La cena de los personajes

Para celebrar su relato número 100, Kalashnikov prepara una cena a la que acudirán unos invitados muy especiales.

La noche había caído hacía ya un par de horas. Era algo que nunca me había gustado del invierno. No eran ni las seis cuando el cielo se oscurecía y los sonidos diurnos se iban apagando. Ahora, pasadas las ocho de la tarde, el silencio y la oscuridad creaban un entorno casi tétrico en la enorme mansión. Encendí un par de luces de la casa para huir del ambiente inquietante y me solacé unos segundos con la absoluta calma que se respiraba. Cualquier otro día habría aprovechado la quietud para sentarme ante el ordenador y ponerme a escribir un rato, pero esa noche era distinta. En una hora y media, mis invitados comenzarían a llegar y yo debía tenerlo todo preparado.

Me detuve en el pasillo, a medio camino entre el gran salón y la cocina y repasé la lista mental. No podía quitarme de la cabeza la idea de que me faltaba algo. La carne estaba en el horno, las bebidas se enfriaban en la nevera y la mesa estaba puesta antes de que el sol cayese. Diez sillas rodeaban la gran mesa de ébano primorosamente preparada para la ocasión.

­–Joder, la chimenea –maldije. Si bien era cierto que, a pesar de las fechas, no hacía demasiado frío, una de las razones de que hubiera elegido aquel caserón perdido en la sierra para la cena era que el salón poseía una gran y preciosa chimenea que me ayudaría a crear el ambiente reconfortante que esperaba.

Volví a la sala y encendí el fuego para que fuera caldeando la estancia. No eran más que las ocho y media y supuse que tendría que volver a alimentar la hoguera antes de que llegasen todos, pero tener el fuego ya encendido calmó un poco mis nervios.

Me detuve ante el amplio ventanal. El paisaje, aun de noche, era hermoso. Los montes se recortaban sobre el oscuro horizonte y la exuberante vegetación era como un manto que se derramaba desde las cimas hasta llegar a pocos metros del chalet. La luna llena, flanqueada por una miríada de estrellas, brillaba en el cielo bañando las copas de los árboles con un reflejo plateado.

–Precioso –suspiré antes de que el pitido insistente del horno me sacara de mis ensoñaciones.

Eché una ojeada al asado, y apagué el horno dejándolo dentro para que el calor terminara de dorarlo. Me froté las manos con impaciencia y decidí salir al balcón para fumarme un cigarro mientras esperaba que llegasen los invitados. La noche era primaveral, fresca y llena de aromas, y me encantaba.

Solo le había dado un par de caladas al pitillo cuando el timbre sonó. Miré extrañado al reloj de cuco e incluso comparé la hora que marcaba con la de mi móvil por si se hubiera estropeado. No era así. Alguien se había adelantado casi una hora.

Cuando miré por la mirilla, no pude evitar que una sonrisa asomara en mi boca. Era ella.

Abrí la puerta y me encontré de nuevo ante aquellos dos ojos verdes que siempre me dejaban sin palabras.

­–Bienvenida…

No me dejó decir más. La muchacha saltó a mis brazos y me plantó un morreo de órdago que me pilló desprevenido. Tardé un par de segundos en corresponderla como se merecía. El calor de su cuerpecito menudo me trajo más recuerdos de los que pensé.

–Te he echado mucho de menos. Mucho, mucho, mucho… -me dijo la chiquilla tras despegar sus labios de los míos.

–¿Por eso has venido tan pronto?

Niña Lucía, mirándome con sus verdes luceros y su semblante aniñado, simplemente sonrió.

–¿Soy la primera? –preguntó mientras pasaba al interior de la casa. No había cambiado nada en todos estos años. ¿Cómo iba a hacerlo? Incluso seguía con su camisetita ajustada de tirantes, que escondía unos pechos casi inexistentes, y su minifalda vaquera que, como siempre, resaltaba su culo perfecto.

–Siempre lo has sido, Luci.

–Vaya… No has reparado en gastos –dijo al entrar en el gran salón-. ¿Necesitas que te ayude con algo?

–No… ya está todo preparado. La cena está en el horno y el resto de los invitados estarán al caer. ¿Te hace una copa mientras esperamos?

Niña Lucía se volvió hacia mí con un giro grácil que hizo que su media melena rubia se abriera durante un instante como los pétalos de una flor. Se apartó un mechón que había caído cerca de su boca y asintió sin dejar de sonreír. Preparé un “Cosmopolitan” para ella y un “Destornillador” para mí.

Nos sentamos en los sofás junto a la pequeña mesa cerca de la chimenea, intentando mantener la integridad y limpieza de la mesa grande hasta la hora de la cena.

–Entonces… ¿Cuántos vamos a ser? –preguntó con su tono despreocupado.

–Diez. Contándonos a nosotros dos, seremos diez.

–Buen número. Diez personas para celebrar tu relato cien. Lo tienes todo pensado, ¿eh?

Reí y asentí, aunque lo cierto es que no podría haber reducido ni ampliado mucho el número. Las invitaciones me habían parecido las justas y oportunas.

–¿Por qué te has dejado barba? No me gusta cómo te queda. Te hace viejo –se quejó, señalándome la cara.

Charlé un poco con Niña Lucía, olvidándome un poco del reloj que me había tenido nervioso todo el día. Unos minutos después de que el insidioso cuco diera las nueve, el timbre de la puerta volvió a sonar, al mismo tiempo que iba a sacar el asado del horno.

–¡Joder, qué casualidad!

–Abre tú, Kalash, yo saco la cena –dijo Niña Lucía, dejando su vaso ya vacío sobre la mesita y saliendo en dirección a la cocina.

