La casa rural - 08 inciso

Dos familias en una casa rural

INCISO

Ya se ha comentado que para dormir, Lucio y Charo lo hacían en el dormitorio; Julio y Teresa en el salón, ya que el sofá era un sofá convertible y casi una cama de matrimonio. Belén lo hacía en una de las habitaciones. En la de Esteban dormía Goyo, ya que la cama era una cama-nido. Nacho dormía también en el salón, en una colchoneta. De todas formas, a menudo esta distribución se veía alterada.

Por ejemplo, en una ocasión, Nacho y Goyo quisieron pasar la noche con Teresa (“No hay como la compañía de una madre”, dijo Goyo al presentarse en el salón cuando Julio y Teresa ya estaban acostados y su padre le preguntó qué querían). Los dos hermanos ya habían hablado de estar con su madre, y no por estar en su compañía sino para desahogar sus más bajos instintos. Habían tramado una estrategia que les entusiasmaba. Julio salió del salón y se asomó al dormitorio. Teresa miraba con desconfianza a sus hijos. Tenía miedo. Sabía sus intenciones, sabía que no tenía escapatoria; pero, ¿por qué los dos a la vez? Hicieron salir a la mujer de la cama y que se desnudara. No tardaron nada en quitarse la ropa y ambos la rodearon. En su actitud estaba la suficiencia del que se sabe seguro, la prepotencia del cobarde que sabe que su presa no puede escapar, la disposición del miserable que sabe que no va a perder, no por su valía, sino por la debilidad de la víctima. Circulaban alrededor de Teresa como si observaran un objeto novedoso. En sus miradas había lujuria. Teresa miraba al suelo; no se atrevía a mirar a la cara de sus hijos. Goyo, desde atrás, la abrazó por los hombros y le susurró al oído: “Tranquila, no va a pasar nada”. Notaba el sexo erecto apretándose contra su cuerpo. Delante de ella, Nacho la sujetaba por la cintura. Tenía la polla tiesa, apuntado al techo. La voz de su hijo mayor le sonó desconocida. “¿Qué te apetece hacer?” La pregunta la desconcertó. No había imaginado que fueran a tener en cuenta su parecer. Se percató inmediatamente de que o no esperaba respuesta o que ésta iba a ser totalmente irrelevante para sus intenciones. Las manos de Nacho subieron por su cuerpo y alcanzaron las tetas. Ahí se entretuvieron un momento antes de que el muchacho se inclinara y comenzara a besar los pezones, elevando los senos con el cuenco de las manos. Mientras, Goyo acariciaba su espalda, en un recorrido descendente que acababa en las nalgas. Dos redondeces que las manos abarcaban una y otra vez. Goyo se cogió el sexo y lo enfiló hacia la línea que separaba los dos hemisferios. Empujaba y el miembro recorría la frontera. No acababa de sentirse cómodo el muchacho y con la rodilla obligó a Teresa a separar las piernas. Pasó una mano por la entrepierna, acariciando la ranura de entrada a paraísos propicios. Teresa tragó saliva al notar los dedos de Goyo en la vulva y trató de juntar los muslos. Pero no podía: la mano se había adueñado de aquel territorio y no quería abandonarlo. Nacho seguía con los besuqueos en las tetas de su madre, pero pronto quiso más. Retirándose, le hizo un guiño a su hermano y ambos se separaron de la mujer. “Vamos a follar”, dijo Nacho. Y desde luego eso es lo que hicieron. Comenzó el propio Nacho. Esperó a que Teresa se acostara en el sofá-cama, las piernas bien separadas. Se puso sobre ella y guiando la caña de bambú introdujo la punta. Al principio le costó, debido a la sequedad vaginal, pero a base de forzar y empujar logró meter una buena parte del miembro. El resto no hace falta describirlo: los movimientos rítmicos del muchacho, los quejidos densos y largos de la mujer, la sonrisa bobalicona en el rostro de Goyo, espectador ávido de la brutal escena… La sorpresa llegó unos diez minutos después. Nacho intuyó los primeros asomos del orgasmo y, en lugar de continuar, se detuvo, se salió y se levantó de la cama. Teresa estaba sorprendida porque podía asegurar que su hijo no había eyaculado. “¿Qué pasa?”, preguntó. La respuesta fue que Goyo ocupó el lugar de su hermano. Puesto sobre su madre, la penetró sin más, y comenzó a follar. Ese era el tortuoso mecanismo que Nacho había ideado: follársela a relevos. Cuando el que la estaba metiendo fuera a correrse, lo tenía que dejar y que continuara el otro. Y así sucesivamente. Cuando Goyo vio que se acercaba al éxtasis, lo dejó y se levantó. Nacho se puso de nuevo a la tarea. Era una tarea atroz, naturalmente, pero aquellas dos bestias no tenían compasión de su pobre madre. La sesión duró casi una hora; una hora en la que la pobre desdichada fue vejada una y otra vez. El primero en dejarse ir fue Goyo. Estaba copulando y notó el cosquilleo inicial, pero ya estaba un poco cansado y además le apetecía darse el gusto de eyacular. El chorro de esperma inundó las entrañas de la mujer, y los gemidos de gusto informaron a Nacho de lo que sucedía. Cuando éste tomó el relevo, hizo lo propio y ya no se contuvo al notar el gustirrinín anunciador del orgasmo. Goyo se había recostado contra la pared, sentado en la colchoneta. Nacho, boca arriba en la cama, suspiraba y de vez en cuando decía “Tenemos que repetir”. Teresa, dolorida, con el perímetro del esfínter vaginal dilatado, inflamado, escocido, irritado, sollozaba en silencio, como solía hacer cada vez que era violada. Los dos jovenzuelos se quedaron dormidos y ella se arrastró como pudo hasta el cuarto de baño.

