LA CERVATILLA Y EL CAZADOR. Parte 8

DESPOJOS PARA LA RAPIÑA: Octava parte de la historia que narra el inicio de la vida sexual de Clarita en aquella semana que le cambió la vida. Historia ambientada en un país latinoamericano cualquiera en la década de los 90'.

CAPITULO VIII

Despojos para la Rapiña.

Sábado 8:00 AM

Don Manuel despertó temprano, aun con sueño y con su verga ligeramente adolorida. Las dos mujeres permanecían una cada lado, durmiendo agotadas. Las observó un momento, con la parte inferior de sus cuerpos cubiertos por las sabanas, pero dejando a la vista buena parte de su desnudez. Pudo contemplar los redondos senos de Mariana a su izquierda y la suave espalda de Clara a su derecha.

Primero acarició los pechos de su empleada. Ella reaccionó de inmediato abriendo sus ojos soñolientos.

-Don Manuel. -Dijo ella en voz baja.

-Anda a preparar el desayuno. -Le ordenó.

Mariana se incorporó desnuda, pero se cubrió con la bata que había traído. Dándole una mirada compasiva a la otra mujer que todavía dormía, partió hacia la cocina.

-Clara. -Llamó don Manuel cuando estuvieron solos. -Clarita... -Repitió acariciándole la espalda.

Ella se movió finalmente, dándose vuelta.

-Tu desayuno. -Dijo él.

Ella avanzó con los ojos entrecerrados hasta ubicar solo por el tacto los genitales del varón. Su boca buscó a ciegas, pero encontró sin dificultad el ya endurecido miembro. Comenzó la labor con sus labios, deslizándolos hacia arriba y hacia abajo por los bordes del órgano. Luego con su lengua atendió punta del glande. Su saliva comenzó a correr  hacia abajo, junto con algunos jugos del varón, dejando el miembro mojado y reluciente.

Don Manuel se sentía plenamente satisfecho con lo que Clara estaba haciéndole. Aquella colegiala, que había realizado su primer sexo oral con tanta torpeza e ingenuidad unos pocos días atrás, ahora era una consumada experta en el exquisito arte de la felación. Su habilidad se había desarrollado gracias a lo que parecía ser un instinto natural para saber dónde aplicar presión y en qué momento. Sí, sin duda esa criatura había nacido para dar placer a los hombres, para transportarlos hasta el éxtasis absoluto. De nuevo se reconfortó en recordar que él había sido el primero en descubrir y explotar esos dones. Pero había llegado la hora de compartirla con otros, que otros probaran aquel delicioso manjar, disfrutaran plenamente de él, y lo envidiaran por haber sido primero. Incluso quizás alguno le preguntara sobre quien le enseño hacer esto o lo otro, y ella les contaría de él, el hombre que la había convertido en mujer.

Aquella quinceañera le había entregado tanto placer. Pero se acababa. Esa era la última vez. Con algo de melancolía se dejó llevar al clímax, suavemente, disfrutando el tierno lamido de la muchacha mientras le limpiaba los restos de semen y se los tragaba con sumisa complicidad.

*          *          *

-Muy bien Mariana. -Le dijo don Manuel mientras sorbía una taza de café.

Clara se había vuelto a dormir así que era el momento propicio para que hablaran.

-Tengo una reunión en la hacienda del alcalde, así que partiré al mediodía. Vas a volver a la casona y me arreglaras una maleta con algo de ropa y lo que sea necesario. ¿Entiendes?

-Sí señor. ¿Cuánto tiempo estará allá? -Preguntó.

-Dos o tres días nada más. Así que no eches muchas cosas.

-Si don Manuel. -Contestó mientras hacía una lista mental de los artículos que podrían ser necesarios. -¿Qué pasará con Clarita?

-No te preocupes. Enrique se encargará de ella. -Respondió él con indiferencia.

Mariana sintió nauseas. Una vez que había abusado todo lo que había querido de la pobre quinceañera ahora se la pasaba a sus subordinados para que ellos siguieran vejándola.

-Ya. Vete. Y no abras la boca. No quiero que Clarita sepa nada. Será una sorpresa.

Maldito, pensó la mujer. Pero no dijo nada y se marchó.

*          *          *

Sábado, 10:00 AM

Don Manuel le había pedido que se pusiera su uniforme de colegio. Ella sabía que le excitaba verla vestida de esa forma así que lo hizo con mucho entusiasmo. ¿Cuantas veces él le había dicho que era hermosa? Tantas que había comenzado a creerlo. Aquel hombre con tanta experiencia con las mujeres la encontraba bonita a ella. ¿Quién era ella para no creerle?

Mientras pensaba en ello se puso su camisa blanca, su falda azul, su medias que le cubrían hasta la pantorrilla. Se peinó con esmero y se puso una cinta blanca amarrándole los cabellos.

¿Por qué se esforzaba tanto en ello?, se preguntó de pronto. Aquel era el hombre que a la fuerza le había robado su primera vez y que luego se había dedicado a abusar sistemáticamente de ella. Y aquí estaba ella, poniéndose bella para él, intentando serle atractiva y en complacerle lo más posible.

No podía entenderlo. Lo único que sabía era que quería estar de nuevo junto a él, desnudos en la cama, sentir su fornido cuerpo sobre él de ella, y su enorme miembro penetrándola una y otra vez. Se sentía avergonzada no solo por haber aceptado todo aquello, sino también por disfrutarlo.

*          *          *

Sábado, 11:00 AM

Don Manuel salió de la morada para recibir a don Enrique, que acababa de llegar en  camioneta. El capataz siguió a su jefe hacia al interior.

-Clara. -Llamó don Manuel, esperando en la sala junto a su subalterno.

La muchacha se apuró en aparecer en el pasillo, pero se detuvo al ver a don Enrique. Se veía esplendida, pensó el hacendado al contemplarla allí con su impecable uniforme ciñendo sus exquisitas formas. Avanzó poniéndose por detrás de la niña mientras ella lo observaba de reojo.