–¡Jaime! ¡Bienvenido! –exclamé cuando abrí la puerta y me encontré a mi segundo personaje de la noche, Jaime Vargas.

–¡Caronte, carajo! ¡Qué buena idea tuviste! –respondió el argentino, abriendo los brazos en gesto fraterno.

–Hoy soy Kalashnikov, Vargas. Caronte es otro cuento… -reí mientras nos abrazábamos, con cuidado de no tirar la botella de vino que traía él en la mano derecha.

–¿Soy el primero? ¿Quedamos a las nueve y media, no?

–Sí, quedamos a y media. Y no, no eres el primero –cascabeleó una voz femenina desde la cocina.

–Vaya, vaya… La famosa Niña Lucía… Por fin nos conocemos.

Jaime hizo una sutil reverencia cuando la muchacha apareció de nuevo por la puerta.

–Tú debes ser Jaime Vargas, ¿no? Encantada.

Vargas estiró cortésmente la mano, pero Niña Lucía obvió el movimiento y se acercó para darle dos besos.

–Che… ¿Será que mi fama me precede? –preguntó, reponiéndose rápidamente de la sorpresa.

–No, tu acento argentino te precede –respondió ella antes de soltar una risilla divertida.

–Venga, chicos –intervine-, sentaos a la mesa, no creo que los demás tarden mucho.

–Las damas primero, por favor…

Ambos, Lucía delante y Jaime detrás, pasaron al salón mientras yo echaba un vistazo a la cocina. Niña Lucía había sacado los nueve pedazos de carne y el tofu del horno y los había colocado en sus respectivos platos. Destapé la olla que tenía apartada y fui colocando cuidadosamente el acompañamiento junto a la carne. Estaba con el último plato, el de tofu, cuando la puerta volvió a sonar.

–Vargas, ¿abres tú? –grité desde la cocina, mirando por última vez el reloj de cuco que finalmente marcaba las nueve y media. Puntualidad en estado puro.

–Con gusto –oí una voz responder desde el salón.

Agucé el oído y, tras el saludo del argentino, escuché otro par de voces, una masculina y otra femenina. Eso reducía las posibilidades a una de las dos parejas que había invitado.

–Huele bien. ¿Es la cena? –dijo el hombre recién llegado con una voz seca y potente.

Dudas disipadas.

–Enseguida estoy con vosotros, Ajdet. Pasad con Vargas al salón.

Dejé los platos preparados y volví con mis personajes. Allí, junto a Niña Lucía y Jaime Vargas, estaban Ajdet y Rayma, vestidos ambos con anacrónicas túnicas blancas. Aunque supongo que, viniendo de varios siglos antes de Cristo, era lo más cercano a unos ropajes de gala para una cena formal. El Rey Toro me miró a los ojos en cuanto atravesé la puerta y sentí como si su mirada me atravesase. Esos ojos pequeños, que parecían casi encerrados entre su pelo despeinado y su poblada barba se clavaban en mí como dos pequeñas dagas.

–Buenas noches, Kalashnikov. ¿Cuándo vas a continuar mi serie? –Duro y a la encía. Así era él.

La bella Rayma reprendió calladamente a su marido, pero lo cierto es que tenía razón.

–Lo sé, lo sé, Ajdet, lo siento. Es que ya sabes… Después de tanto tiempo…

–Tiempo es precisamente lo que me sobra -rechistó él, liberándome de ese duelo de miradas en el que me iba dominando por completo-. Pero bueno, hoy hemos venido a divertirnos, ¿verdad? Dejemos a un lado que me has abandonado –concluyó con una sonrisa sarcástica.

Casi agradecí que el timbre volviese a sonar.

–Yo abro –dije automáticamente, volviendo a la puerta.

Abrí despreocupadamente y no pude evitar dar un respingo al ver lo que me esperaba al otro lado.

–Buenas noches, Kalash. ¿Llego a tiempo? –preguntó la mujer, vestida única y exclusivamente con un cinturón de fibras de árbol trenzadas. Nada más que su cinturón. No sé si me impactó más su cuerpo desnudo o el arma de obsidiana que llevaba en el cinto.

–¿Te has traído el cuchillo, Elena?

–Llámame Sibucu –respondió la sentinelî , pasando por mi lado mientras aún trataba de recomponerme de la impresión-. Vaya mierda de hoguera… voy a ponerle un poco más de leña –masculló nada más entrar en el salón.

Antes de cerrar la puerta, eché una inocente ojeada a ambos lados para cerciorarme de que nadie la hubiera podido ver llegar así. Obviamente, no había un solo vecino en muchos quilómetros a la redonda. Tal vez por eso me sobresaltó tanto escuchar de nuevo el timbre nada más cerrar.

La sonriente pareja saludó de forma cortés. Sinceramente, eran los dos en los que más curiosidad tenía por ver cómo llegaban. No sabía si me iba a encontrar al joven profesor y a su alumna de instituto, al hombre maduro y la mujer recién salida de la cárcel o, como al final habían aparecido, el hombre de mediana edad y la joven universitaria.

–Perdona la tardanza, Kalashnikov, Marisa ha tardado horas en prepararse –se excusó el hombre en cuanto abrí, antes de que su partenaire me extendiera una nueva botella de buen vino que recogí displicentemente.

–¡Marcos, Marisa, qué gusto veros! Acompañadme…

Tomé del brazo a la joven ante la atenta mirada del profesor y pasamos los tres juntos al salón, donde el resto ya había tomado asiento. No pude evitar una mueca divertida al ver a Jaime Vargas tratando de disimular su mirada lasciva hacia los pechos de Sibucu. La sentinelî parecía feliz sabiéndolo, pero estaba más concentrada mirando alternativamente a Rayma y Niña Lucía. Solo cuando entró Marisa de mi brazo pareció cambiar el foco de atención.