Cuando Nacho y Goyo entraron en el salón y le dijeron a Julio sus intenciones, éste se fue a la habitación de Esteban para pasar allí la noche, pero antes pasó por el dormitorio, donde Lucio estaba poniéndose el pijama y Charo ya estaba acostada. “¿Qué pasa, cuñados?”, saludó. Lucio preguntó y Julio le dijo que es que sus hijos iban a pasar un rato con su madre. “Pues quédate aquí, si quieres”, dijo Lucio, señalando la cama donde Charo, con los ojos cerrados, estaba. Se acercó Julio a la cama y apartó la sábana que cubría a la mujer. Vestía un top y una braguita minúscula. Julio contempló a la mujer, recorriendo con la mirada todo su cuerpo. Lanzó un silbido admirativo que hizo sonreír al otro. “¿Ya estabas dormida?”, preguntó con un tono falsamente inocente. No hubo respuesta. “Dicen que es bueno tomar leche antes de dormir”, continuó, con el mismo tono y recalcando la palabra leche. Lucio seguía sonriendo, divertido por la actuación de su cuñado. Se desnudó Julio y se masajeó los testículos mientras tendía la otra mano, invitando a Charo a incorporarse. “Sí, eso dicen, que un buen chorro de leche es estupendo para dormir de puta madre”, remachó, ahora con un tono de voz normal. Quedó la mujer sentada en el borde de la cama, con la cara a la altura del sexo de él. “¿No te apetece?”, preguntó. Ella sacudió negativamente la cabeza. “Pero no rechaces la invitación, mujer”, apuntó Lucio desde el otro lado, contemplando regocijado la escena. “Si dice que es bueno, es que lo será”, concluyó. Cogió con dos dedos el miembro y puso los labios alrededor del glande, apoyándolo en la lengua. “Eso está mejor”, dijo Julio. Dejó que Charo ensalivara el capullo, y poco a poco el pene, que ya estaba en fase creciente, fue tomando la consistencia y envergadura suficientes para que Charo pudiera hacer una felación en toda regla. Llevaba ella la iniciativa, pero aun así él puso las manos sobre su cabeza, enredando los dedos entre sus cabellos y guiando el ritmo. “Tranquila. No tengas prisa”, musitó, suspirando de placer. Lucio miraba, excitándose según pasaban los minutos. Disfrutaba a fondo el felado, y deseaba que aquello durara todo el tiempo del mundo. Charo es una buena felatriz, pensó, y le preguntó a Lucio “¿Quién la chupa mejor?” Recapacitó unos segundos y respondió “No sé. A mí me gusta que me la chupen las tres”. “Yo creo que Charo es la que mejor la chupa”, dijo Julio. Y volvió a concentrarse en el ritmo de la cabeza que avanzaba y retrocedía con lentitud exasperante para ella. Nada es para siempre, y el hombre acabó sintiendo la llamada del orgasmo. “Más rápido”, dijo, y las manos aceleraron el movimiento de la cabeza de Charo. Apretó los labios sobre el cilindro carnoso que entraba y salía de su boca, y enseguida recibió el chorro de esperma, proyectado al fondo de la garganta, que tragó todo lo deprisa que pudo, junto con la saliva acumulada. Un estremecimiento recorrió el cuerpo del hombre, como una especie de sacudida que le hizo temblar. Acabó de correrse y se retiró dando un paso atrás. Charo acabó de tragar y Julio se apretó el miembro, haciendo que asomaran nuevas gotas de semen. Acercó la pelvis y Charo tuvo que pasar la lengua, rebañando los restos de la eyaculación, volviendo a meterse el glande dentro de la boca. “Te digo yo que esta es la que mejor la chupa”, le dijo a Lucio, que ya se había quitado el pantalón del pijama y se disponía a sustituir a su cuñado. “No, por favor”, le pidió su mujer. Fue inútil, claro, y la pobre desdichada tuvo que hacer otra mamada, esta vez a su propio marido.

