La casta esposa de mi amigo

María Celeste se casó virgen con Carlos Enrique, y solo tenía ojos para él. Era increiblemente hermosa e inocente. Todo sucedió sin premeditación, y resultó una de las experiencias más excitantes de mi vida.

Todo sucedió sin premeditación, y resultó una de las experiencias más excitantes de mi vida.

Mi amigo Carlos Enrique se casó con María Celeste, hija única de una familia muy católica a quien sus padres habían educado estrictamente. Es una chica a quien uno no puede ver sin recordar las modelos de las pasarelas, sin soñar con besarla.

Pero es también de ese tipo de chicas que nos detienen simplemente con la pureza y la sinceridad de sus miradas.

Estuvieron dos años de novios, hasta que mi amigo, compañero mío en la Universidad, terminó su residencia como médico cirujano, y nunca hicieron el amor en todo ese tiempo. Carlos Enrique estuvo a punto de dejarla por ese motivo varias veces, desesperado por la abstinencia forzada, pero al final se aguantaba. Sabía que María Celeste lo amaba profundamente y que deseaba casarse virgen y serle fiel después por toda la vida.

Cuando volvieron de la Luna de Miel en Palma de Mallorca fueron a visitarme a la Clínica donde trabajo. Hacía tiempo que no veía una pareja tan enamorada y feliz.

Ella no parecía ya una niña, sino una bellísima mujer de 21 años, con sus cabellos color miel que resplandecen al caer sobre su espalda; bien proporcionada, con pechos erguidos como palomitas y una cola que parece tallada por un escultor. Ese ángel no le quitaba los ojos de encima a su enamorado y a cada rato ambos sonreían de felicidad. Me di cuenta de que para ellos no existía nadie más en el mundo. Eso me dio un poco de envidia, de sentir que yo estaba afuera de ese santuario de amor.

Los invité a pasar el fin de semana en mi casa quinta. Vinieron con los padres de ella, que alabaron el buen gusto de mi casa y el parque con flores en torno a la pileta de natación. Con mi novia Mariana nos mirámos divertidos cuando, antes de comer, se pusieron a bendecir la comida y nos hicieron rezar una oración.

Por suerte los ancianos se fueron después de comer y fuimos todos a darnos un chapuzón en la pileta. Mientras nos cambiábamos, Mariana me dijo:

–"Te apuesto a que se aparece con una malla entera del siglo pasado".

Pero comprobé gratamente que mi novia se equivocó. María Celeste se había puesto un dos piezas rosado como su piel, pero menos suave que las curvas que dejaba ver. La bikini revelaba la perfección de su cuerpo parecido al de una sirenita.

Charlamos un poco y después los varones empezamos a tirarnos a la pileta luciéndonos con saltoscpayasescos de costado, hacia atrás, en tirabuzón… En una de esas Carlos Enrique se resbaló y cayó sobre el borde de cemento quedando muy dolorido, lleno de sangre y moretones.

Lo llevamos al dormitorio y le inyecté un anti inflamatorio con un sedante. Mi novia tenía que irse a tomar el té con unas amigas y nos quedamos con María Celeste que me pasaba las gasas para limpiarle las heridas a Carlos Enrique. Al rato él comenzó a dormirse por efecto del calmante y le propuse a su esposa que pasáramos un tibio aceite balsámico por todo su dolorido cuerpo.

Ella aceptó complacida, con veneración lo masajeaba siguiendo mis instrucciones. Sentí que era la primera vez que podía estar tan cerca de esa maravillosa mujer. Éramos los dos estirando y amasando la piel de su marido con el mismo ritmo, con el mismo aliento. Por un momento me sentí en las nubes, era un sueño tenerla así a mi lado.

Pero pronto me di cuenta de que ella solo tenía ojos y pensamientos para su esposo, que yo allí no figuraba para nada.

No sé qué me llevó a hacer lo que hice, soy una persona incapaz normalmente de hacer daño, o de traicionar la confianza de mis amigos. Pero mi cerebro, en ese momento, comenzó a actuar al servicio de mis instintos. Con un rápido movimiento desaté el biquini de su espalda y se lo quité por sobre la cabeza. María Celeste se quedó helada. Solo unos instantes después atinó a cubrirse con las manos, mientras me miraba con los ojos más transparentes y sorprendidos que he visto nunca. Abrió la boca para decir algo pero la detuve con un susurro.

