La casa rural

Dos familias de vacaciones en una casa rural. Dominación. Orgía.

LA CASA RURAL

[…] que se asocia a una conducta desvergonzada, que puede a veces considerarse como desinhibida y está considerado como «un recurso ostentoso a lo repugnante, como una irrupción de los instintos sexuales», o como una forma reactiva contra los sentimientos. Hay quienes actúan de una manera provocativamente despreocupada y que se sienten orgullosos de carecer de escrúpulos de conciencia, pero en realidad intentan enmascarar graves sentimientos de culpa. (Fischbein, S., Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über psychoanalytische Theorie der Neurose , citado por De Quincey, Writtings , XIII)

IMAGINACIÓN: 1. f. Facultad de representarse mentalmente objetos, personas, situaciones no presentes en la realidad. ( D.R.A.E. )

CENTÓN: 3. m. Obra literaria, en verso o prosa, compuesta enteramente, o en la mayor parte, de sentencias y expresiones ajenas. ( D.R.A.E. )

DRAMATIS PERSONAE

  1. Charo. Esposa de Lucio. Madre de Esteban y de Belén. Hermana de Teresa. Cuñada de Julio. Tía de Nacho y de Goyo.
  2. Esteban. Hijo mayor de Charo y de Lucio. Hermano de Belén. Primo de Nacho y de Goyo. Sobrino de Teresa y de Julio.
  3. Belén. Hija menor de Charo y de Lucio. Hermana de Esteban. Prima de Nacho y de Goyo. Sobrina de Teresa y de Julio.
  4. Lucio. Marido de Charo. Padre de Esteban y de Belén. Cuñado de Teresa y de Julio. Tío de Nacho y de Goyo.
  5. Teresa. Esposa de Julio. Madre de Nacho y de Goyo. Hermana de Charo. Tía de Esteban y de Belén. Cuñada de Lucio.
  6. Nacho. Hijo mayor de Teresa y de Julio. Primo de Esteban y de Belén. Sobrino de Charo y de Lucio. Hermano de Goyo.
  7. Goyo. Hijo menor de Teresa y de Julio. Primo de Esteban y de Belén. Sobrino de Charo y de Lucio. Hermano de Nacho.
  8. Julio. Marido de Teresa. Padre de Nacho y de Goyo. Cuñado de Charo y de Lucio. Tío de Esteban y de Belén.

Llamadme Pablo. Confieso que cuando conocí los sucesos que se van a narrar, sentí un vértigo asombrado que no describiré porque éste no es el relato de mis emociones sino de lo que sucedió durante aquella semana en la casa rural.

SÁBADO

Las vidas de las dos familias de este relato eran vidas apacibles, predecibles, estables. Los matrimonios trabajaban en puestos de más o menos relevancia en sus empresas, y los hijos (salvo Goyo, que repetía segundo de bachillerato) estaban ya en la universidad. Incluso uno de ellos, Nacho, estaba con una beca Erasmus en Francia, y había venido a pasar esas vacaciones con los suyos. Sus vidas eran confortables.

Habían alquilado una casa rural en la zona de la sierra. Estarían allí una semana, haciendo rutas y senderismo. Se habían aprovisionado de todo lo que podían necesitar, aunque de todos modos, había un pueblo cerca y la capital no quedaba demasiado lejos y podrían acercarse a por cualquier cosa que se les hubiera olvidado o que pudieran necesitar. Llegaron a la casa el sábado por la mañana. Estaba bien: tres amplias habitaciones, un gran salón-comedor, cocina, cuarto de baño y aseo, un cobertizo donde cabían dos coches y un pequeño jardín a la entrada, con su cenador y todo. Habían acordado que Lucio y Charo dormirían en la habitación más grande, Esteban y Goyo en un cuarto que tenía cama-nido y Belén en el otro. Julio y Teresa dormirían en el salón, que disponía de un amplio sofá-cama; Nacho lo haría sobre una colchoneta, compartiendo el salón con sus padres.

El propietario de la casa, un catalán que había hecho carrera en Madrid, les había dejado preparada la comida del primer día, a modo de bienvenida: fricandó con setas y caracoles. A todos les gustó mucho, aunque no tenían forma de saber que las setas eran tóxicas y habían liberado en sus organismos una sustancia que bloqueaba la voluntad de las mujeres y desinhibía la de los hombres. A ellos les dotó de una lascivia desmesurada y de una suerte de priapismo, no doloroso y permanente. A ellas les proporcionó una especie de adormecimiento de la conciencia; una sensación equivalente a cuando la mano o el brazo se te quedan absurdamente amorfos e insensibles por falta de riego sanguíneo; una especie de capa neblinosa que ocultaba la voluntad, impidiendo su normal funcionamiento.

El efecto de las setas no podía estar previsto por nadie.

Tras los postres y el café, aparecieron los licores y llegó la sobremesa. Al fin y al cabo estaban de vacaciones. La conversación iba sobre los planes para esa tarde. Podían salir a dar un paseo por los alrededores, e incluso llevar las bicicletas que había en la cochera. El tiempo era benigno, lucía el sol y podía decirse que la temperatura era estupenda.

Lucio miraba a Teresa cuando dijo “Si te llevas la bici, ¿le vas a quitar el sillín?” La frase, que en otra situación hubiera sonado grosera, soez, hizo que ellos soltaran unas risotadas grotescas. Teresa, roja de vergüenza, no se atrevió a decir nada, pero pensó “Sí, para metérselo a tu madre por el coño”. La imagen de Teresa pedaleando sin sillín se instaló en la mente de todos. A ellos les proporcionó estímulos; a ellas, sensaciones muy desagradables, rodeadas de negros nubarrones, como un mal presagio.

Continuaron conversando. Sobre colinas cercanas en las que había alguna ermita románica digna de verse, o sobre cerros que escondían pequeñas cascadas de agua en cuyos estanques podrían bañarse. Esteban había leído en un folleto turístico de la zona que a muy pocos kilómetros había unos restos romanos que podían visitarse con un guía; quizá la antigua residencia de algún poderoso patricio. Esta vez fue Julio el que habló. “Belén, si vamos al estanque, no te lleves el bañador…” Y dejó abierta la frase. Tan abierta, que cada uno le dio su propia continuación. Ellos, la imagen de la muchacha desnuda; ellas, la del oprobio y la humillación que eso supondría. La aludida había bajado la vista y miraba con fingido interés sus propias manos, apoyadas en sus propias rodillas. La combinación de lo que había dicho Lucio y lo que acababa de decir Julio, puso en alerta a las tres mujeres.

Teresa y Charo se miraron de soslayo. Sus maridos no eran de los que hacían comentarios de ese tono burdo y ordinario. ¿Por qué, entonces, esas dos puyas? ¿Sería por el licor? Tampoco habían bebido tanto. Estaban alarmadas, y no les faltaba razón. Las dos frases causaron en ellos un efecto bien distinto. Empezaron a creer que podían decir cualquier barbaridad delante de todos; y que, además, serían bien recibidas. Goyo, que no había bebido, soltó, mirando a Belén, “Y luego te montas en la bici”. El efecto fue demoledor.

A partir de ese instante, ellos vieron aumentar su confianza, en el sentido de que se sintieron más cómodos si decían alguna vulgaridad. Ellas, por su parte, notaron el progresivo desparpajo de ellos, y eso las amedrentaba más y más.

Avanzaba la tarde y también los comentarios de ellos aludiendo a ellas. La sobremesa estaba tomando un cariz casi dramático, por lo menos a ojos de Charo, que temía sobre todo por Belén, por su niña. El golpe de gracia lo dio Lucio cuando apuró el segundo chupito de pacharán, se levantó de la silla y se puso detrás de Teresa. Todos miraban, un poco sorprendidos, esperando a ver qué hacía. Apoyó las manos en los hombros de su cuñada, miró a Julio y dijo: “Me voy con Teresa. Me apetece estar con tu mujer.” La cara de estupefacción de los presentes no se puede describir. Sí las reacciones inmediatas, como veremos.

Teresa se giró hacia atrás para mirar a Lucio. La mirada de él no la tranquilizó en absoluto; más bien leyó en sus ojos una intensa lascivia. A continuación, miró a su marido, tan sorprendido como los demás, y casi gritó “¡Julio!” Julio la miró con ojos de borrego y con voz indolente dijo: “Si a él le apetece…” Teresa se supo perdida. Por su parte, Charo supo que algo iba a pasar con Belén. Y en efecto, Julio llamó con un gesto a la muchacha. Nacho y Goyo se levantaron al unísono. “Yo también quiero ir…”, dijeron. Julio dijo que primero él y luego ya irían ellos. Belén respondió con una mirada hostil, pero no hizo ningún movimiento de repulsa. “¿Qué está pasando?”, alcanzó a preguntar antes de levantarse. Nadie respondió. Charo estaba segura de que iba a sufrir un infarto mientras veía a Belén, a su pobre niña, atraída por los brazos de Julio. En cambio, no veía cómo Lucio y Esteban habían rodeado a Teresa y la conducían hacia el dormitorio. La habitación, que era la primera del pasillo a la derecha, lucía una placa de cerámica, adornada con florecillas y ramitas de colores, en la que se leía la palabra “Dormitorio”. Nadie se preguntó por qué el catalán, que había hecho carrera en Madrid, había bautizado así aquella habitación y no las otras.

Lucio y Esteban, con Teresa, ya habían llegado al dormitorio. Lucio llevaba la voz cantante. “Desnúdate” le dijo mientras él mismo había comenzado a quitarse la ropa, aunque se dejó puestos los calcetines, lo que le daba un aspecto ligeramente ridículo. Lucio frisaba los cincuenta años. Casado con Charo, bastantes años más joven, desde hacía casi veinticinco, había tenido una vida sexual aceptable, si bien en los últimos tiempos había comenzado a dar muestras de algún fallo a la hora de sostener la erección, lo que había dificultado alguna penetración. Cosa a la que Charo había quitado dramatismo. Una de sus más recurrentes fantasías era que su mujer se la chupara, algo que nunca había sucedido. Al principio de su matrimonio le había insistido para que le hiciera mimos a su palito . Traducido: que le diera besos en el pene. Pero Charo siempre se había resistido. Como a la mayoría de las mujeres, no le atraía para nada hacer una felación a un hombre, aunque fuera su marido. Con el paso del tiempo, las peticiones de Lucio habían disminuido, pero no por ello había olvidado su fantasía. Ahora podía cumplirla. Y Teresa iba a ser la encargada para cumplir su sueño. No le disgustaba Teresa. Ya estaba desnuda, y también Esteban se había quitado la ropa aunque se mantenía discretamente a un lado. De pie, frente a su cuñada, Lucio estaba tan pletórico que no sabía cómo empezar. Puso las manos sobre los hombros de ella, empujando suavemente hacia abajo, de forma que Teresa se vio obligada a sentarse en el borde de la cama. En esa posición, su cara quedaba a la altura de los genitales de él. Y el miembro de Lucio comenzaba ya a ponerse en forma. Sabía ella lo que iba a ocurrir, pero se resistía. Alzó la cabeza, mirando implorante a los ojos de Lucio. Éste le devolvió la mirada y adelantó la pelvis para que el miembro se acercara más a la cara de ella. Se había sujetado la base del pene con dos dedos de la mano derecha, para mejor dirigirlo hacia su objetivo. A Teresa no le quedó otro remedio que abrir la boca y aceptar dentro aquella masa en fase creciente. ¿Por qué no podía negarse y rebelarse contra aquel abuso, asqueroso donde los hubiera? Lucio lanzó por la nariz un suspiro de satisfacción. Esteban observaba en silencio. Teresa se aplicaba: movía la cabeza adelante y atrás engullendo el cilindro en que se había convertido el miembro de Lucio. De todas formas, mantenía abierta la boca todo lo que podía, para evitar el contacto. Lucio se dio cuenta y la ordenó que cerrara y apretara los labios en torno al pene. Las sensaciones que sentía eran desconocidas para él. Las había imaginado cientos de veces, cuando soñaba que su mujer accedía a sus caprichos. Pero ahora que era verdad, ahora que veía con sus propios ojos cómo en la boca de su cuñada aparecía y desaparecía su pito, no podía decir cómo se sentía, ni siquiera qué sentía. Desde luego, la estaba gozando. Si flexionaba un poco las rodillas y estiraba los brazos, alcanzaba con sus manos los pechos de Teresa. Comenzó a sobarlos y a manosearlos. Era tanta su ansia, que los apretaba demasiado, causándole dolor a la mujer. Después desplazó las manos hasta la cabeza de ella, sujetándola y acompañándola en su movimiento de vaivén, como hacen muchos hombres. A ratos, también, ponía las manos en sus propias caderas, colocando los brazos en jarras, como se ve en algunas películas porno. No podía pedir más. Se sentía el dueño de aquella mujer y podía hacer lo que quisiera…

Por su parte, Teresa, aguantaba como podía. Movía la cabeza y sufría las embestidas de la minga de su cuñado. Nunca, nunca había hecho nada parecido. Ni con su marido —único hombre con el que había estado, por cierto—, aunque éste se lo había pedido más de una vez. La sensación, cuando el miembro de Lucio entraba hasta bien adentro en su boca, era de asco. Notaba la fuerza con que él empujaba. Procuraba apartar la lengua para que no tocara la punta de su pene, pero no siempre lo conseguía. Realmente, era asqueroso. Además, le hacía daño con los tocamientos en sus senos. Apretaba tan fuerte y le hacía tanto daño que tuvo que apartarle las manos. Su cabeza, el interior de su cabeza, daba vueltas. Cómo se había visto envuelta en aquel disparate . No acertaba a comprender qué estaba pasando, ni mucho menos por qué estaba pasando. De lo que no le cabía ninguna duda era del ultraje al que estaba siendo sometida. De eso sí era muy consciente. Y lo que quedaba por venir, porque no se olvidaba de Esteban, allí al lado, que de momento no decía nada, pero al que podía ver por el rabillo del ojo, desnudo y empalmado. Esperando.

Lucio notó que la polla se le ponía más tiesa: una erección en toda regla. Supuso que es que iba a correrse. Nunca había aprendido a controlar sus eyaculaciones. Apretó los glúteos como cuando uno se aguanta las ganas de mear, pero eso duró poco. Antes de que pasara un minuto comenzó a expulsar esperma dentro de la boca de la mujer. Teresa también notó el aumento en la dureza del miembro y también supo lo que iba a pasar. Apretó los ojos igual que se hace cuando no se quiere que algo ocurra pero se sabe que es inevitable que suceda. Notó que el semen manaba. Sintió el líquido viscoso y caliente en su lengua y eso le produjo una profunda arcada de asco. Todo fue muy rápido. Antes de que la segunda oleada de esperma saliera, Teresa se había inclinado hacia delante, convulsionada por la arcada y por la tos profunda que le salió del esófago. A punto estuvo de vomitar. Parte del semen se le escurrió de la boca, junto con su propia saliva, y cayó sobre sus rodillas. Mientras, Lucio, indignado, veía cómo se escapaba su oportunidad de correrse del todo dentro de la boca de una mujer. La segunda efusión salió hacia el vacío y cayó sobre el hombro derecho de su cuñada. La sujetó por el cabello e hizo que levantara la cabeza. Apretó la polla contra su boca cerrada, y allí fue a dar el resto de su eyaculación, contra los labios de Teresa. “¡Puta!”, exclamó, muy enfadado por no haber conseguido lo que quería. Alzó una mano, como si fuera a darle un bofetón, pero no lo hizo, sólo la amenazó. “¡Hija de puta!”. Furioso, restregó el miembro contra las mejillas y los labios de ella, como si quisiera dejar huella de su paso por allí. Sacudía la cabeza de la mujer a un lado y otro. Teresa, asustada y con el regusto de la arcada todavía en su boca, había cerrado los ojos. Sentía la carne de él contra su cara, pero nada podía hacer. Jadeando, Lucio retrocedió y fue a sentarse en la butaquita que había junto al tocador con tapetitos bordados a mano. Teresa cogió la esquina de la colcha de la cama donde estaba sentada y se limpió el rostro y los labios. Luego escupió sobre la tela, restregándose bien los labios y los dientes, para quitarse el recuerdo y el mal sabor de boca de la eyaculación. Con otra parte de la misma colcha se limpió las rodillas. Esteban avanzó hacia ella y dijo: “Teresa…”.

Cuando todos habían salido, Charo se quedó a solas con Nacho y Goyo. No le cabía ninguna duda acerca de las intenciones de ambos hermanos: esperaban ansiosos a estar con Belén. Tenía que impedirlo. Pensó, no sin razón, que el más vulnerable (en el sentido de más tierno ) era Goyo. Se acercó a él y le puso una mano en el pecho. Intentó sonreír y dijo “¿Qué tal estás?” La mano bajó hacia el tórax y siguió bajando hasta los genitales. Nacho, sentado en el sofá, miraba con curiosidad. Apretó un poco la mano alrededor de los testículos del muchacho, que de puro sorprendido no sabía qué decir. Charo se desabrochó un botón de la blusa, dejando ver algo más de escote, incluso el inicio del canalillo. Llevaba una blusa estrecha que apenas contenía sus senos. Los ojos de Goyo no se apartaban de allí. Charo se desabrochó otro botón y ya era visible parte del sujetador. Goyo boqueaba y se removía inquieto. Era evidente que tenía una fuerte erección, ostensible a través del pantalón. La mano de Charo seguía en esa zona, masajeando los testículos. Goyo se bajó la cremallera del pantalón y sacó el miembro, rojo por la excitación. Nacho seguía mirando atentamente. La mano de Charo rodeó el falo y sintió su latido y su calor. Era una polla considerable para un adolescente. Intuyó que tenía que decir algo, pero no se le ocurrió nada. Comenzó a mover la mano arriba y abajo, haciéndole una paja. No miraba al muchacho, sólo a su mano. Goyo extendió un brazo y comenzó a acariciar los senos de su tía. La polla reaccionó ante este estímulo, excitándose todavía más. Nacho, que veía todo lo que estaba sucediendo, también estaba empalmado. Se había quitado el pantalón y el calzoncillo. Llamó a Charo. “Ven”, dijo. La mujer miró hacia él y pudo ver un falo largo, muy largo, apuntando hacia el techo. Goyo gruñó una palabrota, viendo cómo el turno pasaba a su hermano. Charo tuvo que acercarse a su otro sobrino. Sentado sobre el borde del sofá, espatarrado, echado hacia atrás, con el falo ofrecido, sólo le quedó decir: “Chúpamela.” Charo miró a uno y a otro. “¿Charo?”, dijo Nacho. “Anda, ven.” Y Charo fue. Se inclinó sobre el miembro rojo y tenso. Lo sujetó por la base con una mano, y acercó los labios al glande y comenzó a chupetearlo. Y fue el comienzo de algo.