En una ocasión, estaban en el salón Lucio y Goyo, viendo un partido de tenis, cuando entró Teresa a colocar algo en el mueble. Cuando iba a salir, Lucio la llamó, hizo que se desnudara y que se pusiera en cuclillas, y la obligó a acariciarse los genitales. La humillación, pese a las protestas de la mujer, duró casi diez minutos. Extrañada por la tardanza, Charo fue al salón para ver si ocurría algo y se encontró con la tremenda escena. Lucio la obligó a quedarse y presenciarlo todo. Goyo se había bajado los pantalones y se masturbaba delante de su madre. Cuando eyaculó, lo hizo sobre el rostro de ella, dejando que el semen le corriera por las mejillas, los labios y el mentón. Hizo un gesto a Charo para que se acercara y la obligó a chuparle la punta del pene. Así dieron por concluido el espectáculo .

Otra barbaridad. A Julio se le ocurría que una de ellas, digamos Charo, le hiciera una mamada. Al notar que iba a correrse, se salía y eyaculaba sobre sus senos. Luego, obligaba a Teresa y a Belén a que lamieran el semen y que luego se morrearan entre sí, compartiendo el esperma en un beso blanco .

En otras ocasiones, alguno de ellos iba a la cocina a por un refresco o lo que fuera, y si había alguna mujer haciendo cosas, era casi seguro que no se iba a librar de algún tocamiento, de algún achuchón, de alguna palabra soez. Una vez entró Esteban a por una cerveza; estaban Charo y Belén enrollando canelones. Se acercó desde atrás y plantó una mano en el culo de cada una. “¿Quién me la quiere chupar?, dijo en tono festivo al estilo del cómo están ustedes. Como ninguna de las dos dijo nada, lo echó a suertes. Le tocó a Charo. Mientras su madre le hacía una mamada, él magreaba las tetas de su hermana. Cuando notó que iba a correrse, hizo que Belén se agachara y le advirtió a Charo de que no escupiera ni se tragara el semen. Al terminar, hizo que madre e hija se dieran un beso blanco , compartiendo el blanco y espeso fluido. Satisfecho, se subió los pantalones, cogió la cerveza y salió de la cocina tan campante.

Una vez, Charo y Goyo se cruzaron en el pasillo. El muchacho empujó a la mujer contra la pared y estuvo un buen rato metiéndole mano, incluso pasó una mano por debajo de la falda y le metió un dedo en la vagina. “Luego me la tienes que chupar”, le dijo y continuó su camino. Estos abusos eran muy frecuentes.

Una noche, Goyo estaba charlando con Esteban, ya en la habitación, preparándose para dormir. Algo que comentaron despertó en el primero la lujuria. Se levantó y dijo que se iba a ver a Belén. “Te acompaño”, dijo Esteban. Cuando entraron en la habitación, la muchacha estaba sentada en la mesa de escritorio, leyendo un libro. Se sorprendió al ver entrar a aquellos dos y no le cupo ninguna duda de sus intenciones. Aun así, preguntó “¿Qué queréis?”. Esteban cogió el libro. “¿Qué lees?” y lo cerró para ver la portada. La hierba roja , leyó. “¿Qué tal está?” Segura de que su hermano no tenía intención de hablar de literatura, Belén guardó silencio. Goyo se acercó a la cama y descorrió la colcha. Comenzó a desnudarse y no tardó mucho pues sólo llevaba puesto el calzoncillo. Se volvió hacia la mesa. Esteban seguía con el libro entre las manos. Le tocó en el hombro a su hermana, para que mirara a Goyo. Éste le hacía gestos para que se sentara en la cama. Sabiéndose perdida, y sin ganas de protestar sino de que todo terminara cuanto antes, se acercó a donde estaba su primo. Esteban se sentó en la silla que acababa de dejar ella y la giró en dirección a la cama. “Siéntate”, dijo Goyo y ella obedeció. Él se cogió el miembro y lo sacudió arriba y abajo, como si buscara empalmarse, aunque ya tenía la picha bastante empinada. “Saca la lengua”, dijo, ordenó más bien. El tono era a la vez mandón y vulgar. Obedeció ella y Goyo depositó el extremo del miembro sobre la superficie lingual. “Chúpamela”. Lo dijo con su estilo burdo, basto, ofensivo. Hasta a Esteban le pareció tosca la forma de hablar a la muchacha. Obedeció y comenzó a hacerle una felación. Sonreía Goyo mirando cómo el falo aparecía y desaparecía de la boca femenina. Estiró los brazos y manoseó los pechos de su prima. “¡Qué buena estás!”, suspiró cuando se corrió y el esperma llenó la boca de la joven. Se apartó y se sentó en la cama, a su lado. “Toda tuya”, le dijo a Esteban, que esperaba, empinado a más no poder. Dejó que su hermana se limpiara los labios y el rostro. La abrazó suavemente y le susurró al oído “Tranquila, tranquila”. Esto hizo que ella se pusiera más nerviosa aún. Él la sujetaba con una mano en las nalgas y la otra en la espalda, apretando su cuerpo contra el de ella. Sentía el relieve de los senos contra su pecho y ella notaba el pene contra su pubis. “¿Qué vas a hacer, Esteban?”, dijo en tono suplicante. “Tranquila, tranquila”, repitió. Acarició lentamente el cuerpo de la joven, regodeándose en los senos y en las nalgas. Tampoco descuidó la entrepierna, llegando a introducir un dedo en la vagina. “¿Te gusta?”, le pregunto removiendo el dedo. “Déjame, por favor”, suplicaba ella. Quiso él besarla, pero apartó la cabeza y los labios sólo tocaron la mejilla. Le resultaba insoportable la idea de un beso con ninguno de ellos. La tortura de contactos, roces y caricias duró todavía unos minutos. La invitó a ponerse a cuatro patas sobre la cama; trepó él y se puso detrás, de rodillas, sujetando el enorme falo. “Separa”, dijo y ella separó las rodillas todo lo que pudo. De esta manera quedaba a la vista la vulva. Excitado como siempre, no tardó en penetrarla, primero metió el glande y esperó; luego empujó lentamente y la penetró hasta el fondo, de forma que la enorme espada entró hasta la empuñadura. “Me duele”, se quejó ella. Y era verdad, pues la sequedad vaginal no facilitaba para nada el coito. Sin embargo, tuvo que reconocer que en aquella postura, en contra de lo que había pensado, el dolor no era tan acusado como en la postura clásica que la mayoría de las veces ellos empleaban. Continuó Esteban sus movimientos. “Me haces daño”, volvió a protestar. Él no decía nada y con paciencia episcopal se limitaba a disfrutar de las entradas y salidas; miraba a veces cómo el falo, enorme, nervudo, aparecía y desaparecía obedeciendo a sus movimientos. La cabeza de la chica estaba hundida en las sábanas y los senos se bamboleaban azarosamente al ritmo de las embestidas de él. No fue el polvo del siglo pero fue lo que se dice una follada muy guapa. Cuando eyaculó, sintió en su interior el chorro de semen disparado, y sólo se le ocurrió pensar “Si me quedo embarazada, ¿de quién será?”. Notó cómo se salía y cómo la vulva y la vagina recuperaban sus normales dimensiones después de haber estado sometidas a la brutal dilatación forzada por el pene descomunal de su hermano.

