La casa encantada

¿Qué es lo estaba encantado? ¿La casa o él?

La casa encantada

Fui a visitar a nuestro manager, que vive en un barrio de la periferia, en una buena casa, pero no en un lugar muy adecuado para ir por la noche. Toqué el timbre de su puerta sin cesar hasta pensar que, o no quería o no podía abrirme. Tal vez no estaba allí. Aburrido ya de llamar, vi las luces de un bar cercano y pensé hacer allí algo de tiempo, esperar una hora y, si no volvía o no abría, volver a casa con Daniel, que descansaba para las galas del próximo fin de semana.

No era un bar acogedor ni limpio, pero fui atendido muy amablemente por una señorita primero y por un hombre maduro más tarde. Al fondo del bar, donde la barra hacía una curva y se formaba un rincón, había un chico solitario que parecía muy aburrido y que tenía aspecto de ser gitano. Era joven, moreno y llevaba una camisa pasada de moda. Cuando me sirvieron la cerveza que pedí y un aperitivo (que estaba exquisito), entró un grupo de jóvenes con mucho griterío y malos modales, hablando muy fuerte y diciendo palabras muy malsonantes. El chico gitano se incorporó y me miró. Parecía preocupado porque yo me viese en un lugar desagradable. Estuve a punto de pagar y de irme, pero vi que algunos de ellos ponían el dinero sobre la barra y hablaban de irse; así que esperé. El chico de apariencia gitana no dejaba de mirarme, hasta el punto, de que llegó a hacerme un gesto que me pareció que quería decir que aquella movida no era normal y que a él también le molestaba.

Por fin, salieron todos aquellos escandalosos del bar y vi cómo se acercaba el chico del fondo rodeando el mostrador y se puso a mi lado tomando una banqueta y sentándose.

No creas que esta gentuza viene siempre – me dijo -, no son peligrosos, pero son molestos. Yo prefiero estar solo en mi rincón.

¿Sí? – le pregunté - ¿Y no sales con nadie?

No – me dijo -, prefiero estar solo antes que mal acompañado.

Eso – le dije sonriendo – me hace pensar que no te parezco mala compañía.

Y entonces me confesó que me había conocido porque venía a menudo a ver a Lino, el manager, y que sabía que era músico y aparentemente educado. Fue entonces cuando pude ver su cuerpo. Llevaba la camisa abierta hasta la mitad y dejaba ver un pecho que no tenía pelos; hasta el punto de que su piel era brillante y tersa. Llevaba unos vaqueros ajustados y un poco viejos, pero su aspecto era aseado. En sus pies llevaba unas zapatillas de deporte también un tanto usadas. Comenzamos a hablar de una cosa y otra y me acompañó luego a ver a Lino, pero nadie abría la puerta: «Me parece que hoy iba a una boda».

No entendí aquello, pues él mismo me había citado en su casa, así que le dije al chico que me había gustado mucho su compañía y que tenía que irme y, al oír esto, me dijo que si venía en coche y podía acercarle un poco a su casa (unos doscientos metros más arriba).

¡Claro! – le dije -; vamos al coche, está aquí, en la misma puerta.

Entramos los dos y, antes de que me pusiese en marcha, me preguntó que si venía muy a menudo o que cuándo volvería y le dije que, al no estar Lino y tener galas desde el día siguiente, que tardaría casi una semana en volver. Se quedó muy callado mirándome y, sin pensarlo bien, puse mi mano sobre su pierna y me miró espantado: «¿Qué haces?».

¡Lo siento! – le dije asustado -, pensarás que estoy loco.

No – me contestó – pero no me conoces de nada y sólo me gustan las tías. No se le acaricia la pierna a alguien que no conoces, ¿no? Además, no soy más que un humilde gitano que a nadie le interesa.

Perdona, tío – le dije -, ha sido por instinto. Olvídalo.

No – respondió enseguida -, me encantan los artistas. Sé que te llamas Tony. Yo me llamo José Manuel, pero todos me dicen Jose (acentuado en la «o»).

Hola Jose – le tendí mi mano -, aquí tienes a un nuevo amigo que no piensa en si eres humilde o gitano…. Sólo veo que pareces educado.

Voy a enseñarte una cosa – me dijo -; sube por la calle y para donde yo te diga. Es una casa que dicen que está encantada, pero yo no me creo esas cosas.

No entendía muy bien por qué quería aquél chaval enseñarme una casa encantada, aunque a los que entendemos de ciertos temas, nos encantan esas casas. Me moví hacia arriba unos cien metros, creo, y me dijo: «¡Para, para aquí! Ya verás».

