La casa rural - 01 inicio y sabado

Dos familias en una casa rural.

LA CASA RURAL

[…] que se asocia a una conducta desvergonzada, que puede a veces considerarse como desinhibida y está considerado como «un recurso ostentoso a lo repugnante, como una irrupción de los instintos sexuales», o como una forma reactiva contra los sentimientos. Hay quienes actúan de una manera provocativamente despreocupada y que se sienten orgullosos de carecer de escrúpulos de conciencia, pero en realidad intentan enmascarar graves sentimientos de culpa. (Fischbein, S., Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über psychoanalytische Theorie der Neurose , citado por De Quincey, Writtings , XIII)

IMAGINACIÓN: 1. f. Facultad de representarse mentalmente objetos, personas, situaciones no presentes en la realidad. ( D.R.A.E. )

CENTÓN: 3. m. Obra literaria, en verso o prosa, compuesta enteramente, o en la mayor parte, de sentencias y expresiones ajenas. ( D.R.A.E. )

DRAMATIS PERSONAE

  1. Charo. Esposa de Lucio. Madre de Esteban y de Belén. Hermana de Teresa. Cuñada de Julio. Tía de Nacho y de Goyo.
  2. Esteban. Hijo mayor de Charo y de Lucio. Hermano de Belén. Primo de Nacho y de Goyo. Sobrino de Teresa y de Julio.
  3. Belén. Hija menor de Charo y de Lucio. Hermana de Esteban. Prima de Nacho y de Goyo. Sobrina de Teresa y de Julio.
  4. Lucio. Marido de Charo. Padre de Esteban y de Belén. Cuñado de Teresa y de Julio. Tío de Nacho y de Goyo.
  5. Teresa. Esposa de Julio. Madre de Nacho y de Goyo. Hermana de Charo. Tía de Esteban y de Belén. Cuñada de Lucio.
  6. Nacho. Hijo mayor de Teresa y de Julio. Primo de Esteban y de Belén. Sobrino de Charo y de Lucio. Hermano de Goyo.
  7. Goyo. Hijo menor de Teresa y de Julio. Primo de Esteban y de Belén. Sobrino de Charo y de Lucio. Hermano de Nacho.
  8. Julio. Marido de Teresa. Padre de Nacho y de Goyo. Cuñado de Charo y de Lucio. Tío de Esteban y de Belén.

Llamadme Pablo. Confieso que cuando conocí los sucesos que se van a narrar, sentí un vértigo asombrado que no describiré porque éste no es el relato de mis emociones sino de lo que sucedió durante aquella semana en la casa rural.

SÁBADO

Las vidas de las dos familias de este relato eran vidas apacibles, predecibles, estables. Los matrimonios trabajaban en puestos de más o menos relevancia en sus empresas, y los hijos (salvo Goyo, que repetía segundo de bachillerato) estaban ya en la universidad. Incluso uno de ellos, Nacho, estaba con una beca Erasmus en Francia, y había venido a pasar esas vacaciones con los suyos. Sus vidas eran confortables.

Habían alquilado una casa rural en la zona de la sierra. Estarían allí una semana, haciendo rutas y senderismo. Se habían aprovisionado de todo lo que podían necesitar, aunque de todos modos, había un pueblo cerca y la capital no quedaba demasiado lejos y podrían acercarse a por cualquier cosa que se les hubiera olvidado o que pudieran necesitar. Llegaron a la casa el sábado por la mañana. Estaba bien: tres amplias habitaciones, un gran salón-comedor, cocina, cuarto de baño y aseo, un cobertizo donde cabían dos coches y un pequeño jardín a la entrada, con su cenador y todo. Habían acordado que Lucio y Charo dormirían en la habitación más grande, Esteban y Goyo en un cuarto que tenía cama-nido y Belén en el otro. Julio y Teresa dormirían en el salón, que disponía de un amplio sofá-cama; Nacho lo haría sobre una colchoneta, compartiendo el salón con sus padres.

El propietario de la casa, un catalán que había hecho carrera en Madrid, les había dejado preparada la comida del primer día, a modo de bienvenida: fricandó con setas y caracoles. A todos les gustó mucho, aunque no tenían forma de saber que las setas eran tóxicas y habían liberado en sus organismos una sustancia que bloqueaba la voluntad de las mujeres y desinhibía la de los hombres. A ellos les dotó de una lascivia desmesurada y de una suerte de priapismo, no doloroso y permanente. A ellas les proporcionó una especie de adormecimiento de la conciencia; una sensación equivalente a cuando la mano o el brazo se te quedan absurdamente amorfos e insensibles por falta de riego sanguíneo; una especie de capa neblinosa que ocultaba la voluntad, impidiendo su normal funcionamiento.

El efecto de las setas no podía estar previsto por nadie.

Tras los postres y el café, aparecieron los licores y llegó la sobremesa. Al fin y al cabo estaban de vacaciones. La conversación iba sobre los planes para esa tarde. Podían salir a dar un paseo por los alrededores, e incluso llevar las bicicletas que había en la cochera. El tiempo era benigno, lucía el sol y podía decirse que la temperatura era estupenda.

