La casa rural - 09 sabado y epilogo

Dos familias en una casa rural

SÁBADO

Amaneció el día todavía más nublado que el anterior, como si fuera un presagio.

Julio, ideólogo principal de las maldades, perversidades, ultrajes y demás epítetos que se quieran poner, se había quedado en blanco. ¿Qué nueva maldad podía imaginar y llevar a cabo? Atajó y cortó por lo sano. ¿No se iban ya al día siguiente? Entonces podía considerar que hoy era el último. Así que repetirían: como si fuera el primero.

Después de desayunar, los reunió a todos en el salón. “¡Barra libre!”, dijo a modo de presentación. “Nos vamos mañana, así que, hermanos, aprovecharos y follad como si fuera la última vez que lo vais a hacer. Y vosotras, ya podéis portaros bien, porque si no aún estamos a tiempo de joderos .” No cabía duda de que Julio era consciente, de alguna manera, de lo que sucedía, aunque desconociera el origen de ello.

Dudaron todos un poco, mirándose entre sí. Julio animó. “Venga, Lucio, ¡si estás deseando tirarte a Teresa!” “Joder, pero es tu mujer”, dijo, como si de repente le hubieran entrado escrúpulos y eso fuera un obstáculo. Esteban tomó la iniciativa. Cogió a Teresa de un brazo y dirigiéndose a su padre dijo: “Vamos.” Salieron los tres hacia el dormitorio. Julio sonrió y miró a Belén. “Vamos a repetir”, dijo. Esta vez se unió Nacho, sin que Julio se opusiera. El que dudaba era Goyo. Eligiera lo que eligiera, le iba a tocar esperar. Si se iba con Belén, que era lo que le apetecía, tenía por delante a su padre y a su hermano; si se iba con Teresa, estaban Lucio y Esteban. Se quedó con Charo. Después de todo era una mujer, ¿no tenía dos tetas y un coño? Y la podía tener ahora mismo, ya.

Julio se puso un preservativo para joder con Belén. “A buenas horas”, pensó la chica, y como no se explicaba el porqué de esa actitud, receló. En realidad, Julio buscaba dos cosas con ello: primero, que Belén no tuviera excusa para ir al baño a limpiarse después del primer polvo, ya que no había otra mujer con la que oficiar . Pero, además, la mente perturbada de él había ideado una nueva burrada: cuando terminó de violar a la chica, escurrió el contenido de la goma en la boca de ella, luego le dio la vuelta al condón y obligó a la muchacha a chuparlo.

Lucio también se puso un condón, pero sólo para que Teresa no fuera al baño después de la consumación. No se le ocurrió la maldad de Julio.

Goyo se acercó a su tía, con mirada lasciva. Charo no tenía esperanza alguna; no ya por ella, tampoco por su hija. Sabía que no podía hacer nada y lo daba todo por perdido. Así que, racionalizando su situación, decidió que, ya que las cosas estaban como estaban, había que sacar el máximo partido. No podía hacer nada por Belén, y tampoco podía evitar que el cabrón de su sobrino la fuera a violar. Puestos en esta tesitura, tratemos de aprovechar la situación: después de todo, la polla de Goyo es una señora polla. Las manos del muchacho en sus tetas, acariciándolas de manera más bien burda, acabaron por decidirla en su opción de tratar de disfrutar. Tantos años de sexo poco satisfactorio reclamaban una compensación. Además, que no estuvieran delante los otros le dio algo más de osadía y también más tranquilidad y relajación.

Goyo tocaba los pechos de Charo movido por la urgencia de una pronta satisfacción. Tenía la polla empinada y el bulto del pantalón era buena prueba de ello. “Desnúdate” le dijo a Charo, y él mismo comenzó a quitarse la ropa. Las prisas del chico chocaban con las ganas de la mujer de que aquello durara lo más posible. Pero todos sus planes se fueron al garete, porque el muchacho se corrió mucho antes de que ella pudiera alcanzar, siquiera, el horizonte de un orgasmo.