Resultaba evidente que Julio era el que ideaba casi todas las barbaridades y atrocidades que tuvieron lugar aquellos días. Quería convertir a cada una de ellas en una piltrafa humillada, castigada, ahogada por el miedo y el asco, para demostrar que él, ellos, estaban por encima.

En una ocasión se reunió con Charo y con Teresa en el dormitorio y les pidió que se abrazaran, que se besaran, que se acariciaran. La reacción de las dos mujeres fue, primero, de estupor y después de indignación. Charo, incluso, se puso de pie, diciendo, en voz alta, que aquello no podía continuar, que no iba a magrearse con su propia hermana sólo para dar gusto a las perversiones de un loco degenerado. Sin perder la sonrisa, Julio le soltó tal bofetón que la volvió a sentar en la cama, al lado de Teresa. Con voz serena, explicó que si no accedían a lo que les pedía, todos, los cinco, abusarían de Belén, y que no dudarían en sodomizarla. Es más, trajeron a Belén para que estuviera presente. Antes esas amenazas, y comprendiendo que eran capaces de cumplirlas, las dos mujeres se miraron sin llegar a hacerlo directamente a los ojos. Tomó la iniciativa Teresa, que puso una mano en el hombro de su hermana, atrayéndola hacia sí; avanzó la cabeza y sus labios buscaron los de Charo. Las manos de ésta rodearon el cuerpo de Teresa, y ambas quedaron unidas por un abrazo y por un beso en los labios. Estaban presentes los cinco hombres, que se miraban entre sí, excitados por lo novedoso de la escena. Las dos hermanas no iban más allá, por lo que Julio les dijo que se desnudaran y que tenían que acariciarse íntimamente. De pie, al lado de la cama, desnudas, ambas mujeres volvieron a quedarse indecisas. De nuevo fue Teresa la que inició el avance. Apoyó las manos en la cintura de Charo y la atrajo hacia ella. Los torsos de las dos quedaron juntos. Luego subió las manos hacia los senos y los acarició lentamente. Charo estaba paralizada por el sentimiento de vergüenza y sobre todo por el miedo de lo que pudiera pasarle a su hija. Pudo más este último, y aceptó las caricias de Teresa, correspondiendo con un beso y con los brazos rodeando el cuerpo de la otra. La escena parecía estática: dos mujeres abrazadas, las manos de una en los pechos de la otra, sin ningún otro movimiento. Julio no estaba conforme y las instó a ser más “auténticas”, según dijo. Teresa metió la lengua entre los labios de Charo, que no tuvo más remedio que entreabrirlos para dejar paso. A su vez, una de sus manos recorrió la espalda de Teresa hasta llegar a las nalgas y apretarlas contra sí; los cuerpos quedaron todavía más juntos. Julio, perverso, se acercó a Belén y le preguntó, señalando a la cama, si le gustaría “jugar” a ella también. Cerró los ojos la muchacha y sacudió la cabeza negativamente. Julio le dio una palmadita en las nalgas y dijo “O sea, que prefieres una buena polla, ¿eh?”, y se cogió el miembro, erecto, como si se estuviera haciendo una paja. “No te preocupes, que la tendrás”, y miró hacia abajo, en dirección a sus genitales.