Julio y Belén llegaron a la habitación de ella. No había ninguna duda de las intenciones del hombre. “Desnúdate”, le dijo, mientras él mismo ya había comenzado a quitarse la camisa. Belén quedó vestida con una braguita, con los brazos cruzados cubriéndose los senos. “Del todo”, insistió él. A su vista quedó el cuerpo veinteañero de la chica. Todo un bombón, pensó. La muchacha, presa de todo tipo de pensamientos de sumisión y servidumbre, se veía abocada a la violación e intentaba escapar de esa encerrona. Si se la chupo, pensó, a lo mejor no me viola: es mejor chuparla a que te violen. Tomando la iniciativa, se dirigió hacia el marido de su tía y se puso en cuclillas; sujetó el miembro, ya empalmado, y comenzó a besarlo. Luego introdujo el glande entre los labios y lo repasó con la lengua, dándole suaves y frecuentes pasadas. Julio se encontró con un regalo imprevisto y no lo desaprovechó. Pero su idea era triunfar , y eso significaba hincarla. Dejó pasar unos minutos, disfrutando, sin hacer nada por alterar las evoluciones de la muchacha. Evoluciones que habían logrado multiplicar la erección de Julio. Aprovechando la ocasión, el hombre dio un paso atrás para salirse de la boca de su sobrina. Ésta, sorprendida, le preguntó si es que no le gustaba. “Lo haces muy bien”, respondió, “pero…” y la sujetó por las axilas para ayudarla a levantarse y acercarse a la cama, donde, suavemente, la empujó para que quedara tumbada boca arriba, las piernas temblorosas, el sexo visto, los brazos extendidos, como si fueran a crucificarla. Frustrada su intención, Belén no podía hacer otra cosa que seguir los dictados que le iba indicando Julio: “Separa bien las piernas, relájate, ya verás qué bien lo pasamos…” Puesto sobre ella, el hombre no tuvo dificultad en penetrar en esa tierna herida del sexo de la joven, esa flor entreabierta. Un suspiro de gozo se escapó de la garganta de él cuando empujó todo el miembro hasta el fondo. La muchacha soportaba como podía el peso del hombre, y trataba de adaptarse para sufrir el menor daño posible. Los dos eran conscientes de que el peso forma parte de la posesión, de la victoria sobre la hembra. La penetración le dolió, pero la elasticidad de su joven sexo había facilitado la entrada. Acoplado el hombre sobre la muchacha, comenzó el apareamiento, con un ritmo constante, sosegado (no tenía prisa y sabía que disponía de tiempo). Cuántas veces había soñado con este momento; cuántas, cuando hacía el amor con Teresa, soñaba que era Belén la poseída. Conocía a Belén desde que nació. Había ido viéndola crecer hasta llegar a ser una adolescente primero, una jovencita después, y ahora ya casi una mujer hecha y derecha. La había visto desarrollarse, había visto evolucionar sus senos, sus caderas, su rostro, hasta convertirse en objeto de deseo oculto, objeto de las bajas pasiones que transfería a su mujer cuando lo hacían. Intentaba el hombre besar los labios de la muchacha, pero Belén, asqueada, apartaba siempre la cabeza.

Teresa, sentada en la cama, había levantado la vista al oír la voz de Esteban. No le cupo duda de las intenciones que tenía, y como prueba ahí estaba la poderosa erección que apuntaba a su cara. Pensó que lo que quería Esteban, igual que su padre, era que se la chupara. Pero no, lo que Esteban quería era follar. Nunca lo había hecho y se moría de ganas. Tenía novia; bueno, salía con una chica. Él quería mantener relaciones sexuales, pero ella nunca había accedido a hacerlo . A lo más que había llegado era a que le hiciera una paja, muy de vez en cuando. El resto se las hacía él mismo. Así que Esteban era virgen. Hoy tenía la oportunidad de hincarla , y no la iba a dejar escapar. Sin más preámbulo, empujó por los hombros a la mujer para que se tumbara en la cama, y él se puso entre sus piernas, con la lanza apuntando a la entrada del sexo de ella. “Me voy a sacar el sarro de la polla”, dijo. El problema era que Teresa no estaba precisamente lubricada, más bien al contrario: los pliegues de la vulva se habían recogido e impedían el acceso. Y Esteban, aunque estaba muy excitado, tampoco estaba lubricado. Como resultado, el primer intento de penetración fracasó. Pero la poderosa polla de Esteban lo volvió a intentar. Y finalmente lo consiguió, sin muchos miramientos, la verdad, lo que a Teresa le provocó un gran dolor. Una vez superada la vulva, el miembro de Esteban se deslizó por la vagina con más facilidad. Una sensación desconocida lo invadió. Era la primera vez que la metía y sin duda estaba bien. Una sensación de calor le recorrió las piernas hasta las nalgas. Superada la impresión inicial de la primera clavada, el muchacho se dedicó a follar, que es lo que quería. No puso mucho cuidado, todo hay que decirlo. Lucio observaba cómo su hijo se tiraba a Teresa sintiendo cierta envidia por la potencia sexual del muchacho. Como para animarse, comenzó a agitarse el fláccido miembro, sacudiéndolo arriba y abajo mientras contemplaba las embestidas de Esteban. La que lo estaba pasando lo que se dice mal, mal, era Teresa, que no podía quitarse de la mente la imagen de Esteban cuando éste era un niño y ella lo cogía en su regazo, haciendo monerías y jugando con él. ¿Por qué toleraba esa violación, esa humillación? ¿Qué le impedía rebelarse y lanzarse con dientes y uñas contra sus dos agresores? Recuerdos de la infancia de su sobrino se abrieron paso en su mente, lo que hacía todavía más doloroso el momento.

Goyo miraba cómo la cabeza de Charo subía y bajaba sobre el miembro de Nacho. Se había desnudado completamente y se acercó por detrás hasta que rozó con el pene las nalgas de su tía. Estaba muy excitado y unas gotas de lefa asomaban por la punta, dándole un extraño brillo. Entonces oyó que se abría la puerta de la habitación de Belén. Sin pensarlo dos veces, y antes de que Nacho reaccionara, salió corriendo al pasillo donde se cruzó con Julio.

Cuando Goyo abrió la puerta del cuarto, Belén levantó la cabeza sobresaltada. Se quedó sorprendida pues al que esperaba ver era a Nacho. Todavía desorientada por los sucesos recientes, estaba de pie, junto a una silla donde se amontonaba su ropa junto a la de Julio. Goyo avanzó hacia ella mirando —con una mirada hipnotizada— los senos de la muchacha. El miembro, húmedo por la lefa, estaba tieso a más no poder. Quedaron frente a frente: Belén sabiendo lo que Goyo quería, y él todavía indeciso por no saber cómo empezar. La chica había observado el estado en que se encontraba él, y dedujo que su experiencia con chicas sería más bien limitada, por lo que, continuó, seguramente se correría a las primeras de cambio. Para comprobarlo, le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus senos. Goyo, que jamás había tocado una teta, sufrió un espasmo y casi a continuación eyaculó sin poderlo evitar. Su pene sufrió una sacudida y expulsó un chorro de semen que fue a dar contra la cadera de ella. A continuación, una segunda sacudida expulsó otro chorro que trazó un arco y fue a dar al suelo; finalmente, una tercera convulsión dejó aflorar un poco de esperma que se fue escurriendo por el miembro. El muchacho se miraba el pito, entre sorprendido y asustado. Perplejidad define mejor lo que sentía. Luego miró a la chica, preguntando sin palabras qué había pasado. Belén, dándose cuenta del estado de su primo, le miró compasiva, sintiendo piedad y ganas de decirle algo amable que le ayudase, pero recordó las intenciones de aquel salvaje y un acceso de ira le hizo gritar “¡Mira cómo me has puesto, cerdo!” Esto sorprendió todavía más a Goyo, que retrocedió un par de pasos, se dio la vuelta y salió al pasillo, por donde arrastró los pies, doblemente corrido y con las palabras de Belén (“¡Mira cómo me has puesto, cerdo!”) resonando en sus oídos. Al acercarse al salón, vio salir a Esteban del dormitorio.

En la puerta del salón-comedor estaban Lucio y Julio, a los que se unió Esteban. “Qué tal con Belén”, le preguntó a Julio. Éste, haciendo el gesto de un esquiador dándose impulso, le guiñó un ojo y dijo “¡Vaya polvo!” Lucio se sonreía. Goyo se acercaba a ellos, pero al llegar al dormitorio, miró dentro.

Allí estaba Teresa. Echada sobre la cama, sollozando en silencio, con el antebrazo cubriéndose los ojos. El cuerpo desnudo, temblando no por el frío que no hacía sino por la indignación y la rabia, sacudido a veces por espasmos que el llanto provocaba, las piernas algo separadas, retorciéndose a causa de los calambres, el pecho elevándose por la agitada respiración, el sexo húmedo tras la violación. Pero Goyo no vio nada de esto. Vio el cuerpo desnudo de una mujer. Vio los senos de una mujer sacudidos por los espasmos, vio la entrepierna brillante de una mujer. Motivos suficientes para que el torpedo se armara de nuevo y volviera a apuntar al techo. Goyo trepó a la cama y reptó por el cuerpo desnudo de Teresa. Al notar la presencia, sin duda de un hombre, sobre ella, creyó que era Esteban que volvía para violarla de nuevo. “No, por favor…” suplicó. Al apartar el antebrazo de sus ojos descubrió, aterrada, a pocos centímetros el rostro de su propio hijo. Una profunda sensación de asco y repulsa la invadió. Sintió cómo el muchacho intentaba, sin éxito, penetrarla. Notó la presión del miembro pero no estaba en la posición adecuada. Goyo se removió y volvió a intentarlo. Esta vez el torpedo avanzó a través de la vagina, húmeda por la reciente eyaculación de Esteban. Un suspiro de alivio salió de la garganta del muchacho y otro de angustia de la de su madre. Algo toscamente, Goyo comenzó el coito. No hay forma de poner en palabras lo que sintió Teresa en esos momentos. El horror, hubiera dicho Conrad. La perfección del horror, pensó ella.

El pene de Nacho era largo y no muy grueso. Inmediatamente recordaba a una “caña de bambú”, o a una vela. Inclinado sobre él muchacho, Charo proseguía con sus labios cerrados sobre el glande mientras una de sus manos subía y bajaba a lo largo de la vela ; la otra la tenía apoyada en la rodilla de él para no perder el equilibrio. ¿Cuántas veces había acurrucado entre sus brazos a su sobrino? Un revoltijo de recuerdos y sentimientos se amontonaban en la mente de Charo. Era su sobrino . Los tres hombres, que miraban desde la puerta, asintieron cuando Nacho se corrió. Casi se había visto venir. Primero, el joven se estiró todo lo que pudo sobre el asiento del sofá, luego se puso colorado como un tomate y se sujetó con las manos al borde del cojín; finalmente, comenzó a respirar fuertemente por la nariz. Charo seguía haciendo lo que se ha dicho. Sintió que el capullo se agrandaba y cómo la leche le llenaba la boca. Abriendo los labios, dejó que el semen resbalara hacia abajo, hasta su mano, que seguía moviéndose a lo largo del falo. Una sacudida final anunció el fin del espectáculo. Los tres se acercaron al sofá y felicitaron al chico y a la mujer. “Muy bien, campeón”, dijo Esteban. Charo se había sentado en el sofá, al lado del chico. Le dolía la espalda y sólo quería estar al lado de Belén, su hija, su niña. “Muy bien, campeona”, dijo Julio, removiéndole los cabellos con los dedos. “Has estado muy bien”, insistió. Ella evitaba mirarle. “Por lo que veo, tanto la madre como la hija la chupan de maravilla”, dijo Julio con voz ufana. “Pero, ¿no dices que te has tirado a Belén?, le preguntó Esteban. “Sí, pero antes me la ha chupado. Y puedo decir que sabía lo que hacía.” Todos rieron e hicieron comentarios. En cambio, estas palabras a Charo se le clavaron en el alma: ¿qué barbaridades no habría cometido aquél salvaje con su niña? Julio se acercó a ella sujetándose el pene y ofreciéndoselo. “Venga, a ver qué sabes hacer.” Aterrada, Charo miró a Lucio en busca de ayuda, pero su marido, lejos de apoyarla, hizo un gesto de impaciencia con las manos. “No seas remolona.” Vio cómo Esteban y Nacho salían del salón y no le cupo duda de a dónde iban. Una gran angustia la invadió, hasta el punto de que dos gruesos lagrimones resbalaron por sus mejillas. Julio le había puesto las manos en la cabeza y empujaba. El pene estaba empalmado, agitándose al impulso de la sangre que lo iba invadiendo. “¡Vamos!”, apremió el hombre. Sabiéndose incapaz de rebelarse, Charo acercó su boca al encuentro con el rosado glande y sus labios lo rodearon y su lengua lo acarició.

Lucio salió del salón. Volvió al dormitorio diciéndose que esta vez Teresa lo haría bien. Se encontró a Goyo todavía sobre Teresa. Sonriendo, se apoyó contra la pared a esperar que el muchacho terminara. Parecía hacerle gracia que un hijo violase a su propia madre, pero Lucio, igual que el resto de varones, estaba muy lejos de plantearse ninguna cuestión de moralidad. Al contrario, lo que veía le excitaba y notó cómo la picha se le ponía tiesa. Se planteó qué hacer, si tirarse a su cuñada u obligarla a repetir la mamada.

Cuando Esteban y Nacho entraron en la habitación de Belén, ésta se encontraba a un paso de recuperar parte de la cordura que había perdido con la violación de Julio y el intento de Goyo. Cuando los vio, perdió toda esperanza y sólo pudo preguntar, con voz apagada y mansa “¿Qué queréis?”. Como si no estuviera claro. Esteban se había sentado sobre la cama, echado hacia atrás, apoyado en los antebrazos, las piernas colgando, el pene enhiesto. “Dice Julio que la chupas muy bien.” Ella miraba alternativamente a su hermano y a Nacho, detrás de ella. Recelaba que la fuera a sujetar. No sabía qué responder. “Yo no he hecho nada.” “Pues él dice que sí”, y estirando el brazo en dirección a ella y encogiendo el dedo índice repetidamente le hizo señas para que se acercara. Él mantenía el pene hacia arriba sujetándolo con dos dedos. Belén se inclinó hacia el miembro, abrió la boca y el capullo desapareció dentro. Luego, muy despacio, comenzó a mover la cabeza arriba y abajo con un corto recorrido que a Esteban le pareció maravilloso. En realidad, su intención era acostarse con su hermana, porque lo que quería era follar. Pero estaba disfrutando tanto que decidió continuar. La muchacha estaba tan inclinada que mostraba la grupa y a la vista quedaba la vulva. Nacho, excitado, se aproximó y doblando ligeramente las rodillas, apuntó a la diana. Logró introducir parte del miembro, pero al hacerlo la muchacha, sorprendida e incómoda, detuvo los movimientos de la cabeza, por lo que Esteban le pidió a su primo que lo dejara para después.

Si el pene de Nacho era largo y no muy grueso, el de Esteban era casi tan largo y mucho más grueso. Si a Nacho se referían como “la caña de bambú” o “la vela”, a él (y también a Goyo que la tenía de parecidas dimensiones pese a ser más joven) lo harían como “el cirio”.

En el salón, Charo seguía lamiendo más que chupando el capullo que Julio le ofrecía. Él parecía satisfecho con las pasadas de la lengua sobre la superficie del bálano. Había estirado el brazo derecho y con la mano tocaba y sobaba los senos de la mujer, y eso le excitaba todavía más. No decía nada, pero se daba cuenta de que ella tenía ganas de terminar cuanto antes. Supuso que era porque quería ir a estar con Belén. Seguro que Esteban y Nacho estarían daño buena cuenta de ella.

En el dormitorio, Goyo se había corrido bien a gusto. Todavía jadeaba, echado junto a su madre, que se había vuelto hacia el otro lado, llorando en silencio y sin consuelo posible, esperando a que hicieran con ella lo que les diera la gana. Lucio miraba complacido. Se acercó a su cuñada y la obligó a sentarse en el borde de la cama. Con la polla bien empinada, empujó sobre los labios de la mujer. Se resistía pero le dijo que abriera la boca. Así lo hizo y el miembro pasó por entre los labios hasta ocupar casi toda la cavidad. “Ahora lo vas a hacer bien”, dijo.

En ese momento, y no iba a ser la única vez, las tres mujeres estaban haciendo lo mismo: chupársela a alguno de aquellos desalmados.

Goyo contemplaba a Lucio y a Teresa. Miraba con atención cómo la cabeza de su madre avanzaba y retrocedía, y cómo la minga de Lucio desaparecía y aparecía al mismo ritmo. Se había quedado como alelado, así que cuando le vino a la mente el recuerdo de las palabras de Belén (“¡Mira cómo me has puesto, cerdo!”), se sobresaltó, salió enseguida de la cama y se fue donde su prima.

