La chica del doctor 3
3.- una cena en casa de un millonario.
3.- UNA CENA EN CASA DE UN MILLONARIO.
La siguiente cita ya fue otra cosa. Quedamos de noche, en su casa, en la que me invitó a cenar.
—Coge un taxi —me pidió y, ante mi intento de protesta, continuó—: yo te lo pago.
No es que no quisiera aflojar la mosca, es que no tenía con qué, dada mi maltrecha economía de parada.
El señor Salcedo vivía en un chalet de tres plantas situado en una urbanización vallada y vigilada, en una de las zonas más elitistas de la ciudad. Al llegar, la mesa estaba dispuesta y él, impoluto, con ropa más informal. Yo había elegido de nuevo una falda corta y un top que dejaba al aire mi ombligo. Como suponía que no iba a caminar mucho, unos de mis tacones más atrevidos, desde los que me balanceaba en un equilibrio más precario del que me gustaría pero que, al menos, no me dejaba a la altura de su torso, como una niña frente a su profesor.
Sobre un tablero de vidrio templado, dos velas ardían y estaba dispuesta una cena fría a base de ensaladas, marisco y una bandeja de sushi.
—Bienvenida, Virginia. Pasa y siéntate. Espero que disfrutes.
De nuevo su conversación fue amena. Me hacía sentir bien. Sabía escuchar mis vacuidades y siempre tenía algo que responder. Tenía sus detallitos raros, por supuesto, como cualquier persona.
—¿Has probado el wasabi alguna vez? —me preguntó mientras aún intentaba hacerme con los palillos japoneses.
—No sé lo que es —le contesté.
—Es un rabanito japonés que se diluye en la salsa de soja para dar sabor al sushi. Es muy picante.
—No me sienta muy bien el picante, Juanma.
—Bueno, a mí me apetece que lo pruebes. ¿Lo harás?
Temí que, si me negaba, todo se acabase ahí mismo. Me había propuesto hacer los suficientes sacrificios como para engatusarle. ¿Iba a abandonar en el primer reto? ¡Por supuesto que no! Así que unté el rollito de arroz prensado con corazón de salmón en la sustancia y me lo introduje en la boca. La sensación fue indescriptible. Empecé a llorar y a moquear incontrolablemente. Jamás había notado un picor como ese, diferente a todos los que conocía. Me ardía la boca, la garganta... todo.
—Traga —me ordenó. Yo le miré como pude, entre lágrimas. Me pareció verle mortalmente serio, con su sempiterna sonrisa desaparecida. Obedecí y la quemazón desapareció casi instantáneamente.
—¿Otro? —pidió, de nuevo sonriendo. Mi maquillaje tenía que estar hecho un desastre en esos momentos—. Me encantaría que lo comieras. Por mí.
Aún pensando que no podría superarlo, sonreí y lo introduje en mi boca. De nuevo todas las sensaciones desagradables volvieron a ocurrir, magnificadas porque mis mucosas estaban sensibilizadas por la experiencia anterior.
Cogí la copa de vino blanco para engullirla de un sorbo. Él la sujetó.
—Despacio. Una dama no vacía su bebida de golpe. Aprende a comportarte. Sonríe. Así... muy bien.
Supuse que lo que me salía era, como mucho, una mueca y, aún así, le obedecí. Sentía mi tracto digestivo en llamas y lo disimulé. Di gracias a Dios cuando no me ofreció una tercera porción.
—Tengo que ir al baño, a retocar mi maquillaje. ¿Te importa?
—Por supuesto que no, Virginia. Me gusta que estés siempre impoluta. Es hermoso.
Me miré en el espejo. Dos chorretones negros corrían por mis mejillas. Mientras lo arreglaba, pensaba si estaba segura de dónde me estaba metiendo. Quizá ese detallito del wasabi no era nada más... o tal vez era el inicio de algo mucho más terrible. No lo creía... Eran tan guapo, tan viril... y tan bien posicionado en la vida. Si un famoso tuviera algún secreto oscuro, sería vox populi , ¿no? Suspiré antes de volver, de nuevo sonriente.