Cuando Julio completó con Belén la bestialidad que se ha dicho, salió al pasillo y se pasó por el dormitorio, donde Lucio también había acabado. Se entretuvieron un rato mirando cómo Esteban montaba a Teresa. Luego, los dos se fueron al salón. Goyo reposaba junto a Charo sobre la alfombra. La mujer estaba levantándose cuando llegaron. Su intención era ir a ver cómo estaba su hija, su niña. Pero los hombres no la dejaron. Podía verse el semen escurriéndose por los muslos de la mujer. Se pusieron a hacer comentarios. Julio se mostraba interesado por los senos de ella y comenzó a tocarlos. “Me gustaría que me hicieras una paja con estas tetas”, dijo. Charo miró horrorizada a su cuñado primero y luego a su marido. “Está loco”, dijo mirando a Lucio. Éste se rio dando a entender que desde luego no lo iba a impedir. Julio hizo que Charo se agachara e intentó juntar sus pechos para pasar entre ellos el pene que ya mostraba síntomas de recuperación. Para conseguir una mayor erección le dijo a Charo que se la chupara un poco. Cuando el miembro adquirió unas dimensiones adecuadas volvió a intentar la paja cubana, no demasiado satisfactoriamente. Tumbó a Charo y se puso sobre su vientre. Volvió a intentarlo, pero le resultaba demasiado incómodo. Así que cogió la nuca de la mujer, la inclinó hacia delante y le metió la polla en la boca. Una buena mamada.

Lucio y Goyo salieron y se encaminaron a la habitación de Belén.

Mientras Charo le estaba haciendo la felación a Julio, éste dejó volar sus pensamientos.

“Apoyas la punta del pene en la lengua de una mujer, digamos Belén, y dejas que la lengua lo atraiga hacia el interior de la boca, cerrando los labios a su alrededor. Una vez allí, los roces, la saliva, el calor húmedo de la boca hace el resto. Ayuda mucho su mano, que agita lentamente el falo, a modo de paja artesanal. Mientras estás en esta postura sólo puedes hacer una cosa: estirar los brazos y acariciar golosamente los senos de la mujer que está sentada delante de ti, digamos Teresa. Hay que rezar para poderte aguantar las ganas y que esto dure lo más posible. Pero nadie es supermán (sólo Superman), y notas cómo una línea de fuego te sube por la columna vertebral hacia el cráneo. Quema. Es el preaviso de lo que está a punto de llegar. Vas a morir, chaval. Al menos un poquito. Qué bien describen los franceses las cosas del sexo (que no del amor). Y cuando la mano nota el paso de esa lava blanca, se mueve más deprisa y la lava se asoma y escupes con la polla todos los siglos que llevas conteniéndote. La lava es blanca, en efecto. Y arde en el paladar y en la lengua de la mujer que recibe tu espeso regalo lechoso. Y es un regalo que desaparece rápidamente, engullido, tragado, sumido en la profundidad de una garganta femenina, porque aunque las manos y las bocas no tienen sexo, a decir de algunos maricones, lo cierto es que sí sabes con quién estás. Y estás con una mujer, digamos Charo, que acaba de hacerte la mamada de tu vida; esa mamada que nunca podrás olvidar. Porque es una mamada que tú quieres y ella no.”

Fue una corrida gloriosa, desde luego.

Apenas terminaron, ella fue rápidamente a la habitación de su hija. Pudo contemplar el espectáculo de Nacho sobre la muchacha, penetrándola una y otra vez. Lucio y Goyo miraban, con una sonrisa bobalicona, cómo se consumaba el ultraje.