Don Enrique también pudo apreciar la belleza de la joven, su estupenda y fina figura, su rostro angelical, la juventud y la frescura que emanaba de cada poro de su blanca piel. De inmediato sintió que su sangre hervía de deseo, de ganas de abalanzarse sin más sobre la dulce criatura y probar ya los placeres que aquel cuerpo de tan solo quince primaveras podía ofrecer.

-Lo siento mucho Clara pero tengo salir de viaje y ya no podremos seguir con lo nuestro. -Le explicó don Manuel mientras la tomaba por los hombros.

-¿Señor? -Dijo  ella doblando el cuello y mirándole confundida.

-Si mi niña. Pero no te preocupes. Le he pedido a don Enrique que se encargue de ti en mi ausencia. Le he contado sobre lo que hemos estado haciendo y está ansioso de comprobar personalmente lo que has aprendido.

-Noooo... -Gimoteó ella anonadada, intentando entender de qué se trataba todo aquello.

Sus ojos se le llenaron de lágrimas y su rostro adquirió una expresión de terror.

-Por favor... -Suplicó, dándose la vuelta hacia don Manuel y estrechando su cuerpo contra el del hacendado.

-Si mi niña. Así debe ser. -Aseguró él tomándola en sus brazos.

-Por favor, se lo ruego. -Insistió la colegiala apoyando su cabeza en el pecho del varón, mirándolo con ojos llorosos.

Él avanzó con la niña a cuestas hacia su capataz.

-Tómala. Es tuya Enrique. -Le dijo el hacendado.

-No, señor. Por favor, haré todo lo que me pida. -Rogaba en sus brazos la pobre criatura.

Acatando las instrucciones de su patrón don Enrique extendió sus brazos y tomó a la colegiala por debajo, compartiendo su ligero peso con don Manuel. Se estremeció al sentir a la trémula criatura entre sus manos. La niña sollozaba y temblaba de miedo, todo lo cual solo servía para excitarle aún más.

-No te preocupes, Clarita, Todo va a salir bien. -La tranquilizó el terrateniente. -Ahora, Enrique, afírmala bien.

-¡Nooo! -Gritó ella cuando don Manuel la soltó, dejándola en brazos de su capataz.

-Tranquilita mi niña. -La calmó el hacendado, todavía a su lado, mientras le acariciaba los cabellos. –Te agradezco todo lo que me diste, criatura. Tu virginidad, tu inocencia, tu deliciosa boca dándome mamadas, tu capullito abriéndose para mi verga. Tu juventud, tu belleza.

Ella extendió sus brazos hacia él y le rodeo el cuello con sus pequeñas manos.

-No, no, no. -Repetía ella, aferrada al hombre que la había hecho mujer.

-Sí, mi niña. Ahora es tiempo de que otros disfruten de tu cuerpecito. Quiero que le des a Enrique todo lo que me has dado a mí.

-Nooo. –Insistió ella entre sollozos.

-Sí, Clarita. Porque tú sabes lo que pasará si Enrique me dice que te has portado mal con él. Lo sabes, ¿no es cierto?

Ella lo miró con sus ojos grandes llenos de tristeza. Asintió con un ligero movimiento de cabeza.

-Entonces vas a ser una niña buena y vas a obedecer a Enrique en todo lo que te ordene. -Sentenció tomando con firmeza las manos de Clara entre las suyas y poniéndolas alrededor del cuello de Enrique. -Muy bien, Enrique. Aquí te dejo a Clara. Toda para ti. Espero que lo pases muy bien.

-Gracias patrón. -Dijo don Enrique mientras se deleitaba con el aroma que llegaba hasta sus narices desde la criatura que cargaba en sus brazos; perfume, jabón, y sobre todo, a mujer joven.

El terrateniente no respondió. Simplemente salió de la cabaña sin más demora. Muy pronto se escuchó el rugido del motor de la camioneta, y Clara y don Enrique quedaron solos.

-¿Ves? Por fin vas a ser mía, Clarita. -Le dijo al oído mientras la depositaba en el suelo.

Entonces las manos del hombre se posaron sobre el trasero de la niña, y comenzaron a recorrerlo sin ningún pudor. Le recogió la falda y acarició la suave piel de la parte superior de los muslos, subiendo luego hasta alcanzar la sedosa superficie de su calzón. Podía sentir como los músculos de la muchacha se tensaban bajo sus dedos, mientras continuaba explorando aquellas partes.

-No, por favor. –Murmuró ella, sabiendo que era inútil.

-Oh, sí, sí. Ahora me toca a mí. -Afirmo él.

-No, no.

En un súbito impulso la colegiala intentó zafarse, pero don Enrique fue más rápido y la cogió del brazo doblándolo por detrás de su espalda.

-Ayyyyy... -Gritó de dolor la muchacha.

-Quieta Clara, y no me hagas enojarme. -Dijo el capataz, mientras aflojaba un poco su castigo, pero aun manteniendo firmemente tomado el delgado brazo de la joven. -Ahora camina, hacia el dormitorio. Hora de irnos a la cama. -Anunció triunfante forzándola a avanzar por el pasillo.

Entraron al cuarto y allí la empujó sobre el lecho. Ella cayó de lado, mirando al varón con impotencia y temor. Por su parte los desorbitados ojos de don Enrique se dirigieron de inmediato a las delgadas piernas de la quinceañera. Ella, súbitamente avergonzada, intentó arreglarse la falda.

Él se subió al camastro y se acercó a la joven. Ella escondió su rostro entre sus manos y en cuanto sintió las manos del hombre deslizándose hacia arriba por sus piernas comenzó a emitir sollozos intermitentes.

