LA CERVATILLA Y EL CAZADOR. Parte 1

INSTINTO DE CAZADOR:Primera parte de la historia que narra los sucesos que ocurrieron aquella semana en que cambió la vida de Clarita para siempre.

CAPITULO I

Instinto de Cazador

Querida Ana María:

Prima, ¿cómo estás? Te cuento que acá estamos muy bien y que tenemos todo listo para recibir a Clara. Hemos arreglado para ella uno de los dormitorios y le hemos comprado una cama nueva y algunos muebles para que guarde sus cosas.

Sé que estas triste por esta separación, pero creo que es la  mejor decisión que pudiste tomar. Allá en el campo la niña no tiene ningún futuro, y en cambio acá, en la capital, podrá educarse bien y lograr todo lo que se proponga en la vida.

Pero ahora te necesitamos a ti por lo de los papeles del  colegio y los del juzgado. Es importante que todo esté  listo antes de que llegue Clara, porque de lo contrario no podremos ponerla en el colegio, entre otras dificultades.

Cuanto antes puedas venir, antes podremos solucionar estos asuntos y Clara podrá venirse con nosotros. Sé que temes no estar al lado de la tía Leticia por si le pasa algo, tan enferma que está, pero estoy segura que Clara sabrá cuidarla.

Creo que esto de los papeles puede llevarte algunos días, quizás una semana. Por supuesto  podrás quedarte con nosotros y así podrás ver con tus propios ojos lo que hemos arreglado para Clara y confío en que eso te alegre un poco.

Por ahora, dale un enorme abrazo a tu niña y dile que la esperamos con mucho cariño, y que estamos seguros de que aquí será feliz. Y claro, esperamos quetu podrás venir a verla seguido, aunque por supuesto, sé que es lejos. Pero de vez en cuando podrás venir, ¿no es cierto?

Javier y yo te mandamos muchos cariños.

Que estés muy bien.

Tú prima, Consuelo.

*          *          *

Jueves, 3:00 PM

Después de pasar por su casa para darle de comer a su madre enferma, la señora Ana María volvió rápidamente hacia la mansión de don Gerardo, el dueño de la Hacienda Montero.

El edificio era de estilo colonial, muy antiguo. Sus murallas eran blancas y su techo era de tejas rojas. Tenía dos pisos, y para pasar hacia el primer patio había que atravesar un amplio portal, cuyas rejas negras normalmente se mantenían abiertas.

Un caballo permanecía amarrado junto a una fuente de piedra en el centro del patio, y junto a una de las murallas estaban estacionadas dos camionetas; una era una Chevrolet último modelo, la otra una Ford que bien podría tener unos treinta años.

La mujer avanzó hacia el portón principal, que también estaba abierto, y tras continuar por un pasillo oscuro, accedió a un segundo patio. Este, a diferencia del otro, era un jardín con varios árboles que daban sombra y bajo los cuales habían unas pocas banquetas donde era posible refugiarse del abrasador sol veraniego.

Subió por una escalera lateral, hasta el corredor de la segunda planta. La primera puerta era la recepción de la oficina de don Manuel, el hijo de don Gerardo. Allí estaba Celeste, una mujer de unos sesenta años, y que desde tiempos inmemoriales había sido la secretaria de los Montero. Primero de don Gerardo, y luego de su hijo.

-¿Puedo pasar a hablar con don Manuel? -Le preguntó, ya en camino hacia la puerta del despacho.

Pero con un ademán doña Celeste interrumpió a Ana María.

-Está ocupado en estos momentos. -Dijo la secretaria, con cierto recelo. -Si quieres puedes esperarlo. -Le ofreció, indicando el cómodo sofá de cuero negro ubicado en un costado.

No se necesitaban más palabras. Ana María tenía una idea muy clara de que era lo que mantenía ocupado al hombre. Cualquier duda que pudiera tener se esfumó cuando escuchó un par de golpes sordos y unos gemidos ahogados pronunciados por una suave voz femenina.

*          *          *

La joven estaba de espaldas sobre el escritorio, con su pequeño vestido negro levantado hasta la cintura. Entre sus largas piernas se hallaba un hombre macizo y corpulento, y  que se movía espasmódicamente mientras la penetraba.

Ella se llamaba Mariana y tenía veintiún años. Era alta y delgada.  Sus ojos eran claros y su cabello oscuro. Trabajaba como asistente en la cocina en la mansión. Pero, claro, también cumplía con otro tipo de servicios.

Él era por supuesto, don Manuel Montero. Tenía cincuenta años Era el verdadero amo y señor de la Hacienda desde que su padre, don Gerardo, había caído postrado, unos años atrás, víctima de la arteriosclerosis. Por lo tanto era el hombre más rico y poderoso en aquellas vecindades, y estaba acostumbrado a obtener todo lo que quería. Si a mitad de la mañana le daban ganas de introducir su verga en las entrañas de una hermosa mujer solo tenía que mandar llamar a su empleada favorita, la exquisita Mariana, para atender sus necesidades.