Justo cuando llegó Charo, Nacho se estaba viendo sacudido por el estremecimiento del orgasmo. Se podían oír, perfectamente, los jadeos de satisfacción de él y los jadeos de agonía de ella. La madre apretó un puño contra los labios, para no gritar que parara aquella barbaridad. Lucio y Goyo seguían mirando, complacidos. Lucio se dio cuenta de la presencia de su mujer, y enseguida se le ocurrió. El mejor colofón sería que Charo y Belén oficiaran . Rápidamente lo dispuso todo: apartó la silla de la mesa donde estaban los libros e hizo que Charo se tumbara sobre el parqué. Nacho, avisado por Lucio, se levantó, y también Belén, que a regañadientes se puso sobre su madre, agachada primero, dejando que el esperma se escurriera sobre la boca de Charo; luego, de rodillas, de modo que el molde de la boca de una se acopló exactamente sobre el sexo de la otra. El espectáculo era del agrado de ellos. “Vete a buscar a tu padre”, le dijo Lucio a Goyo. Y para no perder detalle, gritó “¡Papá, ven, corre!”

Julio, después de que Charo saliera del salón, había ido al dormitorio, donde Esteban y Teresa estaban echados uno junto a la otra. “¿Qué tal te ha ido?” “De puta madre. No veas cómo folla.” “Ya, ya lo sé.” Al oír la llamada de Goyo, los tres fueron hacia el cuarto de Belén, que ahora más parecía el camarote de los hermanos Marx. A petición de Esteban, la liturgia del oficio continuó unos minutos más. Cuando las dos mujeres se incorporaron, Goyo estaba muy excitado y llamó a Belén para irse los dos al dormitorio.

Lucio miró a su mujer. Había lascivia en sus ojos. Intentaba ella evitar el contacto visual, pero era como un imán, y volvió la cabeza para mirarle directamente a los ojos. Mientras, se masajeaba los testículos y decía “Quiero que me la chupes. Como a él.” Y señalaba hacia Julio. “Eres un cerdo.” Y se agachó para meterse el pene, ligeramente erecto, entre los labios.

Por su parte, Esteban y Nacho cogieron a Teresa por cada brazo y se fueron hacia el salón. La pobre intentaba convencerles de que la dejaran en paz, que le dolía todo el cuerpo. “Acabo de estar contigo, Esteban”, dijo. “Vete, por favor.” Creía que si no estaba Esteban podría convencer a su hijo de que no la violentase. Todo fue inútil, claro es.

Julio, a modo de holandés o judío errante, iba por toda la casa mirando cómo Goyo se la metía a Belén; o cómo Charo le hacía una mamada de primera división a su propio marido; o en el salón, que fue donde más rato estuvo, viendo cómo Nacho ensartaba la caña de bambú en el cofre de una Teresa ofrecida a las cuatro patas en el borde de la cama, y cómo Esteban, entusiasmado, decía “Lo tengo que probar, lo tengo que probar.”

El resto del día lo pasaron de esta manera: abusando, de una forma u otra, todos de todas.

EPÍLOGO

Los hechos que habían tenido lugar en aquella semana no podían tener un final feliz , como suele decirse. Y así fue.

Al cabo de unos días, ya cada familia en su casa, Lucio intentó violar a Belén, como si todavía estuvieran bajo el influjo al que se vieron sometidos durante los hechos que se han narrado. No lo consiguió, claro. Fue denunciado y detenido. Está a la espera de juicio y su estancia en prisión es de todo menos tranquila. Se ha sabido por qué está allí y ya ha sido sodomizado dos veces.

Unos días después, aprovechando que Charo iba a estar fuera todo el día, Esteban intentó lo mismo. Utilizando la violencia física, obligó a su hermana a que le chupara la polla antes y después de violarla. Dos veces. La segunda vez, además, hizo que la muchacha se pusiera sobre él, de forma que era ella la que hacía todo el esfuerzo. Al terminar, Esteban se tomó un par de copas y se quedó dormido. Con cautela, y procurando no hacer ruido, Belén cogió de la cocina un cuchillo puntiagudo, volvió al salón donde, tumbado en el sofá, estaba su hermano. Apuntó cuidadosamente, y con todo el peso de su cuerpo hundió en cuchillo en el pecho de Esteban. Éste notó el dolor, abrió los ojos y ya no sintió más. El cuchillo le había atravesado el corazón. Belén salió al rellano y subió las escaleras del edificio. No pudo acceder a la azotea, pero sí a una ventana del último piso desde la que saltó al vacío. No murió en el acto. Se fracturó las piernas y se rompió la columna. Agonizó durante varios minutos antes de morir entre atroces dolores. Cuando la encontraron tenía los ojos abiertos y el cielo se había metido en ellos.

