La casita en el jardín

Un escritor tratando de desarrollar su primer historia mientras se involucra en el juego de seducción de un muchacho y su atractivo padre.

LA CASITA EN EL JARDIN

Después de terminar mis estudios en literatura, mucho mas tarde que el resto de mi generación, me encontré frente a la decisión más difícil de mi vida. Por un lado tenía el anhelo, como todo recién graduado escritor, de escribir una gran novela, el libro por el que sería galardonado y reconocido, la obra de mi vida, y por otro lado, la apremiante necesidad de ganar dinero y subsistir dando clases de literatura tal como lo hacían la gran mayoría de mis colegas.

Sabía que la docencia era una parte fundamental para la formación de cualquier buen escritor, pero me resistía a meterme de lleno en ella, al menos no sin antes haber intentado escribir algo por mi cuenta. Mis amigos me aconsejaban que compaginara ambas tareas, pero mi celosa inspiración parecía huir en cuanto pensaba en ello.

Con 28 años recién cumplidos, decidí que bien me merecía una oportunidad y que debía intentarlo. Soborné un poco a mis complacientes padres, estafé a un par de amigos y vendí mi viejo automóvil, hasta reunir una pequeña pero respetable cantidad con la que pretendía sobrevivir el verano sin tener que trabajar, dedicado de lleno a mi obra maestra. Necesitaba un lugar tranquilo, lejos del agobiante y mundanal ruido de la ciudad y aceptando el consejo de un amigo me dirigí hacia el interior, buscando la bucólica paz de la campiña con la máquina de escribir como única compañía.

Después de algunos días, encontré el lugar perfecto. Parecía salido de alguna obra de Balzac, donde el tiempo y los personajes parecían confabularse para crear esa irresistible aura de siglo pasado emanando de una soleada y amplia casa de campo perdida entre los altos pastizales. El anuncio decía: se renta casita en el jardín.

Me atendió una rolliza mujer de coloradas mejillas. Aun llevaba el delantal puesto y flotaba en el aroma de pan recién horneado.

El dueño de la casa no se encuentra ahora, pero con gusto le mostraré la casita – dijo señalándome un sendero tras la mansión.

La acompañé, internándome en un frondoso jardín cubierto de jazmines y frescos árboles. Al final del sendero, como sacada de un cuento inglés de leñadores, una pequeña cabaña de madera con limpios cristales y rematada en lo alto por una estilizada chimenea. Decidí rentarla inmediatamente, deseando ya recostarme en la maciza y mullida cama, y colocar mi amada máquina de escribir en la mesilla junto a la ventana, que mostraba en aquel momento el glorioso jardín brillando como joya a la luz de la mañana.

Será mejor que me acompañe a la casa grande – dijo la mujer – para que cierre el trato con el patrón, que no tarda en llegar.

Sentado en la sala, entre mullidos cojines y una rica taza de té, esperé al dueño de la casa deseando que no pusiera ninguna objeción a mis intenciones de rentar la casita del jardín. Finalmente llegó.

Un hombre alto, fornido sin llegar a verse grueso, de tal vez 40 o 45 años, con un severo bigote y un anticuado sombrero que no hicieron sino sumarse a la fantástica imagen que ya de por sí tenía de aquella casa. A su lado, un jovencito de 16 o 17 años, delgado y rubio, cubriéndose tras las anchas espaldas del hombre.

Mi nombre es Jeremías Appleton y este es mi hijo Julian – se presentó.

Andrew Coper – contesté dándole la mano. La manaza me apretó dándome la bienvenida, y en ese momento supe que no habría ningún problema para rentar la casita del jardín.

Me instalé después de terminar el té y comentarle al dueño de la casa que quería pasar una temporada allí en completa paz para escribir mi libro. Me aseguró que no podía haber encontrado un mejor lugar. Vivían allí únicamente ellos dos, asistidos durante el día por la señora que me había recibido, quien se marchaba por las noches, por lo que no habría ninguna ruidosa presencia que me molestara. Con un pago extra acordamos que podría tomar los alimentos con ellos, en la casa grande, y el trato quedó sellado.

La bucólica casita del jardín me pertenecía. La primera semana transcurrió tan rápidamente que apenas lo noté. El tiempo parecía condensarse y elongarse a capricho de los días y las noches, y la pequeña cabaña se convirtió en mi mundo y mi esfera, sin otro contacto humano que no fuera aquella taciturna familia.

