La casa rural - 05 miercoles

Dos familias en una casa rural

MIÉRCOLES

Se le ocurrió a Julio —autor intelectual de aquella orgía continua—, que hoy Belén, mañana Teresa y al otro Charo, podían hacer una mamada a cada uno de los hombres allí presentes. Dicho y hecho. Reunió a todos en el salón-comedor y organizó los mismos turnos que había puesto en los tres días anteriores; a saber: el primer turno sería para Belén, y el orden de intervención el que ya habían seguido: Lucio, Julio, Esteban, Nacho y Goyo. Ni que decir tiene que las tres mujeres rechazaron aquella nueva humillación, aunque también eran sabedoras de que estaban a merced y capricho de la voluntad de aquellos tiranos depravados, ignorando que todo era debido al influjo de las toxinas de las setas. Reunidos en el salón, desnudos, Julio les hizo saber las condiciones de cada felación. La parte actora tendría que hacerle una mamada a cada uno de ellos. El tiempo y la forma de cada actuación dependían exclusivamente de la voluntad de la parte masculina. Ellos decidirían cómo y de qué manera se llevaría a cabo cada felación.

Así, si a uno de ellos le apetecía que Belén tenía que chuparle la punta mientras él se masturbaba, Belén tenía que obedecer. Si otro prefería meter toda la polla en la boca de la muchacha y dejar que ella, con la pericia de sus labios, lengua y garganta, consiguiera que él eyaculara, también tendría que obedecer. Una cosa quedaba a criterio de cada una de ellas en su respectiva actuación : podían decidir si se tragaban o no la lechada que cada uno de ellos expulsara al correrse. Si querían tragarla, adelante. Si no, deberían escupirla en un tazón que Julio ya había puesto sobre la mesa del comedor. “Es la única libertad que tenéis”, dijo. Esto hizo el comentario inmediatamente sospechoso a los ojos de ellas.

En aquel momento, el salón era un salón de silencios en el que cada grupo procesaba las palabras de Julio de formas bien distintas.

Siguiendo el orden establecido, Lucio se puso delante de Belén, sentada en el borde de una silla. Charo y Teresa, de pie, en el otro extremo del salón, miraban para otro lado, pero fueron invitadas por Julio a presenciar en primer plano lo que iba a suceder. Charo cerraba los ojos, furiosa por ver a su hija sometida a los desmanes de aquellos que hasta hace poco consideraba su familia, y que ahora la hacían sufrir de aquella manera tan despiadada. Lucio ya estaba medio empalmado, y sujetando la base del pene lo dirigió hacia la cara de Belén, a la que no le quedó más remedio que abrir la boca y consentir el encuentro con el miembro de su padre.

La sordidez del momento es fácil de adivinar. Ahorraré los detalles más escabrosos, que la imaginación hará presentes a cada uno de los lectores. Bastará con cuatro pinceladas de aquellas sesiones.

Las de Lucio y Julio fueron unas mamadas funcionales; les importaba más verse erguidos y sometiendo a una mujer que el hecho de que se la estuvieran chupando. Era más importante saber que estaban siendo observados mientras tenían la polla en la boca de una mujer que el hecho en sí.

Lucio había introducido poco más que la punta en la boca de su hija y con la mano derecha se masajeaba el miembro. Cuando notó que iba a correrse aceleró los movimientos de la mano y casi enseguida eyaculó. Toda la descarga de semen había caído dentro de la boca de la muchacha, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir la arcada que le surgió desde lo más profundo del estómago cuando notó aquel moco espeso y viscoso sobre la lengua, desparramándose por toda la boca. Cuando Lucio terminó de eyacular, dio un paso atrás. Todos estaban pendientes de lo que haría Belén: ¿se tragaría el esperma o lo escupiría en el tazón? Lo escupió, con una mueca de asco y volvió a escupir, ahora saliva, como para quitarse cualquier resto seminal. “Bien. Muy bien”, animaron aquellos crápulas cuando Belén levantó la cabeza del cuenco en el que había dejado los restos del abuso al que acababa de ser sometida.

El caso de Julio fue prácticamente un calco del de Lucio. Mientras la joven chupaba el extremo de su pene, él se masturbaba. La única diferencia apreciable fue que al terminar de escupir el semen, él restregó el poco vigor que le quedaba en el miembro sobre las mejillas y los labios de ella, mientras soltaba una sonora risotada, como de ratificación de su dominio de la situación.

Quedaban tres aspirantes, ansiosos por satisfacer sus más bajos instintos. Esteban preguntó si podía tirarse a Belén en vez de la mamada. No, no podía. “Cuando mamada, toca mamada”, dijo Julio, imitando el acento del chiste de los vascos que encontraron un Rolex cuando estaban a setas. Tocaba mamada y no había más que hablar; luego ya harían lo que quisieran. Mientras Esteban se acercaba para ocupar la posición frente a Belén, Goyo abrazó desde atrás a Charo, y comenzó a sobarle los pechos. La erección del chaval era palmaria y Julio le avisó de que si seguía así acabaría corriéndose y perdería la ocasión de que su prima se la chupara. Recordando la experiencia del primer día, Goyo se separó de su tía, pero siguió empalmado y no dejó de mirarla.