Coincidió con Charo en el pasillo. Julio había acertado al suponer que quería terminar cuanto antes, y para lograrlo había utilizado más la mano que la boca. Masturbando a Julio, mientras sostenía la punta del pene entre sus labios, había logrado que se corriera. Escupió rápidamente el semen sobre un cenicero que había en la mesa del comedor y salió disparada para ver cómo estaba Belén, su niña. Vio a Goyo pero le adelantó. Cuando entró en la habitación, no pudo soportar el impacto de lo que veía, y se tuvo que sujetar al marco de la puerta para no caer al suelo. Sentado en la cama, Esteban, con la picha húmeda; inclinada sobre él, con las manos en las rodillas, Belén sufría los embates de Nacho, que había vuelto a penetrarla como lo había hecho antes. El muchacho decía en cada embestida “toma, toma” y se reía. La boca de la joven todavía rezumaba el semen que Esteban había eyaculado y que al caer había formado una gran mancha sobre la colcha y el suelo. Quiso cerrar los ojos para no ver el martirio de su hija, pero no podía. Asistió a todo el proceso. Goyo, a su lado, miraba la misma escena con una sonrisa bobalicona. “Luego voy yo”, dijo para sí mismo, pero Charo le oyó. Se volvió hacia él y vio cómo el miembro se le había puesto erecto. Se preguntó cómo era posible, pero lo sujetó con las manos. Era un miembro fuerte, grueso, poderoso. Lo agitó como si le hiciera una paja. Goyo la miró. “¿Quieres follar?” Charo no contestó, ni tampoco le miró, siguió con sus movimientos. Pero Goyo le apartó las manos. “Quieta.” Y siguió mirando a su hermano. No pasó mucho tiempo antes de que Nacho se pusiera rojo otra vez y que con un par de empellones acabara corriéndose en Belén. Cuando se retiró, la muchacha cayó al suelo, agotada, apoyando la dolorida espalda contra la cama. Gemía y suplicaba que la dejaran en paz. Charo quiso acercarse pero se le adelantó Goyo. Hizo que la muchacha se incorporara y se tumbara sobre la cama. Las intenciones eran muy claras, y por eso Esteban le advirtió de que tenía el coño lleno, que la dejara lavarse un poco. No se sabe si le escuchó y no le hizo caso o simplemente no oyó las palabras de advertencia. El caso es que puesto sobre Belén, la penetró. Se oyó perfectamente el “chop” producido cuando el pene desplazó el semen de la vagina. El muchacho parecía poseído por un demonio y sus movimientos eran casi bruscos y, en todo caso, brutales. No dejaba de susurrar al oído de Belén: “¡Mira cómo te estoy poniendo, cerda!”

Asistieron a la violación de Belén. Los únicos que no estaban eran Lucio y Teresa, que seguían en el dormitorio.

Era evidente que todos ellos estaban poseídos por un mal oscuro y que sentían un sombrío y tenebroso deseo de humillación y de posesión. Aquella tarde no ocurrió nada más, salvo algún escarceo. Las mujeres se hicieron cargo de la casa (limpieza, cocina, compra, etc.) y ellos se dedicaron a ver la televisión, a salir o a jugar con las videoconsolas.

DOMINGO

Amaneció el día y todos parecían comportarse con naturalidad, como si la tarde anterior no hubiera sucedido nada. Esto no era del todo cierto porque las mujeres sí recordaban.

Julio, que parecía estar poseído por un apetito desmedido de lujuria, había ideado un pérfido plan: la violación sistemática de las mujeres. Comenzarían con Belén, seguiría Teresa y cerraría el círculo Charo. El orden de intervención de ellos sería por edades, de mayor a menor: primero Lucio, luego el propio Julio, después Esteban, tras él Nacho y el último Goyo, el más joven. Todo esto lo había pensado por la noche.

Después de desayunar, Julio los convocó a todos en el dormitorio y les hizo saber sus intenciones. La cara de las mujeres al oír lo que pretendían era todo un poema. Charo lloraba en silencio y abrazaba a Belén, que a su vez miraba desconcertada a todas partes. Teresa había cerrado la boca y apretaba con fuerza los dientes. Su mirada era de odio, de rabia, de impotencia, de desesperación. ¿Es que no podían hacer nada? No, no podían.

Hubo un cierto revuelo, eso sí. Protestaron, maldijeron, insultaron, amagaron con salir del dormitorio (pero sin llegar a hacerlo). Ellos, en cambio, se movían aleatoriamente de aquí para allá, sonriendo nerviosamente. Al fin y al cabo iba a ser algo novedoso para todos. Algo aterrador para ellas. En todo caso, un festín abyecto.

La puesta en escena ya tuvo su morbo: estaban todos presentes, ellos esperando su turno, ellas esperando el horror de lo que iba a tener lugar.

Comenzó Lucio. Le dijo a Belén que se tumbara sobre la cama, se puso sobre ella y la penetró. Sin ningún tipo de consideración previa. Nadie perdía detalle. Ellos porque estaban interesados, ellas porque eran obligadas por Julio a mirar atentamente. Fue un polvo algo torpón, en la línea de Lucio: aquí te pillo, aquí te mato. Cuando terminó, Belén se fue al cuarto de baño para lavarse. Lucio se sentó en el silloncito al lado del tocador, resoplando por el esfuerzo.

A Julio le parecía que Belén estaba demasiado tiempo fuera. Tuvo una idea perversa. Hizo un aparte con Teresa y Charo, que habían presenciado la escena obligadas por él, y comenzó a cuchichear con ambas. Las dos se mostraron airadas ante sus palabras, pero él insistía; no estaba sometiendo algo a la consideración de su mujer y de su cuñada, sino que se lo estaba imponiendo. Al cabo de poco rato, Teresa agachó la cabeza con resignación, con una mueca de desprecio en los labios y odio en la mirada que lanzó a Julio. Charo la abrazó. Belén regresó del cuarto de baño. Sintió que el aire estaba hecho de manos que querían tocarla. Miró a Julio, que le devolvió la mirada con una sonrisa abyecta en los labios. Se acercó a ella y comenzó a acariciarle hombros, espalda, nalgas, senos… La erección era palmaria. “Ven, túmbate”, invitó. Tampoco tardó mucho en metérsela y en comenzar a follarla. Justo un poco antes de terminar, le susurró unas palabras al oído. Belén exclamó un “¡No!”, seguido de un “¡Hijo de puta!”, que todos pudieron oír. Luego Julio, dirigiéndose a Teresa, le dijo “¡Vamos!”. Teresa se tumbó en el suelo, sobre la alfombra que había al lado de la cama donde yacían su marido y su sobrina. Nadie sabía lo que Julio había hablado con Charo, con Teresa y con Belén, pero pronto iban a salir de dudas. Julio terminó su faena con una serie de gruñidos guturales. Se salió de Belén y ésta, lentamente, con resignación, pero sin poder hacer otra cosa, se incorporó y se colocó a horcajadas sobre el rostro de su tía, pero sin llegar, de momento, a acercarse a la boca. De su sexo comenzó a manar una chorrito de semen, el semen de Julio, que resbalaba hacia la boca que Teresa había abierto bajo las indicaciones de Julio. La perversa idea estaba dando resultado: Teresa, la que había resultado elegida, se iba a tragar el semen de cada uno de los que se fueran follando a Belén, y luego, además, lamería el coño de su sobrina, para dejarlo bien limpio , en palabras del propio sátrapa. En efecto, a los pocos segundos, cuando ya la boca de Teresa estaba llena con el contenido de la corrida de su propio marido, Belén bajó un poco las nalgas y su sexo quedó acoplado perfectamente a la boca de Teresa, que tuvo que chuparlo y lamerlo. Era un felching en toda regla. Mientras, la propia Belén tenía que cumplir otra misión . Julio se había puesto, con cuidado de no pisar la cabeza de Teresa, frente a ella y le ofrecía su sexo, ya en estado algo fláccido, húmedo y repugnante. A Belén no le quedó más remedio que ponérselo entre los labios y la lengua, y lamer los restos de la eyaculación, chupando y relamiendo ese pene que, además de estar pegajoso, olía. A partir de ahora, esta secuencia ocurrirá cada vez que cada una de las tres mujeres sea pasada por la piedra por cada uno de los cinco hombres. Lo llamarán oficiar la liturgia del polvo . Se repetirá más veces.

A todo esto, el sexo de Belén comenzaba a estar algo irritado por tanta penetración. La vulva mostraba un cierto enrojecimiento.

El siguiente de la lista era Esteban, su hermano, cuya polla no tenía parangón con las dos anteriores. La de Esteban era una señora polla, hinchada, nervuda, apuntando al techo. Belén al ver el enorme pollón, sugirió que no podría metérsela. Esteban, levantando el dedo índice y con voz admonitoria, sentenció: “Nunca digas de esta agua no beberé ni esta polla no me cabe”. Tampoco perdió el tiempo en preliminares. Cuando Belén terminó de chupársela a Julio, Esteban la tumbó en la cama y se la cepilló sin más. No valían los preámbulos. El tamaño del miembro provocó más irritación en los genitales de Belén, que sentía que algo la laceraba por dentro y se quejaba del daño que le hacía su hermano al metérsela. Y es que Esteban no tuvo ningún tacto al penetrar a su hermana. Se puso sobre ella, apuntó la cabeza del misil a la entrada de su cueva y empujó. Sin más. La pobre Belén boqueaba para coger aire, se dolía y se quejaba, pero nadie le prestaba la menor atención. Charo se desesperaba ante la situación de su hija. Cuando, después del coito, Belén le estaba chupando la polla, Esteban seguía empalmado como si no hubiera terminado de eyacular hace un momento.

Los siguientes, Nacho y Goyo, cumplieron ansiosos con su trámite. Fueron dos polvos eficaces y burocráticos, aunque a Nacho le hubiera gustado estar más tiempo con la muchacha. La enorme polla de Goyo completó la vaginitis que ya era manifiesta en los genitales de la chica. A raíz de estos hechos, sufrió de dispareunia permanente.

Belén estaba agotada. Le temblaban las piernas. Sus ojos estaban nublados. Su cuerpo quedó sobre en la cama como el de una pordiosera. No tenía fuerzas ni para llorar. Tirada en la cama, no parecía ya una pordiosera, sino una agonizante. Cada estertor de su pecho correspondía a un sonido tan blando y tan angustioso que Teresa tuvo que volver la cabeza. No así Charo, que acudió a abrazarla con suaves movimientos que sólo una madre sabe ofrecer. “Cariño”, repetía, abrazándola y acariciándola el cabello. “¿Por qué, mamá, por qué?”, preguntaba entre sollozos. No había respuesta.

Como un funcionario eficaz (valga el oxímoron), Julio calculó, teniendo en cuenta que el tiempo medio de cada polvo había sido entre quince y veinte minutos, que al final estuvieron follando a Belén casi hora y media.

Describir el estado en el que quedó la joven requeriría un tratado exhaustivo de anatomía… y otro de psiquiatría.

Completada la bestial infamia, la vida de la casa pareció recuperar el normal devenir. Ya veremos en qué consistía ese devenir, y será muy difícil trazar las peripecias de los días restantes.

LUNES

Turno de Teresa. Cabizbaja y lúgubre, se sabía objeto de la atención de todos; por lo menos de los hombres. Estaban de nuevo en el dormitorio. Belén, prácticamente en estado de shock, se había quedado sentada en la butaquita que habían puesto lo más lejos posible. Julio había decretado una cuarentena respecto a la muchacha. Charo sería la encargada de oficiar el polvo . Como precaución, la tarde anterior Teresa y ella habían ido hasta el pueblo cercano para comprar una crema vaginal: no querían que les pasara lo que a Belén. No tenían de esas cosas y tuvieron que comprar vaselina.

Lucio, ya empalmado, estaba a su lado, esperando. Teresa se aplicó la crema para facilitar la penetración. Miró a su marido y le preguntó: “¿Por qué?” Julio ni la contestó.

Lucio esperó paciente a que ella se embadurnara bien la vulva, y luego la empujó suavemente. Quedaron los dos tendidos sobre la cama. A modo de coña, y mirando a Julio, dijo “Con tu permiso.” Puesto sobre su cuñada, empujo la pelvis y la penetró suavemente. Teresa se dio las gracias por haber comprado el gel, aunque no pudo evitar la repugnancia de tener sobre su cuerpo el de aquel hombre al que hasta hacía bien poco tenía como de la familia. Aunque Lucio quería parecer un buen amante, sus movimientos y sus bufidos delataban más bien a un gañán que satisfacía sus más bajos instintos. Fue un coito de los rápidos, si bien a él le hubiera gustado que durara más, pues era totalmente consciente de la presencia del marido de la violada, y esto añadía un plus de morbo que le encantaba.

Por el contrario. Teresa sufría con cada embestida de aquel cuerpo, no tanto porque le doliera la penetración, sino más bien por saber que estaban siendo observados. Y entre los observadores estaba su marido y, peor aún, sus hijos. Esto le dolía especialmente. Empezaba a comprender lo que estaba sucediendo en aquella maldita casa rural, pero eso no le aliviaba el sufrimiento al que se encontraba sometida.

Afortunadamente, Lucio no duró mucho y pronto sintió la liberación de verse sin el peso de su cuerpo. Restaba, no obstante, el oficio litúrgico que seguía a las violaciones. Tuvo que ponerse sobre Charo, dejar que el semen resbalara hacia su boca y luego acomodarse para que su hermana le hundiera la lengua en la vagina, mientras ella aceptaba en su boca (no quedaba otro remedio) la polla, algo fláccida ya, de su cuñado.

Julio no se anduvo con rodeos: forzó a su mujer, se corrió y se dispuso para el oficio . Punto.

Esteban, en cambio, se tomó su tiempo para abrazar, acariciar y susurrar algunas palabras al oído de Teresa. Sus manos recorrieron todo el cuerpo de la mujer, nalgas, espalda, hombros, y por supuesto los senos, sobre los que se inclinó y a los que besó, deteniéndose largo rato en los pezones. Todos estos roces y besos y caricias no hacían sino aumentar su excitación, y buena prueba de ello era la erección que mostraba y que a veces frotaba contra el cuerpo femenino. Pasaron bastantes minutos en esta actitud. Luego, la empujó suavemente y se tumbaron sobre la colcha. Puesto sobre ella, apoyado en los antebrazos, con un movimiento de la pelvis, la penetró. Antes de proseguir dijo: “¡Qué buena estás, tía!” Y nadie supo si el apelativo se refería al parentesco o a la condición femenina de Teresa. Fue un polvo largo, deseado, apetecido, desde el punto de vista de él, claro. Desde el punto de vista de ella, fue una agonía eterna de extraordinaria violencia. Los embates del chico le dolían, y le dolían también los recuerdos de cuando era niño y ella jugaba con él, haciéndole carantoñas, comprándole regalos, cogiéndole en brazos. Cuántos recuerdos, ahora amargos, le sacudían la mente. Los estremecimientos del cuerpo masculino y el calor húmedo que la invadió, hicieron saber que el acto había concluido.

Como solía ser habitual en él (y a menudo también en los demás varones), la polla de Esteban seguía bastante erecta a pesar de la reciente eyaculación. Así que cuando Teresa se puso sobre la cara de Charo y él se la metió en la boca, el miembro estaba en condiciones de recibir no sólo unas chupadas sino toda una mamada en condiciones. Esa era la intención del chico, pero Nacho y Goyo protestaron porque así gastaría más tiempo y ellos ya llevaban esperando mucho. Accedió Julio, y Esteban tuvo que contentarse con unos lametazos sobre el glande. Nacho estaba tan ansioso por hacerlo que casi no le dio tiempo a su madre a tenderse en la cama. No bien lo hubo hecho, ya estaba sobre ella y a continuación hundió la caña de bambú en el ya dolorido sexo de la mujer, a la que ni siquiera le había dado tiempo de aplicarse el gel. Fue una cópula rabiosa. Nacho se movía con mucha rapidez, como si se le acabara el tiempo. Es más, Esteban, molesto porque no le habían dejado volver a correrse, dijo, con voz agria, “Tranquilo, chaval, que tú tienes todo el día”. Ni caso. Siguió empujando y empujando, para regocijo de Lucio y para padecimiento de Teresa. Cuando eyaculó y se detuvo, Teresa respiraba el aire con avidez. Se sentía como descoyuntada.

Agotada, física y psíquicamente, estaba al borde del colapso mental.

Pero el cuerpo y la mente son sabios. Por eso su cabeza dejó de funcionar . Todo su cerebro se puso a reparar los daños físicos evitando así que su psique cayera por el abismo. Y, en efecto, la recuperación física de Teresa resultó asombrosa.

Quedaban todavía los oficios de Charo con Teresa y de la propia Teresa con Nacho. Una vez cumplidos, Goyo no quería perder ni un segundo. Siempre era el último y la excitación que sentía había hecho asomar por el glande gotas de líquido preseminal. Teresa reclamó poder lubricarse con la vaselina y Julio se lo concedió. Goyo se desesperaba porque pensaba que su madre quería retrasar por todos los medios la consumación. Apenas acabó de embadurnarse, la empujó y la penetró. No duró ni dos minutos, tanta era su fogosa impaciencia.

Insatisfecho por la corta duración del coito, hinchado el ego por el dominio que ejercía, soberbio porque todavía tenía la picha empalmada, Goyo sujetó la barbilla de su madre, cuando ya ésta se había colocado sobre la cara de Charo, y empujó la punta sobre los labios. La lengua de Teresa relamió la superficie del bálano, proporcionado al muchacho nuevas descargas eléctricas de placer.