Es sabido que a todos los hombres les excita una escena lésbica. Así que no resultará extraño decir que, aunque la escena no había durado más allá de un cuarto de hora, todos estaban empalmados desde el primer minuto. Se miraban entre sí, con sonrisitas forzadas; se agitaban los respectivos penes, como si buscaran estimulación, cuando tenían más que suficiente. Iban de un lado al otro de la estancia, sin dejar de mirar, nerviosos, alterados. Eran como fieras encerradas, pero al mismo tiempo al acecho de una presa; una presa que sabían segura. Eran unos miserables que no iban a dar ni una sola oportunidad a sus víctimas. El primer paso lo dio, inopinadamente, Goyo, el más joven. Se acercó, a las mujeres (y parecía hacerlo a cámara lenta) y apoyó una mano en cada hombro a su alcance. Más lentamente, Charo y Teresa le miraron. Él sólo miraba a Charo. “Vente conmigo”, dijo, y la cabeza de ella giro como si estuviera flotando, como en las escenas de películas de ciencia-ficción en las que se quiere acentuar la falta de gravedad. Así se movió Charo cuando giró su cuerpo para ir con Goyo. Él, con igual lentitud, estiró el brazo para coger el de la mujer y acompañarla. Todo transcurría irrealmente, de una forma absurda. Todos se miraban entre sí y el tiempo iba pasando con una lentitud perezosa. Y de repente todo adquirió una velocidad normal, que ahora, por contraste, parecía superrápida. Los otros cuatro gañanes comenzaron a porfiar aceleradamente con quién se iban y qué preferencias tenían. Lucio argumentaba que, por su edad, tenía que ir con Teresa. Esteban y Nacho le dijeron que, precisamente por su edad, debería abstenerse. Y lo mismo le dijeron a Julio cuando quiso hacerse cargo de Belén. El tour de force entre las dos generaciones estaba ahí. Finalmente, la edad ganó al ímpetu y Lucio eligió a Teresa, Julio a Belén. Esteban y Nacho tuvieron que esperar, muy a su pesar. Por supuesto que al final, todos acabaron yaciendo, tarde o temprano, con quien habían deseado inicialmente, y de paso con quien no habían tenido en consideración.

No hace falta describir lo morboso de aquellos acontecimientos.

Por ejemplo, el viernes, cuando Charo terminó de chupársela a todos, Esteban se llevó a Teresa a su cuarto. Allí la estuvo acariciando, tocando, magreando, sobando… Cuando estuvo cansado de los toqueteos, la obligó a tumbarse en la cama y la violó salvajemente. ¿Por qué lo hizo, cuando tenía a su disposición la voluntad de la mujer? Nadie sabría dar una respuesta.

En otra perversión de Julio, se le ocurrió poner un antifaz a una de las mujeres, y luego obligarla a hacer una felación a cada uno de ellos. Se trataba de que cuando hubiera terminado y tragado el semen, averiguara a quién le había hecho la mamada. Si lo adivinaba, terminaría el suplicio y no tendría que seguir chupando pollas. Por supuesto, a Julio se le ocurrió también cómo hacer para que la felatriz no acertara nunca.

Eligieron como concursante a Belén. Para evitar que se levantara el antifaz, la ataron las manos a la espalda. Ella pensó en lo peor, que la iban a sodomizar o cosas así. No. Le explicaron la mecánica del concurso , pero seguía intranquila y sabía que aquello era, en cierto modo, una encerrona.

La primera cata fue Esteban. Nada más entrar el pene en su boca, Belén supo quién era y retrajo la cabeza. Dijo que era Esteban. Pellizcándole fuerte un pezón, a modo de castigo, Julio le dijo que tenía que esperar a que eyaculara y averiguar, a través del semen, de quién se trataba. No antes. Dolorida y amedrentada, la muchacha continuó. Cuando terminó, con mucho esfuerzo, de tragar el esperma, volvió a repetir su respuesta: “Es Esteban”. Pero ellos respondieron que no, que había sido Goyo.

Aunque estaba convencida de que había sido su hermano, no protestó.

El siguiente fue Lucio. Tras la agonía de interminables minutos con el miembro en la boca, Belén volvió a acertar. Pero le dijeron que no, que había sido Julio. De nuevo estaba segura de haber acertado.

