La casa rural - 03 lunes
Dos familias en una casa rural
LUNES
Turno de Teresa. Cabizbaja y lúgubre, se sabía objeto de la atención de todos; por lo menos de los hombres. Estaban de nuevo en el dormitorio. Belén, prácticamente en estado de shock, se había quedado sentada en la butaquita que habían puesto lo más lejos posible. Julio había decretado una cuarentena respecto a la muchacha. Charo sería la encargada de oficiar el polvo . Como precaución, la tarde anterior Teresa y ella habían ido hasta el pueblo cercano para comprar una crema vaginal: no querían que les pasara lo que a Belén. No tenían de esas cosas y tuvieron que comprar vaselina.
Lucio, ya empalmado, estaba a su lado, esperando. Teresa se aplicó la crema para facilitar la penetración. Miró a su marido y le preguntó: “¿Por qué?” Julio ni la contestó.
Lucio esperó paciente a que ella se embadurnara bien la vulva, y luego la empujó suavemente. Quedaron los dos tendidos sobre la cama. A modo de coña, y mirando a Julio, dijo “Con tu permiso.” Puesto sobre su cuñada, empujo la pelvis y la penetró suavemente. Teresa se dio las gracias por haber comprado el gel, aunque no pudo evitar la repugnancia de tener sobre su cuerpo el de aquel hombre al que hasta hacía bien poco tenía como de la familia. Aunque Lucio quería parecer un buen amante, sus movimientos y sus bufidos delataban más bien a un gañán que satisfacía sus más bajos instintos. Fue un coito de los rápidos, si bien a él le hubiera gustado que durara más, pues era totalmente consciente de la presencia del marido de la violada, y esto añadía un plus de morbo que le encantaba.
Por el contrario. Teresa sufría con cada embestida de aquel cuerpo, no tanto porque le doliera la penetración, sino más bien por saber que estaban siendo observados. Y entre los observadores estaba su marido y, peor aún, sus hijos. Esto le dolía especialmente. Empezaba a comprender lo que estaba sucediendo en aquella maldita casa rural, pero eso no le aliviaba el sufrimiento al que se encontraba sometida.
Afortunadamente, Lucio no duró mucho y pronto sintió la liberación de verse sin el peso de su cuerpo. Restaba, no obstante, el oficio litúrgico que seguía a las violaciones. Tuvo que ponerse sobre Charo, dejar que el semen resbalara hacia su boca y luego acomodarse para que su hermana le hundiera la lengua en la vagina, mientras ella aceptaba en su boca (no quedaba otro remedio) la polla, algo fláccida ya, de su cuñado.
Julio no se anduvo con rodeos: forzó a su mujer, se corrió y se dispuso para el oficio . Punto.
Esteban, en cambio, se tomó su tiempo para abrazar, acariciar y susurrar algunas palabras al oído de Teresa. Sus manos recorrieron todo el cuerpo de la mujer, nalgas, espalda, hombros, y por supuesto los senos, sobre los que se inclinó y a los que besó, deteniéndose largo rato en los pezones. Todos estos roces y besos y caricias no hacían sino aumentar su excitación, y buena prueba de ello era la erección que mostraba y que a veces frotaba contra el cuerpo femenino. Pasaron bastantes minutos en esta actitud. Luego, la empujó suavemente y se tumbaron sobre la colcha. Puesto sobre ella, apoyado en los antebrazos, con un movimiento de la pelvis, la penetró. Antes de proseguir dijo: “¡Qué buena estás, tía!” Y nadie supo si el apelativo se refería al parentesco o a la condición femenina de Teresa. Fue un polvo largo, deseado, apetecido, desde el punto de vista de él, claro. Desde el punto de vista de ella, fue una agonía eterna de extraordinaria violencia. Los embates del chico le dolían, y le dolían también los recuerdos de cuando era niño y ella jugaba con él, haciéndole carantoñas, comprándole regalos, cogiéndole en brazos. Cuántos recuerdos, ahora amargos, le sacudían la mente. Los estremecimientos del cuerpo masculino y el calor húmedo que la invadió, hicieron saber que el acto había concluido.