Esteban no tenía la urgencia de sus predecesores, y se dispuso a disfrutar de una larga y satisfactoria felación. Comenzó magreando el cuerpo de la muchacha, acariciando su espalda, sus caderas, sus nalgas. Continuó con territorios más propicios: los muslos por la parte interna, los hombros, los senos… Si ya de por sí estaba excitado, estos tocamientos hicieron que mostrara todavía más agitación. El miembro, nervudo, desafiante de la ley de la gravedad, apuntaba al techo, y su color, casi morado, daba a conocer la enormidad de sus dimensiones. En efecto, y ya se ha comentado aquí, Esteban era poseedor de un cipote de grandes dimensiones. Hacía tres días había penetrado en el cuerpo que ahora tenía delante por la entrada más íntima; ahora se disponía a hacerlo por la más visible. La boca de Belén se abrió todo lo que pudo a aquella enormidad de falo, y aun se quedó chica. Le dolían los maxilares, de tanto forzarlos para poder contener aquel volumen, aquellas dimensiones tan extraordinarias.

El resumen de toda esta tragedia era que Esteban había logrado meter en la boca de Belén algo más de medio pene erecto, que no era poco, y que ella movía la cabeza adelante y atrás, ejerciendo de felatriz al ritmo que le marcaba el felado. Un ritmo que decidían las manos del joven sobre la cabeza de aquella desgraciada. Esteban no tenía ninguna prisa. Al contrario. Tenía todo el tiempo del mundo. Sujetó con ambas manos la cabeza de su hermana para detenerla y fue él quien impuso a sus caderas un lento movimiento de vaivén —dentro, fuera; dentro fuera—, en la modalidad conocida como irrumatio o irrumación. Se podía oír perfectamente el gorgoteo que provocaba el miembro empujando la saliva en la boca de ella; saliva que a veces resbalaba por entre los labios goteando por la barbilla. Esta situación duró lo que tardó Esteban en correrse: veinte minutos. Tiempo durante el cual Nacho y Goyo se desesperaron, pues no veían el momento de ser ellos mismos los invasores de aquellos labios maravillosos y sensuales de Belén.

Cuando eyaculó, a Belén le pareció que aquello no tenía fin: lo que le parecieron incontables oleadas de semen, chocaban contra su paladar esparciéndose luego por todos lados. Era tan copiosa la corrida que parte del líquido —caliente, blanco y espeso como el kéfir— se desbordó por las comisuras de sus labios. Era asqueroso. Teresa y Charo, mudas y aterradas espectadoras, cerraban los ojos para no ver la maldad, el horror. Pero Julio las obligaba a mirar, a no perder detalle de lo que estaba sucediendo.

Satisfecho en parte, Esteban dio un paso atrás. Pero cuando Belén hubo escupido sobre el tazón, se sujetó el miembro, todavía erecto, y dijo: “Aún no se ha terminado”, y volvió a meter la picha en la boca de la muchacha, que sintió una nueva efusión de esperma que esta vez se vio obligada a tragar ya que Esteban no retiraba el miembro. Tras lamer el orificio del glande y acariciarlo con los labios, el muchacho se dio por contento y se apartó definitivamente.

Era el turno de Nacho. El muchacho estaba tan ansioso que no quería perder el tiempo. Empalmado, con la caña de bambú por delante, se acercó a su prima y le colocó delante el artefacto. Quería introducirlo entero en la boca, pero era manifiestamente imposible sin causarle daño en la garganta. Metió algo más de la punta y comenzó a pajearse: no podía esperar a que las artes felatorias hicieran su efecto. En pocos minutos, Nacho eyaculó profusamente, y se quedó como en trance mientras Belén se inclinaba de nuevo y escupía el líquido espermático, añadiéndolo al ya acumulado.

La felación de Goyo será muy parecida a la de Esteban, aunque de menor duración, pues el chaval también estaba ansioso y no podía esperar a que fuera Belén la que le llevara al éxtasis, sino que él mismo lo buscó masturbándose en la boca de la joven.

Después de acabar, el cuenco estaba medio lleno de semen y saliva. Todos creyeron que el espectáculo (tragedia para ellas) había terminado. Pero Julio le dijo algo a Lucio y éste salió del salón. Volvió al poco con las manos en la espalda. Se puso al lado de su compadre y le entregó algo por detrás. Julio mostró la cuchara que le había dado Lucio y dijo que no podía ser que Belén rechazara el néctar que tan generosamente ellos habían ofrecido, así que tenía que tomarlo. Obligó a la joven a comerse todo el cuenco de semen y saliva a cucharadas, con la amenaza de que si vomitaba, se tendría que comer también el vómito. El espectáculo era, además de desagradable y ultrajante, una asquerosidad.

Cuando dieron por concluido el espectáculo, Julio le preguntó a Belén, con voz de falsete, si sabía cuántos kilómetros de polla había llegado a chupar. “¡Macho, eres único!”, exclamó Lucio con una risotada.