-"Shihh…puede despertarse Carlos Enrique y, ¿qué va a pensar si nos ve así…?" Mientras le sonreía como su fuera una broma inocente, infantil de mi parte.

La tranquilicé, –"Sigue masajeándolo, no te preocupes, todo está bien…"

Mientras la hablaba, para infundirle confianza, no la miraba. Tomé suavemente una de sus manos y la puse sobre la espalda de su marido. Me obedeció mecánicamente, sin reacción en una situación para la que no estaba preparada, cubriendo sus pechitos con el otro brazo. Yo comencé a guiar sus movimientos tomando por momentos su mano, untándole el aceite para que pudiera trabajar mejor sin necesidad de utilizar la otra mano para verter la aceitera.

Tomé sus deditos para enseñarle a penetrar con las yemas entre las vértebras dorsales. Fue entonces cuando sentí que de su mano subía un estremecimiento. Eso me animó: Me coloque tras de ella y tomé su brazo para indicarle la presión rítmica que tenía que ejercer con la palma de su mano. Todo mi brazo se extendió a lo largo del suyo, hasta su muñeca que tomé delicada y firmemente. Quiso mirarme, apartarse, pero con un gesto le indiqué que se concentrara en lo nuestro. Cada centímetro de la piel de mi brazo que rozaba al suyo era como un conector eléctrico, los dos lo sentimos. Nuestros brazos eran un solo estremecimiento de la mujer y el hombre entrando en contacto. Su piel no podía sino reaccionar ante la fiebre sexual de mi piel llena de pelos, no solo en los brazos sino en mi pecho que tocaba su hombro empujándola apenas para indicarle los movimientos.

-"Se va a cansar ese brazo tuyo, tanto tiempo estirado…", le dije, y comencé a amasárselo suavemente, le unté aceite y, con las dos manos ascendí por hasta su hombro. Repetí la operación tres, cuatro veces, ella entrecerró sus ojos un momento. Me detube masajeando suavemente la seda de su hombro derecho. Sabía que lo estaba, al menos en parte, disfrutando. Comencé a unir, en movimientos circulares, su axila con el costado de la suavísima tetita que asomaba bajo su otro brazo, con que seguía cubriéndose. Comencé a masajear, muy delicadamente, esa mano, la muñeca, el brazo. A veces, distraidamente, mis yemas rozaban el contorno semioculto de sus tetas.

María Celeste estaba roja de vergüenza, de azoramiento. Doblaba sus hombros hacia delante, como para ocutar sus pechos, como para protegerse. Pero su cuerpo tembloroso era recorrido por estremecimientos, y yo sabía que en esos instantes algo la conectaba conmigo, que eran una respuesta de sus instintos que ella no podía gobernar. Yo segía en mi tarea con suavidad, con una enorme seguridad que iba cerrando en ella todas las fuerzas para evadirse.

El tercero de sus extremecimientos fue acompañado por un gemido y otro más, que salían de sus puros labios de mujer casta, inmaculada. Parecía una hojita expuesta a vientos que la dominaban.

Me dí cuenta en ese momento de que las relaiones con Carlos Enrique debían ser sumamente pudorosas, llenas de respeto conyugal. Que a esta niña nunca se le había pasado por la cabeza la idea de engañarlo, de mirar siquiera a otro hombre.

Reí despreocupadamente, como si no me importara su cuerpo para nada, diciéndole –"Nos falta masajearle las piernas a Carlos Enrique, eso es muy relajante, terapéutico." Lo dí vuelta en la cama, -seguía dormido- y le mostré a su esposa como subir desde los pies hasta la ingle por la parte anterior de la pierna bajando de nuevo por la parte exterior.

El short nos molestaba y se lo quité, dejándolo desnudo. María Celeste desvió la mirada. Me coloqué nuevamente en su espalda, para indicarle la presion tomé su antebrazo y fui bajando por él hasta que llegue a su mano, que envolví con la mía. Subíamos por la pierna de Carlos y Enrique y, al llegar arriba puse mi mano junto a la de ella, nuestros brazos tocandose. Comenzamos a friccionarlo circularmente mientras mi mano empujaba suavemente la suya que, a cada pasada, se veía obligada a rozar los testículos y el pene de su esposo.