–Bienhallados todos. Veo que esta noche tenemos un nutrido y diverso grupo –dijo Marcos entrando en el salón, y comenzando con los saludos.

Tuve que darle la razón al profesor. Era un grupo muy diverso. Aunque lo que más me sorprendió, al verlas juntas, fue la similitud de rasgos entre Rayma y Marisa. Ambas tenían la misma fina nariz y hasta la forma de los labios era muy parecida. Si la mujer del Rey Toro no hubiera llevado su larga cabellera por debajo de la cintura y sus vestimentas fueran tan distintas, me hubiera costado distinguirlas.

–Bueno, Kalash, ¿quiénes van a ocupar las dos sillas libres? –preguntó Marisa.

–¿No preferís que mantenga la sorpresa? ¿Quién creéis que falta?

–Bueno, somos cuatro hombres y cuatro minas , yo creo que falta una pareja más. Sos un obseso de la simetría –aventuró Jaime.

–¿Apuestas algo por ello, argentino? –rio Sibucu, que volvía a la mesa tras haber conseguido un buen fuego en la chimenea.

–No sé… no creo que traiga a otra pareja… para mí, que serán de dos relatos distintos –terció Rayma.

–Pienso como la Reina –apuntó la sentinelî .

Marché a la cocina y cogí unas cuantas botellas, entre ellas las dos de vino que habían traído mis personajes, mientras dejaba que hicieran sus quinielas.

–Esta la he traído especialmente para ti, Vargas –dije, una vez de nuevo en el salón, lanzándole un botellín de “Quilmes”.

–¡Cómo me conoces, bribón! –dijo emocionado al tener la cerveza en sus manos.

–Llevas mucho tiempo en España, ¿no? –le preguntó Marisa- Ya casi no tienes acento.

–¿Sabés cómo acabó la última mujer que me dijo eso? –respondió el argentino con una sonrisa.

–¿Muerta? Conociendo a Kalash, es capaz –dijo Niña Lucía, arrancando una carcajada general.

–Oye, que últimamente me estoy portando bien. Ya casi no mato protagonistas. Casi.

Habíamos conseguido un ambiente genial. Incluso Rayma se atrevió a bromear diciendo que no hacía falta que me apresurara en terminar su serie. Que le gustaba estar viva. Lo estábamos pasando tan bien, que no me di cuenta de la hora que era hasta que el timbre volvió a sonar.

Eran ya las diez menos diez.

–Vaya, ya pensé que no vendrías, estábamos a punto de empezar sin ti.  –le recriminé a Carmen en la puerta.

–Cielo, la estrella siempre ha de hacerse esperar, ¿no?

La femme fatale de “La chica juguete” llevaba un exuberante vestido de noche que se ajustaba como un guante a su no menos exuberante figura. Su sonrisa prepotente y su tardanza me molestaron durante un segundo, pero no podía enfadarme con ella… ¿Acaso no la creé así?

–¡Hola a todo el mundo! Ya puede empezar la cena –dijo haciendo su entrada triunfal en el salón.

–Bueno, aún falta un invitado –le contradije, preguntándome dónde estaría el último de ellos.

–¿Quién? –inquirió, molesta, echando una mirada a su alrededor para reconocer a los personajes allí presentes.

–A ver, si descontamos “Las ensoñaciones de Lucía”, que estoy segura que no se habría prestado a esta cena, solo quedan personajes de un relato por aparecer, y no creo que hayas invitado al comatoso –dijo Sibucu, abriendo los brazos en un gesto que hizo bambolearse un poco sus pechos desnudos. Eran bastante más pequeños que los de Carmen, por ejemplo, pero aun así parecían muy apetitosos.

–¡Qué bruta eres, Elena! –la reprendió Niña Lucía en mitad de una carcajada.

–¿Quién falta, Kalash? –preguntó lacónicamente Ajdet.

–Eso. ¿Quién falta, Kalash? –dijo de pronto tras de mí alguien con un extraño acento.

–¡JODER! –la voz a mi espalda me sobresaltó hasta el punto de dar un pequeño bote. También los personajes dieron un respingo.

Me giré y lo vi sentado en el sillón junto a la chimenea, mirándonos con una expresión divertida en el rostro.

–Me has asustado… –No fue hasta ese mismo momento en que me di cuenta de mi error. Mi personaje no tenía nombre. Vale que solo había protagonizado dos escenas de “Noche de suerte”, pero sin lugar a dudas era el personaje más importante y el que tenía que venir en representación del relato y, sin embargo, no tenía nombre.

–Ahora te das cuenta, ¿eh? –rio jocosamente el grandullón negro, incorporándose- No te preocupes. Puedes llamarme “Africano”, me decías así en el relato.

Todos los personajes fueron saludando al enorme negro mientras este avanzaba hasta su lugar en la mesa. Todos, excepto Sibucu, que lo miraba anonadada.

–Barón S… -empezó a musitar la sentinelî , pero el africano le hizo un leve gesto para que callase mientras sonreía.

–Ey, ey, ey, ey… ¿Qué es eso? ¿Qué os estáis diciendo? Elena, ¿sabes su nombre? –me quejé-. Se supone que sois mis personajes…  ¡No podéis tener secretos para mí!

La carcajada fue generalizándose y yo, que en un primer momento me sentí como el ser más estúpido del mundo, no pude más que vencerme al ambiente y acabar riendo como ellos.

–¿Eres familia de Yasid? –preguntó Ajdet, viendo cómo el imponente negro tomaba asiento.

