La chacha
Un día cualquiera en la vida de una empleada del hogar interna muy poco convencional.
Mi despertador suena todos los días (menos sábados y domingos) a las cinco y media de la mañana: La misma irritante alarma que interrumpe vuestro sueño interrumpe el mío, prácticamente a la misma hora, y también para avisarme de que tengo que ir a trabajar.
Y supongo que ahí es donde acabarán las similitudes entre mi despertar y el vuestro.
Veréis, pese a que la hora, el medio y el objetivo son los mismos, el procedimiento y lo que ocurre a continuación no puede ser más distinto. Estoy, digamos que contratada como criada en la casa en la que duermo... y encadenada al despertador hasta cinco minutos después de que este suene, ya que aparte de la chica de la limpieza soy la esclava de la casa. O al revés, depende de como lo mires.
Suelo despertarme al punto, justo cuando la alarma suena, y sin pararme a remolonear en la cama.
Una de las ventajas (O inconvenientes) de que mis Señoras tengan amigos muy apañados a la hora de montar cacharros es mi despertador, un regalo personalizado de uno de ellos: Se le engancha una cadena de metal y hasta que no suena la alarma y pasan unos pocos minutos, no se puede desenganchar. A los diez minutos, si la cadena sigue enganchada, el despertador emite una pequeña descarga eléctrica que viaja a través de esa cadena hasta el collar de acero que siempre llevo ajustado a mi cuello.
Yo, que nunca había sido muy madrugadora, aprendí, como aprenden las perras, a despertarme a mi hora en menos de un semana. Y sin siquiera pensar en usar el mecanismo de seguridad que permite apagar el dispositivo y desenganchar la cadena (quedando evidente constancia de ello), aunque despertarse en mitad de la noche con unas ganas terribles de ir al baño estando encadenada más de una vez haya resultado terriblemente tentador.
El caso es que nuestro antagonista de las mañanas me saca rápidamente del descanso y me escupe de nuevo al cuarto en el que duermo, y al que evidentemente no puedo llamar “mi habitación”. Perezosa, me arrastro y apago la alarma. El contador interno del despertador empieza a contar cinco minutos más. Como todas las mañanas, tengo que esperar, encadenada, en la cama, esos cinco minutos a que el despertador me permita desenganchar la correa. Al principio pensaba que era una maldad de mis Señoras, que querían que volviera a caer dormida para que recibiera una descarga, pero luego me di cuenta que la intención de esos cinco minutos era mucho más profunda: Son cinco minutos en los que debo permanecer encadenada, atada por un correa que llega a mi cuello, a una máquina de la que, si realmente quisiera, podría desencadenarme. Esos primeros cinco minutos del día los paso recordando que mi sumisión es voluntaria.
El despertador vuelve a sonar, mucho más débilmente, para indicarme que puedo retirar la cadena y que “soy libre”. Ya de pié, la quito y me dirijo descalza a una pequeña mesita que hay a mi derecha, para recoger el “tapón anal de las mañanas”, como lo llamó una de mis Señoras cuando me enseñó que tendría que ponérmelo todas las mañanas nada más despertar: Es pequeño, rosa y después de tanto tiempo y entrenamiento casi no necesita lubricante para entrar. Mi pijama de verano es una combinación de una camiseta vieja rosa y morada y desteñida que me dio una de mis Señoras (Salvo casos especiales y cuando salgo a la calle, sólo se me permite llevar ropa vieja en casa) y unas bragas de Hello Kitty que tenía antes de entrar a su mando, con lo que no tengo que más que agacharme, bajarme las bragas, presionar un poco para introducirme el tapón, y volver a subírmelas.
Todo forma parte de la misma rutina que se me fue explicando poco a poco desde que entré a su servicio. Rutina que debo cumplir a rajatabla si quiero evitar ser castigada por ello, y cuyo siguiente paso es el cuarto de baño. Aquí puedo gastar un tiempo razonable en aseo personal: Quitarme el tapón anal y hacer de vientre, orinar y lavarme la cara. No puedo, eso sí, ducharme, ya que es algo para lo que tengo que pedir permiso. Entro a orinar (Algo mucho más complicado de lo que parece con un tapón anal... ¡Pobre de mi como se me caiga a la taza del váter!), y como es lunes, entro en silencio al cuarto de mis señoras, que todavía duermen, y recojo los juguetes sexuales con los que la noche anterior se dieron placer mutuamente. No puedo evitar recordar la noche anterior, en la que se usaron esos objetos, ellas en la cama dándose placer, gimiendo y disfrutando; yo, atada a una pared, obligada a mirar sin poder intervenir y sin poder si quiera tocarme. Maldiciendo, como maldigo ahora que esas imágenes vuelven a mi mente, el aparato de castidad al que estoy confinada.