Ella siempre venía, siempre dispuesta, como había sido desde el primer día, cuando llegó a la Hacienda buscando empleo y un lugar donde vivir. Don Manuel había decidido comprobar de inmediato los méritos de la muchacha y al quedar plenamente satisfecho permitió que Mariana se quedara.

Tres años habían pasado desde entonces. Tres años en los que él había gozado todo lo imaginable con el soberbio cuerpo de la joven. Había sido maravilloso y don Manuel no tenía razones para quejarse. Pero con el tiempo aquella relación abusiva también terminó cayendo en la monotonía y el hacendado ya no sentía la misma excitación del principio y sus orgasmos eran cada vez menos intensos y placenteros.

Como en ese mismo momento, que la tenía allí debajo suyo, sometida y entregada a lo que él quisiera hacerle. Tomándola de su estrecha cintura con sus gruesas manos se la acomodo un poco, y siguió empujando sin mucho entusiasmo. Cuando sintió que estaba cerca del final dejó que todo su enorme peso cayera sobre la mujer, descargando en las profundidades de su sexo.

-Aaahhh... aaaahhhh.... ¡aaaaaahhhhhhh! -Exclamó al alcanzar el clímax.

-Aaaahhhh... -Se quejó ella, mezclando sus gemidos con los del varón. Dobló sus piernas y las apretó contra los costados del voluminoso vientre masculino. -Ahhhaaa.... aaahhha... aaahhh…

*          *          *

Ya no se oían ruidos desde el otro lado de la puerta y Ana María supuso que todo había terminado. Sin embargo pasaron unos minutos antes de que Mariana saliera de la oficina de don Manuel, y cuando lo hizo mostraba una expresión desencajada, sus cabellos en desorden y su falda arrugada.

-Buenos días señora Ana María. -Dijo con voz apenas audible cuando paso a su lado, cabizbaja y alisándose el vestido.

Ella le respondió el saludo y la vio marcharse con pasos vacilantes. La joven le inspiraba mucha lastima, naturalmente. Apenas si podía imaginar todas las humillaciones y vejaciones que debía soportar diariamente atendiendo los caprichos de su perverso patrón.

Sin embargo Ana  María estaba convencida de que era una gran suerte que esa chiquilla hubiese llegado a la Hacienda y de que se dedicase a saciar la lujuria de don Manuel. Es que al hacendado siempre le habían gustado las mujeres jóvenes, incluso niñas de corta edad. Bien lo sabía ella por experiencia propia. Pero eso había sido hacía mucho tiempo y ya no importaba. Ahora lo que le preocupaba era su propia hija, que tenía tan solo quince años recién cumplidos, y que, no podía negarlo, se estaba convirtiendo en una joven hermosa y atractiva. Seguramente aquel pervertido ya habría puesto los ojos sobre su niña, o en alguna de las otras muchachas que trabajaban en la Hacienda, si no fuera porque tenía a Mariana a su alcance y con ella parecía estar conforme.

-Don Manuel dice que puede pasar. -Le indicó Celeste, interrumpiendo sus amargas reflexiones.

*          *          *

Cuando Ana María entró al despacho, el hombre estaba de pie, todavía abrochándose el cinturón. Pero luego se sentó y miró a la mujer.

-Buenos días señor. -Saludó Ana María con sequedad. Nunca había apreciado a aquel hombre y no se esforzaba mucho por ocultarlo. Tampoco era necesario pues él lo sabía perfectamente.

-Buenos días. -Contestó el volviendo la mirada a su propio escritorio, donde empezó a ordenar algunos papeles. -¿Qué pasa? ¿Qué es lo que es tan importante que no puede esperar hasta más tarde?

La verdad era que ella venia solicitando una entrevista desde hacía una semana y él nunca parecía tener tiempo para atenderla.

-Bien. -Comenzó vacilante. -Es que quería pedir un permiso para la próxima semana. -Explicó. -Tengo que ir a la capital a ver a unos parientes, y bueno... Tendré que faltar.

-¿Cuánto tiempo me dijiste? ¿Cuándo? -Interrogó el hombre, con su atención siempre dedicada a los documentos que se había puesto a revisar.

-La próxima semana. Parto el domingo, y volvería en una semana.

-Oh, está bien señora Ana María, está bien. Mire que estoy muy ocupado. Vaya a la capital y quédese allí todo el tiempo que quiera. No me moleste más. -Indicó él.

-¿Su padre? -Empezó ella.

-Ya veré quien puede encargarse de él. Supongo que mi padre podrá vivir una semana sin usted, y si no, bueno, ¡que se joda el viejo!

Don Gerardo. La mujer sabía que la única razón por la que seguía trabajando en la Hacienda era por el anciano. Si no fuera por él, don Manuel la habría despedido hacía tiempo o ella misma se habría largado. Nadie sabía porque, pero don Gerardo siempre había tenido en gran estima a su madre, doña Leticia, y nunca había dejado de preocuparse por ella, y luego también por su hija, Ana María. Algunos extraños rumores circulaban entre los más viejos, pero ella no daba ningún crédito a dichas habladurías. El hecho es que desde que don Gerardo se hallaba enfermo, insistía en que fuese Ana María quien cuidase de él y de sus necesidades.