Aquella vez fue la primera en mi vida que comí caviar. No sucedáneos de lumpo, sino legítimas huevas de esturión iraní. Me lo dio Juanma, que fue preparando unos deliciosos y pequeños canapés con mantequilla y gambas, que coronaba con un poquito de esa delicia negra. Me los daba directamente en la boca, que yo cogía con los ojos cerrados.
—Es una pena que no los tengas siempre abiertos —me dijo en cierta ocasión—. Son los más bonitos que he visto nunca.
A esas palabras las siguió un beso, tan intenso, tan apasionado como el de la pasada noche. No llegamos a probar los postres. Me cogió en sus brazos y me llevó en volandas hasta el sofá. En algún momento me sentí como una niña pequeña en brazos de quien podría ser mi padre, a pesar de tener solo siete años más que yo. Supongo que las huérfanas buscamos una figura paterna en nuestros novios, ¿no?
Lo que hizo después tenía muy poco de paternal: deslizó su mano debajo de mi falda —algo sencillo, dada su escasa longitud—. Cerré las piernas, con fuerza. No quería, no podía ponérselo tan fácil. Respondió deslizando su lengua por mi oreja, que mordisqueó con suavidad, provocándome de nuevo escalofríos en toda la mitad izquierda de mi cuerpo, desde el pelo hasta la uña del pie.
—Afloja. Quiero sentir lo que guardas bajo tus braguitas —me susurró, de una manera que no pude evitar obedecer.
Tan pronto como la tensión en mis muslos disminuyó, sus dedos, expertos, se colaron dentro de mi ropa interior.
—Tienes el pubis depilado —siguió susurrándome, de esa manera tan excitante que tenía—, como a mí me gusta. Es un gran punto a tu favor, Virginia.
Ni aún en esos momentos tan íntimos me había llamado "Vir". Eso me hacía sentir extraña. En cuanto a los pelos, no conocía a ninguna chica de mi edad que se los dejara: era la moda. Una moda que me resultaba un tanto incómoda y desagradable: no me gustaba pasar la cuchilla por zonas tan delicadas. Peor aún, cuando empezaba a crecer, picores aparte —ya superados— daba un aspecto de barba de tres días que me repugnaba... pero dejarme el matojo sería, a todos los efectos, abandonarme tanto como no rasurarme las axilas o las piernas: ninguna joven, siquiera ligeramente femenina, lo permitiría. Solo podía esperar que cambiase el péndulo de las costumbres y un monte de Venus poblado —tampoco mucho, en mi caso, que todo mi ser era de vello escaso— volviera a ser popular.
No se anduvo en preliminares. Un instante más tarde, tenía su dedo acariciando los labios de mi sexo. No me penetró con él, no buscó mi clítoris; solo me acarició por fuera mientras su boca bajaba de mi oreja a mi cuello, provocándome a la vez estremecimientos incontrolables y un principio de humedad en mis bajos que rogaba para que no se notase. Me sentía muy atraída por él, por todo aquello. Por su Rolex en la muñeca que tenía libre, por su casa de varios millones de euros, por el caviar cuyo sabor aún tenía en mi paladar, por su ropa cara... y por su indudable atractivo. Estaba cumpliendo el sueño dorado de algunas de las mujeres de mi alrededor: enganchar a un millonario de por vida. Todavía quedaban muchas cartas por jugar y, de momento, iba a disfrutar de él, aunque fuera tan solo por esa noche y nunca jamás lo volviera a ver. ¡Qué bien me tocaba, por Dios santo!
—Levanta el culete —me susurró y me apresuré a obedecer. Pensé que de nuevo quería alzarme en vilo, pero se limitó a hacer que mi tanga bajase hasta mis tobillos.
Me permití un gemido por primera vez. Ya no había resistencia por mi parte. Era muy consciente de que mi sexo estaba desprotegido, más aún cuando separó mis piernas. Sus dedos siguieron evitando entrar en materia. Cogía mis labios mayores, gorditos y delicados, y los estiraba y apretaba, suavemente. Los menores, más sensibles, los evitaba. En mi escasa experiencia nunca había estado más deseosa que esa noche. Acaricié sus rostro, suave, recién afeitado, su pelo corto en la nuca. Le atraje de nuevo a mí y le besé con ansia. Igual que él hacía con los pliegues externos de mi sexo, hacía yo con los de su boca: pellizquitos, en mi caso dados con los dientes, que luego lamía. Su lengua empezó a batallar y yo a dejarme vencer. Cada vez jugábamos más en mi cavidad y menos en la suya, hasta que ya no hubo más espacio que el que yo proporcionaba: ambas cuevecitas estaban empapadas.