Por supuesto no era posible esperar ningún atisbo de compasión en don Enrique. El hombre buscó los botones de la camisa y uno por uno fue abriéndolos, exponiendo la estirada piel del vientre primero, y luego su pequeño sujetador. Ella aun escondía la cara cuando él comenzó a buscar en su espalda los broches de la prenda, los cuales logró liberar con experimentada destreza. Al retirar sus manos, ellas traían capturado el blanco sostén. Abajo, la niña intentaba taparse los brazos sobre sus pechos, defendiéndolos de la lujuriosa mirada de don Enrique.

Él la tomó por las muñecas y sin mucho esfuerzo separó los trémulos brazos de la joven, aprisionándolos contra la superficie de la cama. Entonces contempló los senos de la muchacha, dos pequeñas colinas de suculenta carne, suaves y turgentes, con sus pequeños pezones de un delicioso tono rosáceo. Puso su rostro en medio de los dos pechos, y con su lengua empezó a recorrer la tierna superficie. Primero por los bordes y por la parte inferior, disfrutando de la dúctil consistencia de aquellos pechos. Luego hacia arriba, hasta reclamar uno de los deliciosos botones, el cual se dedicó a succionar con salvaje ímpetu.

-No... no... no... -Seguía gimoteando la joven, pero sus ruegos eran vanos y cada vez menos vehementes.

Él saltaba de un seno al otro, y de regreso al primero, siempre concentrado, pero con intensa fogosidad. Sus manos también participaban, apretando la carne juvenil y moldeándola de manera que la mayor cantidad de ella pudiese caber dentro de sus fauces abiertas.

Finalmente satisfecho, se incorporó relamiéndose los labios y respirando agitado.

-Ahora chiquilla, me la vas a mamar. -Anunció. –Don Enrique me dijo que eres una verdadera experta en dar mamadas.

Se bajó los pantalones, los cuales arrojo al suelo. Hizo lo mismo con su calzoncillo y luego se colocó sobre la muchacha, de rodillas. Ella pudo observar suspendido sobre su rostro el miembro de don Enrique. No era tan largo como el de don Manuel, pero sí bastante grueso. La piel era más clara, y contrastaba con una gran cantidad de vellosidades que se prolongaban por el bajo vientre y las piernas del varón. Si, recordó Clara. Ese era el segundo pene que conocía en su corta vida, y era tan distinto al primero como lo eran sus dueños. Pero no tenía intención de comparar. No quería saber quién lo tenía más grande o más duro. No quería estar ahí ni tener que hacer lo que se le estaba ordenando.

-Ya, chupa. -Insistió el hombre.

-No quiero. –Lo desafió ella en voz muy baja, con el rostro contraído en una mueca de desesperación y miedo.

-Vas a chuparlo o si no te va a ir muy mal. -Le advirtió el hombre.

Comprendiendo que así seria, ella finalmente alzó su cuello y acercó su boca al dilatado miembro, que crecía por momentos, ansioso por recibir lo que ella estaba por darle.

-Así está mejor. -Manifestó don Enrique al ver la actitud sumisa de Clara. -Mira que no soy don Manuel y a mí no me temblará la mano si tengo que darte unos buenos azotes. ¿Está claro?

-Sí señor. -Contestó ella, doblegada.

Entonces la boca de la colegiala se cerró sobre el glande y rápidamente engulló el resto del órgano hasta tenerlo casi completamente adentro. Recordó lo que había aprendido a hacer con don Manuel y comenzó a practicarlo. Hacia adentro y hacia afuera, apretando y succionando, buscando con su lengua las partes más sensibles, haciendo que don Enrique resoplara de gozo cuando las encontraba.

-Mmm, muy bien, jovencita, muy bien. -Aprobó él. -Sí. Eso está muy bien, mmm... Ahora que ya tienes claro quién es el que manda aquí estoy seguro de que lo pasaremos muy bien. Tú y yo. Mmm...

*          *          *

-Ya está bien. -Dijo él después de un rato y retirándose de la posición en que había permanecido. -Ahora vamos a ver que hay más abajo.

-Por favor. -Suplicó sin mucha esperanza.

Él le subió la falda colegial hasta dejar al descubierto el pequeño calzón de la joven. Se tomó unos momentos para juguetear con el elástico de la prenda al tiempo que acariciaba la tersa piel de sus muslos y caderas.

-Sí, de veras que eres una delicia. El patrón tenía toda la razón. -Comentó él mientras retiraba la prenda íntima dejando a la vista el pálido pubis femenino. -Sí, Clara. Porque don Manuel me ha contado muchas cosas. Me ha contado como ha gozado jodiendo contigo. ¿Y sabes qué más? Me dejó ver la grabación de cuando te desfloró. Desde entonces lo único en que he pensado es en hacerte mía. -Confesó.

El rostro del hombre descendió por el cuerpo de la niña y lanzando gruñidos eufóricos se dedicó a explorar con sus manos y con su boca el bajo vientre y los muslos de la adolescente. Por fin decidió internarse en las carnes de su entrepierna, las fuentes definitivas de todos los placeres que aquel joven cuerpo prometía ofrecerle. Allí, como un sediento animal, se sumergió en busca de sus más escondidos rincones.

Ella no pudo resistirse a la fuerza del varón y finalmente sus piernas cedieron, abriéndose como los pétalos de una flor, permitiendo que don Enrique pudiese deleitarse con el suculento corazón de su capullo. Era como un gigantesco parásito adherido a la pequeña criatura y hartándose de la tierna juventud de su sexo.

Finalmente se incorporó sonriente y con restos de saliva y jugos vaginales resbalando por entre las comisuras de sus labios.

-Ahora te toca ser mía. -Le anunció con su voz ronca mientras la obligaba a levantar las piernas y a apoyarlas contra su pecho.

Ella no contestó, pero cerró los ojos. Entonces sintió como la punta del órgano masculino recorría la parte inferior de sus muslos, dejando un rastro húmedo mientras iba aproximándose poco a poco a su objetivo. Don Enrique acomodó su pene justo en la entrada del orificio vaginal de la colegiala. Hizo una pausa, tomó aire un par de veces y luego, con ímpetu salvaje, empujó hacia adelante. Inmediatamente la carne se abrió dejando que su pene avanzara dentro de su víctima.