Julian venia de vez en cuando a visitarme. Tímido hasta la exageración, acostumbraba pararse frente a la puerta, sin hacer ningún ruido que delatara su presencia, esperando pacientemente que me percatara de su llegada y lo invitara a entrar. Se sentaba entonces en una de las sillas del comedor y sus límpidos ojos azules me miraban de soslayo, dejando las blancas manos inertes en el regazo, sin atreverse a moverse. Comencé a disfrutar de su callada compañía, y con el paso de los días se convirtió en una obsesión desentrañar el misterio del taciturno y mudo joven.

Le cuestionaba sobre los estudios, las amistades, la relación con su padre, pero Julian contestaba a todo con monosílabos, siempre con la mirada baja y el mentón hundido en el pecho. Al parecer no había forma de intimar con él, y desesperado e intrigado un día tomé su rostro y lo obligué a mirarme.

Julian – le dije mirándole a los claros ojos – porqué no hablas conmigo, porqué me rehuyes?

No atinó a contestarme nada. Los labios rosados y pálidos parecían una herida rosa pidiendo ayuda. Me incliné hacia ellos sin pensarlo, cubriéndolos con los míos. Un beso inexplicable y de algún modo morboso, totalmente excitante. Me aparté de él esperando una reacción, la que fuera. Julián bajó los ojos sin decir nada.

Será mejor que te vayas – le indiqué, de pronto inexplicablemente molesto.

Y se marchó. Para mi sorpresa, sentí una imperiosa erección y el deseo intolerante de satisfacerme. La semana que llevaba en la solitaria casita del jardín me estaba alterando de algún modo. Me quité la ropa y desnudo me recosté en la cama. La verga me dolía de tan dura, y me molestaba el hecho de que fuera el resultado del beso robado a un tímido adolescente que seguramente ni siquiera tenía idea de lo que había provocado. Comencé a acariciarme el miembro, sin ninguna idea en particular, solo por el placer de sentir mi vibrante erección entre las manos, contento de tener entre ellas algo mas que las duras teclas de la maquina de escribir.

Tras la ventana, descubrí los ojos azules de Julián, y fingiendo no haberlos visto abrí las piernas y eche las caderas al frente, permitiéndole observar con total libertad la rotundez de mis testículos y la longitud de mi miembro, durante los escasos e intensos minutos que duró mi carrera hasta el orgasmo. Al atisbar hacia la ventana, después del clímax, Julian se había marchado.

A partir de ese momento, la atmósfera de la casita en el jardín pareció cargarse de una extrema, pero contenida sensualidad. Los jazmines en la vereda parecían explotar con sus exóticos perfumes, las ramas colgantes de los árboles parecían querer acariciarme, y el día transcurría en el perenne y exaltado gozo de todos mis sentidos.

La comida en la casa grande era de alguna forma el momento más formal del día. Después de lo sucedido con Julian esperé que hubiera algún tipo de reacción en mi presencia, pero el tímido muchacho seguía mudo durante las comidas, y solo su padre, severo y serio, participaba en la conversación.

Un par de días después Julian volvió a la cabaña.

Pasa – le invité al verlo en el vano de la puerta.

Caminó hasta mí, que escribía frente a la máquina, en vez de sentarse en la silla junto a la mesa como era su costumbre. Me puse de pie, frente a él. Julián, siempre con los ojos bajos casi temblaba con mi cercanía. Un repentino deseo creció entre mis piernas. No me animé a besarlo. Ya no deseaba besarlo. Ahora eran otras mis necesidades. Desabotoné su camisa con total lentitud. El muchacho permanecía de pie, sin moverse apenas. Descubrí sus hombros y su pecho, blanco como la leche, con dos rosados botones apenas simulados entre la piel suave y satinada. Me senté de nuevo, para quedar a la altura exacta de aquellos maravillosos y suaves pezones. Besé el izquierdo, sintiendo el estremecimiento del muchacho y acariciando el derecho al mismo tiempo. La tetilla se puso ligeramente dura con mi caricia, lo que me animó a lamerle con absoluta suavidad. Pasé a la derecha, recorriendo con mis besos el espacio lechoso que las separaba, ganando en deseo y ansias, suficientes para mordisquear el erecto pezón con más dureza.