Me dejé liberar de mi top, sentir su roce leve por mis brazos y mi torso. Otra historia fue mi sujetador. Todas mis inseguridades florecieron a la vez y empecé a retorcerme como una culebrilla. Desde la adolescencia estaba acomplejada. Mis pechos no habían crecido como los de las demás chicas. Mientras ellas cambiaban de talla desde los doce años, yo seguía con mi copa "A", por decir algo. Gracias a la lencería con almohadillas aparentaba lo que no tenía. Incluso mis aréolas eran casi inexistentes, apenas unos milímetros alrededor de un pezoncito rosa que no era más que un diminuto botón de poca entidad. Si alguna vez me hubiera atrevido a vestir sin sostén, no se hubiera marcado nada en la ropa.
—No luches —me dijo, con voz firme.
—No... —me atreví por primera vez a contradecirle—. No quiero, por favor, eso no.
Tenía la absoluta convicción de que, si me los veía, me echaría de su casa al instante para jamás volverle a ver. ¿No tenía suficiente con mis labios, con mis ojos? ¿No podía dedicarse a mi coñito, sin un solo pelo, como él mismo había dicho que le gustaban? ¿Con mi culo, duro y redondo? Para ofrecérselo, giré sobre mí misma y, con una mano, liberé el broche de la minifalda. En ese momento, solo me vestían mis tacones y mi sujetador. Todo el resto era suyo. ¿No le valía?
A Juanma le gustó mi gesto, porque sus zarpas fueron rápidamente a mis nalgas y las apretó, casi hasta levantarme de ellas. Después sopló a lo largo de toda mi columna, desde el coxis hasta la nuca, arrancándome mi segundo gemido. Deslizó su dedo de nuevo, buscando mi vagina desde atrás, lo que le facilité arqueando la parte baja de la espalda, para que quedase más expuesta. Aún así, siguió sin entrar en mí con ninguna de sus partes. Para entonces, mi humedad ya era tan obvia que temía mancharle el sofá. No me importaba; ni mojarle ni que supiera que me mojaba. Tan concentrada estaba en ofrecerle mis partes inferiores que no noté cómo, con un solo gesto, soltó el cierre de mi sostén y, antes de que me diera cuenta, cayó sobre el tapizado.
—¡No! —volví a gritar.
Me hice una pelota, abandonando todo placer, toda sensación, en posición fetal a su lado.
—¿Qué te pasa? —me preguntó, tras sentarse a mi lado. Me acariciaba el cabello y eso, incluso en mi estado, me seguía provocando escalofríos de placer.
—No... no quiero que me las veas... No te van a gustar, no...
Él seguía vestido y, a través de la ropa, era obvio que estaba tan excitado como yo. Su erección pugnaba contra el pantalón en una lucha que no estaba claro quién acabaría por ganar.
—Virginia, soy médico. Cirujano. Cirujano plástico, de hecho. Sé perfectamente cómo eres. La ropa que puedas vestir no me oculta nada. Te he elegido a ti. Confía en tus posibilidades.
Una cosa era decirlo y otro hacerlo, por supuesto. Toda la vida escondiéndolos y aguantando risas no se compensan con media docena de frases.
—No te van a gustar. Los hombres queréis tetas grandes y bien puestas y yo no te puedo dar eso. Mira, quizá todo esto ha sido una tontería. No tendría que haber venido.
Hice gesto de ponerme en pie y alargar el brazo hacia la ropa que estaba a mis pies. Él me detuvo. Con energía, volvió a arrojarme sobre el sofá.
—No sé si eres sincera o la mejor actriz del mundo... en cualquier caso, no quiero que te vayas...