Para don Manuel aquello era causa de frustración permanente. Porqué aunque era él quien ahora manejaba las riendas de la Hacienda, su progenitor seguía siendo el dueño de todo y bien podía desheredarlo y dejarlo sin nada en el último momento. Por lo mismo desde niño había aprendido a evitar despertar las iras de su padre y en este caso lo mejor era esperar que el viejo se muriera. Ya no le quedaba mucho de todas maneras. Como fuese, ahora don Gerardo tendría que arreglárselas por un tiempo sin su criada favorita y eso igual le provocaba una muy privada y personal satisfacción.

-Gracias, don Manuel. -Dijo ella luego de unos instantes, no queriendo aparecer como compartiendo las duras palabras del hombre respecto de su progenitor.

-Nada, nada. Vaya no más. -Confirmó haciendo un ademan. Ana María empezó a retirarse, pero antes de que alcanzara la puerta, don Manuel le volvió a hablar. -Un momento, ¿y su madre, doña Leticia?

-Sigue igual don Manuel, usted sabe. La pobrecita ya no se mueve y no reconoce a nadie.

-Bueno, ya tiene sus años. -Dijo sin ningún tipo de afecto. -¿Pero quién se preocupara de ella mientras usted anda en la capital?

-No hay problema señor. Mi hija se encargará de eso.

-Oh, me parece. Muy bien. -Indicó. -Hace tiempo que no veo a su hija, Ana María... ¿cómo esta ella? Ya debe estar grande. -Preguntó, pero más a sí mismo, sin mucho interés en una respuesta.

-Sí señor.

-Oh. Está bien. Hasta luego Ana María. -Dijo don Manuel, dando por terminada la conversación.

La mujer abandonó por fin el despacho, aliviada. Por un momento llegó a sospechar que sus peores temores podían hacerse realidad, así, súbitamente, pero no. Solo habían sido palabras de una muy mal fingida cortesía. Además, solo faltaban algunos días, y entonces Clara partiría de esa Hacienda maldita para siempre, y ya nunca más estaría al alcance de don Manuel, o de los sinvergüenzas que trabajaban con él. Si, su hija se merecía algo mejor, se merecía ser feliz. Lo sabía. Su prima Consuelo tenía razón. No podía permitir que a Clara le sucediera algo como lo que casi le había pasado a ella.

*          *          *

Treintaicuatro años antes.

Era un soleado día de verano y Ana María llevaba encima un delgado delantal de cuadros blancos y rosados, además de sus sandalias. Era temprano y la niña había decidido ir a ver a una gata que había parido en el galpón abandonado cerca de la alberca.

El lugar era penumbroso y sucio. Y al fondo, entre unas cajas de cartón, estaba la camada, tal como había descubierto la tarde anterior. La chiquilla se hincó al lado y se asomó para ver a las crías. Ahí estaban, eran cuatro. La madre estaba al lado, dándoles leche, así que no se atrevió siquiera a intentar tomar alguno.

En eso estaba, concentrada en la tierna escena, cuando escuchó un ruido detrás de ella.

-Hola. -Dijo una voz grave y tosca. -¿Cuál es tu nombre?

-Ana María. -Contestó con timidez.

-Yo soy Manuel, Ana María. -Dijo él. -Soy el hijo de don Gerardo. -Agregó.

En aquel entonces don Manuel era un hombre fornido y vigoroso sin que todavía fuera muy evidente la prominente panza que desarrollaría más tarde. Andaba a torso desnudo y usaba unos pantalones cortos.

-¿Y qué estás haciendo, Ana María? -Preguntó, acercándose a ella.

-Estoy cuidando a estos gatitos.

-Ah, ¿sí? -Dijo con interés. -¿Me dejas ayudarte?

-Claro. -Contestó ella sin muchas ganas, pero sin poder oponerse a la propuesta del hijo del patrón.

Él se sentó a su lado. Sintió su intensa sudoración. Encontró su inquietante mirada y su ancha sonrisa. De pronto la presencia de aquel hombre le pareció en extremo amenazadora y detestaba profundamente que tocara, o que ni se acercara tan solo a aquella desamparada familia felina.

-A ver. Entonces me voy a poner un poquito más cerca para verlos. -Anunció don Manuel, recostándose por detrás de Clara. Era verdad que desde allí podía observar cómodamente a los animales, pero también era cierto que se ubicó de tal modo que la niña no tuvo otra opción que apoyar su espalda en el vientre del varón. Entonces él, de una forma sumamente natural, dejó que uno de sus brazos rodeara a la muchacha por arriba y su mano fue a descansar en el regazo infantil. Él pudo sentir la suave piel de las piernas de la pequeña y al instante su miembro viril reaccionó endureciéndose por debajo de sus pantalones.

-Son muy lindos, Ana María. -Comentó él. -Pero tú también eres muy linda. -Le dijo mientras la sujetaba con una mano y con la otra acariciaba sus cabellos color negro.

-¿Que está haciendo...? -Preguntó ella, indecisa, sin entender mucho que pasaba.