-Aaaaaaggggggg. -Masculló la adolescente. El peso del hombre cayó sobre ella, haciéndola  doblar su espalda de modo que ahora podía ver sus propios pies, envueltos en sus calcetas colegiales, a solo unos centímetros de su cara, y el rostro de don Enrique asomándose más arriba. Entonces no le quedó más remedio que  abrir completamente sus piernas, permitiendo finalmente que la verga de don Enrique se introdujera hasta el fondo dentro de su sexo.

-Yiaaaaaaaaahhhhhhh. -Gritó la muchacha, adolorida.

-Aaaahhhh... -Exclamó él, lleno de gozo al sentir el sedoso capullo de la niña envolviendo completamente su virilidad.

Como un conquistador victorioso, se alzó sobre sus brazos para contemplar a la vencida criatura mientras la mantenía ensartada en su rígida lanza Temblando, y con sus ojos llorosos, ella pudo sostener su mirada solo por un instante. Luego apartó la vista, derrotada y sometida. Si, pensó don Enrique. Clara era suya.

Descendiendo de nuevo sobre ella buscó los deliciosos labios de la muchacha y la obligó a entregarle un beso. Un beso que se alargó mientras él hundía una y otra vez su herramienta dentro de las mullidas entrañas de la joven. No, ya no era un parásito adherido a su huésped. Ahora era un cruel y goloso arácnido clavando su descomunal aguijón en el tierno y carnoso cuerpo de su presa.

-Hmmmm... hmmmm... hmmmm. -Gruñía él con cada penetración.

Era demasiado placentero y todo el fervoroso deseo del capataz amenazaba con desbordarse de una vez. Pero no. Quería prolongar un poco más todo aquello. Se detuvo unos instantes y respiro hondo.

-Esto es fabuloso. -Gruñó. -Joderse a una hermosa niña de quince años de lo más delicioso.

Dejó que su miembro descansara un poco dentro de la muchacha mientras que con sus manos recorría el cuerpo de la adolescente, estrujando sus senos y apretando su vientre.

-Eres mía, toda mía Clarita.

Comenzó a pujar de nuevo, ya decidido a finalizar. Lo hacía con tanta fuerza que la cama rechinaba con cada estocada. En un último y furioso esfuerzo su miembro estalló, vertiendo sus fluidos en las jóvenes entrañas de la colegiala.

-Mmmmmmmm... -Murmuró él en medio de los espasmódicos temblores que sacudían su ser.

-Aaaaa... -Gimió ella, desconsolada, lejos de sentir cualquier cosa salvo sufrimiento.

Él retiró su verga casi de inmediato y se levantó, observando a la muchacha aun extendida sobre las sábanas, con su blusa entreabierta, la falda recogida sobre la cintura, sus piernas abiertas y extendidas, y su semen brotando desde su enrojecido capullo.

-Estuvo excelente Clara. -Anunció él. -Ahora anda a limpiarte, que más rato voy a querer más de lo mismo.

*          *          *

Sábado 1:00 PM

Don Enrique permanecía sentado en el sofá de la sala mientras hojeaba una vieja revista. En su mano izquierda sostenía una lata de cerveza. La parte superior de su cuerpo estaba cubierto por su camisa de a cuadros, pero sus extremidades inferiores estaban desnudas. Entre sus piernas abiertas se encontraba Clara, hincada, vistiendo solo una ajustada remera blanca y un diminuto calzón del mismo color, mientras trabajaba con sus manos y sus labios sobre el órgano del varón. Ya llevaba varios minutos en ello y solo había logrado estimularlo a medias.

Entonces se escucharon unos tímidos golpes en la puerta, anunciando la llegada de la merienda del almuerzo.

-Anda a ver, pues. -Conminó a la joven.

Ella se incorporó y se dirigió hacia la entrada mientras el hombre se arreglaba los pantalones.

La niña abrió la puerta. Frente a ella se encontró con Mariana que ya le extendía un par de paquetes con comida. Pero antes de que la joven pudiese recibirlos, sintió que don Enrique la rodeaba con sus brazos.

-Buenos días Mariana. -Saludó el varón.

Sorprendida de ver al capataz en vez de a don Manuel, la mujer no supo que contestar en un primer instante. Sintió repulsión al ver como las rugosas manos de aquel hombre recorrían el cuerpo de Clara. Él pareció interpretar correctamente la expresión asqueada de Mariana y sonrió satisfecho.

-Si Mariana. Como ves, Clara es una niña muy obediente. -Dijo él. -¿No es cierto, Clara? -Agregó intimidando con un fuerte apretón a la muchacha.

-Sí  señor. -Respondió la colegiala bajando la mirada, avergonzada.

-¿Ves? Deberías aprender de ella. -Dijo el mientras se agachaba un poco para tomar él calzón de la quinceañera y tirarlo hacia abajo. Entonces acarició su entrepierna. -Así, viste. Me deja tocársela, y también me deja ponerle mi verga aquí dentro. Muy obediente y sin ponerme ningún problema.

Entonces soltó a la quinceañera y se adelantó hacia Mariana, tomándola por los hombros.

-Ya te ensenare a ser tan obediente como Clara. -Le dijo mirándola a los ojos.

-Nunca, cerdo. -Se atrevió a contestarle, recibiendo una bofetada como respuesta.

Mientras tanto Clara había tomado los paquetes y se había escurrido hacia el interior. Mucho mejor así, pensó don Enrique, pues tenía que compartir algo con Mariana que no era conveniente que la niña supiera. No todavía al menos.

-Ya verás. Voy a empezar a enseñarte esta misma noche. Voy a tener un par de invitados y la pobre Clara quizás no de abasto para todos. –Le informó.

-¿Quiénes? -Preguntó abismada por la tremenda perversidad de aquel hombre.

