La chica del autobús

Un encuentro muy sensual nacido de un roce casual en un autobús urbano.

Era un lunes de primavera y yo me dirigía al centro comercial donde trabajo como guardia de seguridad. Cada vez me gusta menos tomar el coche para trayectos dentro de la ciudad, así que hace un tiempo decidí hacer el corto viaje hacia el trabajo en autobús. Eran las siete y media de la mañana y se auguraba un radiante día de finales de mayo. El verano ya se dejaba sentir pues las mujeres cada vez llevaban ropas más ligeras y mostraban más piel.

Tras media hora de espera, el autobús llegó atestado a la parada. Aquello solía ser habitual en esa línea que comunica la periferia con el centro urbano. Literalmente, estábamos aprisionados en aquella lata de sardinas una cincuentena de personas, por supuesto, casi todos de pie, pegados unos junto otros. Mido 1’82 así que soy más alto que la mayoría y desde mi posición en la entrada del autobús, junto al conductor, traté de buscar un hueco donde colocarme hasta que se fuese despejando el vehículo. En el extremo opuesto, en la puerta trasera había algo más de holgura y decidí encaminarme hacia allí. No me costó mucho esfuerzo atravesar de punta a punta el autobús repleto pues, a parte de mi altura, me gusta ir al gimnasio ya que tener un aspecto fornido ayuda en mi trabajo, y en ese momento me ayudó a que la gente se apartase de forma poco más o menos voluntaria (salvo alguna queja murmurada) al verme pasar.

Ya junto a la puerta trasera me dispuse a asirme de la barra para soportar los vaivenes del vehículo sin caerme sobre nadie. Entonces la vi. Estaba junto a mí, de pie mirándome de perfil. Era una chica rubia, de pelo largo recogido en una coleta. No debía haber cumplido aún los veinte años. Era delgada, vestía unos pantalones cortos blancos que le marcaban un trasero respingón y un top rosa que dibujaba unas tetas no muy grandes pero redondas y firmes. Cuando nuestros ojos se encontraron, pude ver que los de ella eran de color azul, casi turquesa. Me pareció que me dirigía un amago de sonrisa muy fugaz. Miré hacia la ventana. El autobús estaba parado en un atasco.

Arrancó de nuevo el vehículo para avanzar unos metros y frenó de golpe. Con la inercia de la frenada, me deslicé sin querer hacia la rubia. Pude notar su cadera como chocaba con la mía, percibí en el contacto un cuerpo duro y bien formado. En el siguiente frenazo volví a buscar el contacto con la jovencita y me desplacé algo más. Volví a notarla. De repente, me asaltó la idea de que podía estar molestándola, de que lo que yo creía era algo no casual, podía ser todo lo contrario. Sentí algo de vergüenza y me aparté hacia el lado opuesto donde un cincuentón trataba de desplegar un periódico. Pero hubo otro encontronazo, supe sin mirarla que la que ahora jugaba a los choques era ella. Su culo se aproximaba acompasándose a las oscilaciones del tráfico a mi paquete que ya comenzaba a aumentar de volumen, para luego separarse. La excitación de estar rozándome con una jovencita desconocida en un sitio lleno de gente era increíble. A mis treinta y cinco años, la vida me daba una sorpresa inesperada en aquel lunes por la mañana. Me fui acercando a ella, daba la sensación que estuviéramos bailando una sensual danza. Mi polla, ya erecta dentro del pantalón ansiaba rozarse con su culo. Veía su pelo y su cuello y podía oler el rastro de champú de la ducha que ella se había dado hacía menos de una hora. Ella se pegaba a mí y noté como disimuladamente y aprovechando una separación de los cuerpos deslizó la palma de su mano encima del bulto de mi pantalón vaquero tratando de abarcar mi verga.

Tomé la determinación y aproximé los labios a su oreja para susurrarle "quiero follarte" ella se volvió y me dijo "sígueme". Su voz tenía un claro acento eslavo. Al decir esto, vi como pulsaba el avisador y se dirigía hacia la puerta del autobús.

Bajamos ambos, ella delante de mí. Estábamos a tres paradas antes de la que yo me bajo todos los días. Seguía a la jovencita, ella de vez en cuando, volvía la vista para asegurarse que yo iba tras de sí.

Entró en un edificio grande que yo no conocía. Parecía un centro oficial. Sin decir nada la seguí por un pasillo vacío y al fondo de éste, abrió una puerta con una llave que sacó de su pantaloncito. El lugar parecía ser una especie de consulta médica. Era pequeño y tenía una mesa con dos sillas, una banqueta y una camilla. Cerró la puerta con llave tras pasar yo.

-Trabajo aquí de enfermera por las tardes, nadie nos molestará –Dijo con su acento extranjero mientras se quitaba su top y dejaba al aire unas hermosas tetitas, para después añadir- Me gustas... Me gustan los hombres grandes.

La besé en la boca. Nuestras lenguas se encontraron con voracidad. La atraje más hacia mi y le acaricie las tetas pellizcándole suavemente los pezones. Ella metió la mano desde la cintura dentro de mi pantalón y tocó mi glande con sus dedos. Cuando nos desasimos, me miró intensamente y sin dejar de hacerlo se puso de rodillas con un gesto lento. Desabrochó la correa y el pantalón. Mi polla salió disparada del calzoncillo cuando ella lo deslizó hacia abajo. Con la punta de la lengua, comenzó a lamer mi capullo rosado como se hace con un helado para después meterse toda entera mi verga en la boca. Subía y bajaba con sus labios desde la cabeza hasta la base y con las manos acariciaba mis abdominales tratando de llegar a mi pecho. De pie, yo miraba aquella hermosa cabeza rubia como mamaba diligentemente. Cuando estaba a punto de correrme se la sacó de la boca y me dijo:

-Todavía no.

Se quitó el pantaloncito dejando ver un tanga también de color blanco. Se tumbó sobre un costado de la camilla y me hizo un gesto para que me aproximara. Le quité el tanga y pude ver un coño rosado y muy mojado y un pubis prácticamente depilado sino fuera por un pequeño triángulo de un color dorado, algo más oscuro que el pelo. Era delicioso y sin dudarlo, agarré la banqueta que estaba al lado de la camilla y sentado frente a su clítoris, me fui aproximando para lamerlo. Lo degustaba con la lengua desde arriba hacia abajo, incrementando el ritmo de mis lametones a medida en que aumentaban sus gemidos. Cuando llegó al orgasmo los jadeos eran gritos y yo creía que me correría solo de oírla disfrutar.

Le di una ligera tregua para observarla mientras ella recuperaba el resuello. Tenía un cuerpo perfecto y una preciosa cara; de pómulos altos, de labios gruesos, casi rojos y aquellos preciosos ojos turquesa. No pude soportarlo más. Me levanté de la banqueta y le metí toda mi verga hasta el fondo de aquel coño tan tentador mientras ella dejaba escapar un suave suspiro. Yo estaba de pie y ella tendida en la camilla boca arriba con las piernas fuera de ésta y la podía acometer mirando como se retorcía de placer mientras trataba de entrar en ella más y más hondo hasta que el momento de correrme se hizo inminente. Saqué mi polla y regué con mi semen en espasmos cortos el cuerpo juvenil y hermoso que tenía la suerte de haber encontrado, dispuesta para mí, en el autobús aquella mañana de lunes que nunca olvidaría.