La sesión había terminado y las dos hermanas, abrazadas, quisieron recoger a Belén para salir las tres juntas. Pero Esteban y Goyo retuvieron a la más joven. Julio les advirtió de que la chica seguía en cuarentena y no podían forzarla ni ultrajarla hasta nueva orden. Refunfuñando, Esteban dijo que estaba bien, que no le harían nada. Un poco enfadado porque no podía tirarse a Belén, Esteban se sujetó la polla, empinada igual que la de Goyo, e hizo que su hermana le hiciera una paja, de tal suerte que la punta del miembro le rozaba una mejilla. Goyo, acercándose, hizo lo mismo: con la otra mano, Belén le masturbaba y el cirio del chico se frotaba contra la otra mejilla. Acabaron corriéndose y desparramando el semen sobre el rostro de aquella pobre infeliz, en una suerte de bukkake a dos. Desde la puerta, ellos sonreían y ellas lloraban.

Todas se preguntaban de dónde salía la fuerza de la que ellos alardeaban, y de dónde las invisibles cadenas y ataduras que a ellas les impedía rebelarse y que las tenía en una situación de sumisión bestial. Lo deseaban con fuerza, pero el universo no conspiró para liberarlas de aquella tragedia. Gritaban por dentro su cólera, pero se sabían prisioneras por rejas que no podían ver y que tampoco podían atravesar. Sentían por dentro una recóndita ira que no acababa de estallar.

El resto del día lo pasaron en diversas actividades.

MARTES

Era el día siguiente y le tocaba a Charo. De nuevo fue Lucio el primero. A ella le resultaba extraño que su propio marido consintiera en todo lo que estaba pasando. Pero es que habían pasado tantas cosas… una de la peores, que el hombre que estaba a punto de violarla ya había violado a su propia hija. ¡Qué más podía esperar! El polvo de Lucio fue rápido y mecánico. Como siempre, en tanto ella recordaba. Sólo había conocido a un hombre, su marido, y siempre había sido así: cuatro tocamientos y un coito rápido e insuficiente. Hoy ni siquiera había habido tocamientos. Terminado el acto, Julio la empujó para que se incorporara rápidamente y fuera a ponerse sobre Teresa, siguiendo el ritual impuesto tras cada violación. Charo, puesta a horcajadas sobre su hermana, sostuvo el equilibrio mientras notaba cómo el esperma de Lucio se escurría, descendiendo como un hilillo hacia la boca de Teresa, que lo esperaba con resignación, tratando de no mirar, pero obligada a hacerlo porque si el hilillo cayera fuera de su boca, Julio la castigaría de una u otra forma. Cuando el chorrillo hubo caído y ya Teresa lo hubo tragado, Charo se sentó sobre su cara, y la lengua comenzó a explorar el camino hacia el interior húmedo y caliente, oloroso y repugnante, que era la vagina con los restos del semen del marido de su hermana. Lucio, siguiendo la liturgia establecida, se puso con los pies a los lados de la cabeza de Teresa, esperando a que Charo cogiera la postura, para dejarse lamer el pingajo que era su pene. Arrugado y húmedo, daba asco mirarlo, aunque fuera el de su marido. Mucho más tener que metértelo en la boca. Pero no le quedó otro remedio, y ahí estaba Julio para obligarla y para vigilar que lo hiciera según ellos querían.

El siguiente era Julio. Con una sonrisa de triunfo y de dominio, subió a la cama en la que ya estaba Charo. Estaba empalmado pero antes de meterla, la acarició durante unos minutos. Fueron caricias burdas, bastas, que demostraron no el afecto sino el dominio del hombre sobre ella. Había cerrado los ojos y sólo quería que aquella tortura terminara, aunque sabía que seguiría otra peor. En efecto, al poco rato el cabrón de su cuñado la penetró, y pudo ver su rostro, ufano, con esa mirada de poder. Se había quedado quieto, consciente de que todos le miraban, sabedor de lo que estaba haciendo y de lo que significaba. Finalmente, se puso en movimiento y comenzó una nueva violación en la persona de Charo. Relajó el cuerpo para mejor soportar los embates del hombre. Es algo que había aprendido a hacer a lo largo de los años con su marido. Julio no tenía mejor técnica que él, y sus rápidos jadeos eran la prueba de que no tardaría mucho. Así fue. Aferrado a los senos de Charo, Julio se convulsionó cuando le llegó el orgasmo. Un orgasmo acelerado y presuroso. De nuevo puesta en pie y de nuevo agachada sobre Teresa. El oficio fue el mismo que habían vivido ya Belén y Teresa, y que hoy le tocaba a ella. El pene de Julio esperaba a ser atrapado por los labios de su cuñada. Un pene arrugado, feo, asqueroso, al que no le queda otro remedio que lamer hasta dejar satisfecho a su propietario.

Llegó el turno de Esteban. El muchacho estaba deseoso de follar, aunque no hubiera elegido a Charo, desde luego. Pero es que no le quedaba otra. Y es mejor un polvo que mirar. El chico cumplió el trámite con rapidez, cierto, pero también con cierta pericia. Había una diferencia cuantitativa —su pene era más grande que el de sus predecesores—, pero también cualitativa: fue un polvo sin la urgencia de los dos anteriores. Un polvo que buscaba no sólo la demostración del poderío de aquellos varones, sino la satisfacción extendida en el tiempo. Se notaba que Esteban, mientras estaba follándose a Charo, su madre, disfrutaba: sus movimientos, a diferencia de Lucio y de Julio, no fueron apresurados y tenían ritmo, el mismo ritmo durante todo el acto. Fue una violación, es verdad, pero Charo notó cierta calidad . Avergonzada por estas sensaciones, cerró los ojos mientras el miembro del muchacho, poderoso, eficaz, la taladraba una y otra vez. Aprovechando su posición magreaba las tetas de la mujer. Magreos un poco bruscos al principio, pero que fueron volviéndose más suaves, incluso las besó y cogió los pezones con los labios. Charo, perpleja por las distintas emociones de su cerebro, se debatía en un conflicto que todavía no sabía en qué consistía, y que por eso mismo la atormentaba. Cuando el movimiento se hizo más intenso, adivinó que su hijo iba a eyacular. En efecto, sintió dentro de sí la llamarada del semen bañándole el interior. Jadeante, Esteban se hizo a un lado para dejar que la mujer se incorporara y fuera al encuentro de Teresa.

Nuevo acto de deglución de flujos masculinos, esta vez más abundantes, y nuevo acoplamiento de una vagina sobre una boca. Y nueva entrada de un miembro húmedo en la boca de Charo. A diferencia de los dos anteriores, el pene de Esteban seguía bastante erecto. No como cuando la había follado, pero sí lo bastante para que el muchacho exija, con las manos puestas en su cabeza, empujándola, una felación y no un mero chupeteo. Consumada la limpieza , Charo volvió a la cama con la mirada puesta en Nacho, que ya se estaba preparando sacudiéndose arriba y abajo la caña de bambú. No es que lo necesitara, pues ya se le veía en plena forma; era más un acto reflejo de llamada a las armas.

Esteban se acercó a Lucio, que sostenía sobre sus rodillas a Belén. El hombre la tenía abrazada y le acariciaba bien los senos, bien los muslos. A veces, separaba las rodillas para que ella abriera las piernas, y pasaba un dedo por la rajita de su sexo. Medio empalmado como estaba, Esteban se puso delante de su hermana y con una mano le empujó la cabeza hacia el miembro. Belén no tuvo otro remedio que acatar la voluntad del otro y comenzar a chuparle el glande sin llegar a introducirlo en la boca. Esteban se dejaba hacer, pero al cabo de un rato la obligó a realizar una mamada como Dios manda: meterse la polla en la boca y mover la cabeza arriba y abajo. Julio y Goyo se habían percatado de todo y se sonrieron. También lo hicieron Lucio y Esteban cuando cruzaban sus miradas.

Charo, en cambio, no se dio cuenta y además estaba ocupada ayudando a Nacho. El muchacho había trepado a la cama y trataba de meterla a pulso intentando hacer diana en la vulva. Charo sujetó la parte inmediata del glande y lo condujo hacia su cofre; una vez introducida la punta, Nacho empujó hasta encajar prácticamente todo el miembro, lo que es mucho decir. Charo se iba sintiendo llena. Con Esteban había notado cómo la vulva y la vagina se dilataban para adaptarse a las dimensiones de la verga; ahora, con Nacho, fue la profundidad lo que notó. El chico se había fijado en su primo y se impuso también un ritmo no demasiado acelerado, aunque se moría de ganas de lo contrario. Esto hacía que, aunque estuviera muy excitado, el polvo durara bastante rato.

Durante todo ese tiempo, Charo volvió a sentir las mismas contradictorias y extrañas sensaciones que había comenzado a notar con Esteban. Cómo era posible que junto a la mayor repugnancia pudiera percibir aquel conato de calor, aquella todavía remota sensación de tensión que es antesala del sosiego. Por qué el odio que hasta ahora había sentido con tanta intensidad por lo que estaba sucediendo en esos días se había apaciguado o al menos se había hecho a un lado para dejar paso a esa otra ¿sensación…? ¿Qué era lo que sentía mientras Nacho le hacía el amor? ¿Por qué había pensado “me está haciendo el amor” y no “me está violando”? ¿Por qué ese cambio? Se debatía la mujer en un mar de dudas que ni siquiera sabía de dónde venían.

Cuando Nacho se corrió, comenzó un nuevo oficio . Charo sobre la cara de Teresa y la lengua de ésta hurgando en el sexo de su hermana. Tuvo un orgasmo, breve e intenso que trató de disimular. Se sintió culpable. Nadie notó nada. Y luego, cuando Goyo la estaba violando, volvió a correrse y esta vez se sintió como una mujer podrida. Julio creyó notar que el cuerpo de Charo se agitaba de una forma extraña, pero lo atribuyó a los empujones del chico, tan torpones como siempre. Cuando Teresa terminó de oficiarle a su hermana el polvo de Goyo y Charo de límpiale el pito, Esteban, al ver a Teresa libre dejó a Belén y se puso a horcajadas sobre Teresa, obligándola a hacerle una felación. Lucio, por su parte, le dijo a Belén que se pusiera de rodillas ante él y que se la chupara. Belén sujetaba el miembro de su padre y movía la cabeza arriba y abajo. No tardó mucho en correrse. Ella dejó resbalar el semen que caía desde su boca hacia la mano. Satisfecho, Lucio le dijo que se la limpiara con la lengua.

Cuesta describir el espectáculo del dormitorio en aquella situación.

Del resto del día no diremos nada más, si no que, afortunadamente, sólo tenía veinticuatro horas.

MIÉRCOLES

Se le ocurrió a Julio —autor intelectual de aquella orgía continua—, que hoy Belén, mañana Teresa y al otro Charo, podían hacer una mamada a cada uno de los hombres allí presentes. Dicho y hecho. Reunió a todos en el salón-comedor y organizó los mismos turnos que había puesto en los tres días anteriores; a saber: el primer turno sería para Belén, y el orden de intervención el que ya habían seguido: Lucio, Julio, Esteban, Nacho y Goyo. Ni que decir tiene que las tres mujeres rechazaron aquella nueva humillación, aunque también eran sabedoras de que estaban a merced y capricho de la voluntad de aquellos tiranos depravados, ignorando que todo era debido al influjo de las toxinas de las setas. Reunidos en el salón, desnudos, Julio les hizo saber las condiciones de cada felación. La parte actora tendría que hacerle una mamada a cada uno de ellos. El tiempo y la forma de cada actuación dependían exclusivamente de la voluntad de la parte masculina. Ellos decidirían cómo y de qué manera se llevaría a cabo cada felación.

Así, si a uno de ellos le apetecía que Belén tenía que chuparle la punta mientras él se masturbaba, Belén tenía que obedecer. Si otro prefería meter toda la polla en la boca de la muchacha y dejar que ella, con la pericia de sus labios, lengua y garganta, consiguiera que él eyaculara, también tendría que obedecer. Una cosa quedaba a criterio de cada una de ellas en su respectiva actuación : podían decidir si se tragaban o no la lechada que cada uno de ellos expulsara al correrse. Si querían tragarla, adelante. Si no, deberían escupirla en un tazón que Julio ya había puesto sobre la mesa del comedor. “Es la única libertad que tenéis”, dijo. Esto hizo el comentario inmediatamente sospechoso a los ojos de ellas.

En aquel momento, el salón era un salón de silencios en el que cada grupo procesaba las palabras de Julio de formas bien distintas.

Siguiendo el orden establecido, Lucio se puso delante de Belén, sentada en el borde de una silla. Charo y Teresa, de pie, en el otro extremo del salón, miraban para otro lado, pero fueron invitadas por Julio a presenciar en primer plano lo que iba a suceder. Charo cerraba los ojos, furiosa por ver a su hija sometida a los desmanes de aquellos que hasta hace poco consideraba su familia, y que ahora la hacían sufrir de aquella manera tan despiadada. Lucio ya estaba medio empalmado, y sujetando la base del pene lo dirigió hacia la cara de Belén, a la que no le quedó más remedio que abrir la boca y consentir el encuentro con el miembro de su padre.

La sordidez del momento es fácil de adivinar. Ahorraré los detalles más escabrosos, que la imaginación hará presentes a cada uno de los lectores. Bastará con cuatro pinceladas de aquellas sesiones.

Las de Lucio y Julio fueron unas mamadas funcionales; les importaba más verse erguidos y sometiendo a una mujer que el hecho de que se la estuvieran chupando. Era más importante saber que estaban siendo observados mientras tenían la polla en la boca de una mujer que el hecho en sí.

Lucio había introducido poco más que la punta en la boca de su hija y con la mano derecha se masajeaba el miembro. Cuando notó que iba a correrse aceleró los movimientos de la mano y casi enseguida eyaculó. Toda la descarga de semen había caído dentro de la boca de la muchacha, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir la arcada que le surgió desde lo más profundo del estómago cuando notó aquel moco espeso y viscoso sobre la lengua, desparramándose por toda la boca. Cuando Lucio terminó de eyacular, dio un paso atrás. Todos estaban pendientes de lo que haría Belén: ¿se tragaría el esperma o lo escupiría en el tazón? Lo escupió, con una mueca de asco y volvió a escupir, ahora saliva, como para quitarse cualquier resto seminal. “Bien. Muy bien”, animaron aquellos crápulas cuando Belén levantó la cabeza del cuenco en el que había dejado los restos del abuso al que acababa de ser sometida.

El caso de Julio fue prácticamente un calco del de Lucio. Mientras la joven chupaba el extremo de su pene, él se masturbaba. La única diferencia apreciable fue que al terminar de escupir el semen, él restregó el poco vigor que le quedaba en el miembro sobre las mejillas y los labios de ella, mientras soltaba una sonora risotada, como de ratificación de su dominio de la situación.

Quedaban tres aspirantes, ansiosos por satisfacer sus más bajos instintos. Esteban preguntó si podía tirarse a Belén en vez de la mamada. No, no podía. “Cuando mamada, toca mamada”, dijo Julio, imitando el acento del chiste de los vascos que encontraron un Rolex cuando estaban a setas. Tocaba mamada y no había más que hablar; luego ya harían lo que quisieran. Mientras Esteban se acercaba para ocupar la posición frente a Belén, Goyo abrazó desde atrás a Charo, y comenzó a sobarle los pechos. La erección del chaval era palmaria y Julio le avisó de que si seguía así acabaría corriéndose y perdería la ocasión de que su prima se la chupara. Recordando la experiencia del primer día, Goyo se separó de su tía, pero siguió empalmado y no dejó de mirarla.

Esteban no tenía la urgencia de sus predecesores, y se dispuso a disfrutar de una larga y satisfactoria felación. Comenzó magreando el cuerpo de la muchacha, acariciando su espalda, sus caderas, sus nalgas. Continuó con territorios más propicios: los muslos por la parte interna, los hombros, los senos… Si ya de por sí estaba excitado, estos tocamientos hicieron que mostrara todavía más agitación. El miembro, nervudo, desafiante de la ley de la gravedad, apuntaba al techo, y su color, casi morado, daba a conocer la enormidad de sus dimensiones. En efecto, y ya se ha comentado aquí, Esteban era poseedor de un cipote de grandes dimensiones. Hacía tres días había penetrado en el cuerpo que ahora tenía delante por la entrada más íntima; ahora se disponía a hacerlo por la más visible. La boca de Belén se abrió todo lo que pudo a aquella enormidad de falo, y aun se quedó chica. Le dolían los maxilares, de tanto forzarlos para poder contener aquel volumen, aquellas dimensiones tan extraordinarias.

El resumen de toda esta tragedia era que Esteban había logrado meter en la boca de Belén algo más de medio pene erecto, que no era poco, y que ella movía la cabeza adelante y atrás, ejerciendo de felatriz al ritmo que le marcaba el felado. Un ritmo que decidían las manos del joven sobre la cabeza de aquella desgraciada. Esteban no tenía ninguna prisa. Al contrario. Tenía todo el tiempo del mundo. Sujetó con ambas manos la cabeza de su hermana para detenerla y fue él quien impuso a sus caderas un lento movimiento de vaivén —dentro, fuera; dentro fuera—, en la modalidad conocida como irrumatio o irrumación. Se podía oír perfectamente el gorgoteo que provocaba el miembro empujando la saliva en la boca de ella; saliva que a veces resbalaba por entre los labios goteando por la barbilla. Esta situación duró lo que tardó Esteban en correrse: veinte minutos. Tiempo durante el cual Nacho y Goyo se desesperaron, pues no veían el momento de ser ellos mismos los invasores de aquellos labios maravillosos y sensuales de Belén.