Julio, después de aquellos días aciagos, se olvidó de Teresa y se dedicó a conquistar jovencitas. Tan jovencitas que fue detenido en una redada contra la pederastia. Quedaron Teresa y Goyo. Nacho había vuelto a Francia. Durante un tiempo todo fue bien. Es cierto que faltaba el sueldo de Julio, pero con el de Teresa podían seguir adelante. Cuando se quedaba sola en casa con Goyo, estaba intranquila, como si no se fiara. No podía olvidar el infausto primer día que pasaron en la casa rural, cuando fue brutalmente violada por su propio hijo; de todos los ultrajes aquél se le había marcado a fuego. A veces le parecía que la miraba de reojo. Una tarde, estaba sentada en el salón, cosiendo; Goyo, en el sofá, leía. En un momento dado, ella levantó la vista y creyó que la estaba mirando. No estaba segura, era como si él hubiera retirado la mirada con una milésima de retraso. A veces espiaba sus miradas, y creía descubrir que observaba su cuerpo, como esos hombres con los que te cruzas, que no te miran a los ojos pero ves que te están desnudando. Quería no darle importancia, pero no podía evitar desconfiar. Un día, se estaba preparando para salir. Estaba en su habitación y se había cambiado de ropa. Se estaba poniendo una pulsera, unos pendientes y un colgante que cogió de una figurilla de bronce que estaba sobre la mesilla, a modo de joyero con la forma de un árbol de ramas secas y abundantes, las cuales servían para poner los distintos abalorios. Cuando se volvió para salir, vio a Goyo que estaba en la puerta de la habitación, mirándola en silencio. Un poco sobresaltada, le preguntó qué quería. Nada, que él también iba a salir y que a lo mejor cenaba una pizza con sus amigos. “No vuelvas tarde”, le dijo. Se preguntaba cuánto tiempo llevaba allí y qué habría visto. A la mañana siguiente, mientras se estaba duchando, pensaba que era raro que Goyo no se hubiera levantado. Siempre era el primero y nunca había que llamarle para ir a clase. Terminó y al descorrer la cortina de baño, estaba allí, masturbándose. Cuando la vio, aceleró los movimientos de la mano. No apartaba los ojos de la desnudez que tenía ante sí. De puro espanto, Teresa no reaccionó hasta pasados unos segundos. Entonces se cubrió con un brazo los senos y con la mano el sexo. Quería decir algo pero no podía. Casi a continuación, el chico, colorado como un tomate, y sin mirar a su madre, salió. A toda prisa, Teresa se medio secó y cubierta con la toalla corrió a su habitación para vestirse y poder hablar con él. No podía consentir, ni por asomo, ese comportamiento, sobre todo por lo que implicaba: hoy se masturbaba delante de ella (¿cuántas veces no lo habría hecho ya a escondidas?), mañana, la violaría. Cuando entró, su sorpresa fue todavía mayor. Allí estaba Goyo, mostrando su juventud, la potencia de su juventud. Desnudo y con una notable erección, estaba esperándola. Se acercó a él y comenzó a decir: “Goyo, tenemos q…” El bofetón la lanzó contra la pared, golpeándose la espalda con el armario. La toalla cayó al suelo, mostrando la desnudez de la mujer. “Si me tocas, grito”, amenazó. La mano que le atenazó el cuello la estrangulaba, no podía respirar. “Si gritas, te mato.” No le cupo duda de que así sería. Levantó la mano abierta en señal de paz, y él aflojo la presión. “¿Qué es lo que quieres?”, preguntó entrecortadamente y con voz ronca. ¡Como si no lo supiera! “Follar”, respondió con ferocidad. “Pero, Goyo, cariño, eso no…” La terrible bofetada le cruzó la cara. La cabeza de Teresa salió proyectada hacia atrás. Sus labios dejaron en el aire una gotita de sangre. La hostia la tiró al suelo. Había lágrimas y miedo en los ojos de Teresa. “Levanta”. Y se levantó. Dolorida, miedosa, rabiosa pero dócil. La violencia, que parecía ser la única forma de expresarse para el muchacho, sólo sabía combatirla con palabras; palabras que él no estaba dispuesto a escuchar. No tenía otras armas que pudiera usar mientras él no dejara esa actitud de prepotencia y superioridad física, evidente se mirara por donde se mirara. “Acuéstate”, dijo señalando la cama, todavía sin hacer. Se levantó con dificultad. “Me has hecho daño”, dijo tocándose los labios. El superior sangraba ligeramente. Iba a subir a la cama, pero él la detuvo. “Espera.” Pasaron unos segundos y ella pensó que volvería a golpearla para reafirmar su autoridad. Seguían pasando, lentos, los segundos. “Sienta”, y parecía que le estaba dando órdenes a un perro. Obedeció y lo hizo cerca del cabecero, para poder apoyarse en la mesilla, porque suponía lo que iba a suceder. “Antes de…” Se detuvo. “Antes de hacerlo, quiero que te cures el labio. Tengo aquí una varita mágica que lo hará.” Soltó una risotada que no venía a cuento mientras se sujetaba el miembro y lo acercaba a la boca de una aterrada Teresa que apretaba los labios, resistiendo aquella intrusión. “Abre la