Aglutino varios dildos dobles y vibradores, así como un par de tapones anales (Uno de ellos de un tamaño considerablemente mayor al que estoy acostumbrada a ver), una mordaza y unas bolas chinas que todavía están bastante pegajosas y me lo llevo todo al cuarto de baño para limpiarlo: Deben estar “listos para usarse” cuando las Señoras se despierten.
Evidentemente, tienen que limpiarse a mano. Si alguna vez habéis limpiado un pene “realista” de plástico, sabréis que la manera más directa de frotar es como si estuvieras masturbándolo. Siempre que tengo que limpiar uno la comparación vuelve a mi mente y, a la vez, a mi entrepierna, ayudada por el tapón anal. El cinturón de castidad es tremendamente efectivo.
Con prácticamente todo el “material” fregado, Mónica, una de mis Señoras, entra en el cuarto de baño. Yo sorprendida porque esté despierta tan pronto, dejo lo que estoy haciendo, encaro en su dirección mientras echo la cabeza abajo y saludo, siguiendo el protocolo.
- Buenos días, Señora. ¿Desea algo?
Mónica me mira, envuelta en un halo de superioridad: Su nuevo pijama de camiseta de tirantes y pantalón corto, rojo seda brillante contrasta con la usada camiseta que me dio su mujer, sus zapatillas con mis pies descalzos, su pelo, largo y moreno, con el mío, que también es moreno pero está rapado, en parte porque “las esclavas no tienen derecho a pelo”, en parte porque así es más fácil ponerme pelucas cuando lo necesiten. Y su expresión, que adivino por el rabillo del ojo, esa expresión de que sabe que me puede hacer cualquier cosa que quiera. Que soy su juguete. Todo ella es dominación, superioridad y control. Toda yo soy sumisión y sometimiento.
Buenos días, esclava – ni siquiera usa el nombre que me puso cuando fui a vivir con ellas. Eso significa que algo quiere hacerme- veo... -dice, mientras mira mi trabajo con sus juguetes- veo que llevas bastante bien la limpieza de la mañana, ¿no?
Sí, Señora -respondo, siguiendo siempre el protocolo- gracias, Señora.
Ayer por la noche -empieza, mientras se me acerca, seductora- Patricia y yo nos lo pasamos muy bien, ¿no crees? -se pone a mi altura, muy cerca, me pone los dedos en la barbilla y me levanta la cabeza, haciéndome mirarla directamente a los ojos. Nuestras caras están casi tocándose, nuestros labios casi besándose. El cinturón de castidad vuelve a hacerse patente mientras me hundo en sus ojos, mientras su lasciva mirada me atraviesa y despierta a todo mi cuerpo.
Si, Señora... -casi tartamudeo- gracias por dejarme presenciarlo.
Me agarra por la cintura, me atrae contra su cuerpo, que se junta al suyo: Algodón viejo contra seda nueva, un mundo de zonas erógenas gritando por destruir el cinturón de castidad- Es una pena que no pudieras divertirte también, ¿no crees? - dice, melosa, casi en un susurro, mientras mi corazón se desboca... ¿me va a permitir tener un orgasmo? ¿Un lunes? Mis braguitas están humedeciéndose, parece que mi entrepierna se ha adelantado a mi cerebro en sopesar esa posibilidad.
- Fueron sus órdenes, Señora -no sé que decir, quiero que Mónica me libere, que me desate el cinturón, que me deje divertirme a mi también, pero sé que está buscando eso, que suplique, para decirme que no... quizá, si juego mis cartas...- la esclava sólo tiene orgasmos cuando sus Señoras lo deciden. -dije, finalmente, deseando que ahora mi Señora así lo decidiera.
Ella me mira durante un instante, serena, escrutando mis inseguridades y mis nerviosismos. Sabe de sobra que estoy excitadísima, que aunque llevo ya tiempo en castidad, solo pudiendo tener un orgasmo por semana (El sábado), el deseo se mantiene, y que verlas a las dos mantener relaciones sexuales mientras estoy atada e indefensa me vuelve loca. La mitad de su boca se curva en un sonrisa: Ha decidido que hacer, y yo sólo puedo esperar.
