La chica del autobús

Solía vestir de manera muy discreta pero no podía ocultar unos pechos generosos, que yo imaginaba morenos, con pezones oscuros como la noche. Los tejanos que vestía casi siempre me dejaban disfrutar de las redondeces de su trasero.

Cuando era más joven, muy joven, y más tímido, siempre viajaba en autobús. Procuraba no sentarme nunca. Me encajaba en el rincón que formaban las barras de agarre, justo en el centro del vehículo. En ese lugar me sentía seguro. No me veía obligado a ceder el asiento si alguien más necesitado que yo se quedaba de pie; me daba vergüenza hacerlo. Mi “atalaya” me ofrecía además una panorámica general de los viajeros. Sólo con girar el cuerpo levemente podía enfocar mi mirada hacia los asientos delanteros o los traseros.

Esa era mi afición. En los cuarenta minutos que duraba el trayecto buscaba alguna mujer que me llamara la atención y me dedicaba a observarla con discreción. La imaginaba desnuda entregada a mis deseos. Por entonces mis deseos eran bastante primarios. Lo poco que sabía de sexo lo había aprendido en algunas revistas “guarras” que compraba a escondidas y devoraba mientras me mataba a pajas sintiéndome el protagonista de esas aventuras. Ahora recuerdo que no era mucha la calidad de aquellas historias.

En realidad me limitaba a revivirlas en mi imaginación con los rostros y los cuerpos de las mujeres que subían al autobús. Cuando llegaba la primavera mi entretenimiento se volvía más interesante. La ropa de las mujeres se volvía algo más atrevida, nada que ver con lo que disfrutamos ahora, pero las faldas se acortaban, los escotes se pronunciaban y si había suerte alguna dejaba ver más de lo “decente” a una mirada inquieta como la mía. Entonces no me preguntaba si los descuidos eran voluntarios o no. Sólo cabía en mi cabeza suponer que eran descuidos reales.

Pero mi verdadera pasión, la razón que me hacía subirme feliz cada día al autobús, era una morena de grandes ojos negros y labios carnosos. Desde el primer día que coincidí con ella sólo deseaba volver a encontrarla y, por fortuna para mi,  eran muchas las veces que hacía el mismo recorrido que yo. Debía tener, más o menos la misma edad que yo. Era preciosa. Tenía un cuerpo delgado, moreno, ágil. Solía vestir de manera muy discreta pero no podía ocultar unos pechos generosos, que yo imaginaba morenos, con pezones oscuros como la noche. Los tejanos que vestía casi siempre me dejaban disfrutar de las redondeces de su trasero.

Cuatro de los cinco días de la semana hacíamos el mismo viaje a la misma hora. Casi invariablemente ella se sentaba en los primeros asientos de la parte trasera del autobús. Subía dos paradas después de la mía. Pagaba su billete y avanzaba por el pasillo rápida, con la mirada baja, casi corriendo para ocupar su asiento habitual. Se acomodaba y sacaba de su carpeta un pequeño librillo de folios que devoraba durante el trayecto. Yo la miraba insistentemente. Muy pocas veces levantaba la cabeza. A pesar de ello, recuerdo el cosquilleo que me recorría el cuerpo cuando hacía algún movimiento. Sin esperar a un posible cruce de miradas, apartaba la mía y aguardaba un buen rato hasta que reunía valor para volver a admirarla en silencio. Jamás la vi fuera del autobús.

En aquella época creía estar enamorado de ella, bueno, estaba seguro de que la amaba con locura. Lo normal habría sido provocar una conversación con la morena. Sentarme en el asiento que hacía pareja con el que ella ocupaba. ¡Algo! Pero no, ya os he dicho que era muy joven y sobre todo tímido. Mis conversaciones con las mujeres, más allá de las de la familia, se limitaban a los convencionalismo propios de cada situación. Era incapaz de acercarme a ellas. La morena del autobús no era una excepción. Era un símbolo de mi agonía.

Nuestra “relación” duró 8 meses.

…....

Y ahora estaba otra vez en el autobús. En el mismo asiento. Con el mismo rostro dulce bañado por unos enormes ojos oscuros, con sus apuntes sobre las rodillas y leyendo, estudiando, eternamente. El único problema era que habían pasado más de 20 años. Y ella no había cambiado nada. Parecía seguir teniendo poco más de 18 ó 20 años. Tengo que reconocer que me confundió la situación. Me quedé prendido de ella durante todo el viaje, mirándola, recordando mi fracaso de la juventud, sin comprender lo que estaba sucediendo.