-Nada Ana María, nada. Tranquilita no más. -Dijo mientras sus manos se deslizaban por aquel cuerpo infantil. Una de ellas se dirigió ávida hacia el pecho de la niña, donde recién empezaban a aparecer los primeros indicios de un futuro desarrollo. La otra se introdujo entre sus muslos y subieron en busca de su prenda más íntima. Ella quedó con el vestido parcialmente recogido, y así  Manuel pudo observar el borde de su blanco calzón. Inmovilizó a la pobre criatura manteniéndola atrapada entre sus brazos y  piernas, y adelantando su cadera de modo de poder sentir su encantador trasero bien apretado contra su entrepierna, estimulando directamente su virilidad.

-Esto... Tengo que ir donde mi mama. -Indicó ella, desesperándose.

-Tu no vas a ir a ninguna parte, niña, hasta que yo te diga. -Señaló él mientras besuqueaba la cara y el cuello de la joven, deslizando sus labios y su húmeda lengua a lo largo de aquella piel tan suave como la mantequilla.

Sus dedos desaparecieron bajo la tela del calzón intentando alcanzar las partes más  secretas de aquel cuerpo tan menudo que se retorcía indefensa entre sus brazos. De pronto hubo ruido de pasos. Don Manuel se detuvo un instante y volvió la cabeza.

-No Manuel, ella no. -Dijo la voz de su padre, Gerardo Montero. El hombre se acercó enfurecido hacia su hijo. -Te he dicho que no te metas con la señora Leticia ni con su hija, ¿me entendiste?

El joven se levantó y enfrentó a su padre, quien lo agarró de los hombros y lo zamarreó con fuerza.

-Leticia es una mujer muy buena, ¿me entiendes? -Le dijo. -Y no voy a permitir que le hagas daño ni a ella ni a su familia. Anda y búscate una campesina analfabeta o anda a la casa de putas del pueblo si tanto lo necesitas, pero no te metas con esta niña, nunca, ¿entendiste?

-Sí, padre, entendí... -Contestó sumisamente el muchacho. Ya muchas veces había constatado el resultado de despertar la furia de su padre como para querer provocarlo innecesariamente.

-Ya, ándate de aquí será mejor. -Le ordenó.

Tan rápido como pudo el joven abandonó el lugar, sintiéndose frustrado y humillado, pero cuidándose de no demostrarlo. Entonces don Gerardo puso su mirada en Ana María, que se estaba arreglando sus ropas.

-Ya hija, ya todo está bien. Vaya donde su mama. -Le dijo.

-Gracias señor. -Respondió ella muy recatadamente. Sabía que estaba hablando con el patrón, el hombre que era el dueño de todo en la Hacienda.

-¿Me haces un favor? No le digas nada de esto a tu madre. ¿Ya?

-Sí, señor. -Aceptó la niña. La verdad era que ella tampoco quería comentar nada de lo sucedido. Solo quería dejarlo atrás, olvidarlo, como si nunca hubiese pasado. Aun así de ahora en adelante sabía que tendría que tener cuidado con el hijo de don Gerardo.

*          *          *

Jueves, 4:00 PM

La Hacienda Montero era un fundo enorme, y que había pertenecido a la familia de don Manuel desde tiempos de la colonia. En su interior había varios campos, bosques, un lago, e incluso una pequeña villa; un humilde caserío donde vivían muchos de los obreros y empleados de la Hacienda.

Eran gente pobre y sus pequeñas casas eran de barro y de tablas de madera. Se amontonaban en el escaso espacio que existía entre unos campos de maíz y un viejo camino a medio pavimentar, el mismo que llevaba a la finca y luego a Pedregales, el pueblo más cercano. También en esa dirección estaba estero que servía las necesidades de la población.

Esa tarde, como todos los días de lunes a viernes, dos escolares se acercaban por el camino hacia una de las últimas casas, una de las más modestas y miserables. Una era una niña, el otro un muchacho. Venían de la escuela, que quedaba en Pedregales, a casi cuatro kilómetros de distancia. Sin embargo no parecían cansados. Era un viaje que emprendían cotidianamente, de ida y de vuelta, y ya estaban acostumbrados a la caminata, la que tenían que realizar tanto bajo el intenso calor del verano, como en medio de las lluvias invernales.

Ella vestía una camisa blanca con corbatín rojo y una falda azul oscuro. También calcetas de color blanco y zapatos negros, un poco desgastados por el uso. Finalmente un bolso de cuero colgaba de su hombro. Era una muchacha de mediana estatura, y de contextura delgada. Sus cabellos eran oscuros y sus ojos de color castaño. La piel era de un todo pálido. Su rostro era de finos rasgos y muy hermoso. Se llamaba Clara, y era la hija de Ana María. Aquella humilde morada a la que se dirigía junto a su acompañante era donde vivía, junto a su madre y su abuela.

