La cena de gala (1)

Detrás de mi apariencia, la de un joven interesante, tirando a empollón, guapete, con buen cuerpo pero no mucha estatura, se escondía un tío inseguro, muy hábil para acaparar la atención en ambientes sociales, que podía llegar a ser divertido durante un rato, pero que enseguida se sumía en un mar de dudas y prefería replegarse en sí mismo

La Cena de Gala 1

La verdad es que no me podía quejar. Apenas 28 años, una oposición dura aprobada y un trabajo que me permitía estar constantemente viajando y rodeado de gente interesante de la que se podía aprender mucho. Sin embargo, lo cierto es que ni era feliz ni parecía que llegara a serlo.

Detrás de mi apariencia, la de un joven interesante, tirando a empollón, guapete, con buen cuerpo pero no mucha estatura, se escondía un tío inseguro, muy hábil para acaparar la atención en ambientes sociales, que podía llegar a ser divertido durante un rato, pero que enseguida se sumía en un mar de dudas y prefería replegarse en sí mismo.

Con las chicas ni bien ni mal. No me iba mal porque, al calor de mi relativa atracción física y de mi brillante puesto laboral, se me acercaban mujeres francamente interesantes. Pero tampoco significaba un continuo frenesí amoroso. Ni mucho menos. La mayoría de las veces me quedaba a medio camino, y la cosa no pasaba de una copa, una charla y algún que otro arrumaco.

Los tíos me atraían desde siempre. Miles de prejuicios me habían impedido dar el paso a delante. No sólo eran prejuicios, eran inseguridades. Pero lo cierto es que me atraían. Me fascinaban los hombres cuidados, aquellos que saben que gustan y lo potencian. Los que cuidan su vestimenta y su aspecto, aunque aparentemente quieran lucir descuidados, No podía remediar quedarme mirando cuando me cruzaba con uno de esos tíos por la calle. Pero de más allá de eso, nada.

Era mitad de Abril y estaba pasando unos días en París. Acompañaba a una delegación española que negociaba una serie de acuerdos con las autoridades francesas. Mucho trabajo y poco tiempo para el ocio. Cuando llegaba al hotel, un lujoso establecimiento de la Place Vendôme, acababa dormido casi sin desvestirme.

Aquella noche tocaba cena. Era un encuentro con el que culminaría nuestra estancia en Paris, e iba a servir de broche final para el acuerdo que habíamos negociado. La cita era a última hora de la tarde en un apartado de uno de los mejores restaurantes parisinos. Mientras me dirigía hacia allí, maldecía lo inoportuna de la cena. El último día de una agotadora semana, un viernes que podría estar aprovechando de muchas maneras en Madrid y con unas fuertes agujetas, fruto del ejercicio físico descontrolado que había hecho en el gimnasio del hotel para rebajar tensiones. Sin embargo, parecía que la última palabra no había sido aún dicha, y comencé a arrepentirme de mis suposiciones previas, en el momento en que descubrí las maravillosas vistas de París que se contemplaban desde las amplias cristaleras del restaurante. Así de embobado debía estar ante los grandes ventanales, que no me di cuenta que alguien se me había acercado y se había colocado justo a mi derecha.

  • La verdad es que sólo por ésto merece la pena trabajar en días como hoy.

Sorprendido, me di giré para ver quien era el que estaba hablando y para saber si lo hacía conmigo. Descubrí a un chico joven, algo mayor que yo, con el pelo corto rubio, una incipiente barba cana, unos preciosos ojos verdes y una de las sonrisas más bonitas que había visto nunca.

Perdona, ¿nos conocemos?- dije apartando rápidamente la vista de sus ojos, temeroso de que en los míos descubriese la fuerte atracción que me había provocado.

Me llamo Jean Malfoux, soy del gabinete del Ministro de Exteriores y nos hemos visto estos días en las reuniones- dijo ofreciéndome su mano derecha.

Perdóname, el trabajo de estos días me ha dejado un poco atontado- respondí estrechando su mano y preguntándome si comprendería mi forma de hablar, a pesar de que ya me había demostrado tener un muy buen nivel de español.

Tranquilo. Sé que ha sido un trabajo duro. Pero por lo que he podido oír, tus superiores están orgullosos de la labor que has hecho, así que creo que es hora de relajarse en la cena.

Relajado estaría tumbado en la cama y a ser posible, acompañado por ti, me dije a mi mismo, sin reparar en lo absurdo de mis suposiciones. Ni él me había demostrado que tuviera ningún interés en mí, más allá del profesional, ni yo estaba decidido a dar algún paso.

En ese mismo instante comenzaron a llegar los "peces gordos" de la delegación y nos sentamos en los puestos que nos habían sido asignados. Mientras caminaba hacia la mesa, pude comprobar que Jean no sólo tenía un bello rostro, sino que lucía a la perfección un traje entallado azul, dejando entrever una natural elegancia en el vestir que se complementaba con su habla y sus modales.