Cuando eyaculó, a Belén le pareció que aquello no tenía fin: lo que le parecieron incontables oleadas de semen, chocaban contra su paladar esparciéndose luego por todos lados. Era tan copiosa la corrida que parte del líquido —caliente, blanco y espeso como el kéfir— se desbordó por las comisuras de sus labios. Era asqueroso. Teresa y Charo, mudas y aterradas espectadoras, cerraban los ojos para no ver la maldad, el horror. Pero Julio las obligaba a mirar, a no perder detalle de lo que estaba sucediendo.

Satisfecho en parte, Esteban dio un paso atrás. Pero cuando Belén hubo escupido sobre el tazón, se sujetó el miembro, todavía erecto, y dijo: “Aún no se ha terminado”, y volvió a meter la picha en la boca de la muchacha, que sintió una nueva efusión de esperma que esta vez se vio obligada a tragar ya que Esteban no retiraba el miembro. Tras lamer el orificio del glande y acariciarlo con los labios, el muchacho se dio por contento y se apartó definitivamente.

Era el turno de Nacho. El muchacho estaba tan ansioso que no quería perder el tiempo. Empalmado, con la caña de bambú por delante, se acercó a su prima y le colocó delante el artefacto. Quería introducirlo entero en la boca, pero era manifiestamente imposible sin causarle daño en la garganta. Metió algo más de la punta y comenzó a pajearse: no podía esperar a que las artes felatorias hicieran su efecto. En pocos minutos, Nacho eyaculó profusamente, y se quedó como en trance mientras Belén se inclinaba de nuevo y escupía el líquido espermático, añadiéndolo al ya acumulado.

La felación de Goyo será muy parecida a la de Esteban, aunque de menor duración, pues el chaval también estaba ansioso y no podía esperar a que fuera Belén la que le llevara al éxtasis, sino que él mismo lo buscó masturbándose en la boca de la joven.

Después de acabar, el cuenco estaba medio lleno de semen y saliva. Todos creyeron que el espectáculo (tragedia para ellas) había terminado. Pero Julio le dijo algo a Lucio y éste salió del salón. Volvió al poco con las manos en la espalda. Se puso al lado de su compadre y le entregó algo por detrás. Julio mostró la cuchara que le había dado Lucio y dijo que no podía ser que Belén rechazara el néctar que tan generosamente ellos habían ofrecido, así que tenía que tomarlo. Obligó a la joven a comerse todo el cuenco de semen y saliva a cucharadas, con la amenaza de que si vomitaba, se tendría que comer también el vómito. El espectáculo era, además de desagradable y ultrajante, una asquerosidad.

Cuando dieron por concluido el espectáculo, Julio le preguntó a Belén, con voz de falsete, si sabía cuántos kilómetros de polla había llegado a chupar. “¡Macho, eres único!”, exclamó Lucio con una risotada.

JUEVES

Le tocaba a Teresa ser la felatriz del grupo. Todos estaban expectantes, y a nadie se le escapaba que Lucio y Esteban iban a ser los protagonistas. También, a su modo, Julio. Teresa había estado dándole vueltas al tema. Había visto cómo aquellos pervertidos habían obligado a Belén a comerse a golpe de cuchara el semen que no quiso tragar, a pesar de que les habían dicho que podían elegir entre hacerlo o no hacerlo. Evidentemente, era una trampa: si no se lo tragaban cuando ellos eyaculaban, las obligaban a hacerlo después. ¿Cuál era la diferencia? Para Teresa estaba muy claro: ante la asquerosidad de comerse el semen a cucharadas si no se lo tragaba, optó por ingerirlo en cuanto ellos eyacularan.

Puede decirse que la única novedad fue que Lucio no dejó que Teresa se sentara en la silla, si no que hizo que se inclinara sobre el miembro. De esta manera, podía tocar y sobar no sólo sus senos si no también la espalda, las nalgas e incluso la entrepierna de la mujer.

Mientras iba chupando las sucesivas pollas, por la mente de Teresa cruzaron ideas muy concretas sobre lo que haría con aquellos depravados si pudiera: cortarles la polla y metérsela por la boca; cortarles la polla y metérsela por el culo; cortarles la polla y trocearla para metérsela por el ano como si fueran monedas; arrancarles los huevos con unas tenazas y luego echarlos al fuego mientras se desangraban y gritaban; obligarles a darse por el culo entre sí, y si se negaran, meterles un calabacín por el culo; sacarles un ojo y metérselo por el culo, para que vieran por dentro; sacarles después el otro ojo; arrancarles los pezones de las tetillas con unos alicates y después obligarles a comérselos; machacarles a patadas los testículos, y al que se quejase, taparle la boca con sus propios cojones; aplastarles los huevos con una plancha encendida; verterles por el culo una cafetera llena de café hirviendo, con un embudo metálico; hacer que se comieran una compresa justo cuando ella tuviera la regla; arrancarles las uñas con unas tenazas al rojo vivo, y metérselas por el culo; acariciarles la espalda con cuchillas de afeitar, y cuando se quejaran, cortarles la lengua con esas cuchillas, y metérsela por el culo; abrasarles la lengua con un vibrador metálico calentado al rojo; meterles un embudo por la boca y orinar, si escupieran el líquido, les golpearía los testículos con un cazo; les obligaría a masturbarse entre sí y cuando hubieran eyaculado sobre el suelo, que lamieran la lechada, luego golpearles la cabeza hasta matarlos. También les atraparía la polla con una puerta y la cerraría una y otra vez hasta reventársela. Estas y otras lindezas pensaba Teresa mientras les iba haciendo una mamada a cada uno de ellos.

VIERNES

El día amaneció con algunas nubes sobre las cimas de la sierra.

Era el turno de Charo. Igual que Teresa, ella también había pensado que lo mejor era tragar cuanto antes las eyaculaciones de aquellos bárbaros. Ya reunidos en el salón, todos esperaban que Lucio tomara la iniciativa, pues él era siempre el primero. Pero lo que hizo les dejó sorprendidos. Con una exagerada reverencia, los brazos extendidos y una pose ridículamente condescendiente, dijo, dirigiéndose a Julio, “Sírvase vuesa merced aceptar el privilegio de ser el primer hombre al que esta Cleopatra hace los honores.” Era falso, claro, pues Cleopatra , es decir Charo, ya le había hecho los honores el primer día. Respondiendo de una manera igualmente ridícula y afectada, Julio aceptó ser el primero al que se la iban a chupar aquel día. No fue nada del otro mundo, puesto que él se sujetaba el miembro, agitándolo, y se limitaba a apoyar el extremo sobre los labios de ella. Sólo cuando iba a eyacular advirtió: “Abre la boca y no tragues.” Todo el esperma cayó sobre la lengua. Enseguida llamó a Teresa y obligó a Charo a escupir parte del semen en la boca de su hermana. A ninguno de ellos pareció repugnarles la escena; incluso alabaron el poder contemplarla. Afortunadamente para ellas, a ninguno más se le ocurrió hacer lo mismo.

Al retirarse, hizo otra exagerada gesticulación y cedió agradecido el testigo a quien le había otorgado el privilegio de ser el primero en satisfacer sus afanes. Así como Lucio tenía una especial predilección por Teresa, también Julio, aunque en menor medida y de forma menos notoria, la tenía por Charo. El cuadrado quedaba circularmente cerrado.

El turno de Lucio no tuvo ningún misterio, salvo el comentario “Vas a tener que esmerarte tanto como con él”, y señaló hacia Julio.

Era muy llamativo que durante las felaciones, todos ellos guardaban un silencio conventual, casi litúrgico, roto solamente por los suspiros del que estaba siendo felado y por los chasquidos y gorgoteos que a veces producía la lengua y la saliva de la felatriz. A veces era la garganta de la feladora, tratando de respirar, la que producía un sonido gutural, extraño, que a ellos les producía regocijo (mirándose entre sí) y a ellas un profundo desasosiego, bajando la mirada.

Esteban hubiera preferido tirarse a Teresa, pero ya sabía que ahora no tocaba. Un ejercicio rápido de onanismo derramado sobre la lengua y los labios de su madre puso fin a su actuación. Nacho no se apartó ni una coma de lo que había hecho Esteban salvo, quizá, por las caricias y sobeteos en los senos de Charo.

En cambio, Goyo se tomó su tiempo y en lugar de entrar a saco, quiso acariciar el cuerpo de la mujer que tenía delante. Tocó y acarició. Saboreó los pezones, frotó las nalgas con su pelvis y con algo más. Sus manos y sus dedos recorrieron buena parte de la geografía de Charo, llegando incluso a explorar la cueva del tesoro, también conocida como el palacio oculto. Cueva, palacio, qué conceptos tan opuestos para nombrar una misma realidad. Introdujo el glande entre los labios de Charo, y ésta, casi como una reacción refleja, comenzó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás. Pero las intenciones del bruto eran otras. Con las manos detuvo el movimiento y él mismo comenzó a balancear las caderas. Recordaba que Esteban había hecho esto con Teresa, ayer. Y quiso imitarlo. Pero Goyo, ya se ha dicho, carecía de ritmo en la cópula, y por tanto la irrrumatio resultaba un poco cómica; tanto, que Lucio dijo “Toma, Moreno”, en alusión a los movimientos del cuervo Rockefeller, y, con toda la intención, a la propia Charo, pues su primer apellido era Moreno. Las risas que provocó el comentario resonaron un buen rato en el salón. Goyo no tardó en eyacular. Fue, eso sí, un torrente de caliente esperma el que soltó. Charo no daba abasto y parte se resbalaba por la comisura de los labios.

Terminada la función, Lucio y Julio salieron al jardín de la casa, para estar al aire libre; Nacho y Goyo se fueron a jugar a la play ; Belén se quedó consolando a su madre. Teresa quiso acercarse a ellas, pero Esteban la sujetó por un brazo y se la llevó al dormitorio.

INCISO

Ya se ha comentado que para dormir, Lucio y Charo lo hacían en el dormitorio; Julio y Teresa en el salón, ya que el sofá era un sofá convertible y casi una cama de matrimonio. Belén lo hacía en una de las habitaciones. En la de Esteban dormía Goyo, ya que la cama era una cama-nido. Nacho dormía también en el salón, en una colchoneta. De todas formas, a menudo esta distribución se veía alterada.

Por ejemplo, en una ocasión, Nacho y Goyo quisieron pasar la noche con Teresa (“No hay como la compañía de una madre”, dijo Goyo al presentarse en el salón cuando Julio y Teresa ya estaban acostados y su padre le preguntó qué querían). Los dos hermanos ya habían hablado de estar con su madre, y no por estar en su compañía sino para desahogar sus más bajos instintos. Habían tramado una estrategia que les entusiasmaba. Julio salió del salón y se asomó al dormitorio. Teresa miraba con desconfianza a sus hijos. Tenía miedo. Sabía sus intenciones, sabía que no tenía escapatoria; pero, ¿por qué los dos a la vez? Hicieron salir a la mujer de la cama y que se desnudara. No tardaron nada en quitarse la ropa y ambos la rodearon. En su actitud estaba la suficiencia del que se sabe seguro, la prepotencia del cobarde que sabe que su presa no puede escapar, la disposición del miserable que sabe que no va a perder, no por su valía, sino por la debilidad de la víctima. Circulaban alrededor de Teresa como si observaran un objeto novedoso. En sus miradas había lujuria. Teresa miraba al suelo; no se atrevía a mirar a la cara de sus hijos. Goyo, desde atrás, la abrazó por los hombros y le susurró al oído: “Tranquila, no va a pasar nada”. Notaba el sexo erecto apretándose contra su cuerpo. Delante de ella, Nacho la sujetaba por la cintura. Tenía la polla tiesa, apuntado al techo. La voz de su hijo mayor le sonó desconocida. “¿Qué te apetece hacer?” La pregunta la desconcertó. No había imaginado que fueran a tener en cuenta su parecer. Se percató inmediatamente de que o no esperaba respuesta o que ésta iba a ser totalmente irrelevante para sus intenciones. Las manos de Nacho subieron por su cuerpo y alcanzaron las tetas. Ahí se entretuvieron un momento antes de que el muchacho se inclinara y comenzara a besar los pezones, elevando los senos con el cuenco de las manos. Mientras, Goyo acariciaba su espalda, en un recorrido descendente que acababa en las nalgas. Dos redondeces que las manos abarcaban una y otra vez. Goyo se cogió el sexo y lo enfiló hacia la línea que separaba los dos hemisferios. Empujaba y el miembro recorría la frontera. No acababa de sentirse cómodo el muchacho y con la rodilla obligó a Teresa a separar las piernas. Pasó una mano por la entrepierna, acariciando la ranura de entrada a paraísos propicios. Teresa tragó saliva al notar los dedos de Goyo en la vulva y trató de juntar los muslos. Pero no podía: la mano se había adueñado de aquel territorio y no quería abandonarlo. Nacho seguía con los besuqueos en las tetas de su madre, pero pronto quiso más. Retirándose, le hizo un guiño a su hermano y ambos se separaron de la mujer. “Vamos a follar”, dijo Nacho. Y desde luego eso es lo que hicieron. Comenzó el propio Nacho. Esperó a que Teresa se acostara en el sofá-cama, las piernas bien separadas. Se puso sobre ella y guiando la caña de bambú introdujo la punta. Al principio le costó, debido a la sequedad vaginal, pero a base de forzar y empujar logró meter una buena parte del miembro. El resto no hace falta describirlo: los movimientos rítmicos del muchacho, los quejidos densos y largos de la mujer, la sonrisa bobalicona en el rostro de Goyo, espectador ávido de la brutal escena… La sorpresa llegó unos diez minutos después. Nacho intuyó los primeros asomos del orgasmo y, en lugar de continuar, se detuvo, se salió y se levantó de la cama. Teresa estaba sorprendida porque podía asegurar que su hijo no había eyaculado. “¿Qué pasa?”, preguntó. La respuesta fue que Goyo ocupó el lugar de su hermano. Puesto sobre su madre, la penetró sin más, y comenzó a follar. Ese era el tortuoso mecanismo que Nacho había ideado: follársela a relevos. Cuando el que la estaba metiendo fuera a correrse, lo tenía que dejar y que continuara el otro. Y así sucesivamente. Cuando Goyo vio que se acercaba al éxtasis, lo dejó y se levantó. Nacho se puso de nuevo a la tarea. Era una tarea atroz, naturalmente, pero aquellas dos bestias no tenían compasión de su pobre madre. La sesión duró casi una hora; una hora en la que la pobre desdichada fue vejada una y otra vez. El primero en dejarse ir fue Goyo. Estaba copulando y notó el cosquilleo inicial, pero ya estaba un poco cansado y además le apetecía darse el gusto de eyacular. El chorro de esperma inundó las entrañas de la mujer, y los gemidos de gusto informaron a Nacho de lo que sucedía. Cuando éste tomó el relevo, hizo lo propio y ya no se contuvo al notar el gustirrinín anunciador del orgasmo. Goyo se había recostado contra la pared, sentado en la colchoneta. Nacho, boca arriba en la cama, suspiraba y de vez en cuando decía “Tenemos que repetir”. Teresa, dolorida, con el perímetro del esfínter vaginal dilatado, inflamado, escocido, irritado, sollozaba en silencio, como solía hacer cada vez que era violada. Los dos jovenzuelos se quedaron dormidos y ella se arrastró como pudo hasta el cuarto de baño.

Cuando Nacho y Goyo entraron en el salón y le dijeron a Julio sus intenciones, éste se fue a la habitación de Esteban para pasar allí la noche, pero antes pasó por el dormitorio, donde Lucio estaba poniéndose el pijama y Charo ya estaba acostada. “¿Qué pasa, cuñados?”, saludó. Lucio preguntó y Julio le dijo que es que sus hijos iban a pasar un rato con su madre. “Pues quédate aquí, si quieres”, dijo Lucio, señalando la cama donde Charo, con los ojos cerrados, estaba. Se acercó Julio a la cama y apartó la sábana que cubría a la mujer. Vestía un top y una braguita minúscula. Julio contempló a la mujer, recorriendo con la mirada todo su cuerpo. Lanzó un silbido admirativo que hizo sonreír al otro. “¿Ya estabas dormida?”, preguntó con un tono falsamente inocente. No hubo respuesta. “Dicen que es bueno tomar leche antes de dormir”, continuó, con el mismo tono y recalcando la palabra leche. Lucio seguía sonriendo, divertido por la actuación de su cuñado. Se desnudó Julio y se masajeó los testículos mientras tendía la otra mano, invitando a Charo a incorporarse. “Sí, eso dicen, que un buen chorro de leche es estupendo para dormir de puta madre”, remachó, ahora con un tono de voz normal. Quedó la mujer sentada en el borde de la cama, con la cara a la altura del sexo de él. “¿No te apetece?”, preguntó. Ella sacudió negativamente la cabeza. “Pero no rechaces la invitación, mujer”, apuntó Lucio desde el otro lado, contemplando regocijado la escena. “Si dice que es bueno, es que lo será”, concluyó. Cogió con dos dedos el miembro y puso los labios alrededor del glande, apoyándolo en la lengua. “Eso está mejor”, dijo Julio. Dejó que Charo ensalivara el capullo, y poco a poco el pene, que ya estaba en fase creciente, fue tomando la consistencia y envergadura suficientes para que Charo pudiera hacer una felación en toda regla. Llevaba ella la iniciativa, pero aun así él puso las manos sobre su cabeza, enredando los dedos entre sus cabellos y guiando el ritmo. “Tranquila. No tengas prisa”, musitó, suspirando de placer. Lucio miraba, excitándose según pasaban los minutos. Disfrutaba a fondo el felado, y deseaba que aquello durara todo el tiempo del mundo. Charo es una buena felatriz, pensó, y le preguntó a Lucio “¿Quién la chupa mejor?” Recapacitó unos segundos y respondió “No sé. A mí me gusta que me la chupen las tres”. “Yo creo que Charo es la que mejor la chupa”, dijo Julio. Y volvió a concentrarse en el ritmo de la cabeza que avanzaba y retrocedía con lentitud exasperante para ella. Nada es para siempre, y el hombre acabó sintiendo la llamada del orgasmo. “Más rápido”, dijo, y las manos aceleraron el movimiento de la cabeza de Charo. Apretó los labios sobre el cilindro carnoso que entraba y salía de su boca, y enseguida recibió el chorro de esperma, proyectado al fondo de la garganta, que tragó todo lo deprisa que pudo, junto con la saliva acumulada. Un estremecimiento recorrió el cuerpo del hombre, como una especie de sacudida que le hizo temblar. Acabó de correrse y se retiró dando un paso atrás. Charo acabó de tragar y Julio se apretó el miembro, haciendo que asomaran nuevas gotas de semen. Acercó la pelvis y Charo tuvo que pasar la lengua, rebañando los restos de la eyaculación, volviendo a meterse el glande dentro de la boca. “Te digo yo que esta es la que mejor la chupa”, le dijo a Lucio, que ya se había quitado el pantalón del pijama y se disponía a sustituir a su cuñado. “No, por favor”, le pidió su mujer. Fue inútil, claro, y la pobre desdichada tuvo que hacer otra mamada, esta vez a su propio marido.