Lucio miraba a Teresa cuando dijo “Si te llevas la bici, ¿le vas a quitar el sillín?” La frase, que en otra situación hubiera sonado grosera, soez, hizo que ellos soltaran unas risotadas grotescas. Teresa, roja de vergüenza, no se atrevió a decir nada, pero pensó “Sí, para metérselo a tu madre por el coño”. La imagen de Teresa pedaleando sin sillín se instaló en la mente de todos. A ellos les proporcionó estímulos; a ellas, sensaciones muy desagradables, rodeadas de negros nubarrones, como un mal presagio.

Continuaron conversando. Sobre colinas cercanas en las que había alguna ermita románica digna de verse, o sobre cerros que escondían pequeñas cascadas de agua en cuyos estanques podrían bañarse. Esteban había leído en un folleto turístico de la zona que a muy pocos kilómetros había unos restos romanos que podían visitarse con un guía; quizá la antigua residencia de algún poderoso patricio. Esta vez fue Julio el que habló. “Belén, si vamos al estanque, no te lleves el bañador…” Y dejó abierta la frase. Tan abierta, que cada uno le dio su propia continuación. Ellos, la imagen de la muchacha desnuda; ellas, la del oprobio y la humillación que eso supondría. La aludida había bajado la vista y miraba con fingido interés sus propias manos, apoyadas en sus propias rodillas. La combinación de lo que había dicho Lucio y lo que acababa de decir Julio, puso en alerta a las tres mujeres.

Teresa y Charo se miraron de soslayo. Sus maridos no eran de los que hacían comentarios de ese tono burdo y ordinario. ¿Por qué, entonces, esas dos puyas? ¿Sería por el licor? Tampoco habían bebido tanto. Estaban alarmadas, y no les faltaba razón. Las dos frases causaron en ellos un efecto bien distinto. Empezaron a creer que podían decir cualquier barbaridad delante de todos; y que, además, serían bien recibidas. Goyo, que no había bebido, soltó, mirando a Belén, “Y luego te montas en la bici”. El efecto fue demoledor.

A partir de ese instante, ellos vieron aumentar su confianza, en el sentido de que se sintieron más cómodos si decían alguna vulgaridad. Ellas, por su parte, notaron el progresivo desparpajo de ellos, y eso las amedrentaba más y más.

Avanzaba la tarde y también los comentarios de ellos aludiendo a ellas. La sobremesa estaba tomando un cariz casi dramático, por lo menos a ojos de Charo, que temía sobre todo por Belén, por su niña. El golpe de gracia lo dio Lucio cuando apuró el segundo chupito de pacharán, se levantó de la silla y se puso detrás de Teresa. Todos miraban, un poco sorprendidos, esperando a ver qué hacía. Apoyó las manos en los hombros de su cuñada, miró a Julio y dijo: “Me voy con Teresa. Me apetece estar con tu mujer.” La cara de estupefacción de los presentes no se puede describir. Sí las reacciones inmediatas, como veremos.

Teresa se giró hacia atrás para mirar a Lucio. La mirada de él no la tranquilizó en absoluto; más bien leyó en sus ojos una intensa lascivia. A continuación, miró a su marido, tan sorprendido como los demás, y casi gritó “¡Julio!” Julio la miró con ojos de borrego y con voz indolente dijo: “Si a él le apetece…” Teresa se supo perdida. Por su parte, Charo supo que algo iba a pasar con Belén. Y en efecto, Julio llamó con un gesto a la muchacha. Nacho y Goyo se levantaron al unísono. “Yo también quiero ir…”, dijeron. Julio dijo que primero él y luego ya irían ellos. Belén respondió con una mirada hostil, pero no hizo ningún movimiento de repulsa. “¿Qué está pasando?”, alcanzó a preguntar antes de levantarse. Nadie respondió. Charo estaba segura de que iba a sufrir un infarto mientras veía a Belén, a su pobre niña, atraída por los brazos de Julio. En cambio, no veía cómo Lucio y Esteban habían rodeado a Teresa y la conducían hacia el dormitorio. La habitación, que era la primera del pasillo a la derecha, lucía una placa de cerámica, adornada con florecillas y ramitas de colores, en la que se leía la palabra “Dormitorio”. Nadie se preguntó por qué el catalán, que había hecho carrera en Madrid, había bautizado así aquella habitación y no las otras.