-¿Y porque tendría que importarte eso? - Inquirió él, pero luego pareció pensarlo mejor. -Está bien. Lo sabrás de todas formas y no quiero que hagas haciendo preguntas indiscretas por ahí. Vendrá mi sobrino Armando, eso seguro. Y también pretendo invitar a Humberto.

Don Humberto, pensó Mariana. El padre de José. Eso era terrible. Pero peor aún era imaginarse a esos tres animales abusando de Clara. Y también de ella.

-Así que te espero como a las ocho. -Le dijo el capataz. -Y aprovecha de traer algunas cervezas que se van a hacer pocas.

Ella lo miró con rabia e impotencia, sin saber que contestar, sin atreverse siquiera a pensar en algo. Tan solo se sobó su resentida mejilla, se dio vuelta y se alejó del lugar sin querer saber más, sin querer pensar en todo lo que a Clara aun le quedaba por soportar y sufrir, y tampoco en lo que a ella le  tocaría muy pronto.

No, se dijo a sí misma, no. Sabía muy bien lo que tenía que hacer, desde hacía mucho tiempo. Y sabía que este era el momento adecuado. Si no se arrepentiría el resto de su vida. Era ahora o nunca.

*          *          *

-Ven acá. -Dijo don Enrique al volver a la sala, cerrando la puerta tras de sí.

Temerosa, la joven avanzó hasta el varón. Él la contempló y descubrió que se había vuelto a poner su calzón.

-¿Quién te dio permiso para vestirte? -Le preguntó amenazador.

-Lo siento, señor. -Contesto ella.

Con la mano abierta el hombre le propinó un fuerte manotazo en las nalgas.

-Sácatelo de inmediato. -Ordenó.

Mientras lagrimas resbalaban por su rostro la niña hizo lo que se le pedía.

-Ahora súbete a la mesa. -Le indicó él con desdén contenido.

Ella se sentó en el borde del mueble. Entendiendo perfectamente las intenciones de don Enrique separó sus piernas a fin de recibir entre ellas al capataz.

Él avanzó con decisión, y sin mayor preámbulo puso su órgano en la entrada del orificio que la niña le estaba ofreciendo. Tomó a la joven por la cintura y afirmándola con fuerza le enterró su pene. Con una sola cogida la penetró hasta el fondo y luego la empujó hacia atrás, de modo que la muchacha quedó recostada sobre la superficie, con sus delgadas piernas colgando por el borde y siempre con el miembro viril clavado en sus entrañas.

Por un momento don Enrique retiró su órgano para poder apreciarlo duro y erecto, cubierto de sus propios líquidos y palpitando impaciente por volver encajarse en el sexo de la colegiala. Don Enrique sonrió.

-Ay Clarita. Que bien que le haces a mi verga. -Comentó.

Introdujo de nuevo su miembro en el sexo de la adolescente y comenzó a embestir con fuerza, provocando que todo el menudo cuerpo de la niña se estremeciera con cada una de sus potentes arremetidas. A ratos se detenía para acomodar a la joven y secarse el sudor de la frente. Entre tanto ella finalmente empezó a colaborar, subiendo sus piernas y enredándolas en torno a las caderas del varón. Así logró permanecer firmemente anclada a pesar de sus vigorosas estocadas.

-Arggghhh... Aaarggghhh... Arggghhh... Aaarggghhh... -Rugía don Enrique sintiendo como su excitación iba acrecentándose a medida que su miembro entraba y salía del delicioso capullo que había hecho suyo.

Pero inesperadamente decidió detenerse.

-Date vuelta. -Le ordenó.

Ella, un poco azorada, logró levantarse, temblorosa. Se dio vuelta, dándole la espalda a don Enrique, y se reclinó, quedando boca abajo sobre la mesa. Solo la punta de sus pies tocaban el suelo. Hacia arriba se extendían sus largas y delgadas piernas, exponiendo su superficie posterior al varón, quien no pudo evitar acariciar aquella piel tan suave como la seda. Subiendo poco a poco hizo que sus dedos inspeccionaran la juntura de ambas extremidades. El ano se veía limpio y hospitalario, aunque era evidente que don Manuel también había mancillado aquel sitio pues el orificio todavía mostraba pequeñas magulladuras.

-Espero que te hayas lavado el culo muy bien, pendeja.

Ella no dijo nada y tan solo cerró sus ojos tristes.

El apoyo la punta de su enrojecido pene justo en la entrada. Sintió como ella se apretaba, pero eso no lo detuvo. El glande se introdujo como una cuña, incrustándose poco a poco hasta desaparecer allí dentro. Entonces ella se relajó, sus esfínteres cedieron, y fue como si todo el órgano masculino fuese succionado hacia su interior, de una sola vez.

Aaaaaaa... yaaaaaaaahhhhhhh... -Gritó ella, al sentir de nuevo como si le desgarraran su interior.

-Siiiiiii... -Vociferó el hombre, encantado al sentir las contracciones con que el recto femenino recibía su incursión.

Don Enrique pujó una y otra vez, golpeando con las palmas abiertas las nalgas de la muchacha mientras la penetraba. Ya no podía soportar más, pero no quiso terminar adentro. Sacó su pene y dejó que su semen se derramara sobre las piernas y la espalda de la quinceañera, dejándola allí, sucia y derrotada.

*          *          *

Clara permanecía desnuda, erguida junto a la mesa donde acababa de ser poseída por don Enrique. Él estaba terminando de vestirse.

-Ahora voy a salir, Clara. Descansa porque a la vuelta te quiero fresquita.

Ella solo le miró de reojo.

Estaré de vuelta en una hora. ¿Me entiendes?

-Sí señor. -Contestó ella en un susurro.

-Para cuando vuelva quiero que estés arreglada y que te pongas algo bonito. Si no me las vas a pagar. ¿Entiendes?

-Sí don Enrique.