El siguiente fue Goyo. Ella lo sabía. Mientras duró la felación, Belén pensó: si el primero ha sido, según ellos, Goyo, no tendría que volver a serlo, y por lo tanto ahora tenía que decir otra vez que se trataba de Esteban. Y esa fue su respuesta. Pero le dijeron que no, que era de nuevo Goyo que había querido repetir. Las risotadas de aquellos trastornados no dejaban dudas de que la estaban engañando.

Gritó, enfurecida, que la estaban mintiendo, que estaban haciendo trampas. Quería ver a quién… Se le acababa el habla si tenía que decir “chupaba”, y se quedó callada. Un nuevo pellizco, quizá más fuerte, le avisó, con la voz de Julio, de que debía someterse a las reglas y que ellos eran el jurado.

El nuevo candidato era Julio. Y ella sabía que era él. Con el mismo criterio, dijo que se trataba de Lucio, puesto que si antes dijo su nombre y ellos dijeron que había sido Julio, ahora (no iba a repetir), sería, efectivamente, su padre.

Con un gruñido que quería imitar a las máquinas que avisan de un fallo en el sistema, Julio dijo “Nuevo error de la concursanta. Era yo, que repetía.” Carcajada general de aquellos inconscientes y un llanto profundo en la muchacha, que se veía impotente para salir de aquella encerrona, porque no otra cosa era aquello.

La polla de Nacho, el único que quedaba, se introdujo en su lastimada y dolorida boca. Ahora no cabía duda, por las dimensiones del miembro. Pero tenía que esperar a que el chico se corriera para poder emitir su juicio. Por supuesto, acertó. “Ya has terminado”, dijo Julio con un tono cantarín que añadía más crueldad e infamia a lo sucedido.

Aplauso general de los sádicos que liberaron las manos y los ojos de la pobre desgraciada. Aturdida y mareada; humillada y con la dignidad por los suelos, incapaz de reponerse y mirarles con desprecio; llorando sin sollozar, salió corriendo del dormitorio para refugiarse en su habitación.

Escenas como estas ocurrieron a lo largo de todos los días que estuvieron allí.

