uno a su lado, incluso con sus peculiaridades. Mientras sonreía educadamente, me propuse firmemente ceder a todos sus caprichos. Ya llegaría el momento de ir poniendo barreras cuando compartiéramos techo. ¡Estaba listo si se creía que me iba a tragar su semen toda la vida!

Después de cenar fuimos, juntos y solos al fin, al sótano de su piso. Una persona de su nivel no se limite a ver "una película en la tele": tiene todo un cine instalado. Me llevaba cogida del talle, algo que me hacía sentir protegida y un punto mimada. Cuando depositó un beso en mi cuello antes de sentarnos, directamente noté que me empezaba a humedecer. Así de sencilla era yo en esa época.

Eligió una comedia romántica, estadounidense, de la que ambos sabíamos, antes de que terminase el rótulo de la Universal, que no acabaríamos de verla. Incluso sin ser una experta, podía apreciar el bulto que estaba creciendo en su entrepierna... antes de que se apagase la luz y solo nos iluminase la pantalla.

—Quítate la blusa, Virginia —me susurró al oído.

—¿Estás loco? ¡No llevo nada debajo! ¡Y no lo llevo porque tú me lo has pedido!

—¿Qué más te da? Aquí estamos solos tú y yo... y a mí me encanta tu piel.

—¿Y tus dos asistentas? —estuve a punto de decir "guarrillas", pero me corregí a tiempo.

—Ellas tienen su función y te aseguro que no es entrar aquí a molestarme cuando estoy contigo.

Había dicho "molestarme" y no "molestarnos", claro indicador de que aún no había un "nosotros". Eso tendría que cambiar.

—No me parece normal, Juanma. Para ver una peli no hace falta estar desnudos.

—¿Tampoco si a mí me hace una especial ilusión?

A pesar de la escasa iluminación, había en su mirada un brillo especial, de deseo. Podía manejarlo, quizá. Le sonreí y, poco a poco, fui desabrochando cada botón hasta que quedó abierta, cubriendo mis senos cada una de sus mitades.

Él se levantó de la butaca. Pensé que me abandonaba y crucé la blusa, abandonando toda sensualidad. La sensación duró poco. Apenas un instante más tarde estaba detrás de mí. Sentí sus dedos en los hombros y el cuello. Relajé los brazos y, de repente, me dejó desnuda de ombligo para arriba. Una vez más fui consciente de mi ausencia de pecho. Hice esfuerzos para no cubrírmelos con lo que fuera, como todo mi ser estaba pidiendo. La película seguía. Juanma aplicó esas manos mágicas, a veces con leves roces, otras con toques más enérgicos. No había siquiera sospechado que pudiera ser tan placentero un masaje, unas caricias alejadas de las que se suponen las zonas erógenas. Hasta el momento en que las llevó a mi cuero cabelludo, empezando por la nuca. Ahí me sorprendí jadeando, de repente y sin previo aviso. La explosión de los sentidos había sido casi orgásmica. Y solo estaba acariciándome el pelo y el cuello.

—Si te sientes dispuesta, quédate desnuda —me susurró en el oído y su hálito cálido me produjo escalofríos de puro placer en todo mi lado derecho. Noté incluso como la aréola de ese lado se arrugaba y endurecía. No es que fuera una gran diferencia respecto a su estado normal, claro, pero yo la sentía casi como un clavo ardiendo.

Me faltó tiempo para obedecerle: falda, tanga y medias cayeron en un instante. Dudé si quedarme con los zapatos —muchos hombres tienen una cierta atracción por las mujeres por tacones—, pero al final me ajusté a lo que me pedía: desnuda. Sin nada. Así destacaba más nuestra diferencia de altura y se podía sentir más protector, aunque al mismo tiempo yo me viese a mí misma más delicada.

Bajó sus manos por mi torso, apenas rozándome, hasta que pellizcaron mis diminutos pezones una sola vez. Lo que salió de mi garganta fue más un grito que un gemido. ¿Me había dolido o me había gustado? No estaba segura más que de una cosa ¡no quería que parase! ¡Que no lo hiciese!