Él cruzó la puerta y poco después Clara pudo escuchar el ronco rugido del motor de su camioneta. Así, la muchacha se quedó sola por primera vez en mucho tiempo. Se miró a sí misma, su cuerpo desnudo, despojado de toda vestidura, despojado también de toda virtud e inocencia.

Ya ni siquiera tenía fuerzas para compadecerse a sí misma y tan solo rumiaba su resignación ante las espantosas experiencias a la que estaba siendo sometida. Se dirigió temblorosa hacia el baño para lavarse un poco, intentando de alguna forma que las aguas fueran capaces de limpiar no solo la suciedad física, sino también las cicatrices emocionales, los recuerdos indelebles.

Sabía que tan solo quedaba esperar que las horas pasaran rápido y pronto fuera domingo y pudiese volver a su hogar y luego partir lejos de todo aquello. En efecto, había sido violada, vejada, humillada por dos hombres deleznables. Ya no podía pasar nada peor, o al menos así lo pensaba entonces.

*          *          *

Sábado, 4:00 PM

El joven siempre supo que su tío se traía algo entre manos. Cuando había ido la tarde del día anterior a su casa para conversar con él, y no con su padre, ya le había parecido extraño. Y solo para decirle que necesitaba su ayuda en algunas labores. ¿Por qué él y no uno de sus peones? ¿Por qué venir personalmente a decírselo en vez de mandar a alguien? Armando no era tonto y sabía que allí había algo más.

Pero no le dio más vueltas al asunto hasta que don Enrique vino a buscarlo tal como habían acordado.

-¿A dónde vamos tío? -Le había preguntado una vez en la camioneta.

-A trabajar, ya te dije. -Le contestó con una enigmática sonrisa en sus labios.

-Pero tío, los campos están para el otro lado. -Había señalado.

En efecto habían tomado un sendero que se internaba en el bosque, alejándose de los cultivos.

-Está bien sobrino. La verdad es que te tengo una sorpresa.

-¿Si? ¿Qué sorpresa? -Preguntó.

-Pues es una sorpresa y ya no lo sería si te la digo. -Explicó el capataz.

-Vamos tío. -Insistió el muchacho.

-Está bien Armando. -Dijo el adulto con seriedad. -La verdad es que creo que ha llegado la hora en que aprendas algunas cosas sobre el amor y las mujeres, si me entiendes.

-¿Qué? -Reaccionó Armando sorprendido.

-Si Armando. Creo que ha llegado la hora de que te hagas hombre.

Viejo estúpido, pensó el joven. ¿Acaso creía que a su edad seguía siendo virgen? Hacía ya tres años que había tenido sexo por primera vez, violando a la pequeña hija de una de las trabajadoras de la hacienda, y desde entonces se había acostado con alrededor de una docena de compañeras de colegio, empleadas de su padre e incluso mujerzuelas. ¿Acaso había contratado los servicios de alguna de las prostitutas del pueblo para encargarse de su sobrino? ¿Alguna de esas cuarentonas gordas y sin dientes que ofrecían sus servicios en el prostíbulo de Pedregales? Qué asco, pensó.

Mientras tanto el vehículo se había internado más y más en la floresta y pronto llegaron frente a una pequeña cabaña que daba a una laguna.

-Aquí es. -Anunció don Enrique.

Se bajaron de la camioneta y el capataz condujo a su sobrino hacía la vivienda. Juntos entraron a la sala.

-¿Dónde estás, pendeja malnacida? -Llamó don Enrique.

Como respuesta solo se escuchó un gimoteo desde el dormitorio.

-Ven para acá de inmediato. Es una orden. -Señalo él.

Se oyó el rechinar de una puerta y unas suaves pisadas sobre la madera del piso. Entonces Clara apareció ante ellos vistiendo su minifalda azul y su ajustada remera blanca sin mangas.  También se había puesto unas calcetas blancas que le llegaban hasta la pantorrilla y unas zapatillas del mismo color.

-No... -Dijo ella al ver Armando parado en la puerta. -No, don Enrique, por favor... no.

-El capataz se acercó a la muchacha y tomándola por el pelo la obligó a avanzar hacia el joven.

-Esa no es manera de saludar a un invitado, Clarita. –Le regañó don Enrique. -Ahora saludaras como corresponde. Y luego le dirás a mi querido sobrino que estas lista para ser suya.

Como ella guardó silencio entre gimoteos inteligibles, el capataz procedió a cogerla del brazo y a doblárselo hacia atrás al mismo tiempo que seguía tirándole los cabellos.

-Hola Armando... -Dijo ella por fin. Su expresión contraída mostraba el dolor que estaba sufriendo. Y también la humillación y la vergüenza.

-¿Y? -Insistió don Enrique.

-Estoy...  estoy lista para... para ser tuya... -Balbuceó entre sollozos. Solo entonces don Enrique dejo de violentarla.

Armando se adelantó imponiéndose con su metro noventa de estatura y su corpulenta figura.

-No es necesario que siga tratándola así, tío. Estoy seguro de que se portara bien. -Opinó al tiempo que estiraba su mano y con ella recorrió las suaves mejillas de la niña.

-Está bien muchacho. -Asintió soltando a Clara. -Ahora es tuya. Espero que no tengas problemas. Vuelvo en dos horas.

-Estaré bien tío. Clara y yo somos viejos amigos, usted sabe. -Señaló mientras sus manos bajaban por el torso de la muchacha, deslizándose por la cintura y hacia las caderas femeninas.

-Me dijiste que querías ponerle las manos encima a esta putita, así que te la conseguí.

-Gracias tío.

-De nada, muchacho. Que la disfrutes.

-Sí, claro que disfrutare tío. Gracias de nuevo. -Dijo el joven.

Don Enrique asintió con la cabeza y luego abandonó la cabaña.

*          *          *

-Con que te lo tenías guardado, Clarita. -Dijo el joven mientras empujaba a la muchacha hacia el dormitorio. -De tempranito una señorita en el colegio. Y de noche toda una putita barata. Que sorpresas nos da la vida.

