La chica del autobús

Aquella chiquilla metió su mano en mis pantalones, sin importarle que alguien pudiera vernos.

El día quema en las calles. Se fríen los peatones sobre un asfalto que parece chisporrotear como una sartén con aceite dejada al fuego. Los termómetros hacen carrera por ver quién llega más lejos. Algún diablo se carcajea en el infierno y a los mortales nos toca pagarla.

El autobús se asoma por el principio de la calle, su figura se difumina por efecto de la calima. La gente, al verlo, se posiciona en la parada. El enorme vehículo se va acercando. Se abren las puertas con un bufido y entra la marabunta. Sudores, empujones, codazos, agobio... Al fin, puedo subirme y sacar el billete mientras el conductor arranca de nuevo el trasto.

Para variar, el colectivo va atestado y el complejo de anchoa enlatada es uno más de mis acompañantes. Encuentro medio metro cuadrado tras la enorme espalda de un no menos enorme hombre de camiseta grasienta. Intento no ser aplastado mientras el bus sigue recorriendo la ciudad. En su interior, el aire viciado de sudor podría cortarse a navaja.

Nueva parada. Se baja el hombre enorme seguido de otras tres o cuatro personas y suben otras tantas. Una brisa se cuela desde la puerta del autobús.  No es aire fresco, precisamente, pero igual me vale. Por lo menos se oxigena el ambiente. Entra gente nueva. Hay poco espacio que habitar, y la mayoría está cerca de mí.

Alguien se coloca delante mío, esquivando el brazo con el que me agarro a la barra para no caer, aún cuando posiblemente no haya hueco suficiente ni forma posible para caer. Mi nariz se inunda de un aroma dulce pero indescriptible que se me sube a la cabeza. Observo la espalda que se ofrece ante mí, con una franja de piel desnuda entre el top y los pantalones. Bravo. El culo de la joven, apretado en sus vaqueros, se merecería demasiadas líneas para lo que nos ocupa. Simplemente, es perfecto. Un culo perfecto, de esos fabricados para calentar la sangre, del que no puedo separar la vista. El autobús vuelve a arrancar y, por inercia, el gentío se tambalea.

Alguien se mueve detrás mío y recibo un leve empujón que me acerca más al cuerpo de la muchacha. Intento frenarme, pero mi verga, que había dado sus primeros síntomas de vida cuando miraba el trasero de la chica, se adelanta y puede comprobar, cuando nuestras caderas se juntan, que mi vista no me engañaba y que ese culo es prodigio de la naturaleza.

Sin quererlo, mi nariz se hunde en el pelo rubio y corto, a lo garçon, de la joven. El mismo aroma de antes se cuela hasta lo más profundo del cerebro y mi verga termina de despertar en contacto con esas nalgas aunque, entremedias, permanezca tanta tela. Trago saliva; si la chica se da cuenta de la dureza que crece en mis pantalones y se pone a gritar, no quiero ni imaginar el espectáculo que se formaría. Intento observar su reacción al reflejo del cristal, agradeciendo un resquicio que se abre en la muchedumbre de cabezas que nos separa del otro lado del autobús.

La muchacha parece menor de lo que había pensado en un momento. Su torso es prácticamente plano, talmente como si aún no estuviera desarrollado, quien la viera no le echaría más de quince años. Pero no es eso lo que me descoloca, lo que me alborota no sé si las neuronas o las hormonas. Me está mirando. Aprovecha el reflejo para clavar sus perturbadores ojazos verdes en los míos. Y sonríe. Se echa levemente hacia atrás, posa su culo en mi entrepierna y su pelo bajo mi cara, en contacto con mis labios. Su sonrisa perversa se engrandece.

Me quedo petrificado mirando esos ojos verdes que me saludan en el cristal, justo debajo de los míos. Una mano de la muchacha abandona el agarre del autobús y aguardo al primer bofetón. Pero, en vez de eso, sus dedos bordean su cintura y van derechos a desabrocharme la bragueta. Intento huir. Mi mente intenta huir, pero mi cuerpo no la obedece. Da igual. No hay lugar donde huir entre la multitud. Me quedo quieto, disfrutando (temiendo) las caricias de esa pequeña desconocida que, a la vuelta del cristal del autobús, me mira y se muerde el labio inferior con provocación.