Sentí temblar su manito y aproveché la oportunidad: -"tiene que ser con las dos manos. No te preocupes, me pongo atrás tuyo, no te veo." Desde atrás le tomé con una mano su hombro derecho. Mi pecho tocaba su espalda y mi boca rozaba su oreja. Puse mi otra mano en el antebrazo con que cubría sus pechitos. Con las yemas de mis dedos masajee las articulaciones del codo, la muñeca, sé que es un masaje muy placentero y relajante. Con mi otra mano, mientras la abrazaba por detrás, le ponía aceite en el brazo. Fui separando suavemente, mientras la aceitaba, su mano con que se cubría el pecho y el dorzo de la mía entró en contacto con su pezón

Los dos estábamos sin aliento en ese instante. El mundo podría haber estallado, pero María Celeste estaba como hipnotizada por las sensaciones y no le dejé tiempo para pensar. Estiré su brazo masajeándolo cálidamente desde la mano hasta la axila. Quedaron al descubierto las palomitas temblorosas de su pecho, con su aureola rosada y la crestita de carne trémula.

Puse aceite en mis manos y recorrí el brazo que había liberado de su función de carcelero. Quería seducirlo para que no volviera a cubrir su desnudez. Minuciosamente mis manos fueron recorriéndolo hacia arriba, mi cuerpo pegado al suyo. Al llegar a su axila me detuve un momento, Tocar esa suave cuevita de la esposa de mi amigo me provocó una excitación increible, mi pene se irguió contra ella y cuando lo sintió pareció que una descarga eléctrica la hubiera tocado.

Mis manos llegaron hasta sus senos muy seguras, muy dulcemente, como dándole confianza. Mi cuerpo ondulaba y el suyo, casi imperceptiblemente, comenzó tambien a moverse. Entonces, sujetándole de atrás las caderas, hice un movimiento hacia arriba, como de penetración. A través de mi short y su bikini, sentí en el pene el calor de sus nalguitas. Un "ahhh" como de angustia e impotencia salió de sus labios.

Le dí un cálido beso en el cuello y comencé a bajar, entre abrazos y masajes, por su cuerpo. Como en una caricia lenta la fui rodeando mientras descendia suave y rapidamente hasta su ombligo, bajandole la bombacha. Un leve vello rubio poblaba apenas el nacimiento de su sexo, una meseta rosada como las mejillas de un bebé. Me detuve allí, rozándo su clítoris con los labios y el aliento. Ella empezó a temblar y gemir. A cada contacto de mis labios se extremecía. Mis manos acariciaron suavemente sus caderas y su vientre y ella empezó a doblarse, como negándose pero sin llegar a ponerse fuera del alcance de mis manos. Empeso a musitar: - "Ay Dios, nó.." y a repetir en voz baja el nombre de su novio.

Las piernas se le doblaron y en un instante estaba en la alfombra, en cuclillas, en un ademan de cubrirse y detener el curso de lo que estaba pasando. Pero su cuerpo ya apenas le respondía. Con mis manos y mi rostro fui acariciando sus pies, sus piernas, sus rodillas levantadas, sus entrepiernas que se abrían temerosas y sin fuerzas a medida que mi cabeza iba separándolas y ella, tapándose el rostro con las dos manos, apoyaba en el suelo su espalda.

Al llegar con mis labios a su vagina empecé a alternar, como aprendí en la India, los besos con la boca bien abierta, succionando suavemente, y los besos con los labios juntos, empujando un poco hacia delante. Luego, mientras con mi labio superios rodeaba en pequéños círculos a su clítoris, mi lengua bebía, penetraba… Conozco los efectos del "beso de la serpiente" del arte erótico del Tantra. Pero no imágine que fuera a resultar tán mágico con María Celeste. Sentí sus manos en mi cabeza, me la levantó como si fuera una flor, me sonreia mientras interminablemente decía: -"amor, amor, amor…."