Lucio y Esteban, con Teresa, ya habían llegado al dormitorio. Lucio llevaba la voz cantante. “Desnúdate” le dijo mientras él mismo había comenzado a quitarse la ropa, aunque se dejó puestos los calcetines, lo que le daba un aspecto ligeramente ridículo. Lucio frisaba los cincuenta años. Casado con Charo, bastantes años más joven, desde hacía casi veinticinco, había tenido una vida sexual aceptable, si bien en los últimos tiempos había comenzado a dar muestras de algún fallo a la hora de sostener la erección, lo que había dificultado alguna penetración. Cosa a la que Charo había quitado dramatismo. Una de sus más recurrentes fantasías era que su mujer se la chupara, algo que nunca había sucedido. Al principio de su matrimonio le había insistido para que le hiciera mimos a su palito . Traducido: que le diera besos en el pene. Pero Charo siempre se había resistido. Como a la mayoría de las mujeres, no le atraía para nada hacer una felación a un hombre, aunque fuera su marido. Con el paso del tiempo, las peticiones de Lucio habían disminuido, pero no por ello había olvidado su fantasía. Ahora podía cumplirla. Y Teresa iba a ser la encargada para cumplir su sueño. No le disgustaba Teresa. Ya estaba desnuda, y también Esteban se había quitado la ropa aunque se mantenía discretamente a un lado. De pie, frente a su cuñada, Lucio estaba tan pletórico que no sabía cómo empezar. Puso las manos sobre los hombros de ella, empujando suavemente hacia abajo, de forma que Teresa se vio obligada a sentarse en el borde de la cama. En esa posición, su cara quedaba a la altura de los genitales de él. Y el miembro de Lucio comenzaba ya a ponerse en forma. Sabía ella lo que iba a ocurrir, pero se resistía. Alzó la cabeza, mirando implorante a los ojos de Lucio. Éste le devolvió la mirada y adelantó la pelvis para que el miembro se acercara más a la cara de ella. Se había sujetado la base del pene con dos dedos de la mano derecha, para mejor dirigirlo hacia su objetivo. A Teresa no le quedó otro remedio que abrir la boca y aceptar dentro aquella masa en fase creciente. ¿Por qué no podía negarse y rebelarse contra aquel abuso, asqueroso donde los hubiera? Lucio lanzó por la nariz un suspiro de satisfacción. Esteban observaba en silencio. Teresa se aplicaba: movía la cabeza adelante y atrás engullendo el cilindro en que se había convertido el miembro de Lucio. De todas formas, mantenía abierta la boca todo lo que podía, para evitar el contacto. Lucio se dio cuenta y la ordenó que cerrara y apretara los labios en torno al pene. Las sensaciones que sentía eran desconocidas para él. Las había imaginado cientos de veces, cuando soñaba que su mujer accedía a sus caprichos. Pero ahora que era verdad, ahora que veía con sus propios ojos cómo en la boca de su cuñada aparecía y desaparecía su pito, no podía decir cómo se sentía, ni siquiera qué sentía. Desde luego, la estaba gozando. Si flexionaba un poco las rodillas y estiraba los brazos, alcanzaba con sus manos los pechos de Teresa. Comenzó a sobarlos y a manosearlos. Era tanta su ansia, que los apretaba demasiado, causándole dolor a la mujer. Después desplazó las manos hasta la cabeza de ella, sujetándola y acompañándola en su movimiento de vaivén, como hacen muchos hombres. A ratos, también, ponía las manos en sus propias caderas, colocando los brazos en jarras, como se ve en algunas películas porno. No podía pedir más. Se sentía el dueño de aquella mujer y podía hacer lo que quisiera…

Por su parte, Teresa, aguantaba como podía. Movía la cabeza y sufría las embestidas de la minga de su cuñado. Nunca, nunca había hecho nada parecido. Ni con su marido —único hombre con el que había estado, por cierto—, aunque éste se lo había pedido más de una vez. La sensación, cuando el miembro de Lucio entraba hasta bien adentro en su boca, era de asco. Notaba la fuerza con que él empujaba. Procuraba apartar la lengua para que no tocara la punta de su pene, pero no siempre lo conseguía. Realmente, era asqueroso. Además, le hacía daño con los tocamientos en sus senos. Apretaba tan fuerte y le hacía tanto daño que tuvo que apartarle las manos. Su cabeza, el interior de su cabeza, daba vueltas. Cómo se había visto envuelta en aquel disparate . No acertaba a comprender qué estaba pasando, ni mucho menos por qué estaba pasando. De lo que no le cabía ninguna duda era del ultraje al que estaba siendo sometida. De eso sí era muy consciente. Y lo que quedaba por venir, porque no se olvidaba de Esteban, allí al lado, que de momento no decía nada, pero al que podía ver por el rabillo del ojo, desnudo y empalmado. Esperando.