En una ocasión, estaban en el salón Lucio y Goyo, viendo un partido de tenis, cuando entró Teresa a colocar algo en el mueble. Cuando iba a salir, Lucio la llamó, hizo que se desnudara y que se pusiera en cuclillas, y la obligó a acariciarse los genitales. La humillación, pese a las protestas de la mujer, duró casi diez minutos. Extrañada por la tardanza, Charo fue al salón para ver si ocurría algo y se encontró con la tremenda escena. Lucio la obligó a quedarse y presenciarlo todo. Goyo se había bajado los pantalones y se masturbaba delante de su madre. Cuando eyaculó, lo hizo sobre el rostro de ella, dejando que el semen le corriera por las mejillas, los labios y el mentón. Hizo un gesto a Charo para que se acercara y la obligó a chuparle la punta del pene. Así dieron por concluido el espectáculo .

Otra barbaridad. A Julio se le ocurría que una de ellas, digamos Charo, le hiciera una mamada. Al notar que iba a correrse, se salía y eyaculaba sobre sus senos. Luego, obligaba a Teresa y a Belén a que lamieran el semen y que luego se morrearan entre sí, compartiendo el esperma en un beso blanco .

En otras ocasiones, alguno de ellos iba a la cocina a por un refresco o lo que fuera, y si había alguna mujer haciendo cosas, era casi seguro que no se iba a librar de algún tocamiento, de algún achuchón, de alguna palabra soez. Una vez entró Esteban a por una cerveza; estaban Charo y Belén enrollando canelones. Se acercó desde atrás y plantó una mano en el culo de cada una. “¿Quién me la quiere chupar?, dijo en tono festivo al estilo del cómo están ustedes. Como ninguna de las dos dijo nada, lo echó a suertes. Le tocó a Charo. Mientras su madre le hacía una mamada, él magreaba las tetas de su hermana. Cuando notó que iba a correrse, hizo que Belén se agachara y le advirtió a Charo de que no escupiera ni se tragara el semen. Al terminar, hizo que madre e hija se dieran un beso blanco , compartiendo el blanco y espeso fluido. Satisfecho, se subió los pantalones, cogió la cerveza y salió de la cocina tan campante.

Una vez, Charo y Goyo se cruzaron en el pasillo. El muchacho empujó a la mujer contra la pared y estuvo un buen rato metiéndole mano, incluso pasó una mano por debajo de la falda y le metió un dedo en la vagina. “Luego me la tienes que chupar”, le dijo y continuó su camino. Estos abusos eran muy frecuentes.

Una noche, Goyo estaba charlando con Esteban, ya en la habitación, preparándose para dormir. Algo que comentaron despertó en el primero la lujuria. Se levantó y dijo que se iba a ver a Belén. “Te acompaño”, dijo Esteban. Cuando entraron en la habitación, la muchacha estaba sentada en la mesa de escritorio, leyendo un libro. Se sorprendió al ver entrar a aquellos dos y no le cupo ninguna duda de sus intenciones. Aun así, preguntó “¿Qué queréis?”. Esteban cogió el libro. “¿Qué lees?” y lo cerró para ver la portada. La hierba roja , leyó. “¿Qué tal está?” Segura de que su hermano no tenía intención de hablar de literatura, Belén guardó silencio. Goyo se acercó a la cama y descorrió la colcha. Comenzó a desnudarse y no tardó mucho pues sólo llevaba puesto el calzoncillo. Se volvió hacia la mesa. Esteban seguía con el libro entre las manos. Le tocó en el hombro a su hermana, para que mirara a Goyo. Éste le hacía gestos para que se sentara en la cama. Sabiéndose perdida, y sin ganas de protestar sino de que todo terminara cuanto antes, se acercó a donde estaba su primo. Esteban se sentó en la silla que acababa de dejar ella y la giró en dirección a la cama. “Siéntate”, dijo Goyo y ella obedeció. Él se cogió el miembro y lo sacudió arriba y abajo, como si buscara empalmarse, aunque ya tenía la picha bastante empinada. “Saca la lengua”, dijo, ordenó más bien. El tono era a la vez mandón y vulgar. Obedeció ella y Goyo depositó el extremo del miembro sobre la superficie lingual. “Chúpamela”. Lo dijo con su estilo burdo, basto, ofensivo. Hasta a Esteban le pareció tosca la forma de hablar a la muchacha. Obedeció y comenzó a hacerle una felación. Sonreía Goyo mirando cómo el falo aparecía y desaparecía de la boca femenina. Estiró los brazos y manoseó los pechos de su prima. “¡Qué buena estás!”, suspiró cuando se corrió y el esperma llenó la boca de la joven. Se apartó y se sentó en la cama, a su lado. “Toda tuya”, le dijo a Esteban, que esperaba, empinado a más no poder. Dejó que su hermana se limpiara los labios y el rostro. La abrazó suavemente y le susurró al oído “Tranquila, tranquila”. Esto hizo que ella se pusiera más nerviosa aún. Él la sujetaba con una mano en las nalgas y la otra en la espalda, apretando su cuerpo contra el de ella. Sentía el relieve de los senos contra su pecho y ella notaba el pene contra su pubis. “¿Qué vas a hacer, Esteban?”, dijo en tono suplicante. “Tranquila, tranquila”, repitió. Acarició lentamente el cuerpo de la joven, regodeándose en los senos y en las nalgas. Tampoco descuidó la entrepierna, llegando a introducir un dedo en la vagina. “¿Te gusta?”, le pregunto removiendo el dedo. “Déjame, por favor”, suplicaba ella. Quiso él besarla, pero apartó la cabeza y los labios sólo tocaron la mejilla. Le resultaba insoportable la idea de un beso con ninguno de ellos. La tortura de contactos, roces y caricias duró todavía unos minutos. La invitó a ponerse a cuatro patas sobre la cama; trepó él y se puso detrás, de rodillas, sujetando el enorme falo. “Separa”, dijo y ella separó las rodillas todo lo que pudo. De esta manera quedaba a la vista la vulva. Excitado como siempre, no tardó en penetrarla, primero metió el glande y esperó; luego empujó lentamente y la penetró hasta el fondo, de forma que la enorme espada entró hasta la empuñadura. “Me duele”, se quejó ella. Y era verdad, pues la sequedad vaginal no facilitaba para nada el coito. Sin embargo, tuvo que reconocer que en aquella postura, en contra de lo que había pensado, el dolor no era tan acusado como en la postura clásica que la mayoría de las veces ellos empleaban. Continuó Esteban sus movimientos. “Me haces daño”, volvió a protestar. Él no decía nada y con paciencia episcopal se limitaba a disfrutar de las entradas y salidas; miraba a veces cómo el falo, enorme, nervudo, aparecía y desaparecía obedeciendo a sus movimientos. La cabeza de la chica estaba hundida en las sábanas y los senos se bamboleaban azarosamente al ritmo de las embestidas de él. No fue el polvo del siglo pero fue lo que se dice una follada muy guapa. Cuando eyaculó, sintió en su interior el chorro de semen disparado, y sólo se le ocurrió pensar “Si me quedo embarazada, ¿de quién será?”. Notó cómo se salía y cómo la vulva y la vagina recuperaban sus normales dimensiones después de haber estado sometidas a la brutal dilatación forzada por el pene descomunal de su hermano.

Resultaba evidente que Julio era el que ideaba casi todas las barbaridades y atrocidades que tuvieron lugar aquellos días. Quería convertir a cada una de ellas en una piltrafa humillada, castigada, ahogada por el miedo y el asco, para demostrar que él, ellos, estaban por encima.

En una ocasión se reunió con Charo y con Teresa en el dormitorio y les pidió que se abrazaran, que se besaran, que se acariciaran. La reacción de las dos mujeres fue, primero, de estupor y después de indignación. Charo, incluso, se puso de pie, diciendo, en voz alta, que aquello no podía continuar, que no iba a magrearse con su propia hermana sólo para dar gusto a las perversiones de un loco degenerado. Sin perder la sonrisa, Julio le soltó tal bofetón que la volvió a sentar en la cama, al lado de Teresa. Con voz serena, explicó que si no accedían a lo que les pedía, todos, los cinco, abusarían de Belén, y que no dudarían en sodomizarla. Es más, trajeron a Belén para que estuviera presente. Antes esas amenazas, y comprendiendo que eran capaces de cumplirlas, las dos mujeres se miraron sin llegar a hacerlo directamente a los ojos. Tomó la iniciativa Teresa, que puso una mano en el hombro de su hermana, atrayéndola hacia sí; avanzó la cabeza y sus labios buscaron los de Charo. Las manos de ésta rodearon el cuerpo de Teresa, y ambas quedaron unidas por un abrazo y por un beso en los labios. Estaban presentes los cinco hombres, que se miraban entre sí, excitados por lo novedoso de la escena. Las dos hermanas no iban más allá, por lo que Julio les dijo que se desnudaran y que tenían que acariciarse íntimamente. De pie, al lado de la cama, desnudas, ambas mujeres volvieron a quedarse indecisas. De nuevo fue Teresa la que inició el avance. Apoyó las manos en la cintura de Charo y la atrajo hacia ella. Los torsos de las dos quedaron juntos. Luego subió las manos hacia los senos y los acarició lentamente. Charo estaba paralizada por el sentimiento de vergüenza y sobre todo por el miedo de lo que pudiera pasarle a su hija. Pudo más este último, y aceptó las caricias de Teresa, correspondiendo con un beso y con los brazos rodeando el cuerpo de la otra. La escena parecía estática: dos mujeres abrazadas, las manos de una en los pechos de la otra, sin ningún otro movimiento. Julio no estaba conforme y las instó a ser más “auténticas”, según dijo. Teresa metió la lengua entre los labios de Charo, que no tuvo más remedio que entreabrirlos para dejar paso. A su vez, una de sus manos recorrió la espalda de Teresa hasta llegar a las nalgas y apretarlas contra sí; los cuerpos quedaron todavía más juntos. Julio, perverso, se acercó a Belén y le preguntó, señalando a la cama, si le gustaría “jugar” a ella también. Cerró los ojos la muchacha y sacudió la cabeza negativamente. Julio le dio una palmadita en las nalgas y dijo “O sea, que prefieres una buena polla, ¿eh?”, y se cogió el miembro, erecto, como si se estuviera haciendo una paja. “No te preocupes, que la tendrás”, y miró hacia abajo, en dirección a sus genitales.

Es sabido que a todos los hombres les excita una escena lésbica. Así que no resultará extraño decir que, aunque la escena no había durado más allá de un cuarto de hora, todos estaban empalmados desde el primer minuto. Se miraban entre sí, con sonrisitas forzadas; se agitaban los respectivos penes, como si buscaran estimulación, cuando tenían más que suficiente. Iban de un lado al otro de la estancia, sin dejar de mirar, nerviosos, alterados. Eran como fieras encerradas, pero al mismo tiempo al acecho de una presa; una presa que sabían segura. Eran unos miserables que no iban a dar ni una sola oportunidad a sus víctimas. El primer paso lo dio, inopinadamente, Goyo, el más joven. Se acercó, a las mujeres (y parecía hacerlo a cámara lenta) y apoyó una mano en cada hombro a su alcance. Más lentamente, Charo y Teresa le miraron. Él sólo miraba a Charo. “Vente conmigo”, dijo, y la cabeza de ella giro como si estuviera flotando, como en las escenas de películas de ciencia-ficción en las que se quiere acentuar la falta de gravedad. Así se movió Charo cuando giró su cuerpo para ir con Goyo. Él, con igual lentitud, estiró el brazo para coger el de la mujer y acompañarla. Todo transcurría irrealmente, de una forma absurda. Todos se miraban entre sí y el tiempo iba pasando con una lentitud perezosa. Y de repente todo adquirió una velocidad normal, que ahora, por contraste, parecía superrápida. Los otros cuatro gañanes comenzaron a porfiar aceleradamente con quién se iban y qué preferencias tenían. Lucio argumentaba que, por su edad, tenía que ir con Teresa. Esteban y Nacho le dijeron que, precisamente por su edad, debería abstenerse. Y lo mismo le dijeron a Julio cuando quiso hacerse cargo de Belén. El tour de force entre las dos generaciones estaba ahí. Finalmente, la edad ganó al ímpetu y Lucio eligió a Teresa, Julio a Belén. Esteban y Nacho tuvieron que esperar, muy a su pesar. Por supuesto que al final, todos acabaron yaciendo, tarde o temprano, con quien habían deseado inicialmente, y de paso con quien no habían tenido en consideración.

No hace falta describir lo morboso de aquellos acontecimientos.

Por ejemplo, el viernes, cuando Charo terminó de chupársela a todos, Esteban se llevó a Teresa a su cuarto. Allí la estuvo acariciando, tocando, magreando, sobando… Cuando estuvo cansado de los toqueteos, la obligó a tumbarse en la cama y la violó salvajemente. ¿Por qué lo hizo, cuando tenía a su disposición la voluntad de la mujer? Nadie sabría dar una respuesta.

En otra perversión de Julio, se le ocurrió poner un antifaz a una de las mujeres, y luego obligarla a hacer una felación a cada uno de ellos. Se trataba de que cuando hubiera terminado y tragado el semen, averiguara a quién le había hecho la mamada. Si lo adivinaba, terminaría el suplicio y no tendría que seguir chupando pollas. Por supuesto, a Julio se le ocurrió también cómo hacer para que la felatriz no acertara nunca.

Eligieron como concursante a Belén. Para evitar que se levantara el antifaz, la ataron las manos a la espalda. Ella pensó en lo peor, que la iban a sodomizar o cosas así. No. Le explicaron la mecánica del concurso , pero seguía intranquila y sabía que aquello era, en cierto modo, una encerrona.

La primera cata fue Esteban. Nada más entrar el pene en su boca, Belén supo quién era y retrajo la cabeza. Dijo que era Esteban. Pellizcándole fuerte un pezón, a modo de castigo, Julio le dijo que tenía que esperar a que eyaculara y averiguar, a través del semen, de quién se trataba. No antes. Dolorida y amedrentada, la muchacha continuó. Cuando terminó, con mucho esfuerzo, de tragar el esperma, volvió a repetir su respuesta: “Es Esteban”. Pero ellos respondieron que no, que había sido Goyo.

Aunque estaba convencida de que había sido su hermano, no protestó.

El siguiente fue Lucio. Tras la agonía de interminables minutos con el miembro en la boca, Belén volvió a acertar. Pero le dijeron que no, que había sido Julio. De nuevo estaba segura de haber acertado.

El siguiente fue Goyo. Ella lo sabía. Mientras duró la felación, Belén pensó: si el primero ha sido, según ellos, Goyo, no tendría que volver a serlo, y por lo tanto ahora tenía que decir otra vez que se trataba de Esteban. Y esa fue su respuesta. Pero le dijeron que no, que era de nuevo Goyo que había querido repetir. Las risotadas de aquellos trastornados no dejaban dudas de que la estaban engañando.

Gritó, enfurecida, que la estaban mintiendo, que estaban haciendo trampas. Quería ver a quién… Se le acababa el habla si tenía que decir “chupaba”, y se quedó callada. Un nuevo pellizco, quizá más fuerte, le avisó, con la voz de Julio, de que debía someterse a las reglas y que ellos eran el jurado.

El nuevo candidato era Julio. Y ella sabía que era él. Con el mismo criterio, dijo que se trataba de Lucio, puesto que si antes dijo su nombre y ellos dijeron que había sido Julio, ahora (no iba a repetir), sería, efectivamente, su padre.

Con un gruñido que quería imitar a las máquinas que avisan de un fallo en el sistema, Julio dijo “Nuevo error de la concursanta. Era yo, que repetía.” Carcajada general de aquellos inconscientes y un llanto profundo en la muchacha, que se veía impotente para salir de aquella encerrona, porque no otra cosa era aquello.

La polla de Nacho, el único que quedaba, se introdujo en su lastimada y dolorida boca. Ahora no cabía duda, por las dimensiones del miembro. Pero tenía que esperar a que el chico se corriera para poder emitir su juicio. Por supuesto, acertó. “Ya has terminado”, dijo Julio con un tono cantarín que añadía más crueldad e infamia a lo sucedido.

Aplauso general de los sádicos que liberaron las manos y los ojos de la pobre desgraciada. Aturdida y mareada; humillada y con la dignidad por los suelos, incapaz de reponerse y mirarles con desprecio; llorando sin sollozar, salió corriendo del dormitorio para refugiarse en su habitación.

Escenas como estas ocurrieron a lo largo de todos los días que estuvieron allí.