Te gusta? – pregunté con la ronca voz del deseo alterándome el tono normal de mi voz, y sin recibir ninguna respuesta.

Su silencio me molestaba, me enervaba. No sabía si aquello le gustaba o caso contrario, porqué lo toleraba. Le di la vuelta. No quería ver sus mudos ojos azules. Terminé de quitarle la camisa, hundiendo mis besos entre los pronunciados omóplatos, descendiendo por la perfecta línea de su columna vertebral. Sus pantalones eran un freno a mi descenso y con dedos presurosos los desabroché, con el mismo cómplice silencio del muchacho.

Frente a la mesa de roble, con las blancas manos apoyadas en la rugosa madera, Julián me permitió bajarle los pantalones y la ropa interior. Ante mí, la maravilla de sus deliciosas nalgas, inmaculadas y tiernas, sonrosadas y suaves, a la espera de que apoyara mi mejilla, rasposa y mal afeitada, en su mullida carne.

El chico gimió con el contacto. Apenas un suspiro contenido y callado, mientras que a mí el deseo me consumía.

Qué buscas, qué pretendes? – le cuestionaba tratando de controlarme, y él, recostado sobre la mesa, con los ojos cerrados y la voluntad inerte, me dejaba a solas con mis demonios.

Le abrí las nalgas con las manos. Su silenciosa participación exacerbando mis sentidos. Entre ellas, el apretado y sonrosado agujero era un destino inaplazable. Lo besé. Con la misma suavidad con la que había besado los otros labios. Con el mismo deseo febril y condensado. Su esfínter parecía latir entre mis labios, y mi lengua conquistó la entrada, saboreando el festín de los sentidos.

Julian – gritó el padre desde la casa grande o en las inmediaciones del jardín, quién podría saberlo?

El chico saltó como un resorte, subiéndose los pantalones al tiempo que corría hacia la puerta y se perdía en el jardín. Me senté frente a la máquina tratando de recomponerme, apenas con tiempo para escuchar a Jeremías tocando con el puño frente a la puerta entreabierta.

Puedo pasar? – preguntó con la profunda y ronca voz.

Adelante – dije, deseando que mis ojos no delataran lo sucedido.

Perdone – dijo el hombre – pero estoy buscando a mi hijo.

En la cabaña no había ningún escondrijo posible, y una rápida mirada le hubiera permitido percatarse de que el muchacho no estaba, sin embargo Jeremías no hizo el menor intento de buscarlo. Pidió permiso para sentarse y comenzó a platicar conmigo de cosas sin importancia.

Tal vez sería que el deseo aun me consumía, o que la erección entre mis pantalones seguía dura como una roca, o que en el aire aun flotaba la presencia del sexo no consumado, pero el hecho era que aquel hombre, con su charla vacía, sólo estaba logrando ponerme mas nervioso todavía.

Comencé a observarlo, sentado frente a mí en la solitaria silla, con las piernas abiertas enfundadas en el grueso pantalón de trabajo, y sin querer, comencé a imaginarlo sin esos pantalones, comencé a preguntarme como sería ese sexo apenas disimulado por las ropas, a cuestionarme como sería ese trasero ahora aplastado contra la silla, y como sonaría esa profunda voz susurrándome porquerías al oído.

Y ha logrado avanzar con la novela? – preguntó de pronto poniéndose de pie y acercándose a mis espaldas, mirando sobre mi hombro la media página que llevaba escrita aquella mañana.

Le expliqué que sí, aunque sin entrar en muchos detalles. El calor de su cercanía estaba poniéndome nervioso. En mi hombro, sentí el roce de sus pantalones, y me paralicé sin atrever a quitarme.

Permítame leer su trabajo – pidió.

Se acercó aún mas, inclinándose para leer la media cuartilla, pegándome el cuerpo, permitiéndome sentir contra mi hombro algo más que la tela de sus pantalones. Sería aquello producto de mi imaginación?. Sería posible que la magnitud de mi deseo me hiciera creer que aquel señor severo y serio tenía otra intención conmigo que no fuera la de leer mis escritos?