Lucio notó que la polla se le ponía más tiesa: una erección en toda regla. Supuso que es que iba a correrse. Nunca había aprendido a controlar sus eyaculaciones. Apretó los glúteos como cuando uno se aguanta las ganas de mear, pero eso duró poco. Antes de que pasara un minuto comenzó a expulsar esperma dentro de la boca de la mujer. Teresa también notó el aumento en la dureza del miembro y también supo lo que iba a pasar. Apretó los ojos igual que se hace cuando no se quiere que algo ocurra pero se sabe que es inevitable que suceda. Notó que el semen manaba. Sintió el líquido viscoso y caliente en su lengua y eso le produjo una profunda arcada de asco. Todo fue muy rápido. Antes de que la segunda oleada de esperma saliera, Teresa se había inclinado hacia delante, convulsionada por la arcada y por la tos profunda que le salió del esófago. A punto estuvo de vomitar. Parte del semen se le escurrió de la boca, junto con su propia saliva, y cayó sobre sus rodillas. Mientras, Lucio, indignado, veía cómo se escapaba su oportunidad de correrse del todo dentro de la boca de una mujer. La segunda efusión salió hacia el vacío y cayó sobre el hombro derecho de su cuñada. La sujetó por el cabello e hizo que levantara la cabeza. Apretó la polla contra su boca cerrada, y allí fue a dar el resto de su eyaculación, contra los labios de Teresa. “¡Puta!”, exclamó, muy enfadado por no haber conseguido lo que quería. Alzó una mano, como si fuera a darle un bofetón, pero no lo hizo, sólo la amenazó. “¡Hija de puta!”. Furioso, restregó el miembro contra las mejillas y los labios de ella, como si quisiera dejar huella de su paso por allí. Sacudía la cabeza de la mujer a un lado y otro. Teresa, asustada y con el regusto de la arcada todavía en su boca, había cerrado los ojos. Sentía la carne de él contra su cara, pero nada podía hacer. Jadeando, Lucio retrocedió y fue a sentarse en la butaquita que había junto al tocador con tapetitos bordados a mano. Teresa cogió la esquina de la colcha de la cama donde estaba sentada y se limpió el rostro y los labios. Luego escupió sobre la tela, restregándose bien los labios y los dientes, para quitarse el recuerdo y el mal sabor de boca de la eyaculación. Con otra parte de la misma colcha se limpió las rodillas. Esteban avanzó hacia ella y dijo: “Teresa…”.

Cuando todos habían salido, Charo se quedó a solas con Nacho y Goyo. No le cabía ninguna duda acerca de las intenciones de ambos hermanos: esperaban ansiosos a estar con Belén. Tenía que impedirlo. Pensó, no sin razón, que el más vulnerable (en el sentido de más tierno ) era Goyo. Se acercó a él y le puso una mano en el pecho. Intentó sonreír y dijo “¿Qué tal estás?” La mano bajó hacia el tórax y siguió bajando hasta los genitales. Nacho, sentado en el sofá, miraba con curiosidad. Apretó un poco la mano alrededor de los testículos del muchacho, que de puro sorprendido no sabía qué decir. Charo se desabrochó un botón de la blusa, dejando ver algo más de escote, incluso el inicio del canalillo. Llevaba una blusa estrecha que apenas contenía sus senos. Los ojos de Goyo no se apartaban de allí. Charo se desabrochó otro botón y ya era visible parte del sujetador. Goyo boqueaba y se removía inquieto. Era evidente que tenía una fuerte erección, ostensible a través del pantalón. La mano de Charo seguía en esa zona, masajeando los testículos. Goyo se bajó la cremallera del pantalón y sacó el miembro, rojo por la excitación. Nacho seguía mirando atentamente. La mano de Charo rodeó el falo y sintió su latido y su calor. Era una polla considerable para un adolescente. Intuyó que tenía que decir algo, pero no se le ocurrió nada. Comenzó a mover la mano arriba y abajo, haciéndole una paja. No miraba al muchacho, sólo a su mano. Goyo extendió un brazo y comenzó a acariciar los senos de su tía. La polla reaccionó ante este estímulo, excitándose todavía más. Nacho, que veía todo lo que estaba sucediendo, también estaba empalmado. Se había quitado el pantalón y el calzoncillo. Llamó a Charo. “Ven”, dijo. La mujer miró hacia él y pudo ver un falo largo, muy largo, apuntando hacia el techo. Goyo gruñó una palabrota, viendo cómo el turno pasaba a su hermano. Charo tuvo que acercarse a su otro sobrino. Sentado sobre el borde del sofá, espatarrado, echado hacia atrás, con el falo ofrecido, sólo le quedó decir: “Chúpamela.” Charo miró a uno y a otro. “¿Charo?”, dijo Nacho. “Anda, ven.” Y Charo fue. Se inclinó sobre el miembro rojo y tenso. Lo sujetó por la base con una mano, y acercó los labios al glande y comenzó a chupetearlo. Y fue el comienzo de algo.