La noche del viernes, Julio fue a la habitación de Belén. Era de madrugada. Él y Lucio se habían estado divirtiendo con Charo, en el dormitorio. Cuando quedaron satisfechos, Lucio y Charo se acostaron para dormir. A Julio no le apetecía ir al sofá-cama del salón y se fue donde su sobrina. Mientras había estado jugando con Charo se había tomado unas copas; no estaba bebido pero sí un poco eufórico. Lo suficiente para desear a la joven. Entró en la habitación sin disimulo, dio la luz y se sentó en la silla de la mesa que hacía de escritorio. Belén, que dormía poco y mal desde que había comenzado aquella pesadilla, se estaba lo más quieta posible y fingía dormir. Julio la llamó un par de veces, y como no obtenía respuesta, se acercó a la cama y la sacudió suavemente por el hombro. Fingiendo aturdimiento, se volvió y pareció sorprendida. “¿Qué pasa?”, dijo con mal humor, no del todo falso. “Nada. Que quiero estar contigo”, fue la respuesta. Puso cara de fastidio y alargó la mano hacia la mesilla para mirar la hora en el reloj; un reloj que la llevaba al pasado, donde le gustaría estar. “Es tardísimo.” A Julio no parecía importarle qué hora era, o si era tarde o temprano. Encendió la lámpara de la mesa y apagó la cenital, dejando medio en sombras la zona de la cama. “Así está mejor”, dijo sonriendo. A la joven esa sonrisa a contraluz le recordó a la de un chino de una película que había visto de niña: Fu-Manchú. Una sonrisa que para nada tranquilizaba. De todas formas, no albergaba ninguna duda sobre las intenciones del hombre: si estaba allí no era para conversar. En este aspecto, sus pensamientos estaban algo errados. Julio volvió a sentarse en la silla y dijo “Ven”. Belén se levantó de la cama y se puso a su lado, de pie. Vestía un camisón corto y unas minúsculas braguitas. Él pasó las manos por sus muslos, acariciándolos golosamente. “Estás muy buena, ¿lo sabías?” Belén no dijo nada y evitó su mirada. “Sí, sí que lo sabes.” Pasaron unos segundos. “Acabo de estar con tu madre. Me ha hecho una mamada de campeonato.” Cada vez más, el lenguaje de ellos degeneraba hacia expresiones más humillantes y soeces. “Para que me la chupen, prefiero a Charo”, dijo. “Pero para follar, te prefiero a ti.” “Tienes a tu mujer”, alegó ella. “¿Teresa? Sí, también me gusta que Teresa me la chupe, porque nunca lo había hecho. Pero tu madre y tú sois mis preferidas.” Belén se percató, quizá de forma intuitiva, de que Julio estaba algo bebido y de que tenía ganas de hablar. Le pareció que era el cuento de las mil y una noches, pero al revés: si lograba que Julio hiciera de Sherezade  y hablara y hablara, tal vez ella tuviera la oportunidad de esquivar una nueva violación, otra humillación, otro ultraje. “¿Por qué haces esto? ¿Por qué lo hacéis?”, preguntó. Julio abrió los brazos como para abarcar la habitación y miró hacia el techo y luego hacia su izquierda, hacia la puerta. “No lo sé”, y decía la verdad. “¿Qué está pasando, Julio?”, insistió. Pasaron varios segundos. Muchos segundos. Tal vez minutos. “Pasa que obedecéis”, dijo, y cabeceó como si le pesara haber llegado a esa conclusión. “Pasa que nosotros tenemos voz y vosotras no. Pasa que hacéis sin rechistar todo lo que os decimos. Pasa que sería de tontos no aprovecharse. Pasa que os estamos jodiendo, y bien. Y en todos los sentidos. Eso nos gusta.” Hizo una pausa. “¿Te gusta joderme? ¿Te gusta hacerme daño, a mí, a nosotras?” Silencio. “Belén, no sé qué está pasando, ni por qué está pasando. Sólo sé que nosotros elegimos, hacemos, ordenamos, y vosotras obedecéis. ¿Por qué? ¡Ni puta idea! Pero lo cierto es que si ahora te digo que te tumbes en la cama y que te abras de piernas para mí, lo vas a hacer. Eso es dominio. Eso es poder. ¿Por qué me obedeces? No lo sé, pero lo haces. Y esa sensación, esa sensación de hacer lo que yo quiera y que tú obedezcas es lo que me llena de placer, no sabes cómo. Además, y de forma colateral, tengo sexo, placer carnal, físico, y eso también me gusta. Eso está muy bien. Pero la razón principal de nuestra forma de comportarnos está en el placer emocional, psíquico, de poderos dominar, de poderos aplastar si lo quisiéramos.” “¿Por qué obedecemos?”, preguntó ella. Pareció estudiar la respuesta, pero su mirada estaba fija en los turgentes y atractivos senos. “Túmbate en la cama y ábrete de piernas para mí”, dijo. Había en su voz el orgullo del hombre que manda. Había odio en la mirada de la muchacha; odio y ganas asesinas. Pero se echó sobre las sábanas y, en la penumbra de la cama, quedó a disposición de los deseos de él, que seguía sentado. Los ojos de Belén se cerraron, pero no los cerró el miedo. Los cerró el odio. “No sé por qué obedecéis. No sé por qué no nos denunciáis, no sé por qué no os vais, ni sé por qué seguís aquí. No lo sé. Y no saberlo me enferma. Este es el mundo de las oscuras realidades. Pasan cosas pero no sabemos por qué.” Era la primera vez que a Julio se le hacía consciente lo que hacía, sus actos y las repercusiones de los mismos. Se levantó y se puso sobre la joven, empalmado, como había estado todo el rato, pero sin penetrarla. “¿Ves? Este es el placer del que te hablo. Tú haces lo que yo quiero. Charo y Teresa también lo hacen. Podría hacer que vinieran ahora y que os pusierais a rezar el rosario. O hacer el pino. Tanto da. Hacéis lo que queremos. Eso es lo más grande.” “Además”, y el hombre empujó la pelvis penetrando en la vagina de Belén, “está esto: el goce sexual. Pero es algo sobrevenido, adyacente, colateral. Lo mejor, lo principal, es lo otro: teneros bajo mi capricho. Por eso cocináis, por eso laváis, por eso hacéis la compra. Por eso os follamos y os jodemos cada vez que queremos. Porque podemos. Porque no podéis evitarlo.” Belén, aterrada por las palabras, se quejaba. “Me haces daño.” “Me da igual”, fue la brutal respuesta, y rebrincó sobre ella. “Al fin y al cabo, la delicadeza no es más que una liturgia”, sentenció con voz grave. Durante unos minutos continuó la cópula, y además intentó besarla en los labios, pero ella siempre giraba la cabeza para evitarlo. Cuando terminó, se quedó tumbado junto a ella. Habló él. “La vida de las personas, qué son si no caminos llenos de escombros. Día tras día, más y más escombros. Interminables caminos de escombros. Y la forma de deshacerse de ellos es esconderlos, que nunca les dé la luz. Somos reprimidos sexuales y emocionales. No sabemos decir lo que sentimos. Vestimos nuestro lenguaje con corchetes y frases hechas, leídas en los libros y oídas en las películas. Decimos te quiero , mi amor o cariño porque se lo hemos oído a otros. En realidad, lo que queremos decir es ven aquí, tía buena, que te vas a enterar de lo que es una señora polla . Somos unos frustrados. Todos. Incluso los más jóvenes. ¿Crees que Esteban, Nacho o Goyo han puesto algún reparo moral a todo lo que está pasando? Claro que no. Al contrario: han aprovechado la ocasión, porque en su vida normal son incapaces de mantener una relación que no esté disfrazada de clichés y estereotipos. Han visto un filón para despachar a gusto sus ansias reprimidas de dominación y las han dado rienda suelta. Y de paso, las sexuales. Pero el sexo, ya te lo he dicho, es algo que se deriva de ese afán de posesión. Si fuéramos empresarios y estuviéramos en la fábrica, seríamos esclavistas y vosotras trabajaríais de sol a sol. Estamos de vacaciones y nos follamos todo lo que tiene una raja entre las piernas. Normalmente somos como animales domésticos y acomodaticios; sólo queremos lo que tenemos, nuestro piso, nuestro coche, nuestra tele, y estamos casados para tener sexo de vez en cuando, sexo aburrido y rutinario. Nuestros estantes vitales están numerados y todo está previsto. En cambio (insisto en que no sé por qué), aquí y ahora tenemos poder, y lo ejercemos mostrando el lado más primitivo, y en este ambiente encontramos nuestro mundo, nuestra verdadera forma de ser. Seguramente, si aquí sólo estuviéramos los cinco, acabaríamos matándonos porque todos querríamos ser el jefe de la tribu. Pero estáis vosotras. Y esto lo cambia todo. ¿Qué sois? Unas cerdas, como toda mujer, llenas de vientres, hechas, al fin y al cabo, para ser humilladas, para que el ser superior disfrute.” Hizo una pausa. “Normalmente, nuestras miradas tienen ángulos muertos donde guardamos los resquemores, las frustraciones, lo que reprimimos, los fracasos de la vida. Aquí y ahora, las miradas dicen lo que queremos: poder, dominio, mando, fuerza (y no sólo física, que tampoco sé de dónde sale)”, dijo en alusión a la permanente excitación en que se encontraban, y se señaló el sexo, que volvía a estar erecto y firme. “Eres una buena potranca y ahora mismo podría echarte otro polvo.” Belén le creyó. Estaba confusa. ¿Acaso la maldad podía ser entendida como una distorsión de la bondad natural? Entendía perfectamente lo que Julio le había dicho: conocía al ser humano y sabía que la idea de Rousseau de que un niño dejado crecer sin influencias acabaría decantándose por el bien era más que dudable. Puede que algunos seres humanos tuvieran bondad natural, pero si la sociedad era corrupta se debía, precisamente, a los individuos que la integraban. Y en la microsociedad de la casa rural no había ninguna bondad. Ninguna. ¡Si lo sabía ella! Los argumentos de Julio, que quería enredar en una vasta polémica, parecían querer agotar los movimientos del espíritu humano: desde la infamia hasta… Belén estaba muy cansada. Aquel discurso, un poco errático, un poco improvisado, con algunos bandazos argumentales (al fin y al cabo ninguno sabía las razones de lo que ocurría) le dejó un malestar general. Le dolía la cabeza. Estaba como aturdida.

Estaban acostados y él la abrazó. Volvió a intentar besarla y esta vez no pudo oponer resistencia. Inclinó su cabeza sobre la de ella y la besó en los labios. Cerró con fuerza los ojos y cuando volvió a la conciencia, a través de la niebla de un delirio que le causaba náuseas, le pareció sentir sobre su boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

Julio, aburrido por sus propias tesis, se quedó dormido. Belén se levantó, se puso por encima una chaqueta, se sentó en la silla y apagó la luz. Le hubiera gustado dormir, pero no podía. Había creído detectar cierto desencanto en las palabras de Julio. Quizá no en las palabras, tal vez en el tono. Sobre ese poderío, sobre la dominación de la que alardeaba, flotaba la estela del desencanto, el reconocimiento de ser un miserable sin escrúpulos, sin ninguno de los valores de los que presumiría, seguramente, en situaciones cotidianas; excusado levemente por el síndrome del que no puede evitar lo que hace, igual que el escorpión no puede evitar picar a la rana. Reconocerse como la misma persona que es capaz de condenar, digamos, a las multinacionales que explotan niños en fábricas del submundo asiático pero que en cuanto tenía la oportunidad no dudaba en abusar de su propia esposa, de su sobrina, de su cuñada, no debía ser plato de gusto. Se preguntaba por qué hoy a Julio le había dado por ahí, por hablar; él, que siempre estaba ideando nuevas maldades en contra de ellas. Dudaba de que las verdaderas intenciones fueran el poder, la fuerza, la dominación; presumía que lo que primaba era el instinto machista de tratar a la mujer como a un objeto, una cosa, un artefacto al que basta darle al interruptor para que eche a andar. Esa era la única explicación a lo que fuera que estaba pasando en aquella casa desde el sábado. Al fin y al cabo, la cama no es la medida universal de las mujeres aunque suele ser la medida universal de los hombres.

SÁBADO

Amaneció el día todavía más nublado que el anterior, como si fuera un presagio.

Julio, ideólogo principal de las maldades, perversidades, ultrajes y demás epítetos que se quieran poner, se había quedado en blanco. ¿Qué nueva maldad podía imaginar y llevar a cabo? Atajó y cortó por lo sano. ¿No se iban ya al día siguiente? Entonces podía considerar que hoy era el último. Así que repetirían: como si fuera el primero.

Después de desayunar, los reunió a todos en el salón. “¡Barra libre!”, dijo a modo de presentación. “Nos vamos mañana, así que, hermanos, aprovecharos y follad como si fuera la última vez que lo vais a hacer. Y vosotras, ya podéis portaros bien, porque si no aún estamos a tiempo de joderos .” No cabía duda de que Julio era consciente, de alguna manera, de lo que sucedía, aunque desconociera el origen de ello.

Dudaron todos un poco, mirándose entre sí. Julio animó. “Venga, Lucio, ¡si estás deseando tirarte a Teresa!” “Joder, pero es tu mujer”, dijo, como si de repente le hubieran entrado escrúpulos y eso fuera un obstáculo. Esteban tomó la iniciativa. Cogió a Teresa de un brazo y dirigiéndose a su padre dijo: “Vamos.” Salieron los tres hacia el dormitorio. Julio sonrió y miró a Belén. “Vamos a repetir”, dijo. Esta vez se unió Nacho, sin que Julio se opusiera. El que dudaba era Goyo. Eligiera lo que eligiera, le iba a tocar esperar. Si se iba con Belén, que era lo que le apetecía, tenía por delante a su padre y a su hermano; si se iba con Teresa, estaban Lucio y Esteban. Se quedó con Charo. Después de todo era una mujer, ¿no tenía dos tetas y un coño? Y la podía tener ahora mismo, ya.

Julio se puso un preservativo para joder con Belén. “A buenas horas”, pensó la chica, y como no se explicaba el porqué de esa actitud, receló. En realidad, Julio buscaba dos cosas con ello: primero, que Belén no tuviera excusa para ir al baño a limpiarse después del primer polvo, ya que no había otra mujer con la que oficiar . Pero, además, la mente perturbada de él había ideado una nueva burrada: cuando terminó de violar a la chica, escurrió el contenido de la goma en la boca de ella, luego le dio la vuelta al condón y obligó a la muchacha a chuparlo.

Lucio también se puso un condón, pero sólo para que Teresa no fuera al baño después de la consumación. No se le ocurrió la maldad de Julio.

Goyo se acercó a su tía, con mirada lasciva. Charo no tenía esperanza alguna; no ya por ella, tampoco por su hija. Sabía que no podía hacer nada y lo daba todo por perdido. Así que, racionalizando su situación, decidió que, ya que las cosas estaban como estaban, había que sacar el máximo partido. No podía hacer nada por Belén, y tampoco podía evitar que el cabrón de su sobrino la fuera a violar. Puestos en esta tesitura, tratemos de aprovechar la situación: después de todo, la polla de Goyo es una señora polla. Las manos del muchacho en sus tetas, acariciándolas de manera más bien burda, acabaron por decidirla en su opción de tratar de disfrutar. Tantos años de sexo poco satisfactorio reclamaban una compensación. Además, que no estuvieran delante los otros le dio algo más de osadía y también más tranquilidad y relajación.

Goyo tocaba los pechos de Charo movido por la urgencia de una pronta satisfacción. Tenía la polla empinada y el bulto del pantalón era buena prueba de ello. “Desnúdate” le dijo a Charo, y él mismo comenzó a quitarse la ropa. Las prisas del chico chocaban con las ganas de la mujer de que aquello durara lo más posible. Pero todos sus planes se fueron al garete, porque el muchacho se corrió mucho antes de que ella pudiera alcanzar, siquiera, el horizonte de un orgasmo.

Cuando Julio completó con Belén la bestialidad que se ha dicho, salió al pasillo y se pasó por el dormitorio, donde Lucio también había acabado. Se entretuvieron un rato mirando cómo Esteban montaba a Teresa. Luego, los dos se fueron al salón. Goyo reposaba junto a Charo sobre la alfombra. La mujer estaba levantándose cuando llegaron. Su intención era ir a ver cómo estaba su hija, su niña. Pero los hombres no la dejaron. Podía verse el semen escurriéndose por los muslos de la mujer. Se pusieron a hacer comentarios. Julio se mostraba interesado por los senos de ella y comenzó a tocarlos. “Me gustaría que me hicieras una paja con estas tetas”, dijo. Charo miró horrorizada a su cuñado primero y luego a su marido. “Está loco”, dijo mirando a Lucio. Éste se rio dando a entender que desde luego no lo iba a impedir. Julio hizo que Charo se agachara e intentó juntar sus pechos para pasar entre ellos el pene que ya mostraba síntomas de recuperación. Para conseguir una mayor erección le dijo a Charo que se la chupara un poco. Cuando el miembro adquirió unas dimensiones adecuadas volvió a intentar la paja cubana, no demasiado satisfactoriamente. Tumbó a Charo y se puso sobre su vientre. Volvió a intentarlo, pero le resultaba demasiado incómodo. Así que cogió la nuca de la mujer, la inclinó hacia delante y le metió la polla en la boca. Una buena mamada.

Lucio y Goyo salieron y se encaminaron a la habitación de Belén.

Mientras Charo le estaba haciendo la felación a Julio, éste dejó volar sus pensamientos.