No estaba actuando en absoluto. No puede decírselo. En el momento en que abrí la boca para ello me agarró con fuerza de la melena, haciendo una coleta tensa, sujeta tan solo con su puño y de nuevo me besó. Le empujé dos segundos para apartarme, sin éxito ante mi poca chicha y su mucha masa, le dejé hacer otros dos y luego le abracé con brazos y piernas. Lo estaba disfrutando y, además, si estaba lo suficientemente cerca, no podría vérmelos. Vacuo intento. Él sabía más que yo y supo deslizar su cabeza bajo mi cuello. Un instante más tarde, un latigazo eléctrico que no conocía me sacudió: me estaba lamiendo mis mini-pezones. Mi experiencia en el sexo, como ya he dicho, era escasa, tan solo dos chicos... y ambos más bien tirando a torpes o, por lo menos, inexpertos. A eso hay que sumar que siempre había intentado ocultarlos por lo que nadie en mi vida había hecho lo que me estaba haciendo. El tercer gemido de la noche no fue apagado ni controlado. Salió de mí, agudo, largo, intenso, mientras alborotaba su pelo. Estaba pegado con tanta fuerza a mí que no podía ver lo que hacía, si me lamía o me mordía, solo que lo estaba haciendo maravillosamente.
Una mano volvió a mi sexo, separando la abertura, pero sin introducir nada en ellos. Estaba tan deseosa que lo notaba incluso palpitar.
—¡Por Dios, métemela! —le imploré—. ¡Métemela ya!
No respondió. En lugar de eso, siguió bajando hasta que su lengua quedó frente a mi vulva. No. Tampoco nadie me había hecho nunca sexo oral. No sabía lo que podía ser, menos aún cuando estaba tan, tan excitada como ese día. Al principio, estaba usando mis manos para cubrirme los pechos, pero el placer era tan intenso que pronto me olvidé. Le mesaba los cabellos, me agarraba con fuerza a la tela del sofá... gemía, no sé si grité mientras él hacía operar su magia de lengua y dedos, sin llegar jamás a penetrarme: solo jugando con el clítoris y mis labios, esta vez también los menores. En menos de cinco minutos sentí bullir mi orgasmo, crecer de adentro hacia afuera, irradiándose desde mi pepitilla, que ni mi masturbación la había conducido nunca a tan extrema sensibilidad.
—Juanma, no pares... no pares ahora. ¡Por Dios, Juanma, me voy a correr! ¡Me voy a...!
Se detuvo. Levantó su cara de entre mis muslos, con una preciosa sonrisa. Yo me estaba estremeciendo. La falta de conclusión del orgasmo me resultó casi dolorosa.
—Te estaba gustando, ¿verdad?
Solo pude asentir con la cabeza, mientras me mordía el labio inferior, tratando de controlar mi respiración.
—Pues es momento de que me devuelvas algo de lo que te doy, ¿no crees? Esos labios gorditos parecen pensados para besar algo más que bocas.
No esperaba mi respuesta: ya se había bajado la cremallera del pantalón. Su polla era gruesa y más grande que las que conocía, en cualquier caso, más que suficiente para mí, mujer pequeñita por dentro y por fuera. La palabra que mejor la definiría era "lustrosa": era brillante y blanco-rosácea, muy tersa en el glande, circuncidado y con las venas muy marcadas en el tronco. Si un pene podía ser bonito, ese era el de Juanma.
Tan ansiosa estaba que me lo metí en la boca tan pronto como estuvo a mi alcance.
—Tranquila... tranquila... —me susurraba, acariciándome—. Para darme placer debes aprender a hacerlo con calma al principio y con mucha energía al final. Lámeme bien, de dentro a afuera... así... —iba realizando comentarios asertivos a medida que le hacía caso. Yo había tenido sexo oral con mi segunda pareja, pero por lo que veía, tan torpe como él lo había sido conmigo—. Ahora, introdúcelo... ¡cuidado con los dientes! Eso es... ¿te gusta?
Intenté murmurar un "sí", pero mi cavidad estaba llena de su rabo. Sus primeras gotitas de líquido seminal salieron y yo las dejé escurrir hacia el exterior.
—¡No! ¡No! ¡Has de tragártelas! ¿Me has visto a mí rechazar algo de tu coño?
