La Cena de mama

Cuando ya no hay que comer.

La cena de mamá

Ya es de noche, la alacena esta vacía, y en cualquier momento harán la pregunta de siempre.

Estoy cansada, realmente cansada. Cuando nacieron mis hijos los adoraba, pero hoy, sin trabajo, sin marido, y ya sin ganas de seguir, me los quitaría de encima. Estoy cansada de ellos.

¡Tengo hambre ma! – dijo Luis, el mayor de todos, y agregó preguntando, casi suplicando una mentira–, ¿hoy tampoco comeremos?

Les juro que al escuchar esas palabras, y al ver esa carita, se me abrió el corazón de lado a lado, pues en realidad los quiero, los amo con todas mis fuerzas, que no son muchas; pues no recuerdo cuándo fue la última comida completa que probé. Sí, estoy flaca, pero ellos están aún más débiles que yo, y realmente no sé cómo lograr un centavo para comprar al menos un litro de leche, pedir... robar... venderme.... probé todo y estoy igual.

¡Dije que tengo hambre ma! – repitió insistente, y colmó mi poca paciencia.

¡Callate la boca!, - le grité furiosa, y dejó de hablar, como si el silencio significara dejar de pedir.

¡Me cansan!, cada vez que insisten con la comida me fastidian, sé que tienen hambre, sí, mucha, ¿pero acaso no entienden que no tengo nada para darles?

Pan, sí, en la bolsa del baño habían quedado dos panes... corriendo fui a buscarlos, y los encontré, no había dos, había tres.... alcanzarían para esta noche.

¡Chicos!, a comer ,- los llamé desde mi amargura.

Venían tomados de la mano, desde el mayor al menor, con una carita de entusiasmo que se diluyó al ver la cena.

Tomen, hay un pedazo para cada uno, coman – les dije, intentando disfrazar alegría en mis palabras.

Claro que yo también tenía hambre, ¿pero qué podía hacer?, comían ellos o comía yo. Y la decisión era la misma de todas las noches.

¿Qué es lo verde? – me preguntó Luis

Nada, hijo, nada... comé que está rico, -le respondí.

¡Está muy duro! – reclamó María.

Cómelo despacio, hija, o mojalo en agua, -le contesté.

¡Comen como bestias!, -pensé- , no dejan nada, ¡pobrecitos!, ¿qué van a dejar?, -reflexioné-, me hace ruidos la panza. ¿No dejan nada?. No.

¡Tengo más hambre ma! – interrumpió nuevamente mis pensamientos Luis.

Ya comiste, ahora a dormir – le ordené de un grito ahogado en bronca.

Pero era un pedazo muy chico, me pica la panza... – me respondió casi en llanto.

Ese lamento se fue multiplicando por cada uno de mis hijos: tenían hambre, yo también tengo hambre, no sé qué hacer, no encuentro la forma... no los soporto más...

¡Paren de llorar! – grité, y, al instante se devoraron las lagrimas.

Los cinco se quedaron tiesos, mirándome con los ojos húmedos de lágrimas. ¿Y yo a quién le lloro?, -me pregunté-, observándolos desde mi bronca por su incomprensión. Ellos tienen en quién apoyarse... ¿tienen en quién apoyarse?, -me cuestioné- los estoy matando de hambre, me dije y corrí hacia ellos, los abracé muy fuerte, y sin fingir mi dolor sólo atiné rogarles que me perdonaran..

Cuando crezca voy a conseguir comida para todos, - me dijo Luis, y su mirada buscó la mía, no para perdonarme, sino demostrarme que me comprendía.

Esa noche tomamos un vaso grande de agua, y nos fuimos a acostar. No puedo explicarles que es lo que se siente cuando ves a tus hijos irse a dormir sin haber comido más que un pedazo de pan. ¿Y mañana?, me pregunté, aunque no quería pensar en mañana.

Ya de madrugada el llanto de Maria rompió el silencio, ¿no puede parar de llorar?, cuestioné intentando taparme los oídos con la almohada.

¡Basta Maria, no llores más! –le grité, y nuevamente por mi orden se calló.

Ni dormir tranquila me dejan, pensé entre broncas... Yo también tengo hambre, me duele el hambre.... y luego de recapacitar, entendí...¡tienen hambre!, ¡mis bebes tienen hambre y no tengo nada para darles! La desesperación me llevó a la cocina, a los cajones; salí a la puerta, busqué en la basura del vecino, entré nuevamente, fui a la alacena, y una y mil veces saqué todo y no encontré nada, sólo el frasco de veneno para ratas que me había dejado el delegado municipal.

Las manos me temblaban, el estómago me dolía, y lloré sentada en una silla con ese frasco en mi mano... Lo abrí, miré dentro, está lleno, dije. Y no paraba mi llanto.

Tengo hambre, -le dije en voz baja al frasco.

Y en ese instante, con cara de sueño y la almohada bajo el brazo entró Luis, quien luego de mirarme, me abrazó y me quitó el frasco vacío de la mano, suplicándome al oído que no lo deje... que esa noche dormiría conmigo...

Amadeus Floyd (21-08-2003)