La noche del viernes, Julio fue a la habitación de Belén. Era de madrugada. Él y Lucio se habían estado divirtiendo con Charo, en el dormitorio. Cuando quedaron satisfechos, Lucio y Charo se acostaron para dormir. A Julio no le apetecía ir al sofá-cama del salón y se fue donde su sobrina. Mientras había estado jugando con Charo se había tomado unas copas; no estaba bebido pero sí un poco eufórico. Lo suficiente para desear a la joven. Entró en la habitación sin disimulo, dio la luz y se sentó en la silla de la mesa que hacía de escritorio. Belén, que dormía poco y mal desde que había comenzado aquella pesadilla, se estaba lo más quieta posible y fingía dormir. Julio la llamó un par de veces, y como no obtenía respuesta, se acercó a la cama y la sacudió suavemente por el hombro. Fingiendo aturdimiento, se volvió y pareció sorprendida. “¿Qué pasa?”, dijo con mal humor, no del todo falso. “Nada. Que quiero estar contigo”, fue la respuesta. Puso cara de fastidio y alargó la mano hacia la mesilla para mirar la hora en el reloj; un reloj que la llevaba al pasado, donde le gustaría estar. “Es tardísimo.” A Julio no parecía importarle qué hora era, o si era tarde o temprano. Encendió la lámpara de la mesa y apagó la cenital, dejando medio en sombras la zona de la cama. “Así está mejor”, dijo sonriendo. A la joven esa sonrisa a contraluz le recordó a la de un chino de una película que había visto de niña: Fu-Manchú. Una sonrisa que para nada tranquilizaba. De todas formas, no albergaba ninguna duda sobre las intenciones del hombre: si estaba allí no era para conversar. En este aspecto, sus pensamientos estaban algo errados. Julio volvió a sentarse en la silla y dijo “Ven”. Belén se levantó de la cama y se puso a su lado, de pie. Vestía un camisón corto y unas minúsculas braguitas. Él pasó las manos por sus muslos, acariciándolos golosamente. “Estás muy buena, ¿lo sabías?” Belén no dijo nada y evitó su mirada. “Sí, sí que lo sabes.” Pasaron unos segundos. “Acabo de estar con tu madre. Me ha hecho una mamada de campeonato.” Cada vez más, el lenguaje de ellos degeneraba hacia expresiones más humillantes y soeces. “Para que me la chupen, prefiero a Charo”, dijo. “Pero para follar, te prefiero a ti.” “Tienes a tu mujer”, alegó ella. “¿Teresa? Sí, también me gusta que Teresa me la chupe, porque nunca lo había hecho. Pero tu madre y tú sois mis preferidas.” Belén se percató, quizá de forma intuitiva, de que Julio estaba algo bebido y de que tenía ganas de hablar. Le pareció que era el cuento de las mil y una noches, pero al revés: si lograba que Julio hiciera de Sherezade  y hablara y hablara, tal vez ella tuviera la oportunidad de esquivar una nueva violación, otra humillación, otro ultraje. “¿Por qué haces esto? ¿Por qué lo hacéis?”, preguntó. Julio abrió los brazos como para abarcar la habitación y miró hacia el techo y luego hacia su izquierda, hacia la puerta. “No lo sé”, y decía la verdad. “¿Qué está pasando, Julio?”, insistió. Pasaron varios segundos. Muchos segundos. Tal vez minutos. “Pasa que obedecéis”, dijo, y cabeceó como si le pesara haber llegado a esa conclusión. “Pasa que nosotros tenemos voz y vosotras no. Pasa que hacéis sin rechistar todo lo que os decimos. Pasa que sería de tontos no aprovecharse. Pasa que os estamos jodiendo, y bien. Y en todos los sentidos. Eso nos gusta.” Hizo una pausa. “¿Te gusta joderme? ¿Te gusta hacerme daño, a mí, a nosotras?” Silencio. “Belén, no sé qué está pasando, ni por qué está pasando. Sólo sé que nosotros elegimos, hacemos, ordenamos, y vosotras obedecéis. ¿Por qué? ¡Ni puta idea! Pero lo cierto es que si ahora te digo que te tumbes en la cama y que te abras de piernas para mí, lo vas a hacer. Eso es dominio. Eso es poder. ¿Por qué me obedeces? No lo sé, pero lo haces. Y esa sensación, esa sensación de hacer lo que yo quiera y que tú obedezcas es lo que me llena de placer, no sabes cómo. Además, y de forma colateral, tengo sexo, placer carnal, físico, y eso también me gusta. Eso está muy bien. Pero la razón principal de nuestra forma de comportarnos está en el placer emocional, psíquico, de poderos dominar, de poderos aplastar si lo quisiéramos.” “¿Por qué obedecemos?”, preguntó ella. Pareció estudiar la respuesta, pero su mirada estaba fija en los turgentes y atractivos senos. “Túmbate en la cama y ábrete de piernas para mí”, dijo. Había en su voz el orgullo del hombre que manda. Había odio en la mirada de la muchacha; odio y ganas asesinas. Pero se echó sobre las sábanas y, en la penumbra de la cama, quedó a disposición de los deseos de él, que seguía sentado. Los ojos de Belén se cerraron, pero no los cerró el miedo. Los cerró el odio. “No sé por qué obedecéis. No sé por qué no nos denunciáis, no sé por qué no os vais, ni sé por qué seguís aquí. No lo sé. Y no saberlo me enferma. Este es el mundo de las oscuras realidades. Pasan cosas pero no sabemos por qué.” Era la primera vez que a Julio se le hacía consciente lo que hacía, sus actos y las repercusiones de los mismos. Se levantó y se puso sobre la joven, empalmado, como había estado todo el rato, pero sin penetrarla. “¿Ves? Este es el placer del que te hablo. Tú haces lo que yo quiero. Charo y Teresa también lo hacen. Podría hacer que vinieran ahora y que os pusierais a rezar el rosario. O hacer el pino. Tanto da. Hacéis lo que queremos. Eso es lo más grande.” “Además”, y el hombre empujó la pelvis penetrando en la vagina de Belén, “está esto: el goce sexual. Pero es algo sobrevenido, adyacente, colateral. Lo mejor, lo principal, es lo otro: teneros bajo mi capricho. Por eso cocináis, por eso laváis, por eso hacéis la compra. Por eso os follamos y os jodemos cada vez que queremos. Porque podemos. Porque no podéis evitarlo.” Belén, aterrada por las palabras, se quejaba. “Me haces daño.” “Me da igual”, fue la brutal respuesta, y rebrincó sobre ella. “Al fin y al cabo, la delicadeza no es más que una liturgia”, sentenció con voz grave. Durante unos minutos continuó la cópula, y además intentó besarla en los labios, pero ella siempre giraba la cabeza para evitarlo. Cuando terminó, se quedó tumbado junto a ella. Habló él. “La vida de las personas, qué son si no caminos llenos de escombros. Día tras día, más y más escombros. Interminables caminos de escombros. Y la forma de deshacerse de ellos es esconderlos, que nunca les dé la luz. Somos reprimidos sexuales y emocionales. No sabemos decir lo que sentimos. Vestimos nuestro lenguaje con corchetes y frases hechas, leídas en los libros y oídas en las películas. Decimos te quiero , mi amor o cariño porque se lo hemos oído a otros. En realidad, lo que queremos decir es ven aquí, tía buena, que te vas a enterar de lo que es una señora polla . Somos unos frustrados. Todos. Incluso los más jóvenes. ¿Crees que Esteban, Nacho o Goyo han puesto algún reparo moral a todo lo que está pasando? Claro que no. Al contrario: han aprovechado la ocasión, porque en su vida normal son incapaces de mantener una relación que no esté disfrazada de clichés y estereotipos. Han visto un filón para despachar a gusto sus ansias reprimidas de dominación y las han dado rienda suelta. Y de paso, las sexuales. Pero el sexo, ya te lo he dicho, es algo que se deriva de ese afán de posesión. Si fuéramos empresarios y estuviéramos en la fábrica, seríamos esclavistas y vosotras trabajaríais de sol a sol. Estamos de vacaciones y nos follamos todo lo que tiene una raja entre las piernas. Normalmente somos como animales domésticos y acomodaticios; sólo queremos lo que tenemos, nuestro piso, nuestro coche, nuestra tele, y estamos casados para tener sexo de vez en cuando, sexo aburrido y rutinario. Nuestros estantes vitales están numerados y todo está previsto. En cambio (insisto en que no sé por qué), aquí y ahora tenemos poder, y lo ejercemos mostrando el lado más primitivo, y en este ambiente encontramos nuestro mundo, nuestra verdadera forma de ser. Seguramente, si aquí sólo estuviéramos los cinco, acabaríamos matándonos porque todos querríamos ser el jefe de la tribu. Pero estáis vosotras. Y esto lo cambia todo. ¿Qué sois? Unas cerdas, como toda mujer, llenas de vientres, hechas, al fin y al cabo, para ser humilladas, para que el ser superior disfrute.” Hizo una pausa. “Normalmente, nuestras miradas tienen ángulos muertos donde guardamos los resquemores, las frustraciones, lo que reprimimos, los fracasos de la vida. Aquí y ahora, las miradas dicen lo que queremos: poder, dominio, mando, fuerza (y no sólo física, que tampoco sé de dónde sale)”, dijo en alusión a la permanente excitación en que se encontraban, y se señaló el sexo, que volvía a estar erecto y firme. “Eres una buena potranca y ahora mismo podría echarte otro polvo.” Belén le creyó. Estaba confusa. ¿Acaso la maldad podía ser entendida como una distorsión de la bondad natural? Entendía perfectamente lo que Julio le había dicho: conocía al ser humano y sabía que la idea de Rousseau de que un niño dejado crecer sin influencias acabaría decantándose por el bien era más que dudable. Puede que algunos seres humanos tuvieran bondad natural, pero si la sociedad era corrupta se debía, precisamente, a los individuos que la integraban. Y en la microsociedad de la casa rural no había ninguna bondad. Ninguna. ¡Si lo sabía ella! Los argumentos de Julio, que quería enredar en una vasta polémica, parecían querer agotar los movimientos del espíritu humano: desde la infamia hasta… Belén estaba muy cansada. Aquel discurso, un poco errático, un poco improvisado, con algunos bandazos argumentales (al fin y al cabo ninguno sabía las razones de lo que ocurría) le dejó un malestar general. Le dolía la cabeza. Estaba como aturdida.