La dura protuberancia de su sexo clavándose en mi espalda era una prueba irrefutable de que no me engañaba a mí mismo. Aun tratando de dilucidar sus intenciones y sin atreverme a voltear escuché el sonido de una cremallera al descorrerse. Me paralicé. Quería voltear y temía hacerlo. Quería continuar y temía las consecuencias.

En mi oreja, sentí la caricia de algo suave y que no eran sus dedos. Aquello acariciaba el vello de mi nuca y la parte trasera de mi oreja. Aquello dejaba un rastro húmedo por donde tocaba. Aquello se deslizó por mis mejillas, y por el rabillo del ojo me di cuenta de que era grande y rosado. Aquello era su pene y me di la vuelta para confirmarlo.

Jeremías tomó mi rostro entre sus manos, poniéndome frente a mis ojos su enorme y henchido miembro.

Abre la boca – dijo con aquella voz grave y sensual. El bigote apenas se le movió al hablar.

Entreabrí los labios, permitiendo que el pequeño ojo de la punta los tocara. El sabor de sus secreciones atacó mis sentidos, y terminé de abrir la boca para aceptarle dentro.

Eso es – dijo complacido, mientras yo miraba el largo miembro emergiendo de la bragueta abierta, de donde escapaban un manojo de oscuros y rizados vellos.

El vaivén de su verga dentro de mi boca, el sonido de mis labios al chocar contra la humedecida herramienta, el sofocante calor de la pequeña cabaña, su deseo y mi hambre, todo confabuló para que aquel hombre tuviera un orgasmo rápido y gratificante, dejándome apenas el tiempo suficiente para tragarme el río de esperma que soltó repentinamente.

Se marchó igual de rápido que como había llegado, dejándome sumido en el deseo desesperante y ciego de quien no ha tenido la anhelada satisfacción. Me masturbé de nuevo, aunque esta vez sin la alentadora presencia de los ojos azules, y aun después de hacerlo, seguía sintiendo las ganas de volverlo a hacer.

Salí al jardín tratando de despejarme. El perfume de los jazmines no contribuyó a calmarme. La fresca noche fue un alivio a mi carne incandescente, y solo las luces de la casa grande eran motivo suficiente para encender de nuevo mi deseo. Me dormí temprano, decidido a no dejarme vencer por el diablo de la carne, y a trabajar en mi libro tal y como había sido mi primera intención.

El día siguiente traté de trabajar, tal como era mi propósito, y lo conseguí hasta la hora de comer, cuando Julian llegó con un recado de su padre para que los acompañara. Usualmente era la mujer quien me comunicaba que la mesa estaba lista, y fue una agradable sorpresa ver al espigado joven tomando su lugar. Lo seguí hacia la casa. En el sendero tomé una de sus manos y la llevé a mi bragueta. Un acto temerario, pues su padre podría observarnos desde cualquiera de los altos ventanales, pero mi deseo era superior a la razón. El muchacho apartó la mano al sentir el notorio bulto de mi sexo, y eso sólo logró exacerbar mis ansias de su contacto. Lo arrinconé junto a un árbol, tratando de ocultarme al mismo tiempo, mientras buscaba la grácil curva de su cuello para depositar mis ardorosos besos.

Por favor – rogó el chico – aquí no.

Hice caso omiso de la recomendación y le abrí la camisa, para tomar uno de sus pezones entre mis labios, mientras empujaba mi rodilla entre sus piernas, sintiendo la pronta respuesta de su sexo.

Mi padre nos está esperando – dijo Julian tratando de zafarse girando entre mis brazos.

El movimiento solo logró ponerlo de espaldas a mí, con su precioso trasero justo frente a mi hinchada verga. No me importaba nada más. Le desabroché las ropas y metí las manos entre los faldones de la camisa, descubriendo sus apetecibles nalgas. Me saqué la verga, con la intención de deslizarla en el blanco surco que las separaba, con tan buen tino que la cabeza se situó en el deseado y angosto agujero del chico. Incapaz de contenerme empujé con la fuerza suficiente para penetrarlo. Julian gimió dolorido por el intempestivo ataque, pero se contuvo de gritar por lo peligroso de nuestra posición.

Por favor – pidió una vez mas, aunque lo sentí conforme con su destino.

Apoyado en el árbol, resistió los empujes de mi verga, con los líquidos ojos azules cerrados y las piernas ligeramente abiertas, mientras yo batallaba por no hacer mas ruido del estrictamente necesario y me vaciaba profusamente en sus entrañas.