Un par de días después volví a coger el autobús y decidí sentarme en el banco junto al que mi amor frustrado de hacía 20 años solía viajar. Dos paradas más tarde la vi entrar. Picó su bono bus y lentamente avanzó por el pasillo y se sentó junto a mí.

  • El otro día no parabas de mirarme, ¿hoy vas a intentar ligar conmigo? - me soltó cuando aún estaba acomodándose en el asiento. Su tono no era borde, parecía divertida con la situación. Quiero suponer que palidecí al escuchar su voz. No sabía si también era la misma de aquella otra chica de mi pasado, lo que sí tenía claro es que el descaro no era el mismo.

  • En realidad no pretendía ligar contigo, pero sí me gustaría contarte una historia. Si no tienes inconveniente en escucharme un rato - le dije una vez superada la primera impresión. -No tengo nada mejor que hacer hasta que llegue mi parada - me dijo abriendo la puerta de par en par a la conversación.

Mientras hablaba la observaba, aún incrédulo. El parecido era aterrador. Me ponía delante de un espejo en el que veía mis arrugas, mi pequeño sobrepeso, mi paulatina degradación física, frente a un cuerpo y a un rostro que se correspondía con mi pasado no con mis cuarentaytantos. Su manera de vestir se escapaba de mis recuerdos y se acercaba más al descaro que me descubría su facilidad para ponerme de manifiesto que se había percatado de la insistencia de miradas en el anterior viaje. Un vestido estampado, abotonado por delante, que se abría por efecto de la presión de su cuerpo al sentarse y dejaba adivinar entre los pequeños huecos que sus pechos flotaban libres en su interior e incluso el tibio amarillo de sus bragas. A ella parecía no preocuparle esta sutil exhibición.

Durante el trayecto le conté mi historia en el autobús con una chica idéntica a ella hacía 20 años. Mi sorpresa al volver a encontrarme aquel rostro tanto tiempo después. Mientras hablaba me deslizaba por unos pechos más recatados que los de mi pasado, una boca algo más grande pero los mismos labios gruesos y sobre todo unos ojos que habían abandonado el negro por un tono meloso y el pudor por un atrevimiento abrumador.

  • No tengo mucho que hacer ahora - me dijo tras escuchar mi historia - te apetece tomar un café y me cuentas más detalles, me ha resultado intrigante tu historia -

Nos sentamos en una terraza, muy cerca de la parada del autobús, y pedimos dos cafés. Se sentó a mi lado, no frente a mí, y mientras le contaba lo que sentía hacía 20 años, me tocaba constantemente el brazo, la pierna e incluso en una ocasión reclinó su cabeza sobre mi hombro. Esta chica no guardaba las distancias sociales. Estaba sorprendido. Ella escuchaba y yo hablaba sin parar. Le estaba abriendo mis recuerdos a una joven desconocida.

  • Invítame al café y ven conmigo, quiero enseñarte algo - me susurró cuando la conversación empezaba a agotarse.

Me agarró de la mano para levantarme y cuando empezamos a andar se agarró de mi cintura. Sin decir nada. Caminamos cuatro o cinco calles y nos metimos dentro de un portal. El ascensor. Continuábamos en silencio. No estaba seguro de qué pretendía. Una parte de mí pensaba que me llevaba a su casa para echar un polvo, pero la otra no podía entender que fuera cierto ¿Por qué se iba a follar una chica de 20 años a un cuarentón como yo? Sacó las llaves, abrió la puerta y entramos en un apartamento pequeño de una sola habitación, con la cocina incluida. Era oscuro.

Me echó contra la pared y se agachó delante de mí. Sin mediar palabra me bajó la cremallera y metió la mano para sacar mi polla. Me miró sonriente. - Quiero que me folles como si fuera la chica de la que me has hablado - y empezó una mamada que en milisegundos consiguió elevar mi estado de ánimo.

La chica del autobús se levantó y desabotonó el vestido quedando solo con un pequeño tanga. Su pechos eran morenos, como ella. Se giró y colocó su culo en mi polla iniciando un caliente movimiento de frotación que en pocos meneos había logrado succionar mi herramienta con su coño. No me daba tiempo a respirar, me estaba follando de pie, en la misma entrada del piso. Gemía.