Estaban acostados y él la abrazó. Volvió a intentar besarla y esta vez no pudo oponer resistencia. Inclinó su cabeza sobre la de ella y la besó en los labios. Cerró con fuerza los ojos y cuando volvió a la conciencia, a través de la niebla de un delirio que le causaba náuseas, le pareció sentir sobre su boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

Julio, aburrido por sus propias tesis, se quedó dormido. Belén se levantó, se puso por encima una chaqueta, se sentó en la silla y apagó la luz. Le hubiera gustado dormir, pero no podía. Había creído detectar cierto desencanto en las palabras de Julio. Quizá no en las palabras, tal vez en el tono. Sobre ese poderío, sobre la dominación de la que alardeaba, flotaba la estela del desencanto, el reconocimiento de ser un miserable sin escrúpulos, sin ninguno de los valores de los que presumiría, seguramente, en situaciones cotidianas; excusado levemente por el síndrome del que no puede evitar lo que hace, igual que el escorpión no puede evitar picar a la rana. Reconocerse como la misma persona que es capaz de condenar, digamos, a las multinacionales que explotan niños en fábricas del submundo asiático pero que en cuanto tenía la oportunidad no dudaba en abusar de su propia esposa, de su sobrina, de su cuñada, no debía ser plato de gusto. Se preguntaba por qué hoy a Julio le había dado por ahí, por hablar; él, que siempre estaba ideando nuevas maldades en contra de ellas. Dudaba de que las verdaderas intenciones fueran el poder, la fuerza, la dominación; presumía que lo que primaba era el instinto machista de tratar a la mujer como a un objeto, una cosa, un artefacto al que basta darle al interruptor para que eche a andar. Esa era la única explicación a lo que fuera que estaba pasando en aquella casa desde el sábado. Al fin y al cabo, la cama no es la medida universal de las mujeres aunque suele ser la medida universal de los hombres.