Julio y Belén llegaron a la habitación de ella. No había ninguna duda de las intenciones del hombre. “Desnúdate”, le dijo, mientras él mismo ya había comenzado a quitarse la camisa. Belén quedó vestida con una braguita, con los brazos cruzados cubriéndose los senos. “Del todo”, insistió él. A su vista quedó el cuerpo veinteañero de la chica. Todo un bombón, pensó. La muchacha, presa de todo tipo de pensamientos de sumisión y servidumbre, se veía abocada a la violación e intentaba escapar de esa encerrona. Si se la chupo, pensó, a lo mejor no me viola: es mejor chuparla a que te violen. Tomando la iniciativa, se dirigió hacia el marido de su tía y se puso en cuclillas; sujetó el miembro, ya empalmado, y comenzó a besarlo. Luego introdujo el glande entre los labios y lo repasó con la lengua, dándole suaves y frecuentes pasadas. Julio se encontró con un regalo imprevisto y no lo desaprovechó. Pero su idea era triunfar , y eso significaba hincarla. Dejó pasar unos minutos, disfrutando, sin hacer nada por alterar las evoluciones de la muchacha. Evoluciones que habían logrado multiplicar la erección de Julio. Aprovechando la ocasión, el hombre dio un paso atrás para salirse de la boca de su sobrina. Ésta, sorprendida, le preguntó si es que no le gustaba. “Lo haces muy bien”, respondió, “pero…” y la sujetó por las axilas para ayudarla a levantarse y acercarse a la cama, donde, suavemente, la empujó para que quedara tumbada boca arriba, las piernas temblorosas, el sexo visto, los brazos extendidos, como si fueran a crucificarla. Frustrada su intención, Belén no podía hacer otra cosa que seguir los dictados que le iba indicando Julio: “Separa bien las piernas, relájate, ya verás qué bien lo pasamos…” Puesto sobre ella, el hombre no tuvo dificultad en penetrar en esa tierna herida del sexo de la joven, esa flor entreabierta. Un suspiro de gozo se escapó de la garganta de él cuando empujó todo el miembro hasta el fondo. La muchacha soportaba como podía el peso del hombre, y trataba de adaptarse para sufrir el menor daño posible. Los dos eran conscientes de que el peso forma parte de la posesión, de la victoria sobre la hembra. La penetración le dolió, pero la elasticidad de su joven sexo había facilitado la entrada. Acoplado el hombre sobre la muchacha, comenzó el apareamiento, con un ritmo constante, sosegado (no tenía prisa y sabía que disponía de tiempo). Cuántas veces había soñado con este momento; cuántas, cuando hacía el amor con Teresa, soñaba que era Belén la poseída. Conocía a Belén desde que nació. Había ido viéndola crecer hasta llegar a ser una adolescente primero, una jovencita después, y ahora ya casi una mujer hecha y derecha. La había visto desarrollarse, había visto evolucionar sus senos, sus caderas, su rostro, hasta convertirse en objeto de deseo oculto, objeto de las bajas pasiones que transfería a su mujer cuando lo hacían. Intentaba el hombre besar los labios de la muchacha, pero Belén, asqueada, apartaba siempre la cabeza.

Teresa, sentada en la cama, había levantado la vista al oír la voz de Esteban. No le cupo duda de las intenciones que tenía, y como prueba ahí estaba la poderosa erección que apuntaba a su cara. Pensó que lo que quería Esteban, igual que su padre, era que se la chupara. Pero no, lo que Esteban quería era follar. Nunca lo había hecho y se moría de ganas. Tenía novia; bueno, salía con una chica. Él quería mantener relaciones sexuales, pero ella nunca había accedido a hacerlo . A lo más que había llegado era a que le hiciera una paja, muy de vez en cuando. El resto se las hacía él mismo. Así que Esteban era virgen. Hoy tenía la oportunidad de hincarla , y no la iba a dejar escapar. Sin más preámbulo, empujó por los hombros a la mujer para que se tumbara en la cama, y él se puso entre sus piernas, con la lanza apuntando a la entrada del sexo de ella. “Me voy a sacar el sarro de la polla”, dijo. El problema era que Teresa no estaba precisamente lubricada, más bien al contrario: los pliegues de la vulva se habían recogido e impedían el acceso. Y Esteban, aunque estaba muy excitado, tampoco estaba lubricado. Como resultado, el primer intento de penetración fracasó. Pero la poderosa polla de Esteban lo volvió a intentar. Y finalmente lo consiguió, sin muchos miramientos, la verdad, lo que a Teresa le provocó un gran dolor. Una vez superada la vulva, el miembro de Esteban se deslizó por la vagina con más facilidad. Una sensación desconocida lo invadió. Era la primera vez que la metía y sin duda estaba bien. Una sensación de calor le recorrió las piernas hasta las nalgas. Superada la impresión inicial de la primera clavada, el muchacho se dedicó a follar, que es lo que quería. No puso mucho cuidado, todo hay que decirlo. Lucio observaba cómo su hijo se tiraba a Teresa sintiendo cierta envidia por la potencia sexual del muchacho. Como para animarse, comenzó a agitarse el fláccido miembro, sacudiéndolo arriba y abajo mientras contemplaba las embestidas de Esteban. La que lo estaba pasando lo que se dice mal, mal, era Teresa, que no podía quitarse de la mente la imagen de Esteban cuando éste era un niño y ella lo cogía en su regazo, haciendo monerías y jugando con él. ¿Por qué toleraba esa violación, esa humillación? ¿Qué le impedía rebelarse y lanzarse con dientes y uñas contra sus dos agresores? Recuerdos de la infancia de su sobrino se abrieron paso en su mente, lo que hacía todavía más doloroso el momento.