Apenas con unos minutos de demora llegamos al comedor. Mi sonrisa no podía ser más ancha.

Porque tardaron tanto? – preguntó Jeremías desde la cabecera de la mesa.

Julian palideció y yo me disculpé por ambos.

La culpa es solo mía – acepté tomando mi sitio y cubriendo con la servilleta la delatora mancha en mis pantalones – necesitaba terminar un capítulo que tenía a medias desde hace algunos días, y me temo que hice esperar al pobre chico. Podrás perdonarme? – pregunté a Julian con una sonrisa.

Claro – contestó éste con voz débil mientras se sentaba con cierta dificultad.

Jeremías no dijo nada mas, y la comida transcurrió sin incidentes. De vez en cuando sentía la mirada del hombre. Ambos recordábamos lo sucedido en la casita, y la imagen me excitaba.

Ojalá me acompañe en el salón de fumar para disfrutar de una copa de cognac – invitó al finalizar la comida.

Será un verdadero placer – contesté sinceramente.

Aquello también era una novedad. Nunca antes había sido invitado a permanecer en la casa fuera del horario de comida. Me sorprendió encontrar una surtida biblioteca, así como descubrir en el dueño de la casa a un hombre instruido y culto. Recorrí los atestados libreros, rozando con mis dedos los variados títulos.

Algo de su interés? – dijo la ronca voz a mis espaldas, mucho más cerca de lo que suponía.

Me imagino que sí – dije sin apenas voltearme, consciente de que el hombre se pegaba a mi cuerpo mas allá de lo razonable.

Observe bien – dijo repegando sus caderas a mi trasero – seguramente encontrará algo bueno por aquí.

No lo dudo – contesté, percibiendo ya la dureza de su miembro contra mis nalgas.

Lo que sea – aclaró con voz apagada – puede tomarlo.

Unos toques en la puerta interrumpieron la comprometedora y sugestiva charla. Era la sirvienta con una bandeja y copas. Nos sentamos en mullidos sillones y conversamos civilizadamente disfrutando del aromático cognac. Se hacía tarde y me disculpé con la excusa del trabajo. La mirada de Jeremías me siguió por el sendero de jazmines. Podía sentirla a mis espaldas, y me refugié en la casita del jardín, inseguro del giro que habían tomado las cosas.

Por algunos días retomé el trabajo con renovado vigor. Padre e hijo me dejaron tranquilo. Julian tal vez disgustado por lo que le hice en el árbol, y Jeremías por haber desairado su abierta invitación. Aunque contento por el respiro, pronto me encontré anhelando algo de compañía. Me despertaba por las noches con un desasosiego que sólo lograba calmar con una buena sesión masturbatoria. Las imágenes de Julian y su padre rondaban siempre en las afiebradas noches, y mi deseo se vio finalmente recompensado.

Esa noche, después de tomar mi acostumbrado baño nocturno, salí al jardín a fumarme un cigarro, sin más ropa encima que los calzoncillos, pues a aquellas horas ninguno de los habitantes de la casa solían pasear por el jardín.

Pareces un fauno – dijo la ronca voz de Jeremías materializándose entre las sombras de los helechos.

Me asustaste – dije tuteándolo por primera vez, nervioso por haber sido descubierto en aquella facha.

No tienes porqué – completó acercándose al claro de luz que emanaba de la puerta.

Llevaba puesta una bata afelpada, y me sentí incómodo por mi escasa vestimenta.

Siento mucho que me hayas descubierto así, casi desnudo – me disculpé.

Y yo por el contrario, lo celebro – contestó decididamente seductor – pero, si eso te hace sentir mejor puedo emparejar las cosas.

Sin mas explicaciones, desanudó la bata y la dejó resbalar por los hombros, quedando completamente desnudo frente a mi mirada. El cuerpo recio y masculino, con mas aplomo del que pueda esperarse en un hombre de su edad y su educación. Mis ojos vagaron desde los negros ojos hasta la mandíbula cincelada. Del espeso y masculino bigote a la inesperada sensualidad de sus labios llenos. De sus amplios hombros hasta su vientre velludo y firme. De su sexo grueso y colgante a sus muslos fuertes.

