La chapa que nos separa
Una chapa que separa dos géneros, dos habitáculos cerrados; una chapa que impide ver, pero no oír u oler.
Fue casualidad, o seo pienso yo.
Ahora me da lo mismo; solo me he acordado de esa chapa porque esta otra, la que separa mi coño de otro, me ha hecho recordar esa antigua noche por asociación.
Entré a mear porque no me aguantaba más. Reía con mis amigas y nuestras carcajadas eran ostentóreas, hilarantes, contagiosas. El alcohol tiene eso. Era una tasca que ya no existe, en un rincón oscuro, cuatro amigas y yo y pocos clientes más. Solo queríamos alcohol, un poco de música y un lugar donde sentarnos y relajar los pies. Era el cumpleaños de Isabel, de la cual ya no sé mucho, pero que, aquella noche, entre risas y carcajadas, fue la primera que me hizo notar la pequeña mancha húmeda en mi ingle, sobre mis pantalones de lino.
—¡Que te has meado! —susurró, tronchándose de risa. Me miré el cerco oscuro y contuve una risa estomacal, de esas que se te revuelven las tripas, entornas los ojos, cierras la boca y escupes al prójimo que se apoya en ti.
Salí corriendo hasta la puerta del servicio. Pensé que, dentro, una bifurcación permitiría un acceso a nuestro santuario femenino. No. Dentro había dos puertas, dos excusados, uno abierto y otro cerrado; dentro del cerrado, un par de botas de puntera desgastada asomando y los bajos de unos pantalones vaqueros arremangados.
Tosió. Era un santo varón. O un varón, a secas. De eso me di cuenta cuando tosió. Pero para entonces mi pis estaba ya salpicando la loza y una ventosidad había escapado de mi trasero con el tácito beneplácito de saberme acompañada de otro coño.
—Lo siento —dije mientras mi pis iba a lo suyo.
—Yo también —dijo una voz grave, rasposa, de edad indefinible. En la quietud del habitáculo, en nuestros dos compartimentos separados por una chapa, con la música de fondo y las voces y risas de más allá, su voz sonaba irreal. La voz de este santo varón parecía raspar el aire con graves impulsos. También pudiera ser que iba bien cocida.
—¿Por qué lo sientes? —pregunté. Yo no había oído ninguna ventosidad por su parte.
Súbitamente, un aroma a porro inundó mi habitáculo. Un aroma picante, dulzón, acaramelado y con sutiles toques de canela. Un aroma adormecedor, vibrante, una ebriedad dentro de la sobriedad de la ebriedad.
—Pásamelo, anda —supliqué.
Unos dedos indefinibles se asomaron por el hueco del suelo, bajo la chapa que separaba su polla de mi coño. Mis dedos rozaron los suyos. Eran dedos secos, sarmentosos; quizá experimentados en trabajos manuales, trabajos sufridos y malpagados, no sé. Quizá solo fuesen las sombras y sus dedos fuesen finos y delicados, dedos de pianista, de uñas recién limpiadas. En eso pensaba mientras tragaba el humo de la calada.
Un nuevo chorro de pis salió mi vulva y golpeó con un chapoteo la loza. El aroma del porro me hizo sonreír y me mordí la lengua. Me giré hacia la chapa que separaba su polla de mi coño y me extrañó que tuviésemos que mear separados, hombres y mujeres. Esa chapa sobraba. Yo quería ver su polla escupir pis y a él también le gustaría verme mear. Hay algo erótico en mear, en obviar la expulsión del líquido fecal y, en su lugar, sublimar la expulsión de un líquido caliente, amarillento, un líquido macerado en tu interior y expulsado de un minúsculo orificio oculto entre labios vaginales o dentro de un prepucio.
—¿Te gusta mear? —le pregunté.
No me respondió. La pregunta también se las traía y, según el grado de excitación o somnolencia de cada uno, podía contestarme, no responderme o llamarme jodida cochina. Aspiré otra calada y me miré los muslos juntitos hasta las rodillas, separando los pies hasta apoyarlos sobre la puntera de mis botines de tacón. Como una horquilla que abres hasta que se parte por el remache.
—Tráemelo —dijo con su voz de barítono, su gravidez de cantante de ópera.
Arranqué varios pedazos de papel higiénico y me limpié la vulva. Los sonidos del papel raspando piel rosada, rozando vello, acariciando mucosas, esos sonidos me turbaron y me hicieron enrojecer mientras daba otra calada al porro.
Le pasé el cigarrillo por debajo de la chapa y sus dedos rozaron los míos. Eran dedos tibios, casi fríos, rosados; eran dedos normales y corrientes.
Tiré de la cadena y me lavé las manos con prisa, con la urgencia de impedir que nuestros ojos se cruzasen, de saber que de mi vulva había salido aquellos sonoros chorros de pis, de mi ano esas ventosidades flojas, que los dedos que tocaron su porro fueron los mismos que notaron en sus yemas la humedad de mi vulva traspasar el papel higiénico.
Tenía prisa por salir del servicio y volver con mis amigas, fresca, recién meada, recién fumada, recién lavada.
Urgí a mis amigas a salir de allí y la noche siguió, celebrando el cumpleaños de una de ellas. O, a lo mejor, no; quizá la memoria me falla y era mi cumpleaños. Bueno, qué más da.
---Ginés Linares---