boca”, dijo arrastrando las palabras. La mente de Teresa estaba al borde del colapso. No podría soportarlo otra vez. Intentaba sopesar lo más rápidamente posible las consecuencias de obedecer o de no hacerlo. Eran tantas las posibilidades eligiendo una u otra situación que lo único que veía era un inabarcable tablero de ajedrez en el que las pesadas piezas iban moviéndose tan lentamente que aquello era un infinito. Pero los labios seguían cerrados, aunque la punta de la lanza presionaba sobre ellos. “Abre”, repitió. Desesperada, incapaz de encontrar una solución que la salvara de aquella atrocidad, cedió poco a poco; y poco a poco, primero los labios, luego la lengua, se hicieron cargo de un bálano rojo, hinchado, palpitante. Sintió cómo la verga iba entrando y entrando; sintió su calor, su palpitación, sus dimensiones. Ahora retrocedía y llegó a salir, lo que le permitió tomar aire. Pero enseguida volvió a entrar. Las manos de Goyo se apoyaban en los hombros de ella. Poco a poco, la cabeza de Teresa comenzó a moverse hacia adelante y hacia atrás. No muy deprisa, tampoco muy despacio. Las manos de Goyo descendieron hasta rodear los senos, senos fríos, senos sugerentes, senos atrayentes con pezones que se dejaban rodear por las yemas de unos dedos ansiosos, temblorosos, egoístas. “Muy bien”, concedió el bruto. Pero no, no estaba bien. Eso, Teresa, lo tenía muy claro. Esto no podía ser. Ya no estaban en la casa rural, ya no estaban bajo la influencia de lo que fuera que allí les había hecho hacer lo que habían hecho. Ahora podía rebelarse. Llamaría a la policía, llamaría a Charo para pedir auxilio, denunciaría a Goyo, aunque fuera su hijo. No soportaría más humillaciones ni ultrajes. Pero, mientras, el falo seguía entrando y saliendo. Y, mientras, los mecanismos mentales de Teresa iban dejando de actuar, y su psique iba cayendo, sin ella darse cuenta, por un tobogán en forma de espiral sin fin. Sus rectos pensamientos de que tenía que hacer lo correcto fueron los últimos coherentes que tuvo. El colapso mental se había producido. El hundimiento psicológico tuvo su correlato físico, y las mandíbulas de la mujer se cerraron precisamente cuando más adentro estaba el pene. Fue un movimiento incontrolado, pero los dientes se clavaron tan profundamente, tanto se hundieron que llegaron a seccionarlo parcialmente. “¡Qué haces!”, y fue un grito lo que salió de la garganta del aterrado joven. Un grito que trataba de tapar el pánico que le había apresado cuando vio la sangre que brotaba de entre los labios de su madre. Intentó separarse empujando con las manos la cabeza, pero los dientes habían hecho presa con mucha fuerza, y este gesto sólo hizo que el miembro se desgarrara todavía un poco más. Desesperado, miró a todas partes. No sabía qué hacer. Sentía un profundo dolor, y una profunda vergüenza, porque aquello no tenía explicación y él tendría que dar alguna cuando llegaran a rescatarlos. Vana ilusión, porque Teresa, en lugar de recuperarse, se precipitaba sin remedio. Su mente era un revoltijo irreconocible. El batiburrillo psicológico en el que se encontraba era como si un niño con una gamuza empapada en disolvente se hubiera dedicado a frotar un cuadro, digamos La joven de la perla . El resultado final no era una mezcolanza de colores sino un amontonamiento de colores, cuyo resultado no era un nuevo cuadro, sino una mente muerta. Su mente se perdió en las sombras insondables, en el abismo, en la catarata vertiginosa de la locura. En ese estado se encontraba Teresa. Seguía ejerciendo presión con los dientes, y Goyo sentía más y más dolor, y más y más atribulación. Seguía mirando hacia todas partes sin encontrar solución. Miró la mesilla y cogió el árbol de bronce. Cayeron los pendientes, las pulseras, los anillos, los collares  y otras piezas. Tratando de salvarse, golpeó con fuerza en la cabeza de aquella… ¿quién era? No vio a su madre, vio a la pécora del Apocalipsis. “¡Suelta, puta! ¡Suéltame!” No consiguió otra cosa que hundir el cráneo de Teresa, y que ésta apretara todavía más los dientes, hasta rasgar y romper. Por fin, Goyo se vio liberado de la presión, pero a costa de contemplar cómo su madre caía hacia atrás, con el pene dentro de la boca, asomando apenas entre los dientes. Teresa estaba muerta. Él desangrándose. Recogió la toalla del suelo y se la apretó contra el agujero del que no dejaba de manar sangre. No sabía qué hacer. No podía llamar a nadie sin poner en público conocimiento lo que había tratado de hacer. Sintió flojera en las piernas y en los brazos. No pensaba bien. Tenía que sentarse y pensar. Cayó de rodillas. La toalla estaba totalmente empapada con su sangre. Le entró sueño. Sí, eso es, dormir y luego despertar para ver que aquello no había pasado. Se tumbó lentamente sobre el parqué y murió rápidamente, sumido en una profunda inconsciencia.