Él era José. Tenía dieciséis años y también vivía en la villa, junto a su madre, doña Matilde, y a su padre, don Humberto, un hombre abusador que no había dudado en hacerlo trabajar desde temprana edad en la Hacienda. Iba a la escuela en las mañanas, pero inmediatamente después debía dirigirse a los establos para cumplir con su deber. Era una vida bastante sacrificada para un muchacho de su edad, y sin embargo cada día se le hacía maravilloso, porque tenía la oportunidad de caminar junto a Clara, primero temprano hacia el colegio y luego de regreso.

A veces era incluso mejor, cuando doña Ana María lo invitaba a pasar.  En algunas ocasiones le ofrecía almuerzo, la mayoría tan solo un refresco, pero eso no le preocupaba. Lo importante era que por primera vez en su vida estaba enamorado y agradecía cualquier circunstancia que le permitiera estar con la muchacha de sus ensoñaciones tanto tiempo como fuese posible.

Sin embargo era un joven tímido y retraído, y nunca se había atrevido a expresar sus sentimientos. Por eso, y como siempre, la mayor parte del trayecto lo habían realizado en completo silencio. No sabía de qué hablarle a la muchacha. Tenía miedo de parecer torpe y prefería mantener la boca cerrada. Pero eso implicaba que no había razón para mirar directamente a su compañera, y por lo tanto casi todo el camino lo pasaba observando por el rabillo de su ojo el andar de Clara. A veces inventaba alguna razón para girar su cabeza, como mirando casualmente un elemento del paisaje o algún vehículo que los sobrepasaba veloz por el camino. Solo así podía disponer de unos instantes para contemplarla y aun entonces evitaba ver su rostro y se conformaba con un rápido vistazo a sus piernas o su busto. Sí, porque durante el último tiempo había empezado a fijarse en sus pechos, cada vez más desarrollados.

Distraído en tales pensamientos José no se dio cuenta cuando por fin llegaron hasta la casa de la joven. Clara se adelantó para abrir la puerta. Así, por unos instantes  José pudo observarla por detrás, la estrechez de su cintura, la perfecta curvatura de su trasero, y sus largas piernas.

-Mama no está. -Anunció Clara con cierta vacilación mientras hacía girar el picaporte. -Fue a ver unos asuntos al pueblo... ¿Quieres pasar a tomarte un refresco? -Le ofreció.

Por unos segundos José fue incapaz de creer su suerte. ¿Era posible? Iba a estar a solas con Clara en su casa. Bueno, no a solas, realmente. Estaba doña Leticia, la abuela, pero era como si no hubiera nadie, postrada y senil, como se encontraba. Si, por supuesto que sí, era la respuesta que surgía de su corazón. Quizás si esta vez se atreviese a decirle algo, ¿quién sabe?, se dijo a sí mismo.

-Claro, porque no. -Contestó haciendo lo imposible por parecer desinteresado.

Ella entró primero, y luego hizo pasar a su invitado sosteniendo la puerta. Ingresaron a una sala pequeña, de piso de tierra y paredes de barro y paja. Había la mesa, las sillas, un sofá y algunas otras cosas. A pesar de todo la habitación permanecía bien ordenada y limpia.

-Siéntate, José. -Le indicó. -Voy a ver si la abuela necesita algo y ya te traigo tu refresco.

-Gracias Clara. -Contestó él, sentándose en el sofá, disfrutando la sensación que quedó en sus labios tras pronunciar el nombre de la muchacha.

El joven se removió inquieto. De pronto se sentía sudoroso y sucio, y hubiese querido tener la posibilidad de arreglarse un poco. Pero claro, eso era imposible. Pensó en pedir el baño, pero en eso volvió Clara, con dos vasos de zumo de naranja en las manos. Uno se lo ofreció al joven sonriendo. Se sentó junto a él, apenas a unos escasos centímetros de distancia.

-¿Que música te gusta? -Le preguntó inesperadamente la joven.

-Este... ¿de todo? -Respondió dubitativo.

-A mí me gustan las canciones de Harry Moreno... ¿lo conoces?

José había escuchado hablar del artista del momento y por el cual todas las chiquillas de la escuela parecían haber perdido la cabeza, pero no conocía sus canciones.

-No mucho. -Confesó.

-Oh. -Manifestó la joven un poco decepcionada. –Mira, tiene muchos temas famosos, como Ámame como me Aman las Mujeres que me Aman , ¿la ubicas? Mira, es así...

Clara comenzó a entonar una canción cuya letra trataba de un personaje que aparentemente tenía mucho éxito con las mujeres. Por supuesto, José no estaba muy interesado, pero decidió no interrumpir y aprovechó el momento para mirar de reojo las rodillas de su compañera, que ahora estaban muy cerca de su propio ser. Luego se atrevió a observar más arriba, allí donde la suave y pálida piel de los muslos femeninos desaparecía bajo los pliegues de la falda. Si tan solo esa prenda se levantará tan solo un poco más, pensó. Por un instante se imaginó contemplando la parte superior de aquellas piernas hasta encontrarse con una delicada prenda de color blanco, la misma que cubría secretos que para José aún eran del todo desconocidos.

Mientras tanto, Clara había seguido hablando de música, pero en un momento se detuvo y miro fijamente a su amigo. Sorprendido, el joven creyó por un instante que habían adivinado sus impropios pensamientos.