–Puede ser –rio el Africano–. Pero tendría que remontarme demasiado en mi árbol familiar, ¿o no?

Dos cosas me perturbaron de la intervención del último personaje. La primera, el extraño acento, con mezcla de inglés y, por encima de todo, francés que estaba usando y, en segundo lugar, que me pareció notar cierto tono deliberadamente misterioso cuando pronunció ese “¿o no?”.

–Está bien… ¿Quién me ayuda a sacar los platos? –dije, para obligar a mi cerebro a dejar de dibujar ese extraño mapa mental que estaba creando, y Marcos, Marisa y Rayma se ofrecieron  al momento- Uno más. ¿Sibucu, nos ayudas?

–¿Eh? –Elena pareció salir repentinamente de su estupor cuando dejó de mirar al africano- Claro, claro, te ayudo.

En la cocina, fui repartiendo platos, dejando deliberadamente para el final el plato de tofu de Elena y así quedarme a solas con ella, mientras los demás se iban con un plato en cada mano.

–¿Qué sabes del africano? –pregunté mientras le entregaba un plato de asado, al que miró con cierto asco. Estaba claro que, aunque se había visto obligada a comer animales en su isla, no había abandonado su vegetarianismo.

–¿Yo? N-nada, si ni siquiera hablas de él casi en el relato –dijo, impaciente porque le entregase su plato de tofu y salir pitando de la cocina.

–Va, Elena, he visto cómo lo mirabas, no pued…

–Dame los platos –escupió secamente, casi arrancándome el último de las manos.

Todavía desconcertado, la seguí hasta el salón y volví a mi puesto, presidiendo la mesa, entre Marcos y Niña Lucía. La cena dio comienzo y me alegró ver que mis invitados no tenían problema ninguno en relacionarse entre ellos. Ajdet y Rayma parecían los personajes más fuera de lugar, sobre todo a la hora de echarse algo a la boca. Aunque la segunda parecía haber investigado cómo usar los cubiertos y se esforzaba en darles utilidad con cierta torpeza, el primero había desistido de ello y cogía el pedazo de carne con ambas manos para darle enormes mordiscos.

–Rey Toro, usa los cubiertos, anda –dijo Jaime con algo de sorna.

Ajdet lo fulminó con la mirada, agarró su cuchillo y lo clavó en el asado con tanta fuerza que hizo temblar la mesa y a punto estuvo de romper su plato.

–O no… lo que quieras –El argentino tragó saliva y volvió a mirar su propio plato mientras Ajdet se acercaba el ensartado trozo de carne de nuevo a los labios para darle un buen bocado.

–Bueno, Kalash, ¿por qué estamos hoy los diez aquí? –preguntó Marcos- Espero que  no sea porque quieres versionar los “Diez negritos” de Agatha Christie.

Todos, excepto los reyes del Gran Río, Carmen y Elena estallamos en carcajadas.

–No, no. Hoy prometo no cargarme a nadie –respondí entre risas, tras casi atragantarme con el vino-. Hoy estamos para pasarlo bien y para agradeceros que, por todos vosotros, he llegado a mi relato número cien.

–¡Pues por tu relato número cien entonces! –animó Jaime Vargas elevando su copa de vino recién llenada, tras haber dado cuenta de su “Quilmes”.

Brindamos y continuamos con la cena. Tras terminar el asado y retirar los platos vacíos, saqué con mucho cuidado el postre: Una tarta de tres chocolates. La repostera había puesto especial cuidado en el símbolo que la decoraba, y que había creado especialmente para mí, a sabiendas de lo que me gustaría. Una especia de bandera pirata que, en lugar de tibias, tenía una pluma y un “AK-47” cruzados bajo la calavera. Jennifer se había ganado el sueldo con aquel dibujo de fondant.

–¡Guau! ¡Está muy guapa! ¿La has hecho tú? –preguntó Niña Lucía en cuanto vio la tarta.

Reí.

–No, ya quisiera yo… Lo ha hecho una amiga, Jennifer, ya la conoceréis –añadí con una sonrisa.

–Jennifer… ¡Qué nombre más ‘choni’! –bufó Elena.

–¿Algún problema con los nombres ‘chonis’, Sibucu? ¿Te recuerdo cuál es mi nombre real? –respondí bromeando.

–Retiro lo dicho.

La tarta estaba deliciosa y, llegado el turno de los chupitos, esta vez fue el Africano quien se levantó y se dirigió al mueble bar del salón. Volvió a la mesa con una botella sin etiqueta, que contenía un líquido verde y que puedo prometer que no estaba allí cuando llené el mueble antes de la cena.

–Ah, Kalashnikov… qué buen gusto tienes para los licores –dijo el oscuro grandullón mirando la botella antes de colocar diez vasos de chupito en hilera.

–Eh… ¿Sí? Sí, claro… -respondí sin ninguna seguridad.

El Africano sonrió ampliamente tras repartir los vasitos llenos del licor y la blancura de su sonrisa creó un contraste imposible con la oscuridad de su piel.

–¡Por nuestro autor! ¡Y por sus personajes!

El resto de los invitados repitieron su brindis y bebieron automáticamente su chupito.

–¡Delicioso! ¿Qué es? ¡Jamás probé cosa igual! –exclamó Vargas- ¡Che, Kalash! ¡Bebe, carajo!

Me di cuenta de que era el único que aún no había probado el brebaje. No sabía de dónde había sacado el Africano esa botella y su extraña actitud y ese acento que no lograba identificar me escamaban demasiado. Pero los dieciocho ojos de mis personajes se clavaban en mí, expectantes, y fueron demasiada presión. Sin querer pensarlo mucho, abrí la boca y dejé que el líquido verde descendiera hacia mi estómago.