El caso es conocido porque salió en la prensa: ella muerta a golpes, él castrado y desangrado. El juez instructor, con varios sexenios a sus espaldas, no pudo terminar de leer los informes de las dos autopsias ni el atestado con las conclusiones de la investigación.

Nacho regresó de Francia y se fue a vivir a casa de su tía. No tenía sentido mantener dos pisos y pusieron en alquiler el que había sido de Teresa y Julio. Nacho siguió estudiando. Charo, como una viuda sin hijos, cuidaba del muchacho. Nunca hablaban de lo ocurrido.

Llevaban ya unos meses viviendo juntos cuando ocurrió. Era un jueves por la noche. Nacho se había ido a su cuarto a estudiar y Charo había estado recogiendo la cocina después de cenar y ver un rato la tele. Llevaba pensándolo varios días y esa noche se dirigió al dormitorio de su sobrino. Cuando abrió la puerta de la habitación, el muchacho estaba en la cama, leyendo. Charo entró y se puso delante de él. Estaba desnuda. Se metió en la cama y se abrazaron. Hicieron el amor con pasión. Ella le abrazaba mientras él la poseía. Le envolvía como si quisiera fundirse con el cuerpo masculino que, puesto sobre ella, no dejaba de penetrarla una y otra vez.

Despertaron de madrugada y volvieron a hacerlo.

Ambos recordaban, pero sus recuerdos estaban cargados de olvido.