-¿Sabes que me voy? -Le dijo de pronto.

-¿Cómo así? ¿Te vas a dónde? -Pregunto él.

-Me voy a la capital, donde unos parientes.

-¿Por cuánto tiempo? -Continuó él, sabiendo desde ya que cada día que no pudiera ver a Clara sería una verdadera tortura.

-Para siempre, José. -Anunció ella.

Un abrupto silencio se prolongó por varios segundos.

-Pero ¿cómo? ¿Por qué? -Logró articular finalmente el muchacho. De pronto una enorme angustia le apretaba el corazón.

-Mama dice que es mejor que me vaya a estudiar allá, que podré ir a un buen colegio. -Tan ocupado estaba José en impedir que sus emociones se revelaran, que no notó que los ojos de la niña se habían humedecido y que ahora también esquivaba la mirada del muchacho.

-Que bien. -Declaró por fin. -Estoy seguro de que lo pasaras muy bien en la capital.

-Sí, yo creo también. -Asintió Clara, sin más comentario.

*          *          *

Amargura y desesperación. Lo único que quería era irse de ahí y refugiarse en su propio cuarto para lamentar su desgracia. No quería hablar con nadie, ni siquiera con Clara. Se terminó la bebida y se despidió tan pronto como pudo. Ya era hora de su jornada de trabajo, así que se dirigió a la Hacienda, pero que en vez de ir hacia los establos se encamino a un galpón abandonado, no muy lejos de la casa patronal.

El lugar era sombrío, perfecto para descansar un rato y ordenar sus pensamientos. Se sentó detrás de unos empaques de heno, oculto de la mirada de quien pasara por afuera. Y entonces pudo pensar. Pensó en Clara, en que ya no la iba a ver más y que no sabía cómo podría soportar aquello. Ella en cambio encontraría nuevos amigos en la ciudad y muy pronto ni siquiera se acordaría de la amistad que ambos habían compartido. Y si, allí también encontraría a alguien que sabría hacer lo que nunca había podido, decirle que le gustaba y escuchar una respuesta semejante, luego besarla y abrazarla. Una cosa llevaría a la siguiente y no pasaría mucho antes de que aquel audaz capitalino terminara haciendo suya a la ingenua y hermosa muchacha campesina. Estaba seguro de ello.

Recordó su rostro angelical y su risa. Y de nuevo sus piernas, delicadas como la porcelana. Deseo haber tenido la oportunidad de poner sus manos sobre ellas. Sentir la suavidad de aquella piel. Subir un poco, y otro poco más, hasta internarse debajo de su falda.

Casi sin darse cuenta sus manos se habían metido bajo su propio calzoncillo y ahora acariciaba su miembro, apretando y soltando, adelante y atrás. Lentamente al principio, pero cada vez con más fuerza comenzó a masturbarse. Siempre pensando en ella. Se imaginó a si mismo abriéndole la camisa colegial y bajándole la falda. Ella acostada sobre los fardos de paja, separando sus deliciosas piernas para él. Pidiéndole que le quitara su pequeño calzón, rogándole que tomara su primera vez.

Con ese pensamiento el joven finalmente derramó su semen sobre el piso del galpón.

*          *          *

Viernes, 7:30 AM

Don Manuel contaba con un verdadero ejército de obreros y peones que mantenían la Hacienda familiar en perfecto funcionamiento. Podría haber confiado en cualquiera de ellos la tarea que ahora necesitaba realizar, pero había cosas que era mejor hacerlas uno mismo. Y cuando se trataba de concretar ciertos arreglos con los hombres del alcalde era necesario ser doblemente cuidadoso.

Así que se levantó temprano, sacó su espléndida camioneta Chevrolet, y se encaminó hacia el pueblo, concentrado en los asuntos que debía resolver. Había conducido solo durante unos minutos cuando vio más adelante a dos jóvenes, un chico y una chica. Probablemente iba camino a la escuela, pensó el terrateniente. Por supuesto, aquello era una situación muy cotidiana y no habría reparado en ellos si no hubiese sido por un impulso repentino que lo hizo mirar por segunda vez, dirigiendo instintivamente sus ojos hacia la muchacha. No era muy alta, pero si delgada y esbelta, y sus suaves curvas destacaban gracias a un uniforme colegial que le quedaba un poco pequeño. Si, su falda era demasiado corta y le permitía apreciar la exquisita curvatura de su trasero y la deliciosa delgadez de sus largas piernas.

Sin embargo siguió avanzando, convencido de que era solo una ilusión y que al verla de frente solo comprobaría que era un ser espantoso. Grande fue su sorpresa cuando en el último momento miró hacia atrás y atisbó el rostro de un ángel.

En un primer momento no reconoció a la hija de doña Ana María, pero unos instantes después pudo recordar. De facciones delicadas y una expresión de inocencia contenida, era evidente que la niña había cambiado mucho desde la última ocasión en que la había visto. ¿Cuándo había sido aquello? Comprobó sorprendido que habían pasado muchos años. Entonces ella era apenas una criatura impúber, sin ninguno de los atributos que las hembras comienzan a desarrollar durante la adolescencia. Ahora en cambio era una preciosa muchacha en la flor de la juventud, con todo lo que tenía que tener para despertar el deseo de cualquier hombre que la viera. Don Manuel detuvo la camioneta.