—Ven conmigo —dijo, a continuación, soplando sobre mi otra oreja y provocando los mismos escalofríos, ahora en el lado izquierdo.

La obedecí como un corderito. Me cogió de la mano, que mantuvo alta como en el baile del minué. Yo desnuda, él vestido con su polo y sus chinos. Yo diminuta a su lado, mi pálida piel contrastaba con la viveza de su ropa. Sin los tacones que usaba siempre que lo veía, mis ojos quedaban a la altura de sus tetillas. Sobre todo, me sentía vulnerable, muy vulnerable: sin nada que me cubriese, nada en absoluto. Apreciaba a cada paso la desnudez de mi pubis, privado de su vello, salvo la ligera sombra que volvía a crecer. Hubiera dado mi brazo derecho para que mis tetas, como las de mi amiga Cris, se bambolearan a cada paso, orgullosas y llenas... No había nada que llenar ni que bambolear. Mis pies temblaban a cada paso. Quise lanzarme, abrazarle, gritarle que me tapase, me cubriese, que, puestos a elegir, prefería exhibir mi culo (la única parte de aquellas que deben ir cubiertas que me gustaba) y nada más.

No hice nada de eso. Aún excitada por su maravilloso toque y con la cara tan roja como un tomate, me dejé conducir fuera, hacia su cuarto. Al llegar al salón, donde me había comido el coño sobre el sofá la última noche, me quedé petrificada. Intenté recular, escapar de nuevo hacia las escaleras que llevaban al sótano. Allí, limpiando (¿de noche?), como si no fuese con ella, estaba la mayor de las dos asistentas, con su uniforme negro y blanco, de peli de época, con su pecho más que generoso insultando al mío con su presencia, incluso debajo de su casto —aunque ceñido— ropaje.

—¡Déjame, Juanma, déjame!

El cirujano parecía una roca. No soltó mi mano y mi escasa fuerza no bastaba para liberarme, mucho menos para cubrirme todo lo que había por cubrir. Parecía una niña, forcejeando sin lograr acercarme ni alejarme a él, sin poder hacer nada salvo llorar.

—¡No quiero! ¡No quiero que me vea desnuda! ¡No!

Después de unos largos segundos de casi pánico, Juanma se puso junto a mí y me asió por los hombros. Logró que elevase mi cabeza hasta que me crucé con su mirada azul hielo.

—Virginia, escúchame: eres mi novia. Te quiero como eres. Estate tan orgullosa de ti como lo estoy yo.

Sin esperar a que asimilase esas palabras, cubrió con sus labios los míos y su lengua empezó a jugar con la mía que respondió, al principio tímidamente, luego con furia peleona. Fui consciente de que posiblemente la chacha me estaba viendo. ¿Y qué? Juanma me había dicho que era su novia . ¡Nada más y nada menos! ¡Que me quería! ¡En tan solo tres citas! Si a él le gustaba... ¿por qué no hacerle caso y caminar desnuda? Estaba claro que mi cuerpo me iba a seguir desagradando, ¿y? Estábamos en una casa cerrada, sin adolescentes crueles llamándome "pecho de hombre". Al acabar el beso y soltar su cabeza, que tenía entre mis manos como él la mía, otras lágrimas se escurrieron por mis mejillas. Eran de felicidad.

—¿Por qué lloras, Virginia?

—Por... por nada. Creo que he arruinado mi maquillaje.

El resto del recorrido, incluso cuando pasé al lado de la cuarentona, lo hice con la cabeza bien alta. No me importaba exhibir mi mal proporcionado cuerpo. ¿A quién le podía atañer, si Juanma me quería?

—¿Me das unos minutos para ir al baño? —le rogué.

—Te espero en la cama.