La bebida era muy extraña, tenía un riquísimo sabor dulce y fuerte, con cierto regusto frutal sobre una base de ron, pero emanaba un calor extraño que no podía achacar al nivel de alcohol que tenía, que de todos modos debía ser bastante a tenor del picor que me quedó en la garganta.

–Fabuloso –sonrió de forma ligeramente perversa el Africano, haciendo un leve gesto sobre el ala de su chistera-. Brindemos otra vez.

Los vasos de chupito volvían a estar llenos y brindamos nuevamente. ¿Cuánto hacía que el Africano llevaba puesta la chistera? El líquido verde volvió a calentarme el interior y yo solo pensaba que quería un sombrero como ese, con sus calaveras adornando el ala.

–Esto está demasiado rico –musitó Marisa, que de pronto tenía las mejillas arreboladas.

–En efecto –la secundó su profesor-. ¿Qué es, Africano?

–Es un secreto de mi familia –respondió este, con su raro acento anglo-francófono.

–¡Uh, qué calores! –Carmen se daba aire al rostro con la mano, y parecía como si su respiración se acelerase.

Todo pasaba muy rápido, pero yo lo veía demasiado lento. El tiempo se doblaba y hasta me pareció ver retroceder un par de veces el segundero del reloj de la pared. El brazo de Rayma se movía suavemente y, por la dirección que llevaba, se podía asumir que estaba acariciando el paquete de su marido. Los pezones de Sibucu se habían hinchado y erguido, y Vargas no podía ocultar la lujuria de su mirada hacia Niña Lucía.

–Antes te he dicho que no te quedaba bien la barba, pero sinceramente te da un aire muy atractivo –me confesó la joven adolescente, inclinándose sobre mí y posando sus manos sobre mis mejillas.

Las manos de Lucía estaban calientes. Sus labios, cuando se posaron sobre los míos, también. Mi cuerpo ardía y una poderosa erección me alzaba los pantalones.

Tal vez fue ese beso. O quizá el gemido de Marisa. Pudiera ser que todo comenzara cuando Sibucu se levantó de su asiento y, pasando por detrás de Vargas, se acercó a Carmen y le regaló un sensual beso en la parte izquierda del cuello. No lo sé.

Lo único que sé es que, mientras de fondo se escuchaba la risa del Africano, mis manos tomaron conciencia propia y comenzaron a acariciar la espalda de Niña Lucía, que se colocó sobre mi regazo, juntando su torso plano con el mío mientras el beso que nos dábamos iba cargándose de saliva y lujuria.

Ajdet apartó de un manotazo los platos del postre y subió a Rayma sobre la mesa. Las túnicas volaron. El Vargas se conformó con compartir a Carmen con la sentinelî y sacarse la polla para que esta la masturbara con su mano derecha mientras con la izquierda abrazaba a Sibucu sin dejar de besarla.

Escuché el sonido de la cremallera de los pantalones de Marcos al abrirse y el suspiro que se le escapó al profesor universitario cuando su alumna se embutió su tieso ariete en la boca.

Mis manos descendieron por la espalda de Niña Lucía y amasaron ese culo joven y perfecto sobre la tela de su minifalda vaquera. Pero no era suficiente, así que bucearon bajo la prenda para encontrarse de pronto con la piel ardiente y desnuda de su culo.

–¿No llevas braguitas, Niña Lucía? –pregunté, con la voz convertida en un gruñido.

Como única respuesta, la joven rio con su risa jovial y tintineante y me quitó la camiseta mientras mis manos recorrían una y otra vez la perfecta rotundidad de su trasero.

¿En serio menos de diez minutos antes estábamos cenando como gente normal?

El Africano lo miraba todo entre risas mientras se fumaba un enorme puro cuyo humo, en lugar de elevarse en el aire, caía y se extendía sobre la mesa, donde Rayma recibía con sumo placer las potentes embestidas de Ajdet.

–Para. Desnúdate –ordenó Marcos a Marisa, que dejó de chuparle la polla al instante para levantarse y comenzar a desabotonarse la blusa.

El aroma a sexo empezaba a hacerse notar en el ambiente. Elena y Vargas habían tumbado a Carmen, ya desnuda, sobre el sofá y se repartían sus enormes pechos, chupándolos, mordiéndolos y lamiéndolos. También con las manos parecían haber llegado a un acuerdo y, mientras el argentino la penetraba con dos dedos, la sentinelî frotaba con firmeza su clítoris.

Me dije que mi partenaire no podía ser la única que aún anduviera vestida, así que, mientras se frotaba conmigo, la quité la camisetita de tirantes y la obligué a separarse de mí momentáneamente para retirarle la minifalda, tesitura que ella también aprovechó para prácticamente arrancarme los pantalones y los calzoncillos.

Marcos sobaba a Marisa, y esta resistía sus caricias tratando de no retorcerse demasiado, Rayma había colocado sus tobillos sobre los hombros de Ajdet y su coño chapoteaba en cada embestida de la poderosa verga del Rey Toro, Vargas penetraba a Carmen mientras esta le comía el coño a la sentinelî que, sentada sobre su cara, no podía ocultar sus gemidos, y yo no podía más que admirar los fantásticos cuerpos de mi obra.

Niña Lucía volvió a colocarse sobre mí, aunque esta vez dirigió mi polla a su coñito depilado y se empaló en un solo movimiento. La risa del Africano, del “Barón” como lo había estado a punto de llamar Sibucu, seguía resonando, aunque ya no podía verlo en ningún lugar del salón. No me importaba. Nada fuera de Niña Lucía y de mi cuerpo me importaba. Me quité los calcetines con los pies por pura inercia mientras la adolescente botaba sobre mí, estrujándome la polla con expertos movimientos de su coño.