La cabeza parece querer írseme mientras la cremallera de mis vaqueros desciende. Se me rebela el corazón y repiquetea asustado en mi pecho. No sé cómo, consigo escapar del embrujo de esa mirada verde y miro a ambos lados esperando encontrar a una multitud atenta a nuestros movimientos. Debe haber gente que vea el descarado movimiento de la mano de la cría, por muy pegados que estén nuestros cuerpos. Pero nadie se fija en nosotros. Ninguno parece ver más allá de sus narices y me alegro, por que no puedo resistirme a esa caricia, y lo último que quiero es que se detenga.

El botón de mis vaqueros escapa de su ojal y la mano de la adolescente se engarfia sobre la erección que muestra mi bóxer. Jadeo. La mano de la chiquilla se mueve sobre mi entrepierna. “¿Por qué? ¿Qué te he hecho para que me premies así? No te conozco y me estás pajeando sobre la tela. ¿O es un castigo y de pronto vendrá el grito y la humillación? Me da igual. Sigue, sigue, sigue...” no sé cómo pero me parece que ella ha escuchado mis pensamientos, porque se le escapa una risilla que me bailotea en el oído.

Calor. Hace calor. Su nuca está caliente. La beso sin que nadie se dé cuenta. Ella sigue masajeando mi verga cojn sapiencia. El autobús se para y las puertas se abren. Deja de masturbarme y se aprieta más a mí, ocultando los efectos de sus caricias hasta que la gente se recoloca y el vehículo retoma su movimiento habitual. A su vez, la mano traviesa de la joven también retoma el movimiento que, en pocos minutos, ya se me ha convertido en habitual. El mundo sigue girando.

Me masturba. No la conozco y me masturba. Sonríe y me masturba, arriba y abajo, con caricias demasiado expertas para alguien de tan corta edad. No tiene quince años. No puede. Tiene mil años. Mil años y el torso plano. Es hada y tiene mil años. Pero no. Las hadas huelen a polvo de hadas y ella no huele a eso. Su olor es más especial. Sigue, arriba y abajo, su mano sobre mi verga. Desaparece la sangre de mi cabeza, se acumula la pólvora en el cañón. No tiene quince años. Su apariencia miente. Está enterada de caricias de hembra primigenia, Eva reencarnada con la sabiduría de millones de años de evolución. Arriba y abajo. Cierro los ojos, la saliva se me bloquea en la garganta. No huele a polvo de hadas. Arriba y abajo va su mano. Ya sé, ya lo entiendo, huele a... los pensamientos me desaparecen, la mente se me queda en blanco por un instante. Exploto en su mano y dentro de los calzones. Intento apagar el grito de placer y un gruñido escapa de mi garganta, haciendo que alguna ancianita se gire a mirarme. Pero no puede ver nada, el cuerpo de la muchacha se lo impide.

El autobús vuelve a detenerse. Hábilmente, la muchacha vuelve a cerrar mi bragueta y sale del autobús junto a seis o siete personas en cuanto se abren las puertas, dejándome allí, sudando, con los ojos vidriosos y la nariz llena a rebosar de ese olor tan especial.

Derrotado. Cansado. Exhausto y jadeando me dejo caer en uno de los asientos que acaban de quedar libres. Rezo por que la mancha de mis calzoncillos no se extienda al pantalón. Una voz me saca de mis pensamientos, si es que en ese estado he tenido alguno.

  • ¡Cuánto tiempo, nano!- me dice uno de mis compañeros de Universidad.- ¿Qué te pasa? Te veo mala cara.

  • Huele eso.- le digo.

Mi amigo aspira y arruga la nariz.

  • ¿A qué huele?- pregunta.

  • A azufre.- contesto.

Como lo oyes. Huele a azufre. A azufre dulce.

Basado en los “Cuentos de Luna” de Trazada30