Ahora el que está demasiado vestido eres tu – dijo mirándome fijamente.

No me moví. El se acercó y tomó el extremo de mis calzoncillos mientras plantaba un beso suave en mi hombro derecho. Me despojó de la ropa interior con un movimiento único y lento que viajó por mis piernas con pasmosa tranquilidad.

Vayamos adentro – dijo autoritario, y yo lo seguí.

Cerró la puerta y con ella toda justificación. Me tomó en los brazos y comenzó a besar mis párpados, mi nariz y mis pómulos. Jamás la boca. Me acarició la espalda, el pecho y el abdomen, jamás mi sexo. Tomó el control de mi cuerpo, de mi tiempo y de mis ansias. Yo era la copa de cognac en sus manos. Me olía, me saboreaba, me dejaba madurar a su deseo, y me dejé llevar hasta la cama, como si fuera un chiquillo y él tuviera la prerrogativa de mandarme a dormir o dejarme seguir despierto.

Boca abajo – ordenó simplemente.

Me hundí en la cama con los ojos cerrados y el corazón en un vuelco. La casita del jardín era un mundo aparte sin reglas ni tiempos. Una hora, tal vez dos, o a lo mejor minutos solamente. Sus manos descendiendo por el valle de mi cuerpo. Hundiéndose en los recovecos de mis sentidos, tocando, arañando o acariciando, daba igual. Yo me acoplaba a sus deseos. A gatas, abierto o cerrado, piernas arriba y piernas abajo, él sólo demandaba y yo todo aceptaba. Su lengua sinuosa detalló el contorno de mi garganta, el perspicaz sentir de mis pezones, el agobiante calor de mis axilas, y por supuesto, el íntimo secreto de mi culo.

Te gusta, te gusta – repetía como un mantra, y yo no era nadie para rebatirlo.

Me llevó la boca hasta su pene, ahora crecido y arrogante. Reconocí su sabor al instante, y se lo chupé con el amoroso reconocimiento de un amigo.

Suficiente – determinó él, alejando el hermoso juguete – porque esta vez lo vas a tener dentro.

Aquella advertencia sólo logró acrecentar mi deseo. De verdad deseaba tenerlo dentro, aunque nunca jamás lo hubiera hecho antes. No me detuve a pensar si sería doloroso o placentero, ni tampoco si eso me hacía mejor o peor persona. Sólo deseaba tenerlo dentro, aunque fuera una sola vez.

Me acomodé boca abajo tal como me lo indicó. Alcé las nalgas tal como me ordenó y esperé inmóvil como me sugirió.

La cabeza de su verga rozó mis nalgas, caliente y pesada, como si fuera un ente vivo y actuara por cuenta propia. No me moví. Lo sentí deslizarse entre mis muslos. Lo sentí firme entre la raja de mis nalgas. Noté la presión de la dura punta buscando acomodo entre los pliegues de mi ano y lo sentí, vaya que lo sentí, irrumpir dentro de mi cuerpo.

Contuve el aliento, como si los pulmones se negaran a participar de aquel violento ataque. Apreté los labios, porque no quería dejar escapar un grito que delatara el doloroso placer de entregarme, de sucumbir, y abrí los ojos, porque quería ser mi propio testigo, quería verme cogido por aquel hombre, traspasado por su verga y constatar que aquella imagen no era solo un sueño.

El incontenible paso de aquella verga no dejaba lugar a dudas. Me estaba penetrando. Me estaba metiendo hasta el ultimo milímetro de carne que lo conformaba. Me estaba cogiendo y yo lo estaba disfrutando.

En la ventana, como dos faros azules, los conocidos ojos de Julián me acompañaron en mi dolorosa iniciación. Ahora podía sentir lo que sintió el muchacho cuando me lo cogí entre los árboles. Ahora éramos casi hermanos, pues el mismo instrumento que lo había creado a él me estaba haciendo nacer de algún modo a mí también.

Las manos de Jeremías me alzaron por las axilas, obligándome a ponerme a gatas. En esa posición el hinchado miembro parecía entrarme todavía más, y lo sentí mas duro y más grande, si es que eso era posible.

Te gusta, te gusta – decía infatigable el amante, dándome vergazos incansables e incontenibles.