–¿Te importa follarte a Marisa? –le dijo Marcos al Rey Toro, y a ambos, tanto a la universitaria como a Ajdet, les brillaron los ojos.

El líder guerrero abandonó su puesto junto a su esposa y se dirigió hacia la joven, que lo esperaba a cuatro patas. Pero Rayma no quedó desatendida, pues fue Marcos quien tomó el lugar entre sus piernas sin darle tiempo a recuperar el aliento.

Los pequeños pezones de Niña Lucía casi parecían querer arañarme el pecho del mismo modo que sus uñas me arañaron la espalda mientras llegaba al clímax por primera vez. Su chillido ocultó el grito de placer de Marisa cuando la polla de Ajdet avasalló su empapado coñito, también depilado.

Lo cierto es que, desnudas, Marisa y Rayma eran más distintas de lo que me habían parecido vestidas. La primera tenía unas caderas más estrechas, y sus areolas eran como la mitad de tamaño que las de la segunda. Las diferencias se agudizaban al verlas follar. Rayma prácticamente gritaba en cada arremetida de Marcos, mientras la universitaria dejaba denotar su placer con meros gemidos que, de todas maneras, eran igual o más eróticos que los berridos de la reina.

–Te la voy a quitar un ratito –me dijo de pronto alguien a mi izquierda.

Me volví y vi a Sibucu, desnuda y salvaje, de pie, mirando con ansia a la adolescente que botaba sobre mi cuerpo.

Niña Lucía sonrió halagada y, a mi pesar, se desacopló de mí para tomar la mano que le extendía la lesbiana, no sin antes compensarme con un sensual beso en los labios.

Al quedarme solo tuve unos instantes para pensar, aun cuando la dolorosa erección de mi entrepierna, que clamaba por un lugar húmedo y cálido donde alojarse, el cada vez más persistente aroma a sexo que flotaba en la estancia y el maldito calor interno que me había causado la bebida del “Barón” me dificultaban el raciocinio.

“¿Cómo habíamos llegado hasta ese punto?”, me pregunté. “Vamos, ¿En verdad creías que podías juntar a diez personajes de TR en una sala y salir sin haber sudado un poco?” me respondí, aunque la voz en mi cabeza tenía un extraño acento de Nueva Orleans.

Ni siquiera tomé en consideración que me había contado entre los personajes, como si fuera uno más y no el autor, ¿pero acaso no era yo mismo protagonista de la mayoría de los poemas que tengo publicados?

No era momento para esas disquisiciones. Carmen botaba encima de Vargas y su culo maduro y firme se me antojó algo delicioso, así que avancé hacia la pareja.

La femme fatale elevó un suspiro nasal cuando me arrodillé tras ellos y coloqué mi lengua sobre su ano, peligrosamente cerca de la polla que le barrenaba el sexo. Carmen rebajó la velocidad de sus movimientos para permitirme que le ensalivara a conciencia el culo.

Primero un dedo  y luego otro, fui agrandando la puerta posterior de Carmen mientras con la otra mano acariciaba los testículos del Vargas. Era una orgía y no había lugar para mojigaterías de ningún tipo, no serían los primeros que tocase aparte de los míos. A Jaime no le debió parecer mal el nuevo tacto ya que noté cómo un escalofrío de gusto le recorría.

Una palmada resonó en el salón, seguido por un quejido de Marisa.

–¡No! –gritó Marcos, desde su posición, follándose a la mujer del Rey Toro- No la golpees.

Ajdet pareció enfurecerse durante un instante, como si le molestara que alguien le diera órdenes, pero algo desvió su atención de nuevo a su compañera de coito. Sin lugar a dudas, Marisa estaba brindándole una buena sesión de movimientos internos.

–Trátame bien y yo te trataré bien –suspiró sensualmente la universitaria, calmando la furia del Rey y animando su libido, ante lo que pude relajarme. No estaba en posición ni en ánimo para mediar en una pelea entre un portentoso guerrero prehispánico y una enloquecida hembra.

Al hombretón le debió parecer un buen trato porque evitó volver a palmear ese suculento trasero y se conformó con seguir taladrando el joven coñito de Marisa.

Por mi parte, una vez preparado el conducto de Carmen, fui metiendo mi verga por su culo al tiempo que, tal y como veía por el rabillo del ojo, Sibucu y Lucía se enzarzaban en un placentero sesenta y nueve y los otros personajes habían decidido compartir, además de las parejas, la postura, follándose Marcos y Ajdet a Rayma y Marisa a cuatro patas. Fue el profesor el primero en correrse, aunque salió en el último instante para poder rodear a ambas mujeres y eyacular en sus caras, que luego se limpiaron mutuamente a lengüetazos mientras Marisa seguía disfrutando con los envites de Ajdet.

La nueva presión añadida dentro del cuerpo de Carmen pareció ser demasiado para Jaime Vargas que, con un gruñido, se corrió dentro de ella, arrancándole también un orgasmo a la mujer, cuyas contracciones se hicieron notar en mi polla, la que aún seguía taladrándole el culo.

Los gemidos, los orgasmos, las posturas se sucedían. Niña Lucía y Sibucu parecían haber entablado una competición sobre quién de las dos era capaz de causarle más orgasmos a la otra. Si los gemidos y los movimientos no me habían engañado, Lucía ganaba por la nada desdeñable puntuación de cinco a tres.