Hoy tenía pensado para ti algo muy especial -tira de la argolla de mi collar, acercando mis labios a los suyos, su mano a mi entrepierna, bajo las bragas, palpando el cinturón de castidad, mojándose con mis fluídos la mano. Me besa, me dejo llevar, mis manos a la espalda. Nuestros labios se separan, me da la vuelta, suavemente, casi no me doy cuenta de lo que está haciendo. Me dejo, sumisa, llevar por sus manos. Me agacha suavemente, no tiene que darme órdenes, solamente sus manos, sutil pero firmemente, moviéndome a esa posición. Cuando estoy completamente agachada, me baja las bragas y, muy despacio, me saca el tapón anal. Suspiro aliviada, ligeramente acobardada, como siempre, ante la próxima acción de mi Señora, sufriendo (reconozcámoslo: disfrutando) la completa indefensión ante sus perversiones. Todavía no sé lo que quiere de mi, si me va a dejar o no tener un orgasmo, por favor...
Coge el tapón anal negro, esclava. Creo que va siendo hora de que subas de talla. Vamos a ver que tal te queda.
Su voz se ha endurecido. Miro a la mesa y veo el tapón enorme que estaba antes en su cuarto y que me había llamado la atención. Es el único negro. Mis ojos como platos. No... no puede ser... no puede pretender que me meta eso... balbuceo, sorprendida, aterrada- p...pero... ¿que..?
La bofetada cae sobre mi cara. Un seco recordatorio de mi lugar. De que debo hacer y no preguntar. De que la pertenezco, y de que mi única salida es la palabra “bancarrota”. Una palabra que ahora mismo está a kilómetros de distancia de donde me encuentro. Me acerco despacio, visiblemente temblando, contemplando el trozo de goma que se va a introducir por mi ano y no creyéndomelo. Cuando lo cojo, un simple “Yo de ti lo embadurnaría de lubricante” atraviesa la nube de terror que se acaba de levantar. Busco el lubricante, lo abro y vierto una cantidad seguramente exagerada, dada la risita que la oigo soltar. Lo embadurno todo frenéticamente, presto especial atención al punto más ancho... Dios, ¿cómo me va a entrar eso?
Mi entrepierna vuelve a protestar, ante la posibilidad de liberarse que se escapa. ¿Al final no voy a poder? Quizá... quizá si me dejo y entra bien, si no protesto...
Termino de lubricarlo. Se lo entrego.
Tenga, Señora.
Date la vuelta, dóblate y prepárate.
Sí, Señora, gracias Señora.
Me doblo sobre la lavadora mientras intento relajar lo más posible los músculos. Empiezo a notar un objeto frío alrededor de mi ano. Dios, no puede ser... mi entrepierna empieza a revelarse, por fin, contra la situación. El cilindro rellenándose poco a poco a medida que el tapón inicia una primera acometida contra mi ano. Gimo. El tapón se retira, pero no del todo. Vuelve otra vez y entra un poco más dentro. El cilindro cada vez más relleno. La operación se repite varias veces. Noto como la parte más ancha se resiste, mi esfínter anal no está acostumbrado a semejante tamaño. Lo intenta una, dos, tres veces, me muevo al ritmo, se retira por última vez y termina de entrar. El esfinter se cierra como una puerta acorazada entre la sección más ancha y la base. Algo ha tenido que tocar mi próstata, mi pene, confinado en su cinturón de castidad, termina de rellenar el cilindro y grita por no poder alzarse. Otra vez. Gimo, mezcla de placer y frustración, mi ano, más relleno que nunca. No termino de acostumbrarme a esta sensación, Por favor, que me deje tener un orgasmo. Me he portado bien, me ha entrado...
¿Ves como te iba a entrar, esclava? -Me da la vuelta y me levanta, me pellizca un carrillo, me sube las bragas por encima de mi goteante pene. Me baja la camiseta, dejándome sólo las piernas a la vista y un poquito de las bragas. Como si no hubiera pasado nada.
Sssi.... - no acierto a decir nada más. Me tiemblan las piernas, estoy a punto de estallar de frustración y deseo.
Muy bien. Tienes quince minutos más para terminar de limpiar todos nuestros juguetes, y hacernos el desayuno. Dentro de una hora te puedes quitar este tapón y volver a ponerte el de entrenamiento.
Me da un beso, me pellizca uno de mis pezones y sin mediar palabra, deja el cuarto de baño. Tardo un segundo en darme cuenta de la situación. En que ha entrado, me ha metido un tapón anal descomunal y se ha ido sin darme permiso para poder liberarme. Mi pene chorrea y la frustración se apodera de todo mi ser. No puedo hacer nada más que aguantarme y terminar mis tareas.
En el fondo, es parte por esto por lo que acepté, siendo como soy un hombre, ser la esclava de estas dos mujeres.
Oh, claro, que como se me ordenó referirme a mi misma en femenino, no he aclarado que soy un hombre. Creo que mejor empiezo esta historia desde el principio....