Jamás dejé de mirar a Julián. Durante todo el tiempo que su padre me penetró, su mirada no se apartó de la mía. En silenciosa comunión parecía sentir lo que yo sentía, parecía contener el aliento en las lentas embestidas, tal como lo hacía yo, y exhalar cuando la poderosa herramienta se retiraba, tal como yo.

Jeremías me tomó por los hombros, buscando el apoyo necesario para empujar con mayor fuerza, y su miembro, cual pistón humano comenzó el frenético camino hacia el orgasmo. Casi pude sentir como se hinchaba, casi imaginé el tronco, surcado de venas azules entrando potente y letal en mi distendido ano, su mano en mis cabellos, jalando, haciendo que mi espalda se arqueara, que mi grupa se alzara aun más, para recibirle plena y totalmente.

Julián – tronó de repente el hombre que me sodomizaba – acércate!

El rostro en la ventana mostró total sorpresa. La misma que yo hubiera mostrado sino hubiera estado empalado en aquellos momentos por la tremenda verga.

Julián entró, arrastrando consigo los aromas exóticos y nocturnos del jardín. Su entrepierna mostraba un considerable bulto. Era obvio que estaba excitado.

Mira – dijo Jeremías a su hijo – acércate y observa como se somete a un hombre.

Sus palabras no me gustaron, pero estaban llenas de razón. Jamás en mi vida me había sentido tan sometido, tan dominado por nadie más. El golpeteo de su verga en mi cuerpo parecía confirmar el eco de sus palabras, y de algún modo reconciliado y feliz acepté mi pasivo papel frente al muchacho.

Jeremías comenzó a resoplar, jadeando al acercarse al clímax. Un bufido y un último empujón y la lava candente de su semen inundó mis entrañas. Su pene vibraba en mi interior, escupiendo los borbotones apasionados de su deseo y allí permaneció hasta el final de sus estertores.

Me desmontó y se tiró sudoroso y satisfecho a un costado. Me derrumbé también, aun temblando y excitado. Apenas recobró el aliento, Jeremías apoyó la mano sobre mi vientre. La caricia trepó hasta mi pecho, atrapando una de mis tetillas entre los dedos. El efecto fue casi eléctrico en mi cuerpo.

Aun está caliente – dijo dirigiéndose a Julian – ahora es tu turno.

Se refería a mí como si mi opinión no contara. El muchacho se acercó vacilante, mientras el padre tomaba mis piernas y las alzaba sobre mi pecho, revelando el indecente espectáculo de mi húmedo culo, rebosante de su propio semen.

Vamos – animó Jeremías – sé que te mueres de ganas de cogértelo también.

La evidente erección del chico no necesitaba mayores explicaciones. A pedido de su padre, se desnudó, mostrándonos a ambos la maravilla de su joven y bien formado cuerpo. Aun con las piernas arriba esperé hasta sentirlo acomodarse frente a mí. Jeremías tomó el pene de su hijo y lo acomodó frente a mi cálido agujero. Yo sólo tenía ojos para la azul mirada de Julián. De alguna forma le debía aquello al chico y deseaba pagar mi deuda. Los sentí acomodarse, y al penetrarme, busqué su boca y su beso.

Así se hace – animó Jeremías – demuéstrale quien manda.

Las embestidas de Julián no podían compararse a las del padre, mucho más violentas e imperiosas, pero el ritmo suave y contenido del muchacho, aunado a mi creciente excitación me hicieron tener el mejor y más placentero orgasmo de mi vida. Julian explotó poco después, sumando su simiente a la de su padre en el más intimo rincón de mi cuerpo.

Se marcharon juntos, desnudos atravesando el jardín envuelto en sombras, y yo me quedé dormido, cansado y satisfecho en la pequeña casita.

Los días siguientes fueron una sucesión de encuentros y descubrimientos, salpicados de algunas lagunas de tiempo que aproveché juiciosamente para terminar la mayor parte de mi libro. Muy a mi pesar, los días pronto se convirtieron en semanas y finalmente llegó la hora de partir..

Por supuesto volví, siempre que el trabajo y las obligaciones me lo permitieron, y aunque el tiempo no perdona y los años nos llegaron a todos por igual, la magia de aquellos días siempre logró permanecer atrapada en la vereda de jazmines y la casita del jardín.

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altair7@hotmail.com