Goyo miraba cómo la cabeza de Charo subía y bajaba sobre el miembro de Nacho. Se había desnudado completamente y se acercó por detrás hasta que rozó con el pene las nalgas de su tía. Estaba muy excitado y unas gotas de lefa asomaban por la punta, dándole un extraño brillo. Entonces oyó que se abría la puerta de la habitación de Belén. Sin pensarlo dos veces, y antes de que Nacho reaccionara, salió corriendo al pasillo donde se cruzó con Julio.

Cuando Goyo abrió la puerta del cuarto, Belén levantó la cabeza sobresaltada. Se quedó sorprendida pues al que esperaba ver era a Nacho. Todavía desorientada por los sucesos recientes, estaba de pie, junto a una silla donde se amontonaba su ropa junto a la de Julio. Goyo avanzó hacia ella mirando —con una mirada hipnotizada— los senos de la muchacha. El miembro, húmedo por la lefa, estaba tieso a más no poder. Quedaron frente a frente: Belén sabiendo lo que Goyo quería, y él todavía indeciso por no saber cómo empezar. La chica había observado el estado en que se encontraba él, y dedujo que su experiencia con chicas sería más bien limitada, por lo que, continuó, seguramente se correría a las primeras de cambio. Para comprobarlo, le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus senos. Goyo, que jamás había tocado una teta, sufrió un espasmo y casi a continuación eyaculó sin poderlo evitar. Su pene sufrió una sacudida y expulsó un chorro de semen que fue a dar contra la cadera de ella. A continuación, una segunda sacudida expulsó otro chorro que trazó un arco y fue a dar al suelo; finalmente, una tercera convulsión dejó aflorar un poco de esperma que se fue escurriendo por el miembro. El muchacho se miraba el pito, entre sorprendido y asustado. Perplejidad define mejor lo que sentía. Luego miró a la chica, preguntando sin palabras qué había pasado. Belén, dándose cuenta del estado de su primo, le miró compasiva, sintiendo piedad y ganas de decirle algo amable que le ayudase, pero recordó las intenciones de aquel salvaje y un acceso de ira le hizo gritar “¡Mira cómo me has puesto, cerdo!” Esto sorprendió todavía más a Goyo, que retrocedió un par de pasos, se dio la vuelta y salió al pasillo, por donde arrastró los pies, doblemente corrido y con las palabras de Belén (“¡Mira cómo me has puesto, cerdo!”) resonando en sus oídos. Al acercarse al salón, vio salir a Esteban del dormitorio.

En la puerta del salón-comedor estaban Lucio y Julio, a los que se unió Esteban. “Qué tal con Belén”, le preguntó a Julio. Éste, haciendo el gesto de un esquiador dándose impulso, le guiñó un ojo y dijo “¡Vaya polvo!” Lucio se sonreía. Goyo se acercaba a ellos, pero al llegar al dormitorio, miró dentro.

Allí estaba Teresa. Echada sobre la cama, sollozando en silencio, con el antebrazo cubriéndose los ojos. El cuerpo desnudo, temblando no por el frío que no hacía sino por la indignación y la rabia, sacudido a veces por espasmos que el llanto provocaba, las piernas algo separadas, retorciéndose a causa de los calambres, el pecho elevándose por la agitada respiración, el sexo húmedo tras la violación. Pero Goyo no vio nada de esto. Vio el cuerpo desnudo de una mujer. Vio los senos de una mujer sacudidos por los espasmos, vio la entrepierna brillante de una mujer. Motivos suficientes para que el torpedo se armara de nuevo y volviera a apuntar al techo. Goyo trepó a la cama y reptó por el cuerpo desnudo de Teresa. Al notar la presencia, sin duda de un hombre, sobre ella, creyó que era Esteban que volvía para violarla de nuevo. “No, por favor…” suplicó. Al apartar el antebrazo de sus ojos descubrió, aterrada, a pocos centímetros el rostro de su propio hijo. Una profunda sensación de asco y repulsa la invadió. Sintió cómo el muchacho intentaba, sin éxito, penetrarla. Notó la presión del miembro pero no estaba en la posición adecuada. Goyo se removió y volvió a intentarlo. Esta vez el torpedo avanzó a través de la vagina, húmeda por la reciente eyaculación de Esteban. Un suspiro de alivio salió de la garganta del muchacho y otro de angustia de la de su madre. Algo toscamente, Goyo comenzó el coito. No hay forma de poner en palabras lo que sintió Teresa en esos momentos. El horror, hubiera dicho Conrad. La perfección del horror, pensó ella.