“Apoyas la punta del pene en la lengua de una mujer, digamos Belén, y dejas que la lengua lo atraiga hacia el interior de la boca, cerrando los labios a su alrededor. Una vez allí, los roces, la saliva, el calor húmedo de la boca hace el resto. Ayuda mucho su mano, que agita lentamente el falo, a modo de paja artesanal. Mientras estás en esta postura sólo puedes hacer una cosa: estirar los brazos y acariciar golosamente los senos de la mujer que está sentada delante de ti, digamos Teresa. Hay que rezar para poderte aguantar las ganas y que esto dure lo más posible. Pero nadie es supermán (sólo Superman), y notas cómo una línea de fuego te sube por la columna vertebral hacia el cráneo. Quema. Es el preaviso de lo que está a punto de llegar. Vas a morir, chaval. Al menos un poquito. Qué bien describen los franceses las cosas del sexo (que no del amor). Y cuando la mano nota el paso de esa lava blanca, se mueve más deprisa y la lava se asoma y escupes con la polla todos los siglos que llevas conteniéndote. La lava es blanca, en efecto. Y arde en el paladar y en la lengua de la mujer que recibe tu espeso regalo lechoso. Y es un regalo que desaparece rápidamente, engullido, tragado, sumido en la profundidad de una garganta femenina, porque aunque las manos y las bocas no tienen sexo, a decir de algunos maricones, lo cierto es que sí sabes con quién estás. Y estás con una mujer, digamos Charo, que acaba de hacerte la mamada de tu vida; esa mamada que nunca podrás olvidar. Porque es una mamada que tú quieres y ella no.”

Fue una corrida gloriosa, desde luego.

Apenas terminaron, ella fue rápidamente a la habitación de su hija. Pudo contemplar el espectáculo de Nacho sobre la muchacha, penetrándola una y otra vez. Lucio y Goyo miraban, con una sonrisa bobalicona, cómo se consumaba el ultraje.

Justo cuando llegó Charo, Nacho se estaba viendo sacudido por el estremecimiento del orgasmo. Se podían oír, perfectamente, los jadeos de satisfacción de él y los jadeos de agonía de ella. La madre apretó un puño contra los labios, para no gritar que parara aquella barbaridad. Lucio y Goyo seguían mirando, complacidos. Lucio se dio cuenta de la presencia de su mujer, y enseguida se le ocurrió. El mejor colofón sería que Charo y Belén oficiaran . Rápidamente lo dispuso todo: apartó la silla de la mesa donde estaban los libros e hizo que Charo se tumbara sobre el parqué. Nacho, avisado por Lucio, se levantó, y también Belén, que a regañadientes se puso sobre su madre, agachada primero, dejando que el esperma se escurriera sobre la boca de Charo; luego, de rodillas, de modo que el molde de la boca de una se acopló exactamente sobre el sexo de la otra. El espectáculo era del agrado de ellos. “Vete a buscar a tu padre”, le dijo Lucio a Goyo. Y para no perder detalle, gritó “¡Papá, ven, corre!”

Julio, después de que Charo saliera del salón, había ido al dormitorio, donde Esteban y Teresa estaban echados uno junto a la otra. “¿Qué tal te ha ido?” “De puta madre. No veas cómo folla.” “Ya, ya lo sé.” Al oír la llamada de Goyo, los tres fueron hacia el cuarto de Belén, que ahora más parecía el camarote de los hermanos Marx. A petición de Esteban, la liturgia del oficio continuó unos minutos más. Cuando las dos mujeres se incorporaron, Goyo estaba muy excitado y llamó a Belén para irse los dos al dormitorio.

Lucio miró a su mujer. Había lascivia en sus ojos. Intentaba ella evitar el contacto visual, pero era como un imán, y volvió la cabeza para mirarle directamente a los ojos. Mientras, se masajeaba los testículos y decía “Quiero que me la chupes. Como a él.” Y señalaba hacia Julio. “Eres un cerdo.” Y se agachó para meterse el pene, ligeramente erecto, entre los labios.

Por su parte, Esteban y Nacho cogieron a Teresa por cada brazo y se fueron hacia el salón. La pobre intentaba convencerles de que la dejaran en paz, que le dolía todo el cuerpo. “Acabo de estar contigo, Esteban”, dijo. “Vete, por favor.” Creía que si no estaba Esteban podría convencer a su hijo de que no la violentase. Todo fue inútil, claro es.

Julio, a modo de holandés o judío errante, iba por toda la casa mirando cómo Goyo se la metía a Belén; o cómo Charo le hacía una mamada de primera división a su propio marido; o en el salón, que fue donde más rato estuvo, viendo cómo Nacho ensartaba la caña de bambú en el cofre de una Teresa ofrecida a las cuatro patas en el borde de la cama, y cómo Esteban, entusiasmado, decía “Lo tengo que probar, lo tengo que probar.”

El resto del día lo pasaron de esta manera: abusando, de una forma u otra, todos de todas.

EPÍLOGO

Los hechos que habían tenido lugar en aquella semana no podían tener un final feliz , como suele decirse. Y así fue.

Al cabo de unos días, ya cada familia en su casa, Lucio intentó violar a Belén, como si todavía estuvieran bajo el influjo al que se vieron sometidos durante los hechos que se han narrado. No lo consiguió, claro. Fue denunciado y detenido. Está a la espera de juicio y su estancia en prisión es de todo menos tranquila. Se ha sabido por qué está allí y ya ha sido sodomizado dos veces.

Unos días después, aprovechando que Charo iba a estar fuera todo el día, Esteban intentó lo mismo. Utilizando la violencia física, obligó a su hermana a que le chupara la polla antes y después de violarla. Dos veces. La segunda vez, además, hizo que la muchacha se pusiera sobre él, de forma que era ella la que hacía todo el esfuerzo. Al terminar, Esteban se tomó un par de copas y se quedó dormido. Con cautela, y procurando no hacer ruido, Belén cogió de la cocina un cuchillo puntiagudo, volvió al salón donde, tumbado en el sofá, estaba su hermano. Apuntó cuidadosamente, y con todo el peso de su cuerpo hundió en cuchillo en el pecho de Esteban. Éste notó el dolor, abrió los ojos y ya no sintió más. El cuchillo le había atravesado el corazón. Belén salió al rellano y subió las escaleras del edificio. No pudo acceder a la azotea, pero sí a una ventana del último piso desde la que saltó al vacío. No murió en el acto. Se fracturó las piernas y se rompió la columna. Agonizó durante varios minutos antes de morir entre atroces dolores. Cuando la encontraron tenía los ojos abiertos y el cielo se había metido en ellos.

Julio, después de aquellos días aciagos, se olvidó de Teresa y se dedicó a conquistar jovencitas. Tan jovencitas que fue detenido en una redada contra la pederastia. Quedaron Teresa y Goyo. Nacho había vuelto a Francia. Durante un tiempo todo fue bien. Es cierto que faltaba el sueldo de Julio, pero con el de Teresa podían seguir adelante. Cuando se quedaba sola en casa con Goyo, estaba intranquila, como si no se fiara. No podía olvidar el infausto primer día que pasaron en la casa rural, cuando fue brutalmente violada por su propio hijo; de todos los ultrajes aquél se le había marcado a fuego. A veces le parecía que la miraba de reojo. Una tarde, estaba sentada en el salón, cosiendo; Goyo, en el sofá, leía. En un momento dado, ella levantó la vista y creyó que la estaba mirando. No estaba segura, era como si él hubiera retirado la mirada con una milésima de retraso. A veces espiaba sus miradas, y creía descubrir que observaba su cuerpo, como esos hombres con los que te cruzas, que no te miran a los ojos pero ves que te están desnudando. Quería no darle importancia, pero no podía evitar desconfiar. Un día, se estaba preparando para salir. Estaba en su habitación y se había cambiado de ropa. Se estaba poniendo una pulsera, unos pendientes y un colgante que cogió de una figurilla de bronce que estaba sobre la mesilla, a modo de joyero con la forma de un árbol de ramas secas y abundantes, las cuales servían para poner los distintos abalorios. Cuando se volvió para salir, vio a Goyo que estaba en la puerta de la habitación, mirándola en silencio. Un poco sobresaltada, le preguntó qué quería. Nada, que él también iba a salir y que a lo mejor cenaba una pizza con sus amigos. “No vuelvas tarde”, le dijo. Se preguntaba cuánto tiempo llevaba allí y qué habría visto. A la mañana siguiente, mientras se estaba duchando, pensaba que era raro que Goyo no se hubiera levantado. Siempre era el primero y nunca había que llamarle para ir a clase. Terminó y al descorrer la cortina de baño, estaba allí, masturbándose. Cuando la vio, aceleró los movimientos de la mano. No apartaba los ojos de la desnudez que tenía ante sí. De puro espanto, Teresa no reaccionó hasta pasados unos segundos. Entonces se cubrió con un brazo los senos y con la mano el sexo. Quería decir algo pero no podía. Casi a continuación, el chico, colorado como un tomate, y sin mirar a su madre, salió. A toda prisa, Teresa se medio secó y cubierta con la toalla corrió a su habitación para vestirse y poder hablar con él. No podía consentir, ni por asomo, ese comportamiento, sobre todo por lo que implicaba: hoy se masturbaba delante de ella (¿cuántas veces no lo habría hecho ya a escondidas?), mañana, la violaría. Cuando entró, su sorpresa fue todavía mayor. Allí estaba Goyo, mostrando su juventud, la potencia de su juventud. Desnudo y con una notable erección, estaba esperándola. Se acercó a él y comenzó a decir: “Goyo, tenemos q…” El bofetón la lanzó contra la pared, golpeándose la espalda con el armario. La toalla cayó al suelo, mostrando la desnudez de la mujer. “Si me tocas, grito”, amenazó. La mano que le atenazó el cuello la estrangulaba, no podía respirar. “Si gritas, te mato.” No le cupo duda de que así sería. Levantó la mano abierta en señal de paz, y él aflojo la presión. “¿Qué es lo que quieres?”, preguntó entrecortadamente y con voz ronca. ¡Como si no lo supiera! “Follar”, respondió con ferocidad. “Pero, Goyo, cariño, eso no…” La terrible bofetada le cruzó la cara. La cabeza de Teresa salió proyectada hacia atrás. Sus labios dejaron en el aire una gotita de sangre. La hostia la tiró al suelo. Había lágrimas y miedo en los ojos de Teresa. “Levanta”. Y se levantó. Dolorida, miedosa, rabiosa pero dócil. La violencia, que parecía ser la única forma de expresarse para el muchacho, sólo sabía combatirla con palabras; palabras que él no estaba dispuesto a escuchar. No tenía otras armas que pudiera usar mientras él no dejara esa actitud de prepotencia y superioridad física, evidente se mirara por donde se mirara. “Acuéstate”, dijo señalando la cama, todavía sin hacer. Se levantó con dificultad. “Me has hecho daño”, dijo tocándose los labios. El superior sangraba ligeramente. Iba a subir a la cama, pero él la detuvo. “Espera.” Pasaron unos segundos y ella pensó que volvería a golpearla para reafirmar su autoridad. Seguían pasando, lentos, los segundos. “Sienta”, y parecía que le estaba dando órdenes a un perro. Obedeció y lo hizo cerca del cabecero, para poder apoyarse en la mesilla, porque suponía lo que iba a suceder. “Antes de…” Se detuvo. “Antes de hacerlo, quiero que te cures el labio. Tengo aquí una varita mágica que lo hará.” Soltó una risotada que no venía a cuento mientras se sujetaba el miembro y lo acercaba a la boca de una aterrada Teresa que apretaba los labios, resistiendo aquella intrusión. “Abre la boca”, dijo arrastrando las palabras. La mente de Teresa estaba al borde del colapso. No podría soportarlo otra vez. Intentaba sopesar lo más rápidamente posible las consecuencias de obedecer o de no hacerlo. Eran tantas las posibilidades eligiendo una u otra situación que lo único que veía era un inabarcable tablero de ajedrez en el que las pesadas piezas iban moviéndose tan lentamente que aquello era un infinito. Pero los labios seguían cerrados, aunque la punta de la lanza presionaba sobre ellos. “Abre”, repitió. Desesperada, incapaz de encontrar una solución que la salvara de aquella atrocidad, cedió poco a poco; y poco a poco, primero los labios, luego la lengua, se hicieron cargo de un bálano rojo, hinchado, palpitante. Sintió cómo la verga iba entrando y entrando; sintió su calor, su palpitación, sus dimensiones. Ahora retrocedía y llegó a salir, lo que le permitió tomar aire. Pero enseguida volvió a entrar. Las manos de Goyo se apoyaban en los hombros de ella. Poco a poco, la cabeza de Teresa comenzó a moverse hacia adelante y hacia atrás. No muy deprisa, tampoco muy despacio. Las manos de Goyo descendieron hasta rodear los senos, senos fríos, senos sugerentes, senos atrayentes con pezones que se dejaban rodear por las yemas de unos dedos ansiosos, temblorosos, egoístas. “Muy bien”, concedió el bruto. Pero no, no estaba bien. Eso, Teresa, lo tenía muy claro. Esto no podía ser. Ya no estaban en la casa rural, ya no estaban bajo la influencia de lo que fuera que allí les había hecho hacer lo que habían hecho. Ahora podía rebelarse. Llamaría a la policía, llamaría a Charo para pedir auxilio, denunciaría a Goyo, aunque fuera su hijo. No soportaría más humillaciones ni ultrajes. Pero, mientras, el falo seguía entrando y saliendo. Y, mientras, los mecanismos mentales de Teresa iban dejando de actuar, y su psique iba cayendo, sin ella darse cuenta, por un tobogán en forma de espiral sin fin. Sus rectos pensamientos de que tenía que hacer lo correcto fueron los últimos coherentes que tuvo. El colapso mental se había producido. El hundimiento psicológico tuvo su correlato físico, y las mandíbulas de la mujer se cerraron precisamente cuando más adentro estaba el pene. Fue un movimiento incontrolado, pero los dientes se clavaron tan profundamente, tanto se hundieron que llegaron a seccionarlo parcialmente. “¡Qué haces!”, y fue un grito lo que salió de la garganta del aterrado joven. Un grito que trataba de tapar el pánico que le había apresado cuando vio la sangre que brotaba de entre los labios de su madre. Intentó separarse empujando con las manos la cabeza, pero los dientes habían hecho presa con mucha fuerza, y este gesto sólo hizo que el miembro se desgarrara todavía un poco más. Desesperado, miró a todas partes. No sabía qué hacer. Sentía un profundo dolor, y una profunda vergüenza, porque aquello no tenía explicación y él tendría que dar alguna cuando llegaran a rescatarlos. Vana ilusión, porque Teresa, en lugar de recuperarse, se precipitaba sin remedio. Su mente era un revoltijo irreconocible. El batiburrillo psicológico en el que se encontraba era como si un niño con una gamuza empapada en disolvente se hubiera dedicado a frotar un cuadro, digamos La joven de la perla . El resultado final no era una mezcolanza de colores sino un amontonamiento de colores, cuyo resultado no era un nuevo cuadro, sino una mente muerta. Su mente se perdió en las sombras insondables, en el abismo, en la catarata vertiginosa de la locura. En ese estado se encontraba Teresa. Seguía ejerciendo presión con los dientes, y Goyo sentía más y más dolor, y más y más atribulación. Seguía mirando hacia todas partes sin encontrar solución. Miró la mesilla y cogió el árbol de bronce. Cayeron los pendientes, las pulseras, los anillos, los collares  y otras piezas. Tratando de salvarse, golpeó con fuerza en la cabeza de aquella… ¿quién era? No vio a su madre, vio a la pécora del Apocalipsis. “¡Suelta, puta! ¡Suéltame!” No consiguió otra cosa que hundir el cráneo de Teresa, y que ésta apretara todavía más los dientes, hasta rasgar y romper. Por fin, Goyo se vio liberado de la presión, pero a costa de contemplar cómo su madre caía hacia atrás, con el pene dentro de la boca, asomando apenas entre los dientes. Teresa estaba muerta. Él desangrándose. Recogió la toalla del suelo y se la apretó contra el agujero del que no dejaba de manar sangre. No sabía qué hacer. No podía llamar a nadie sin poner en público conocimiento lo que había tratado de hacer. Sintió flojera en las piernas y en los brazos. No pensaba bien. Tenía que sentarse y pensar. Cayó de rodillas. La toalla estaba totalmente empapada con su sangre. Le entró sueño. Sí, eso es, dormir y luego despertar para ver que aquello no había pasado. Se tumbó lentamente sobre el parqué y murió rápidamente, sumido en una profunda inconsciencia.

El caso es conocido porque salió en la prensa: ella muerta a golpes, él castrado y desangrado. El juez instructor, con varios sexenios a sus espaldas, no pudo terminar de leer los informes de las dos autopsias ni el atestado con las conclusiones de la investigación.

Nacho regresó de Francia y se fue a vivir a casa de su tía. No tenía sentido mantener dos pisos y pusieron en alquiler el que había sido de Teresa y Julio. Nacho siguió estudiando. Charo, como una viuda sin hijos, cuidaba del muchacho. Nunca hablaban de lo ocurrido.

Llevaban ya unos meses viviendo juntos cuando ocurrió. Era un jueves por la noche. Nacho se había ido a su cuarto a estudiar y Charo había estado recogiendo la cocina después de cenar y ver un rato la tele. Llevaba pensándolo varios días y esa noche se dirigió al dormitorio de su sobrino. Cuando abrió la puerta de la habitación, el muchacho estaba en la cama, leyendo. Charo entró y se puso delante de él. Estaba desnuda. Se metió en la cama y se abrazaron. Hicieron el amor con pasión. Ella le abrazaba mientras él la poseía. Le envolvía como si quisiera fundirse con el cuerpo masculino que, puesto sobre ella, no dejaba de penetrarla una y otra vez.

Despertaron de madrugada y volvieron a hacerlo.

Ambos recordaban, pero sus recuerdos estaban cargados de olvido.