Una vez en el cuarto la atrajo hacia sí, y, repitiendo el procedimiento de don Enrique, la tomó de un brazo y se lo dobló hacia atrás. No presionó mucho, solo lo suficiente como para que la niña supiera que le esperaba si no se portaba bien. En cambio, con su otra mano recorrió la espalda de la muchacha, y luego, recogiéndole la falda comenzó a explorar su trasero, a ratos agarrando con fuerza, y luego deslizando suavemente sus dedos por debajo del calzón, sintiendo la suave piel de sus nalgas.

-Ahora dame un beso. -Le ordenó.

Ella bajo la cabeza intentando rechazarlo, pero de inmediato Armando la obligó a levantar la mirada, dejando a su alcance los tiernos labios de la adolescente.

Él puso su boca sobre la de ella, adhiriéndose con fuerza e introduciendo agresivamente su lengua dentro de Clara. Como ella no parecía dispuesta a colaborar, el joven tuvo la inspiración de pellizcar sus exquisitas nalgas, haciéndola dar un respingo y emitir un débil gemido. De acuerdo, pensó ella para sí misma, dejando que Armando incursionara a su antojo dentro de su boca.

Pronto Armando se sintió satisfecho y quiso ir por más. Su atención se dirigió entonces a los pechos de la joven. Al principio se contentó con acariciarlos por encima de la remera, pero luego se la levantó de modo que su sujetador quedó a la vista. Él solo les dedicó una mínima mirada antes de meter sus dedos debajo de ellos, levantándolos para descubrir los exquisitos senos de la muchacha. Su superficie pálida y sedosa, su consistencia firme y turgente, sus pequeños pezones de color rosado. Aquellos deliciosos frutos estaban por fin a su alcance y Armando no se demoró mucho más en utilizar sus manos para constatar esas exquisitas cualidades.

Ella con los ojos cerrados, y temblando ligeramente no tuvo más alternativa que dejar que el sobrino de don Enrique se dispusiera a realizar con ella todo lo que había estado deseando hacerle desde hace tiempo. Comprendía que no tenía sentido intentar oponerse; él era mucho más fuerte que ella y aunque lo logrará temía las terribles represalias que podían venir después contra ella y sobre todo contra su madre. No. Lo único que podía hacer era seguir soportando como lo había hecho hasta entonces. Por eso dejó que él la llevara hasta el camastro donde había sido penetrada en tantas ocasiones.

Solo respiró hondo y miró hacia el techo con los ojos entristecidos cuando sintió la lengua de Armando lamiendo sus senos. Y luego, por supuesto, deleitándose con sus pezones, succionando de ellos y mordiéndolos suavemente.

Al mismo tiempo el ansioso muchacho hurgaba bajo la minifalda de Clara hasta encontrar los bordes de su calzón. Tiró de ellos, desnudando las partes íntimas de la quinceañera. Así, mientras saboreaba los deliciosos pechos de la joven simultáneamente exploraba su entrepierna. Sin mayor dificultad halló el capullo de la adolescente y tras separar sus pétalos introdujo un dedo en su precioso cáliz.

-Ayyy... -Gimió ella, algo resentida.

Armando no dejó de sentir cierta decepción al comprobar que aquel conducto ya había sido estrenado. No es que hubiese tenido ninguna esperanza de que don Manuel fuera a respetar la virtud de Clara, pero con todo no pudiera evitar pensar que le hubiese gustado ser quien desflorara a la muchacha.

-Dime. Don Manuel fue el primero en metértela, ¿no es cierto? -La interrogó.

-Sí. -Le contestó vacilante mientras Armando seguía acariciándola en medio de sus piernas.

-¿Y cuándo te lo hizo?

-El lunes. -Recordó ella sintiéndose sucia y humillada.

-¿Este lunes? ¿Recién? -Preguntó incrédulo.

-Sí. Este lunes. -Confirmó ella.

Diablos, pensó el joven. Por solo por una semana se había perdido el premio mayor. Si tan solo hubiese estado un poco más atento a la tremenda belleza de aquella muchacha. Si hubiese actuado antes. Pero se contentó pensando en que no valía lamentarse por el pasado y más le valía disfrutar con lo que tenía ahora, que no era poco; aquella dulce criatura totalmente desvalida y completamente a su disposición.

Fue entonces que descubrió que su miembro estaba tan endurecido que apenas cabía en sus pantalones. Tuvo que suspender sus caricias, incapaz de seguir postergando la necesidad de sacarse sus propias ropas.

Alejándose un poco comenzó a desabotonarse la camisa mientras observaba a la niña intentando recatadamente ordenar su falda, como queriendo proteger su intimidad del inminente asalto.

Muy pronto Armando estuvo desnudo delante de Clara, mostrándose por completo ante ella. El joven era ancho de espaldas, y ostentaba una gruesa musculatura tanto en sus brazos como en su pecho. Más abajo sus piernas eran gruesas y carentes de vellosidad, y entre ellas se alojaba un vigoroso miembro, grande y sólido, que se mantenía firmemente proyectado hacia adelante, apuntando hacia la colegiala. Ella esperó recostada sobre la cama.

-¿Ves, Clara? Yo no soy ningún viejo obeso como don Manuel, ¿no es cierto?

Tenía razón. La joven tuvo que reconocer muy a su pesar que el cuerpo de Armando estaba muy bien formado en comparación con el de los dos hombres que se habían acostado con ella anteriormente.

-Soy joven, fuerte y estoy en mucha mejor forma que ese vejestorio. Así que prepárate que te voy a joder como se debe.

Ella no contesto las bravuconadas de Armando. Un incómodo silencio se extendió por algunos instantes.

-Súbete la falda. -Le ordenó Armando finalmente.

Tímidamente la joven obedeció, dejando sus muslos y luego su pubis, expuestos a la mirada del varón.

Él se hincó al lado y acarició las delgadas piernas de la niña, primero con sus manos y después con su lengua.

