La chica del doctor 2

Un hombre directo

2.- UN HOMBRE DIRECTO.

Pensé mucho cómo debía vestir para mi cita con el buen doctor. Por un lado, él me había conocido luciendo tantos encantos como podía, por otro, resultaba obvio que no se fijaba en lo físico. Si se había parado para hablar conmigo era, porque le había gustado mi actitud entre tímida y torpe, un punto descolocada. En una palabra: le había gustado mi verdadero yo.

Al final me decidí por un vestido blanco y negro, discreto, con falda a medio muslo, tacones negros, no muy altos —lo que dejaba patente mi corta estatura— y el pelo suelto, formando sus cascadas naturales a ambos lados de mi cara. Elegí un maquillaje suave que realzase sobre todo labios y ojos: los sitios que pretendía que reclamasen su atención. No quise hacer ostentación de un dinero que no tenía —ese era su fuerte—, así que me limité a llevar mis abalorios de bisutería preferidos.

Cuando llegué al restaurante donde habíamos quedado, tenía el corazón en un puño, incluso más que unas horas atrás, cuando marqué su número pensando que me iba a despreciar. Era un sitio caro, de cuatro tenedores. Yo, chica de barrio, huérfana de padre y con una madre enferma y pensionista, no había estado nunca en un sitio semejante, con camareros vestidos de esmoquin, tan estirados que parecía que tenían una escoba metida por el culo, mesas con mantel y servilletas de tela y una carta con más cifras en los precios que dedos en las manos. Los platos eran enormes y las raciones, por contra, diminutas. Tenía miedo y me sentía aún más poquita cosa de lo que ya era.

—Soy Virginia López —le murmuré al maître—. Había quedado con Juan Manuel Salcedo. Es...

—Por supuesto, señorita. Acompáñeme.

Quería desaparecer. Pensaba que todo el mundo me miraría y señalaría como la intrusa en su clase social. Por el contrario, no llamé para nada la atención. Cada cual estaba a sus comidas y a sus conversaciones, en un murmullo general bastante comedido, nada que ver con los sitios que solía frecuentar yo.

Juanma me esperaba en la mejor mesa del local, con su sonrisa impoluta, vestido con un elegante traje gris de raya diplomática, camisa blanca con gemelos de oros y corbata azul. La vestimenta formal le daba un aspecto de persona mayor, mucho más allá de los seis o siete años que me sacaba.

—Bienvenida, Virginia. Espero que todo haya ido bien. Por favor, siéntate.

—Gracias —obedecí.

—Si no te importa, yo elegiré por ti qué pedir. Conozco la cocina de este sitio y estoy razonablemente seguro de que acertaré.

—Como prefieras.

No me atreví a decirle que no. Me pareció un poquito presuntuoso por su parte, pero como yo estaba en terreno desconocido, mejor dejarme llevar, al menos al principio.

—No me conoces —empezó—. ¿Qué es, entonces, lo que te ha atraído tanto de mí como para buscarme en la fiesta?

—¿Sinceramente? Bueno... eras el más guapo de los que allí estaba y el que más presencia tenía.

—Quieres decir dinero, claro... Estaban en resto de socios de la clínica. Había gente con mucha pasta, ¿eh?

—Juanma, no... —tenía la virtud de ponerme roja como un tomate en cuestión de segundos—. No es el dinero. No te quiero decir que no sea algo importante, desde luego, pero cuando yo me acerqué no sabía si tenías mucho o poco. Bueno, más que yo tiene todo el mundo, eso tampoco es una novedad. Lo que te quiero decir es que no voy por ahí. Hablo de aura, de imagen... te miro y me das confianza, bienestar... tengo ganas de estar a tu lado.

—Y si no tuviera todo lo que tengo, ¿la sensación sería la misma?

—No lo sé —fui incapaz de mantenerle mucho rato su mirada azul y acabé concentrada en los cubiertos.

—¡Venga, no te quiero incomodar en nuestra primera cita! ¡Cuéntame algo de ti!

—Pues poco hay que contar... Tengo veintitrés años y creo que no he hecho nada en la vida que merezca la pena, no como tú: joven y triunfador. Vivo de la pensión de mi madre, que está muy enferma y cualquier día nos dejará. Desde que dejé el colegio, con la ESO a duras penas aprobada, me he dedicado a intentar pasármelo bien. Si te digo la verdad, ni siquiera entiendo qué viste en mí para dejar que te conozca.