Siguió con la iniciativa en su poder y cuando lo consideró suficiente se dio la vuelta y me desnudó rápidamente, casi con violencia, como si necesitará sentir el contacto de las pieles urgentemente. Me arrastró hasta un sofá y me arrojó sobre él. Mientras yo la miraba, seguramente con cara de pasmado, se bajó las bragas y se metió dos dedos en el coño. Después de cuatro o cinco acometidas los sacó chorreando flujos y me los metió en la boca al tiempo que saltaba sobre mí de nuevo y volvía a clavarse mi polla, ahora a horcajadas, mirándome a los ojos y sacando un muestrario de guarrerías por su boca que yo recibía con fuertes golpes de cadera para penetrarla cada vez más profundamente hasta que sentí que se desbordaba sobre mí con un orgasmo líquido y caliente.

Entonces decidí tomar las riendas, me levanté y la puse a cuatro patas sobre el sofá. Abrí sus nalgas y disfruté del sonrosado color del aro de placer de su culo. Aún seguía chorreando placer y yo quería probarlo. Metí mi lengua en su coño encharcado y disfrute de sus labios y de su botón. Se retorcía de placer y no tardó mucho en volver a correrse en mi boca. Entonces ya había perdido cualquier asomo de pudor y comencé a rodear su ano con mi lengua, Aprovechando el flujo de su coño metí un dedo y comencé a follárselo muy despacio, notando como poco a poco se dilataba y acogía toda su longitud.

  • Vamos, fóllame otra vez, ahora te vas a correr tú - me dijo con la voz temblorosa.

Sin sacar mi dedo de su culo volví a clavar mi polla en su coño y puse todas mis energías en dejarla satisfecha. Su cabeza se giraba hacia atrás, su pecho golpeaba rítmicamente el respaldo del sofá, el sofá estallaba cada golpe con más fuerza contra la pared de la única habitación de aquel pequeño pisito. Cada vez con más fuerza, cada vez con más rabia. Sentía que debía follarla con toda la decepción que había guardado durante más de 20 años por no haberme atrevido a follar a mi chica del autobús.

Volvió a correrse una vez más y se sacó mi polla para metérsela en la boca. Ahora quería que me corriera. Me pajeaba frenéticamente mientras con la lengua lamía el capullo hasta que empecé a soltar chorros de semen sobre su cara, sus ojos e incluso su pelo. Ella se relamió y  limpió los restos de mi polla.

  • Gracias - me dijo y yo pensé que se equivocaba. Era yo quien tenía que darle las gracias por dejarme disfrutar de un cuerpo joven que me recordaba tanto a aquel que no me atreví a tocar. Se metió en el aseo y me pidió que me quedara, sin moverme, sin vestirme. Cuando regresó estaba vestida de nuevo.

Se acercó a mí, se levantó la faldita del vestido y se bajó de nuevo las bragas. -Son para ti -. Me las entregó y se sentó sobre mi dejando que su coño, desnudo, rozará de nuevo mi polla, aún jadeante.

  • Me tengo que marchar. Quédate aquí el rato que quieras y cuando salgas cierra la puerta. Encima del lavabo te he dejado un regalo, bueno, además de mis bragas. Cógelo cuando me haya ido. Ah, olvídate de este piso cuando salgas de aquí -. Después de dejarme claro que no pensaba volver a verme metió su lengua en mi boca y aún me exprimió durante unos segundos, tanto que mi polla volvió a levantar cabeza y se acercó curiosa a su rajita. Ella seguía húmeda y la cabeza se metió dentro de su coño. No me dejó disfrutar de su suavidad más que unos segundos. Se levantó y se agachó para darme una leve chupadita de despedida.

La vi marcharse, tan hermosa como la recordaba, pero real. Sus bragas en la mano y mi polla nuevamente empalmada, deseosa de volver a sentirla. Pero ya se había marchado. Me quedé unos minutos disfrutando de su recuerdo y sentí que se mezclaba con el recuerdo de lo que no había sido. Me levanté y seguí sus indicaciones. Encima del lavabo había efectivamente una folio doblado por la mitad. Debía de ser mi regalo. Lo desplegué y leí.

Hace unos meses murió mi madre. Entre sus recuerdos encontré un diario, antiguo, amarillento. No pude resistirme a leer sus pensamientos. Hablaba de muchas cosas. Hablaba de su deseo frustrado por un chico larguirucho y desgarbado que cada día la observaba en el autobús, cuando venía a sus clases o a este piso a estudiar. Nunca se atrevió a hablar con él, aunque cada día deseaba volver a encontrarlo de pie, mirándola, esperando que ella no se diera cuenta".