Apenas estábamos separados por dos asientos, pero era lo suficiente para impedir que charláramos abiertamente durante la cena. Sin embargo, dado que mi compañero de mesa no me ofrecía un tema de conversación atrayente, decidí intentar captar párrafos de la que mantenía Jean con otro miembro de la delegación española. Sólo así pude descubrir que vivía sólo en un apartamento del Barrio Latino, muy cerca del restaurante en el que estábamos, que era una amante de la literatura española del Siglo de Oro, que era de los pocos franceses que no soportaban las películas de Almodóvar y que su buen acento español se debía a que sus abuelos nacieron en Cádiz. Pero, poco más.

Aún no había acabado la cena, cuando algunos comensales comenzaron a levantarse y se arremolinaron en torno a los grandes ventanales para saborear sus copas contemplando el anochecer de París y la silueta de Notre Dame recortándose sobre las primeras luces de la ciudad. Miré hacia el lugar donde estaba sentado Jean y le vi enfrascado en una conversación que parecía ser interesante. Sin saber muy bien qué hacer, decidí irme al cuarto de baño. No estaría mucho tiempo más en la cena. En cinco minutos cogería un taxi y me iría al hotel.

Al salir de la cabina del baño me encontré de frente con los ojos verdes de Jean. Lo que parecía una feliz coincidencia, no lo era tanto.

  • Aquí estoy, tú me dirás- soltó con un ligero acento francés

Le miré desconcertado y él supo comprender mi duda

  • Me miraste y viniste hacia aquí. Creía que me querías decir algo.

  • No, la verdad es que no- dije sin ninguna convicción. Aquel tío me estaba vacilando y no era ni el momento ni el sitio adecuado para probar nuevas experiencia.

Estaba a punto de dirigirme a la salida cuando se cruzó en mi camino. Intentaba impedir que saliera del baño. Así, tan cerca, pude apreciar el dulce olor a perfume que desprendía. Le miré a los ojos. Estaba tranquilo, todo lo contrario que yo.

  • Ni tú ni yo queremos que ésto se quede aquí- me dijo con una voz suave, ocultando ya cualquier atisbo de afrancesamiento- ven.

Suavemente me tomó por los hombros y me metió en una de las cabinas. Cerró la puerta tras de sí. Me cogió de la mano y se inclinó hacia a mi, intentando besar mis labios. Al principio no sabía que hacer, si me pillaban sería el fin de mi carrera. En cualquier momento alguien entraría en el baño. No pude razonar más. Respondí a sus besos mordiéndole suavemente el labio y terminé morreándole sin pudor, mientras comenzaba a rozarme el paquete a través del pantalón.

Notaba su mano encima de mi polla, que comenzaba a crecer a marchas forzadas. Seguíamos besándonos. Con su otra mano removía mi cabello, mientras yo acariciaba su espalda. Comenzábamos a gemir muy lentamente. Ya ni siquiera temía ser descubierto. Lo único que temía era quedarme a medias.

Suavemente me empujó hacia la taza. Me senté en ella. Intentó desabrocharme los pantalones, pero tuve que ayudarle para conseguirlo. Volvió a acariciar mi polla sobre el boxer blanco. Con la otra mano se rozaba el paquete. Me sacó la polla del boxer, estaba completamente empalmada. Suavemente empezó a acariciarla, provocándome ligeros gemidos. Me pajeaba suavemente, no quería que me corriera aún.

Me di cuenta que él también se había sacado la polla por la cremallera del traje. Era una buena tranca, descapullada. Lucía enhiesta, con el capullo en todo su esplendor. Mientras contemplaba su polla, me di cuenta que había cambiado de táctica y que comenzaba a estimularme el capullo haciendo círculos con su lengua. Cerré los ojos y solté un gemido más fuerte que los anteriores. Estaba en el paraíso. Hundí mi mano entre sus cabellos y empecé a acariciarlos, a removerlos. Al mismo tiempo, él ya no jugueteaba con su lengua en mi polla, si no que se la metía entera en la boca, chupando bien el tronco, llegando incluso a rozar con su boca mi vello púbico. Sabía que no aguantaría mucho. Estaba cansado y llevaba tiempo sin correrme. La excitación era máxima. Advertí a Jean que me corría, pero no pareció importarle. Absorbió toda mi corrida sin inmutarse, mientras yo me deshacía en gemidos.

Al abrir los ojos de nuevo, vi como apuraba con su lengua mis últimas gotas de semen y descubrí un pequeño charquito debajo de su polla. Se había corrido mientras me mamaba la polla.

Se levantó del suelo y me beso en los labios. Pude apreciar el sabor salado de mi corrida.

  • ¿te ha gustado?- me preguntó, aún sabiendo por mi cara de placer cuál sería la respuesta a su pregunta.

  • Me ha encantado, pero te debo una- le respondí

  • Vámonos a mi casa- me dijo mientras se abrochaba de nuevo el pantalón- está cerca y podemos pasarlo muy bien toda la noche.

Ni quería, ni hubiese podido rechazar esa oferta. Aquel tío me había hipnotizado y quería más de él. Abrió la puerta, se lavó las manos y se enjuagó la boca y lentamente salió del baño. Yo esperé un poco más y seguí sus pasos. Creía que ésa iba a ser una gran noche.

CONTINUARÁ