El pene de Nacho era largo y no muy grueso. Inmediatamente recordaba a una “caña de bambú”, o a una vela. Inclinado sobre él muchacho, Charo proseguía con sus labios cerrados sobre el glande mientras una de sus manos subía y bajaba a lo largo de la vela ; la otra la tenía apoyada en la rodilla de él para no perder el equilibrio. ¿Cuántas veces había acurrucado entre sus brazos a su sobrino? Un revoltijo de recuerdos y sentimientos se amontonaban en la mente de Charo. Era su sobrino . Los tres hombres, que miraban desde la puerta, asintieron cuando Nacho se corrió. Casi se había visto venir. Primero, el joven se estiró todo lo que pudo sobre el asiento del sofá, luego se puso colorado como un tomate y se sujetó con las manos al borde del cojín; finalmente, comenzó a respirar fuertemente por la nariz. Charo seguía haciendo lo que se ha dicho. Sintió que el capullo se agrandaba y cómo la leche le llenaba la boca. Abriendo los labios, dejó que el semen resbalara hacia abajo, hasta su mano, que seguía moviéndose a lo largo del falo. Una sacudida final anunció el fin del espectáculo. Los tres se acercaron al sofá y felicitaron al chico y a la mujer. “Muy bien, campeón”, dijo Esteban. Charo se había sentado en el sofá, al lado del chico. Le dolía la espalda y sólo quería estar al lado de Belén, su hija, su niña. “Muy bien, campeona”, dijo Julio, removiéndole los cabellos con los dedos. “Has estado muy bien”, insistió. Ella evitaba mirarle. “Por lo que veo, tanto la madre como la hija la chupan de maravilla”, dijo Julio con voz ufana. “Pero, ¿no dices que te has tirado a Belén?, le preguntó Esteban. “Sí, pero antes me la ha chupado. Y puedo decir que sabía lo que hacía.” Todos rieron e hicieron comentarios. En cambio, estas palabras a Charo se le clavaron en el alma: ¿qué barbaridades no habría cometido aquél salvaje con su niña? Julio se acercó a ella sujetándose el pene y ofreciéndoselo. “Venga, a ver qué sabes hacer.” Aterrada, Charo miró a Lucio en busca de ayuda, pero su marido, lejos de apoyarla, hizo un gesto de impaciencia con las manos. “No seas remolona.” Vio cómo Esteban y Nacho salían del salón y no le cupo duda de a dónde iban. Una gran angustia la invadió, hasta el punto de que dos gruesos lagrimones resbalaron por sus mejillas. Julio le había puesto las manos en la cabeza y empujaba. El pene estaba empalmado, agitándose al impulso de la sangre que lo iba invadiendo. “¡Vamos!”, apremió el hombre. Sabiéndose incapaz de rebelarse, Charo acercó su boca al encuentro con el rosado glande y sus labios lo rodearon y su lengua lo acarició.

Lucio salió del salón. Volvió al dormitorio diciéndose que esta vez Teresa lo haría bien. Se encontró a Goyo todavía sobre Teresa. Sonriendo, se apoyó contra la pared a esperar que el muchacho terminara. Parecía hacerle gracia que un hijo violase a su propia madre, pero Lucio, igual que el resto de varones, estaba muy lejos de plantearse ninguna cuestión de moralidad. Al contrario, lo que veía le excitaba y notó cómo la picha se le ponía tiesa. Se planteó qué hacer, si tirarse a su cuñada u obligarla a repetir la mamada.

Cuando Esteban y Nacho entraron en la habitación de Belén, ésta se encontraba a un paso de recuperar parte de la cordura que había perdido con la violación de Julio y el intento de Goyo. Cuando los vio, perdió toda esperanza y sólo pudo preguntar, con voz apagada y mansa “¿Qué queréis?”. Como si no estuviera claro. Esteban se había sentado sobre la cama, echado hacia atrás, apoyado en los antebrazos, las piernas colgando, el pene enhiesto. “Dice Julio que la chupas muy bien.” Ella miraba alternativamente a su hermano y a Nacho, detrás de ella. Recelaba que la fuera a sujetar. No sabía qué responder. “Yo no he hecho nada.” “Pues él dice que sí”, y estirando el brazo en dirección a ella y encogiendo el dedo índice repetidamente le hizo señas para que se acercara. Él mantenía el pene hacia arriba sujetándolo con dos dedos. Belén se inclinó hacia el miembro, abrió la boca y el capullo desapareció dentro. Luego, muy despacio, comenzó a mover la cabeza arriba y abajo con un corto recorrido que a Esteban le pareció maravilloso. En realidad, su intención era acostarse con su hermana, porque lo que quería era follar. Pero estaba disfrutando tanto que decidió continuar. La muchacha estaba tan inclinada que mostraba la grupa y a la vista quedaba la vulva. Nacho, excitado, se aproximó y doblando ligeramente las rodillas, apuntó a la diana. Logró introducir parte del miembro, pero al hacerlo la muchacha, sorprendida e incómoda, detuvo los movimientos de la cabeza, por lo que Esteban le pidió a su primo que lo dejara para después.

Si el pene de Nacho era largo y no muy grueso, el de Esteban era casi tan largo y mucho más grueso. Si a Nacho se referían como “la caña de bambú” o “la vela”, a él (y también a Goyo que la tenía de parecidas dimensiones pese a ser más joven) lo harían como “el cirio”.