Armada con mi bolso lleno de mis potingues, llegué frente al espejo. Mis afeites no habían sufrido tanto como temía. De hecho, mi enrojecimiento apenas se notaba debajo de mi base en crema. La sombra de ojos, eso sí, como siempre que había lágrimas, amenazaba con tiznar la cara. Así, en apenas diez minutos, volví a su lado. Había aprovechado para ponerse un pijama de seda azul. Me pareció un poquito hortera, además de ridículamente caro. Pensé que los millonarios hacían cosas que los demás no podemos llegar a entender y, más importante, estaba deseosa de sentirlo dentro de mí de una vez y por todas. Ya sabía las maravillas de su lengua y de sus manos: ahora quería las de su gruesa tranca.

Me había propuesto caminar de manera sensual hasta la cama. Al final, lo hice lo más rápidamente posible. Me estaba mirando fijamente los senos y eso me incomodaba. En cuanto llegué, me tapé con las sábanas. Por poco tiempo. Las arrancó y se lanzó sobre mis pezones. No pude murmurar ni una negativa antes de sentir su lengua, su aliento y finalmente sus labios chupándomelos. ¡Oh Dios! Era tan placentero...

Le acaricié la cabeza mientras lo hacía. Suspiros mudos escapaban de mi boca. ¿Qué tenía este hombre que sabía conducirme tan pronto al séptimo cielo? Uno de sus dedos llegó pronto a mi vulva y acarició los alrededores de mi clítoris. Evitó el contacto directo que yo hubiera agradecido. Otras chicas no lo soportan nunca o bien tan solo cuando están muy excitadas. En eso era más directa, más resistente: desde el momento en que me mojaba, mi pepitilla permitía hasta un cierto maltrato.

Decidí que no podía dejarme tan solo mimar y busqué su miembro erecto, aunque como Juanma era más grande que yo, mis bracitos no llegaban a alcanzarlo. Se dio cuenta de mis intentos y, en un instante, rotó su cuerpo, de manera que quedamos en una postura cercana al sesenta y nueva tradicional. Se me hacía la boca ante la perspectiva de chupar su glorioso instrumento. No tardé en meterlo en mi orificio, lo que agradeció con un suspiro para, acto seguido, lanzar su lengua a obrar su magia sobre mi sexo. La sensación fue tan intensa que me costó concentrarme en lamer su cipote, que ya soltaba sus primeras gotitas preseminales. Aprovechando que no me podía ver, las dejé escurrir. Me tragaría lo necesario para tenerlo feliz, pero ni un ápice más.

Separé mis piernas tanto como podía. Era mi forma de indicarle que me entregaba del todo a él y me di cuenta de que estaba llegando al punto de no retorno. Tenía que decidir si le dejaba conducirme así al orgasmo o no... Al fin, saqué su polla de mi boca para rogarle:

—Fóllame, Juanma. ¡Fóllame ya!

Siguió todavía un poquito más, hasta el punto en que pensé que iba a explotar.

—Si sigues me voy a correr. ¡Oh, Juanma! ¡Oh, un poco más... Un poco más y...!

Justo entonces, en el preciso instante en que empezaban mis palpitaciones vaginales, primera indicación del orgasmo inevitable, se detuvo. Fue tan brusca la sensación de ausencia que arqueé la espalda y un grito de frustración, casi de dolor físico, escapó de mis labios.

—¡No! ¡Justo ahora, no!

—Claro que sí, Virginia. Tienes razón. Es momento de que te penetre, de que los dos seamos uno.

Casi tenía ganas de llorar, de gritarle que jamás me había corrido con un rabo taladrándome y que eso no iba a cambiar, aunque lo cierto es que yo mismo se lo había pedido. Cuando mi cuerpecito se calmó, pude volver a hablarle.

—Métemela ya, Juanma, por favor. Hazme tuya.

—Como si no lo fueras ya... —comentó, de manera casual.