-Muchachos, ¿van a la escuela? -Les preguntó asomando su cabeza por la ventanilla.

-Si señor. -Respondió el muchacho.

-Vamos, que los llevo.

Los jóvenes corrieron hacia el automóvil, y don Manuel abrió la puerta del copiloto. Como sus intenciones eran claras, cuando el muchacho hizo el intento de meterse adelante él lo detuvo.

-Vamos, no seas mal educado, las damas adelante. -Le hizo ver.

-Por supuesto, perdón señor. -Dijo el muchacho un poco avergonzado.

-Por aquí jovencita. -Le dijo a Clara invitándola a entrar. La niña aceptó sintiéndose ligeramente halagada. José abrió una de las puertas de atrás y se instaló en uno de los asientos posteriores. Don Manuel volvió a acomodarse en su lugar, encendió el motor y avanzó.

-Clara es tu nombre, ¿no es cierto? -Le preguntó a la joven. Ella asintió con la cabeza. Entonces el hombre miró por el espejo retrovisor. -Y tú eres José, el hijo de Humberto, ¿no?

-Sí señor. -Contestó el aludido.

-¿Sabes José quien soy yo?

-Sí señor. Usted es don Manuel.

-Ah, qué bien. Y sabes que soy dueño de todas estas tierras y que soy el patrón de tu padre, ¿no es cierto? -Dijo, haciendo un ademán con el brazo, abarcando los campos que le rodeaban.

-Sí señor.

-Me parece. -Señaló don Manuel. Y de reojo miró a Clara, solo para constatar que la muchacha había entendido quien era el que mandaba ahí. Sorprendido de nuevo por su arrebatadora belleza, casi se le corta el aliento. Su rostro era redondo, sus cabellos lisos y negros. Una boca pequeña y unos labios delgados, pero tan rojos como una manzana madura. En su pecho destacaban dos sugerentes abultamientos que se movían ligeramente a causa de las vibraciones del vehículo. Más abajo había unas piernas finamente esculpidas y cuya superficie era de un suave y pálido tono rosado, sin ninguna mancha ni cicatriz. Tal vez todavía era una niña, pero también era ya una joven mujer, una con la que cualquier hombre soñaría con tener en la cama.

Continuó conduciendo en silencio, pero mirando de vez en cuando las distintas partes del cuerpo de Clara que estaban a la vista. De ese modo el viaje que al principio le había parecido tan aburrido se volvió mucho más agradable.

-Tengo entendido que la próxima semana te quedaras a cargo de tu casa, Clara. Tu madre me contó que se iba a la capital. -Dijo de pronto el hombre.

-Si señor. -Contestó la joven sin saber que más agregar.

-Y tendrás que cuidar a tu abuela.

-Si señor. Ella no está muy bien.

-Supongo que tu madre tendrá un asunto muy importante en la capital. No veo como de otro modo podría dejar sola a la señora Leticia. -Comentó don Manuel, más para sí que para nadie más.

-Es que Clara se va de la hacienda. -Intervino de pronto José, sin saber claramente porque. Quizás con la inconsciente esperanza de que don Manuel de alguna forma pudiese cambiar las cosas.

-¿Si? -Interrogó el conductor. -¿Cómo es eso? ¿Se va de vacaciones? -Dijo hablándole a José, comprendiendo que el muchacho estaba mucho más dispuesto a conversar que su compañera.

-No, no. Para siempre. Se va a vivir con unos familiares. -Le informó José.

-Ah, ya veo. ¿Y cuándo partes, Clara?

La joven giró la cabeza hacia al lado y por primera vez su mirada se cruzó con la de don Manuel. De alguna forma se sintió intimidada, pero eso no le impidió contestar.

-De este al otro fin de semana, creo. En cuanto regrese mi madre. Usted ve, no podemos dejar sola a la abuela.

-Si entiendo. -Afirmó don Manuel quien volvió a hundirse en sus pensamientos. Pero estos ya no tenían que ver con los asuntos que tenía que resolver en el pueblo. Ahora su preocupación era que había poco tiempo y mucho que hacer antes de que Clara se fuera de la hacienda. Porque claro, acababa de tomar la determinación de hacer suya a la hija de doña Ana María antes de que partiera, y gozar con ella todo lo que su propio padre nunca le permitió gozar con la madre.

*          *          *

Viernes, 10:00 AM

José y Clara iban en clases distintas, así que el muchacho solo podía verla durante los descansos, momentos que esperaba con ansia durante toda la mañana. Pero aun entonces normalmente no hallaba ninguna excusa para acercarse a ella y solo se conformaba con mirarla desde lejos. Allí, agazapado en algún rincón del patio, observaba como otros estudiantes de la escuela, que tenían más valor que él, iban hasta donde la joven y charlaban con ella sobre quien sabe que cosas.