No le había visto aceptar ni rechazar. De hecho, no había visto nada, abandonada al placer y a las sensaciones. De todas formas, apenas sabía a nada eso que estaba saliendo por lo que decidí hacerle caso. Otra cosa sería cuando eyaculase. ¡Ni en sueños iba a comerme su leche! Además de desagradable, me parecía humillante y denigrante para la mujer. Mi amiga Cristina no pensaba lo mismo, pero ella siempre había sido la cabecita loca.
Ambos estábamos sentados en el sofá, yo doblada sobre él para seguir haciendo mi felación. Juanma usaba sus manos para volver a acariciarme los pezones y el clítoris. Sinceramente, sobreexcitada como estaba, la sensación ya no era la misma que cuando era su lengua la que lo hacía, pero todavía era muy placentera. Mis gemidos se ahogaban en su pene, que entraba y salía de mi boca a medida que iba cogiendo ritmo.
Me di cuenta de que estaba disfrutando... y me resultaba extraño. Yo era la que daba, en la boca no tenía las mismas terminaciones nerviosas que en el sexo y, aún así, quizá por su toque, era placentero... a pesar de que mi mandíbula y mi cuello empezaban a cansarse: era un ejercicio poco habitual.
En mi entusiasmo, empecé a notar sus gemidos por encima de los míos y su placer, cada vez mayor, contribuía a incrementar el mío de una forma que no pensaba posible. De nuevo pensé que se aproximaba mi orgasmo, no tan intensamente como el anterior, cuando se detuvo: su placer era demasiado intenso como para coordinar sus dedos.
—Sigue... sigue chupándome —gemía—. ¡Vas a hacer que me corra!
Tratando de imitarle, hice ademán de retirar mi cabeza, pero él la sujetó con fuerza sobre su miembro.
—No. Tú no pares. Si quieres estar conmigo más te vale no parar... no...
Aquello fue más acicate que el placer y seguí, aplicando mis labios y el interior de mi cavidad oral, notando como su capullo crecía. Podía notar la sangre circulando a chorros dentro de sus venas... y estalló. Me pilló por sorpresa. El primer chisquetazo rebotó en mi paladar. Entré en pánico y quise apartarme. No me dejó. Yo me agitaba y saltaba, sin lograr apartarme de sus manos que sujetaban mi testa entre gritos de placer. Chorro tras chorro acabaron en mi boca y dejé que se escurrieran fuera: había dicho que no e iba a ser que no, a pesar de todo, en eso mandaba yo. Su semen acabó sobre su vello púbico
A Juanma le costó un rato recuperarse. Ese fue mi momento de mirarle con cara sonriente. Por el contrario, su mirada era seria.
—Te he dicho que te lo debías tragar, Virginia. ¿Por qué no lo has hecho?
Intenté soltarle el discurso sobre la humillación, pero no fui capaz. Bajé la cabeza y solo pude murmurar apenas un:
—No lo sé...
—Así no vas a estar conmigo mucho tiempo... Más te vale mejorar.
—¡Lo haré! ¡Lo haré! —le imploré. La noche estaba siendo mejor de lo que pensaba. Si había comido wasabi, ¿cómo no iba a poder con un poquito de semen, que ni siquiera picaba?
Sonrió y me acarició el pelo.
—¿Te has quedado insatisfecha, verdad?
—Sí.
No sabía si tendría en mente volver al cunnilingus o si sería capaz de una segunda ronda. Nada de eso.
—Está bien. Tócate —me pidió.
—¿Qué? —No me lo podía creer. No pensaba hacer nada por terminarme.
—Quiero ver cómo lo haces. ¡Venga, sin miedo!
Le quise mirar con odio o, al menos, con un gesto de reproche. Ni eso pude. Ni tapar mis pezones, que él volvía a acariciar, uno con cada mano. Entre sus besos en el cuello y en las orejas, sus manos sobre mi cuerpo, volví a excitarme... y así llegué al orgasmo a su lado aquella primera vez, desnuda, solo con los tacones, mientras él miraba y yo frotaba mi pepitilla, sin ser capaz de darme todo el placer que él había logrado con su maravillosa lengua.