Antes de penetrarme, sin embargo, hizo otra cosa. Apoyó mi cuello en el cabecero, de manera que mi cabeza quedara más o menos vertical y volvió a metérmela en la boca. Esa vez no fue amable ni gentil: estaba buscando su propio placer. En una palabra: me folló la boca, con tanta energía que varias veces llegó hasta la campanilla, provocándome las náuseas correspondientes y que las lágrimas volvieran una vez más a correr mi rímel. Esa forma de usarme tan egoísta debería haber hecho bajar mi excitación, sin embargo, estaba yo más allá: era puro deseo, animal, básico, primario. Quería placer, quería sexo y, sobre todo, quería contentarle. Me había llamado "su novia". Bueno, que supiera de qué era capaz... al menos hasta que lo atase bien atadito.

Algunos minutos después, con mi aliento alterado por tener que acompasar mi respiración a sus embestidas, bajó para entrar en mí vagina. Por fin. Al estilo misionero, donde no tardé en abrazarle con brazos y piernas. ¡Era maravilloso! Su tranca me penetraba como un pistón, haciéndome gozar, excitarme más aún. Sabía que la caricia más sutil en mi pepitilla en ese momento desencadenaría un orgasmo poderoso, grandioso. Incluso busqué el roce de mi pelvis con la suya, para conseguir ese toque indirecto. Yo llevaba ya un rato farfullando incoherencias cuando me puso a cuatro patas, como había predicho Cris. Era la primera vez en mi vida y, francamente, me gustó, aunque así las posibilidades de que algo tocase mi clítoris eran nulas. Me sentía reducida a un coño para él, todo mi universo se encogía, se concentraba en que me utilizase para su placer.

—Voy a correrme, Virginia —gimió, mientras yo me abrazaba y mordía la almohada.

—Espérame... me corro contigo —le contesté, llevando una mano a darme el toque que necesitaba.

—No. Disfruta de que te folle. Ese es tu placer.

—Pero necesito... necesito...

Sujetó mis manos en mi espalda. Mi clítoris ardía; necesitaba ese roce. Nunca, jamás en mi vida, había estado tan excitada como cuando él se corrió, llenándome de chorros y más chorros. Sus gritos se habrían oído por toda la casa. Como si las dos mujeres pensasen que estábamos haciendo otra cosa.

—No... no... no... —chillaba yo, al mismo tiempo, viendo que perdía la oportunidad de correrme junto a él.

Al acabar, salió de mi coño y se tumbó en la cama, jadeando y suspirando.

—Ahora, límpiame con tu lengua y córrete cuando estés haciéndolo.

Le miré con la misma cara que si me hubiera dicho "tírate por un balcón".

—No quiero —fue mi respuesta—. Me has dejado a medias, has evitado un orgasmo que hubiera sido brutal. Ahora no estoy para tus caprichos...

—Virginia, tengo algunas ideas sobre el sexo que quizá no sean tan estándar como lo que tú has conocido, lo sé. También sé que a mi lado lo disfrutarás.

—¡Pues hoy no lo he disfrutado! ¡Me ha parecido horrible que no dejases que me corriese en mi momento!

Se puso muy serio antes de contestar:

—Tendrás que acostumbrarte.

Y se dio la vuelta para dormir. Poco tiempo después lo hacía como un niño, con su respiración tranquila y pausada. Pensé en tocarme, conseguir ese orgasmo que se me había escapado pero, al mismo tiempo, estaba indignada y mi fantasía sexual, que era él, no me excitaba precisamente, así que salí con cuidado de la cama para desmaquillarme antes de volver a su lado.

Mientras lo hacía, pensaba que ya no había dicho que me fuera o que "así no vamos bien": tan solo se había dormido. Tendría que adaptarme, por supuesto, y evitar mis cabreos por sus caprichitos de millonario, aunque no me cabía duda de que estaba en la buena dirección. Frustrada, con las piernas débiles por la excitación, me acosté al otro extremo de la cama y me dormí con media sonrisita: sin orgasmo, pero con la relación afianzada.