En aquella ocasión, sin embargo, cuando por fin salió de una clase particularmente aburrida, no pudo ubicar a Clara. No era algo anormal, puesto que ella también era tímida y se sentía incomoda con el reciente interés que algunos chicos habían comenzado a mostrar por ella. Es así como solía esconderse en algún lugar, a veces sola o para conversar con alguna de sus amigas.

Los minutos pasaron y José comprendió decepcionado que el descanso finalizaría muy pronto. Habiendo perdido la esperanza de poder encontrarse con Clara se encaminó hacia los baños. Pero entonces, mientras avanzaba, escuchó ruidos; voces de hombres provenientes de un estrecho corredor que conducía a ninguna parte. Y también la de una chica, una que conocía muy bien, la de Clara.

Sin pensarlo mucho se asomó para averiguar lo que pasaba. Ahí estaba ella y su amiga Isabel, una muchacha bastante obesa y poco agraciada. Rodeando a las dos había cinco rufianes comandados por Armando, un alumno del último grado, el matón de la escuela. Discutían con las jóvenes por la posesión de unos pasteles que ellas habían comprado en el bazar de la escuela y que habían decidido compartir en aquel rincón, lejos del bullicio. Pero el grupo de varones había estropeado todo y ahora reclamaban su parte de la merienda.

Armando se las había ingeniado para quedar justo detrás de Clara, y con su enorme cuerpo la presionaba contra los demás muchachos. Su desagradable rostro mostraba una expresión de intensa satisfacción producida por el hecho de haber logrado colocar el trasero de la colegiala precisamente donde él quería, apoyado firmemente contra la parte baja de su vientre. Al mismo tiempo que una de sus manos se deslizaba hacia arriba y hacia abajo, lentamente, por la parte superior de una de las piernas de la joven.

Clara sabía lo que estaba pasando, pero no podía hacer mucho, pues todos los secuaces de Armando la empujaban y apretaban. Otro logró poner una de sus manos sobre los pechos de Clara, pero ella la retiró inmediatamente.

-Ven chicas. Tienen que compartir lo que tienen, o si no les va a ir muy mal. -Amenazó Armando.

-Ahhh... -Exclamó Clara cuando el líder de la pandilla terminó por darle un fuerte apretón en las nalgas. Lo empujó con un codo y con un certero movimiento logró salir del tumulto. Tomándose de la mano, las dos amigas escaparon veloces hacia las salas de clase, dejando abandonado sus pasteles en manos de los abusadores. José apenas tuvo tiempo de salir de donde estaba, para no ser visto por sus agraviadas compañeras.

Pero no pudo evitar ser descubierto por uno de los pandilleros, y antes de que se diera cuenta estaban todos encima suyo. El propio Armando lo tomó del cuello de la camisa y lo empujó contra la pared.

-¿Que estabas mirando pendejo? -Dijo Armando. -Miren lo que tenemos aquí, si es el amiguito de la zorra. -Agregó cuando reconoció a José. -Viste como la manoseábamos, ¿no es cierto? Te gustaría, ¿no es cierto? Tocarla y besuquearla, claro que te gustaría.

José se mantuvo en silencio, aunque más por el miedo a una paliza que por otra causa.

-Pues, olvídalo. Muy pronto esa zorrita va a ser mía y le va a quedar gustando y queriendo que le dé más. Y claro que le voy a dar más y más. Hasta que se reviente de tanto moco que le voy a meter adentro. Así que ni lo pienses pendejo. Clara va a ser mía, así que no te quiero ver cerca molestando, ¿entiendes? -Concluyó al tiempo que le daba dos sendos puñetazos en la base del estómago.

José quedó en el suelo, adolorido, mientras los rufianes se alejaban. Tocaron la campana y el muchacho tuvo que arreglárselas para poder llegar a clases, ignorando el dolor y la humillación.

*          *          *

Viernes, 9:00 PM

-Nunca, nunca más, Clara. Nunca más te acerques a don Manuel, ¿me entendiste? -Reprendió doña Ana María a su hija.

Ya era de noche, y estaban sentadas en la mesa, compartiendo una humilde cena, cuando a la muchacha se le había ocurrido comentarle a su madre que el hacendado la había recogido en el camino y la había llevado hasta el colegio. La niña no entendía la razón del repentino ofuscamiento de su progenitora.

-Pero, ¿por qué? -Se atrevió a preguntar.

Doña Ana María no supo que responder. Naturalmente no iba a contarle a la niña sobre las malas costumbres de aquel hombre, pues eso requeriría explicar muchas otras cosas que, a su juicio, su hija aún no estaba lista para saber.

-Don Manuel es un hombre muy ocupado, y simplemente no deben molestarlo. -Contestó por fin.

-Pero si él se ofreció.

-Nunca más, Clara. Y se acabó. ¿Me entendiste? -Dijo la mujer cerrando la discusión.

-Si madre.

No se habló más y continuaron comiendo calladas. Considerando la reacción de su madre, Clara evito hablar sobre la desagradable experiencia que había tenido en el colegio durante el descanso y prefirió irse a la cama tan pronto como pudo.