Como solía ser habitual en él (y a menudo también en los demás varones), la polla de Esteban seguía bastante erecta a pesar de la reciente eyaculación. Así que cuando Teresa se puso sobre la cara de Charo y él se la metió en la boca, el miembro estaba en condiciones de recibir no sólo unas chupadas sino toda una mamada en condiciones. Esa era la intención del chico, pero Nacho y Goyo protestaron porque así gastaría más tiempo y ellos ya llevaban esperando mucho. Accedió Julio, y Esteban tuvo que contentarse con unos lametazos sobre el glande. Nacho estaba tan ansioso por hacerlo que casi no le dio tiempo a su madre a tenderse en la cama. No bien lo hubo hecho, ya estaba sobre ella y a continuación hundió la caña de bambú en el ya dolorido sexo de la mujer, a la que ni siquiera le había dado tiempo de aplicarse el gel. Fue una cópula rabiosa. Nacho se movía con mucha rapidez, como si se le acabara el tiempo. Es más, Esteban, molesto porque no le habían dejado volver a correrse, dijo, con voz agria, “Tranquilo, chaval, que tú tienes todo el día”. Ni caso. Siguió empujando y empujando, para regocijo de Lucio y para padecimiento de Teresa. Cuando eyaculó y se detuvo, Teresa respiraba el aire con avidez. Se sentía como descoyuntada.
Agotada, física y psíquicamente, estaba al borde del colapso mental.
Pero el cuerpo y la mente son sabios. Por eso su cabeza dejó de funcionar . Todo su cerebro se puso a reparar los daños físicos evitando así que su psique cayera por el abismo. Y, en efecto, la recuperación física de Teresa resultó asombrosa.
Quedaban todavía los oficios de Charo con Teresa y de la propia Teresa con Nacho. Una vez cumplidos, Goyo no quería perder ni un segundo. Siempre era el último y la excitación que sentía había hecho asomar por el glande gotas de líquido preseminal. Teresa reclamó poder lubricarse con la vaselina y Julio se lo concedió. Goyo se desesperaba porque pensaba que su madre quería retrasar por todos los medios la consumación. Apenas acabó de embadurnarse, la empujó y la penetró. No duró ni dos minutos, tanta era su fogosa impaciencia.
Insatisfecho por la corta duración del coito, hinchado el ego por el dominio que ejercía, soberbio porque todavía tenía la picha empalmada, Goyo sujetó la barbilla de su madre, cuando ya ésta se había colocado sobre la cara de Charo, y empujó la punta sobre los labios. La lengua de Teresa relamió la superficie del bálano, proporcionado al muchacho nuevas descargas eléctricas de placer.
La sesión había terminado y las dos hermanas, abrazadas, quisieron recoger a Belén para salir las tres juntas. Pero Esteban y Goyo retuvieron a la más joven. Julio les advirtió de que la chica seguía en cuarentena y no podían forzarla ni ultrajarla hasta nueva orden. Refunfuñando, Esteban dijo que estaba bien, que no le harían nada. Un poco enfadado porque no podía tirarse a Belén, Esteban se sujetó la polla, empinada igual que la de Goyo, e hizo que su hermana le hiciera una paja, de tal suerte que la punta del miembro le rozaba una mejilla. Goyo, acercándose, hizo lo mismo: con la otra mano, Belén le masturbaba y el cirio del chico se frotaba contra la otra mejilla. Acabaron corriéndose y desparramando el semen sobre el rostro de aquella pobre infeliz, en una suerte de bukkake a dos. Desde la puerta, ellos sonreían y ellas lloraban.
Todas se preguntaban de dónde salía la fuerza de la que ellos alardeaban, y de dónde las invisibles cadenas y ataduras que a ellas les impedía rebelarse y que las tenía en una situación de sumisión bestial. Lo deseaban con fuerza, pero el universo no conspiró para liberarlas de aquella tragedia. Gritaban por dentro su cólera, pero se sabían prisioneras por rejas que no podían ver y que tampoco podían atravesar. Sentían por dentro una recóndita ira que no acababa de estallar.
El resto del día lo pasaron en diversas actividades.