La chica del autobús
Sólo podía masturbarme, imaginando lo que quería hacerle.
Un día tras otro, aquella jovencita de rubias trenzas se subía al autobús que yo conducía. Sólo hacía falta que uno de sus pies tocase la escalera para que el perfume que ella emanaba llegase hasta mí embriagándome.
Debía tener dieciocho años recién cumplidos y ese debía ser su primer año en la universidad, pues era la parada en la que se bajaba todos lo días, cuando yo hacía el turno de mañana y en la que se subía a la hora de comer, cuando yo hacía el turno de tarde.
No era muy alta, tal vez metro sesenta y cinco y su cuerpo no era el típico de las delgadas y espigadas modelos, sino un cúmulo de curvas contundentes y amplias, pero que se veían duras, suaves y en su sitio. Verla con una camisa entreabierta mostrando el canalillo con desvergüenza era todo un espectáculo para la vista. Pero lo que era impresionante era ver, por el retrovisor que daba visión de los ocupantes del autobús, como su trasero, amplío y bien puesto, se movía bajo los apretados pantalones vaqueros al compás del caminar de sus macizas piernas.
Su imagen me perseguía durante toda la jornada de trabajo, no pudiendo quitármela de la cabeza cuando llegaba a casa. Entonces, no podía evitar masturbarme pensando en todo aquello que me gustaría hacerle. Me imaginaba sacando sus grandes y preciosas tetas del sujetador y chupándoselas con ansía. Me imaginaba que me la follaba contra la pared sujetándole por aquellas redondas nalgas. La imaginaba arrodillada comiéndome la polla, mientras yo, desde mi posición, podía ver aquel cuerpo desnudo moviéndose al ritmo.
Cuando por fin llegaba la mañana, me levantaba lleno de ilusión porque sabía que de nuevo iba a verla y podría disfrutar de su aroma, de su imagen y de su dulce voz dándome los buenos días al entrar.
Así transcurrían los días, plácidamente, con mis sueños y mis ilusiones, sabiendo a ciencia cierta que sólo eran sueños.