—Lo que vi en ti es una oportunidad. Para ti y para mí. Tú puedes ser algo más en la vida y yo puedo tener a una chica que, por lo menos, no aparenta ser una furcia como la mayoría de las que se me acercan pensando que enseñando escote podrán meterse en mi cama y en mi cuenta bancaria. Me gusta tu ambición inocente. Perdona que sea tan claro: estoy acostumbrado a serlo. En fin, ¿qué piensas?

—Me... me has dejado sin palabras, Juanma...

Rió abiertamente, una vez más. Yo estaba hipnotizada por sus gestos, sus sonrisas, su mirada. No podía quitar la vista de sus manos, masculinas, elegantes, con uñas muy cortas y muy cuidadas, como corresponde a quien trabaja con ellas de manera tan precisa y delicada. Le seguía mientras bebía cada uno de los vinos que había elegido y comía de los catorce platos que nos fueron sirviendo, uno tras otro, deliciosos, extraños y breves.

El resto de aquella cita transcurrió por cauces más habituales y cómodos. Hablamos de cine, de música, de conciertos y espectáculos. Hablamos de su familia y de la mía, de los mejores bares y de los peores. Hablamos del mundo. Lo que no mencionó en ningún momento fue su trabajo, cualidad extraña en los triunfadores, que a menudo solo quieren que se les conozca por aquello en lo que han triunfado. En resumen, resultó ser una sensación muy agradable.

Me llevó a casa en su coche. Era un BMW, cómodo y caro, pero no tan ostentoso como lo que habría podido tener.

—Pensaba que tendrías por lo menos un Porsche... o un Ferrari.

—¿Y quién te dice que no los tengo, Virginia? Cada coche tiene su ocasión, igual que tú con seguridad tienes unos zapatos para eventos diferentes.

Cuando nos detuvimos delante del portal, me quedé expectante. Cristina me había dicho que, si no me llevaba a la cama ese mismo día, mala señal.  Yo pensaba lo contrario: si quería acostarse conmigo en la primera cita, posiblemente no quisiera nada más que eso y luego me olvidaría. No estaba siquiera segura de si le hubiera dejado. Si me dejaba ir sin siquiera un beso, por otro lado, quizá había entendido mal la cita y no tenía interés alguno en mí.

Después de unos segundos tensos, que me parecieron eternos, decidí tomar la iniciativa.

—Bueno, Juanma, muchas gracias por todo. Ha sido una tarde fantástica.

Acerqué la mejilla a su cara con la intención de que despedirme con un breve roce, desilusionada. En lugar de hacerlo, sentí sus dedos en el mentón y el corazón se me disparó. Con firmeza, hizo que girase hasta quedar frente a sus labios y me besó por vez primera. Fue una sensación dulce, diferente. Noté que se me ponía de gallina la piel de todo el cuerpo. Hasta mis discretos pezoncitos se irguieron, tratando de perforar el sujetador y fracasando en el intento ante todo el relleno que usaba para fingir mi busto. Él dominó todo el acto. Me sujetó de la nuca, me condujo y me guió, inclinándome la cabeza a su capricho, jugando con su lengua y la mía, a veces en una boca, otras en la otra. Aquello fue más relación sexual que beso. Nunca había sentido algo así. Notaba mi tanguita húmedo en tan solo cinco minutos de ósculo ininterrumpido.

—¿Volveré a verte? —logré articular cuando recuperé lo suficiente el aliento.

—Por supuesto que lo harás. Mañana mismo te buscaré un hueco en mi agenda y te llamaré. Tenemos mucho que hacer.

Cuando se fue, me quedé largo tiempo quieta, de pie, sin atreverme a subir al humilde piso materno. Mi mente estaba mucho, mucho más allá, todavía saboreando los labios finos del doctor sobre los míos, tan gorditos y diferentes. Se había llevado todo mi carmín, pero no me importaba en absoluto.

Ese fue el momento en que decidí que tenía que ser mío, como decía al principio. Mío para siempre. Me plegaría, me adaptaría, haría lo necesario para complacerle, para conseguir tenerle... Y no, no estaba pensando en él. No sólo, al menos, sino en todo lo que me podía ofrecer. Como me había dicho, me iba a agarrar a ese "algo más en la vida". Cristina estaría orgullosa de mi decisión. Ella misma me había dicho que, si lograba aferrarme, que no lo dejase escapar bajo ningún concepto. Después de todo, no podía ser tan diferente a cualquier otro hombre, ¿no?