Hincándole los dedos en la cintura a Marisa, finalmente Ajdet también se corrió bufando y resoplando, aunque mantuvo la erección unos cuantos segundos más hasta que su compañera también estalló en otro poderoso clímax. Alguien descubrió en algún lugar un depósito de tallitas húmedas y estas comenzaron a volar para limpiar los diferentes fluidos.

Follándole el culo, Carmen gozó de un pequeño orgasmo que la hizo pedir clemencia o, por lo menos, algo de descanso antes de seguir.

–No te preocupes, yo terminaré con eso.

La sorpresa no fue la frase, sino quién la dijo. Abrazándome desde atrás y acariciándome sutilmente la polla cuando salió del recto de Carmen, Elena, la lesbiana declarada de “Sentinelî” se ofrecía a llevarme a mí al orgasmo.

–Bueno, si tengo que probarlo, ¿quién mejor que contigo? –me dijo son una sonrisa pícara antes de besarme. Me limpió la polla con una de las toallitas y se colocó sobre mí.

Lo cierto es que los dedos de Carmen primero y Lucía después habían conseguido que el coño de Sibucu estuviera preparado de sobra para acoger lo que viniera, por lo que mi polla suave y cálidamente en el interior de la joven, que acusó la intrusión con un largo, hondo y excitante suspiro.

La calidez de aquel coño y el saber que era el primer hombre que lo penetraba casi me hicieron correrme en aquel mismo momento, pero aguanté lo suficiente como para que Elena me pudiera cabalgar con brío.

Sus pechos temblaban ante mí, y no pude evitar chupar y morder sus pezones con una violencia que hasta a mí mismo me sorprendió. Sin embargo, ella no acusó el dolor, y sus gemidos solo hacían que refrendar el enorme placer que la barra de carne alojada en sus entrañas le causaba.

No negaré que se movía con cierta torpeza sobre una polla, pero lo compensaba con una dulzura en sus movimientos que logró hacer que me vaciase en su interior en menos tiempo del que me hubiera gustado para poder dejar el pabellón masculino bien alto. Pero después de aguantar a dos máquinas de follar como Carmen y Niña Lucía, creo que no podría haber durado un solo segundo más aunque hubiese puesto todo el empeño del mundo.

Paramos todos a recuperar un poco el aliento, y se formaban dos grupos en el salón. Niña Lucía, Vargas, Carmen y yo, en la zona de los sillones, en el grupo de los fumadores, y los otros cinco, en la mesa, preparando una tercera y última ronda de chupitos verdes.

–¿Dónde está el negro? Me he quedado con ganas de probarlo –se quejó Niña Lucía, algo que compartió también Carmen.

–No sé… supongo que piensa que ya ha hecho su trabajo.

–¿Y cuál era ese trabajo?

–Ni idea –reí, dándole una última calada al cigarrillo y aceptando el chupito que me traía Marisa.

Todos volvimos a beber y, sinceramente, empecé a acusar la ingesta de alcohol. Noté la cabeza ligeramente embotada, pero el fino velo convocado se deshizo cuando sentí que Marisa comenzaba a acariciarme la polla.

Me levanté, con la erección creciendo en mi entrepierna gracias a las suaves caricias, y mi personaje entendió el movimiento y se la metió en la boca, donde terminó de ganar toda la dureza posible.

Niña Lucía avanzó hacia Ajdet. La pequeña adolescente parecía poco más que una niña al lado del musculado cuerpo del Rey Toro, pero poco le importó. Se encaramó sobre él, colgándose de su cuello y permitiendo que los fuertes brazos del hombre la sostuvieran y guiaran su coño hacia la punta de la verga que la esperaba ansiosa. El gemido casi grito de la rubita al ser penetrada de golpe resonó por toda la estancia, y casi me despista lo suficiente como para no ver que Rayma también se acercaba a donde yo estaba para compartir con Marisa su lascivo trabajo.

Marcos y Carmen también se emparejaron y, aunque en un principio parecía ser el hombre el que quería dominar el acto, en pocos segundos quedó claro que, si había alguien que iba a dominar al otro, esa era Carmen, que lo tumbó en el suelo y comenzó a montarlo con lentitud.

Jaime Vargas miró a su alrededor y tan solo vio libre a Sibucu, a la que le dedicó la más seductora de sus sonrisas.

–Ni te me acerques. Ya he tenido hombre suficiente hoy –dijo la lesbiana, arrodillándose tras Marisa y Rayma que seguían compartiendo alegremente mi polla y comenzando a acariciar las prietas nalgas de las mujeres.

–Ven aquí, argentino –se compadeció de él Niña Lucía, agitando su culito perfecto.

Jaime encogió los hombros y se acercó a la adolescente y a Ajdet, que continuaba follándosela sin contemplaciones. El Rey gruñó un poco cuando tuvo que detenerse escasos segundos para que Vargas pudiera enfilar su polla por el estrecho orificio trasero de la rubia, pero se vio recompensado con el más que seguro aumento de la presión de aquel coñito, ahora que una nueva polla ocupaba espacio en las entrañas de la nínfula.

Yo, mientras tanto, sentía la cabeza volar y no sabía bien si aquello se debía al maldito licor del Africano o al placer que me causaban las dos lenguas y los cuatro labios que no dejaban de repasarme la verga. Los rostros de Marisa y Rayma eran tan similares que por un momento tuve la impresión de que dos gemelas me mamaban el rabo y el pensamiento me excitó más de lo que estaba.