-Eres realmente deliciosa, pendeja. -Le dijo mientras le levantaba las piernas para poder saborear la parte inferior de sus muslos. -Ya sabía  yo que terminarías siendo mía. Y no del imbécil de tu amiguito José. A ese sí que le gustaría estar en mi lugar ahora, ¿no es cierto Clara?

Ella solo emitió un gemido lastimero, sabiendo que quizás era cierto. Lo que sin duda era verdad era que ella hubiese preferido en efecto tener a José y no a Armando junto a ella en ese momento.

-Pero no. Pobre imbécil. Se le rompería el corazón si supiera lo que tú y yo estamos a punto de hacer. -Comentó entre risas maquiavélicas.

De nuevo metió sus dedos por el orificio vaginal de Clara, y también su lengua. Con su propia saliva procedió a lubricar aún más el estrecho conducto, que ya rezumaba algo de líquido, y cuando estuvo satisfecho se encaramó sobre la menuda muchacha. Le separó las piernas, ubicándolas sobre sus propios hombros, y colocó su engrosado pene en el punto de inserción. Lentamente comenzó a introducir su miembro en el húmedo y tibio sexo de la joven.

-Aaaaaaaaahhhhhh... -Gimió ella a medida que el endurecido órgano comenzaba a entrar. Le sorprendió comprobar que no sentía mucho dolor y que al contrario, la fuerza y la intensidad con que Armando la estaba penetrando hacían que su cuerpo reaccionara con creciente entusiasmo. La juventud y la vitalidad del muchacho, la potencia de sus músculos, su olor a macho en celo, todo ello contribuía a que la quinceañera comenzará sentirse como embriagada y confundida.

-Ahh, eso me gusta. -Comentó el joven a la vez que se inclinaba sobre Clara, permitiendo que el contacto fuese aún más íntimo y profundo. El cuerpo de la muchacha era como un juguete que podía manipular con facilidad, sin que ella opusiera ninguna resistencia. Tampoco encontraba dificultad al penetrarla ya que su miembro encajaba perfectamente en su joven capullo y podía meterlo y sacarlo limpiamente y cada vez con mayor rapidez.

-Aaaahhhh, aaaahhhh, aaaahhhh... -Gimoteaba ella y sin que se lo propusiera comenzó a acoplarse a los movimientos de Armando. El muchacho estaba sumido en el gozo y la expresión afiebrada lo demostraba. Ella en cambio intentaba esconder lo que estaba sintiendo, volteando su rostro, avergonzada por haber terminado entregándose tan  fácilmente a su compañero de escuela.

Entonces él inició el asalto final arremetiendo con renovadas fuerzas, galopando a la muchacha como si fuese una potranca salvaje.

-Grita más fuerte, putita, o afuera no me van a creer que te estoy jodiendo. -Le dijo al mismo tiempo que le daba una fuerte palmada en los muslos.

-Aaayyy... aaayyyy... aaayyy... -Gritó ella siguiendo el veloz ritmo impuesto por el varón.

-Sí, Clara Asiii...  Aaaargh -Gruñó él cada vez más cerca del orgasmo. -Ahora grita mi nombre.

-Ayyy... Armando, ayyy... Armando, Armandooo...

Escuchar a la niña pronunciar su nombre mientras era arrastrada por una incontenible marea de placer hizo que el joven se excitara todavía más, martilleando cada vez con más energía

-Más fuerte. -Le ordenó.

-Armandooo, Aramandoo. Armando, Armandooooo, Aramandaaaaagggghhhh, aaaaagggghhhh, aaaggghhhh... -Explotó Clara sacudida por intensas oleadas de placer.

-Claraaaaahhhh... -Gritó el varón, extasiado mientras sus jugos se vertían dentro de la muchacha.

Él siguió moviéndose, pero cada vez más lentamente. Clara continuaba gimiendo lastimeramente, abatida.

Armando rio satisfecho al contemplar el estado descompuesto en que había quedado la niña. -Sí que te gusta la joda, pendeja. -Comentó él extrayendo su herramienta viril que todavía chorreaba esperma.

*          *          *

Sábado 6:00 PM

-¿Y bien? ¿Cómo estuvo? -Le interrogó don Enrique, apoyado en la camioneta mientras se fumaba otro cigarrillo.

Junto a él estaba un hombre alto y desgarbado, de tez blanca y con pecas. Era don Humberto.

-Muy bien tío. -Contestó el muchacho un poco incómodo por la pregunta, pero incapaz de ocultar su satisfacción

-Bien buena puta la cabrona, ¿no?

-Sí, de lo mejor. –Dijo riendo. -Y pensar que se veía tan señorita en el colegio.

-¿Viste? Las apariencias engañan, ¿no te lo he dicho? -Dijo el capataz dirigiéndose a Humberto. -Al final todas son iguales. A todas les gusta la verga. Incluso a la hijita de Ana María.

El invitado solo sonrió. Por las labores que desempeñaba no solía encontrarse mucho con doña Ana María y a su hija la había visto solo en unas pocas ocasiones, cuando venía de regreso del colegio en compañía de su hijo José. Recordaba haber pensado en algún momento que era una chiquilla muy agraciada y que en el futuro podría llegar a ser una verdadera belleza. Parecía que el futuro había llegado antes de lo que creía. Estaba ansioso por ver si aquello era así y pronto poder poner sus manos sobre aquella joven de la que su jefe le había hablado tanto en los últimos días.

-¿Así que no hubo problemas? -Preguntó don Enrique volviendo a su sobrino.

-No, para nada. Ella se portó muy bien.

-Muy bien. Voy a entrar yo primero para ver que se lave y se ponga algo adecuado. Ustedes esperen aquí hasta que les diga, ¿está bien?

-Si don Enrique. -Contestó don Humberto.

-Si tío. -Emuló el más joven.

-Ah, y Mariana ya debe estar por llegar. Díganle que la estoy esperando adentro cuando llegue.

Ambos asintieron con la cabeza.