En el salón, Charo seguía lamiendo más que chupando el capullo que Julio le ofrecía. Él parecía satisfecho con las pasadas de la lengua sobre la superficie del bálano. Había estirado el brazo derecho y con la mano tocaba y sobaba los senos de la mujer, y eso le excitaba todavía más. No decía nada, pero se daba cuenta de que ella tenía ganas de terminar cuanto antes. Supuso que era porque quería ir a estar con Belén. Seguro que Esteban y Nacho estarían daño buena cuenta de ella.

En el dormitorio, Goyo se había corrido bien a gusto. Todavía jadeaba, echado junto a su madre, que se había vuelto hacia el otro lado, llorando en silencio y sin consuelo posible, esperando a que hicieran con ella lo que les diera la gana. Lucio miraba complacido. Se acercó a su cuñada y la obligó a sentarse en el borde de la cama. Con la polla bien empinada, empujó sobre los labios de la mujer. Se resistía pero le dijo que abriera la boca. Así lo hizo y el miembro pasó por entre los labios hasta ocupar casi toda la cavidad. “Ahora lo vas a hacer bien”, dijo.

En ese momento, y no iba a ser la única vez, las tres mujeres estaban haciendo lo mismo: chupársela a alguno de aquellos desalmados.

Goyo contemplaba a Lucio y a Teresa. Miraba con atención cómo la cabeza de su madre avanzaba y retrocedía, y cómo la minga de Lucio desaparecía y aparecía al mismo ritmo. Se había quedado como alelado, así que cuando le vino a la mente el recuerdo de las palabras de Belén (“¡Mira cómo me has puesto, cerdo!”), se sobresaltó, salió enseguida de la cama y se fue donde su prima.

Coincidió con Charo en el pasillo. Julio había acertado al suponer que quería terminar cuanto antes, y para lograrlo había utilizado más la mano que la boca. Masturbando a Julio, mientras sostenía la punta del pene entre sus labios, había logrado que se corriera. Escupió rápidamente el semen sobre un cenicero que había en la mesa del comedor y salió disparada para ver cómo estaba Belén, su niña. Vio a Goyo pero le adelantó. Cuando entró en la habitación, no pudo soportar el impacto de lo que veía, y se tuvo que sujetar al marco de la puerta para no caer al suelo. Sentado en la cama, Esteban, con la picha húmeda; inclinada sobre él, con las manos en las rodillas, Belén sufría los embates de Nacho, que había vuelto a penetrarla como lo había hecho antes. El muchacho decía en cada embestida “toma, toma” y se reía. La boca de la joven todavía rezumaba el semen que Esteban había eyaculado y que al caer había formado una gran mancha sobre la colcha y el suelo. Quiso cerrar los ojos para no ver el martirio de su hija, pero no podía. Asistió a todo el proceso. Goyo, a su lado, miraba la misma escena con una sonrisa bobalicona. “Luego voy yo”, dijo para sí mismo, pero Charo le oyó. Se volvió hacia él y vio cómo el miembro se le había puesto erecto. Se preguntó cómo era posible, pero lo sujetó con las manos. Era un miembro fuerte, grueso, poderoso. Lo agitó como si le hiciera una paja. Goyo la miró. “¿Quieres follar?” Charo no contestó, ni tampoco le miró, siguió con sus movimientos. Pero Goyo le apartó las manos. “Quieta.” Y siguió mirando a su hermano. No pasó mucho tiempo antes de que Nacho se pusiera rojo otra vez y que con un par de empellones acabara corriéndose en Belén. Cuando se retiró, la muchacha cayó al suelo, agotada, apoyando la dolorida espalda contra la cama. Gemía y suplicaba que la dejaran en paz. Charo quiso acercarse pero se le adelantó Goyo. Hizo que la muchacha se incorporara y se tumbara sobre la cama. Las intenciones eran muy claras, y por eso Esteban le advirtió de que tenía el coño lleno, que la dejara lavarse un poco. No se sabe si le escuchó y no le hizo caso o simplemente no oyó las palabras de advertencia. El caso es que puesto sobre Belén, la penetró. Se oyó perfectamente el “chop” producido cuando el pene desplazó el semen de la vagina. El muchacho parecía poseído por un demonio y sus movimientos eran casi bruscos y, en todo caso, brutales. No dejaba de susurrar al oído de Belén: “¡Mira cómo te estoy poniendo, cerda!”

Asistieron a la violación de Belén. Los únicos que no estaban eran Lucio y Teresa, que seguían en el dormitorio.

Era evidente que todos ellos estaban poseídos por un mal oscuro y que sentían un sombrío y tenebroso deseo de humillación y de posesión. Aquella tarde no ocurrió nada más, salvo algún escarceo. Las mujeres se hicieron cargo de la casa (limpieza, cocina, compra, etc.) y ellos se dedicaron a ver la televisión, a salir o a jugar con las videoconsolas.