Cerré los ojos y los sonidos se aturullaron en mis oídos. Ininteligibles murmullos de Carmen al cabalgar a Marcos, los besos de Vargas sobre el cuello de Niña Lucía, los bufidos de placer del Rey Toro, los gemidos nasales de la propia Niña Lucía, los lúbricos sonidos de los dedos de Sibucu entrando en los coños de las mujeres que me mamaban la polla… las lejanas y extrañas risas del Barón Africano…

Era un muñeco inerme, abandonado a los tejemanejes de aquellas dos bocas y sin capacidad alguna para moverme un solo milímetro. El aire de mis pulmones era puro fuego, pero me daba igual. Si convertirme en dragón era el precio a pagar por disfrutar de aquella mamada a dos, ya podía ir buscando una cueva donde hibernar.

La mano de Rayma me acarició los testículos arrancándome un escalofrío de placer y algo dentro de mí se movió. No puedo asegurar  que fuese yo, a esas alturas había perdido cualquier control sobre mi cuerpo. Empujé suavemente a mis dos felatrices para que se tumbaran en el suelo, desplazando asimismo a Sibucu, que buscó un hueco junto a Marisa.

Abrí las piernas de Rayma y me hundí en ella. Su coño me atrapó como si me quisiera tragar por completo, y ahogué en sus labios un gemido excitado. Con la mano izquierda busqué la entrepierna de la universitaria, pero me encontré que ya estaba ocupada por otra mano, así que la mía tuvo que hacer las maletas y buscar un hogar libre, encontrándolo sobre uno de los medianos pechos.

Las manos de Rayma se engarfiaron sobre mi culo, empujándome más y más hacia ella. Una tercera mano, que supuse que era la que le quedaba libre a Sibucu se coló bajo mi torso para sobar con ganas las grandes tetas de Rayma. La cuarta mano de la que tomé conciencia y que no podía ser de otra que de Marisa, me acarició la quebrada de las nalgas y comenzó a jugar sobre mi ano.

Abandoné momentáneamente a Rayma para centrarme en Marisa mientras alrededor nuestro, los otros personajes continuaban con su maratón de sexo. Carmen seguía cabalgando a Marcos y Niña Lucía había intercambiado las pollas que barrenaban sus agujeros y esta vez era Ajdet el que la sodomizaba sin piedad, arrancándole un orgasmo tras otro al diminuto cuerpo de la adolescente.

Coloqué a Marisa a cuatro patas y empecé a follármela con dureza, mientras hacía a Elena tumbarse en el suelo, con su cabeza bajo la de la universitaria para que siguieran besándose como hasta ahora, y su coño al alcance de la boca de Rayma que no tardó en servirse de él. Mientras la lengua de la reina batallaba con el clítoris de la sentinelî , uno de sus dedos traviesos continuó el trabajo que habían dejado a medias los de Marisa y empezó a abrirse paso por mi culo, gentileza que, sin pensármelo dos veces, le devolví con la mano que tenía libre.

No podría precisar el tiempo que seguimos en esa postura. Solo sé que fui, nuevamente, el último en terminar, y que antes de hacerlo, a Carmen le dio tiempo a coger la botella del Africano, a la que le quedaba casi nada para acabarse, subir a la mesa y dar un paseíto por ella al más puro estilo de Salma Hayek en “Abierto hasta el amanecer”. Sin embargo, no estaba lo suficientemente cerca ni a la altura adecuada como para emular con exactitud la escena, pero lo suplió sentándose en la mesa y dejándome el pie al alcance de la boca para que bebiera el líquido que derramó sobre su muslo y que creó un vistoso reguero verde hasta su dedo gordo, que lamí con pasión mientras eyaculaba en el cuerpo de Marisa, en el mismo momento en que Rayma sumó un segundo dedo a la penetración de mi culo.

Caímos exhaustos donde pudimos. Marisa, Marcos, Elena y Vargas ocuparon el sillón y los sofás; Carmen se tumbó sobre la mesa, donde aún continuaba tras su imitación de Satánico Pandemónium; Ajdet y Rayma cogieron sendas sillas y yo, sin fuerzas para mover un músculo, me quedé tirado en el suelo, donde Niña Lucía me hizo compañía.

–Ha sido una gran noche, ¿verdad? –me preguntó, escrutándome con esos dos luceros verdes que me perdían.

–Ha sido una gran cena. La noche aún no ha acabado –expliqué, sonriendo y agotado.

–Ya, ya… pero primero descansamos un poco, ¿eh? –gritó Jaime desde su sofá, al igual que yo demasiado cansado incluso para encenderse un cigarrillo.

–¡Por supuesto! –respondí.

–Y bueno… ¿Qué te espera después del relato cien, Kalash? –inquirió Niña Lucía con una sonrisa.

–Ufff… después de esta noche voy a estar meses sin poder mover un dedo -reí-… pero volveré. Tengo algún que otro proyecto pendiente.

–¡Y tienes que acabar mi serie! –gruñó Ajdet.

–¡No prometo nada! –respondí riendo sin poder siquiera incorporarme.

–No estaría de más que no te olvidaras del resto, que pudieras escribir algo más sobre todos nosotros. Sabes que, para lo que necesites, podemos servirte –terció Marisa.

–Bueno, bueno… ya veremos… por lo pronto vamos a descansar –musité, cerrando los ojos y dejándome llevar por el cansancio.

Amanecía cuando desperté. De mis personajes no quedaba ni rastro pero, de algún modo, como siempre, supuse que estarían ahí, a mi lado. Seguía brutalmente agotado, así que me levanté del duro suelo y marché a una de las habitaciones.

Cuando caí sobre la cama, antes de caer dormido nuevamente casi al instante, me pareció escuchar una voz con extraño acento de Louisiana diciendo:

–Siempre estaremos contigo.

FIN

Gracias a todos por aguantarme durante cien relatos.

Kalashnikov.