Nos bajamos del coche y miró a los lados; no había nadie. Entonces empujó la puerta haciendo un movimiento raro hacia arriba y se abrió.

Tengo mechero – me dijo -, pero entra alguna luz por las ventanas. ¿Te dan miedo los fantasmas?

Pues no – le dije -, aunque todavía no he visto ninguno.

Se echó a reír y pasamos a un salón abandonado aunque no estaba muy sucio y, apagando el mechero, se echó en el sofá y me dijo:

Oye, Tony, no dejes que me duerma, que cuando me duermo no hay quien me despierte. Mi hermano me echa un cubo de agua en la cara por las mañanas.

Y mientras decía esto, me asomé a una ventana y seguí mirando algunas cosas de la casa encendiendo mi mechero de vez en cuando, pero cuando volví hablándole de que no veía nada extraño, lo encontré dormido.

¡Jose, por favor – le dije -, despierta que tengo que volver a casa!

Pero no parecía oírme; no se movió. Me senté junto a él en el sofá y lo zarandeé agarrándolo por los hombros, pero parecía un cadáver. Acerqué con verdadero pánico mi oído a su boca y respiraba despacio y sentí su aliento cálido. Seguí diciéndole cosas y moviéndolo de una forma o de otra, pero no despertaba: «¡Jose, por favor, despierta!».

Luego, al verle así, no pude evitar la tentación de acariciarle el pecho. Como su camisa lo dejaba casi todo a la vista, puse allí mi mano con mucho cuidado, pero seguía sin moverse. Así que empecé a acariciar aquella piel tan tersa, sin pelo, morena y con grandes pezones. Y por más que lo acariciaba no se movía y seguía durmiendo, así que mis manos se fueron a sus pechos duros y los fui acariciando cada vez con más fuerza. Ni siquiera pellizcándole los pezones se movió, así que desabroché los pocos botones que quedaban hasta el cinturón y tiré de su camisa con cuidado. Puse mis manos en sus costados duros y musculosos (tal vez del trabajo en el campo) y le acaricié de arriba abajo con cuidado, desde el cuello hasta el cinturón. Nada; no se movía y seguía respirando con lentitud y suavidad. Entonces, acerqué mis labios a los suyos y le besé con cuidado; siempre con miedo a que despertase. No se movió tampoco, aunque no abrió la boca, pero lo besé y lo acaricié a gusto todo el tiempo que quise. Luego, pensando que a lo mejor fingía, fui bajando mis manos por su pecho y su vientre hasta el pantalón y puse una de mis manos sobre su pierna.

Como comprobé que, fuera falso o simulado no hacía nada, me fui directamente a la hebilla de su cinturón y lo desabroché despacio. Debajo de la hebilla encontré un botón metálico y, con un poco de trabajo, lo desabroché también. Miraba de vez en cuando a su cara y acerqué la mía para comprobar que respiraba y para besarle mientras le iba bajando con cuidado la cremallera. Acerqué mi cara a sus piernas y vi unos calzoncillos cortos y muy ajustados, de color claro y a rayas, abultados; ¡estaba empalmado! Mi mano se fue inmediatamente a acariciar su bulto sin perder de vista su cabeza por si se movía. Tuve que ponerme en pié para bajarle un poco los pantalones y noté que levantaba un poco el culo para ponérmelo más fácil. Paré un momento, pero todo seguía igual, así que decidí hacer lo que me apeteciera sin miedo. Tiré de sus pantalones hasta las rodillas y luego metí mi mano por la parte de arriba de sus calzoncillos hasta encontrarme con una polla dura y húmeda, la agarré con toda mi mano y le hice unas caricias. No aguantaba más; aquello había que verlo; así que cogí el elástico, lo tensé un poco y fui bajándole los calzoncillos. También me pareció que levantaba su precioso y suave culo un poco, pero seguía durmiendo. Cuando tuve ante mis ojos aquel pubis con esa polla dura y tiesa, no muy grande y un poco torcida, agaché mi cabeza y me la metí toda en la boca y comencé a chuparla desde la punta hasta el fondo. Su líquido tenía un sabor suavemente salado y delicioso. No podía creer que estuviese dormido. Seguí chupando apretando un poco más mis labios y notaba cómo movía algo su cuerpo hacia arriba. «Este está fingiendo», me dije. Pero qué importaba aquello; importaba que se dejaba. Volví a acariciarle el cuerpo y el culo mientras lo besaba y volví hacia abajo, hacia aquel regalo de la naturaleza que tenía delante de mí. Ya no podía esperar más, quería chupar todo aquel líquido y toda la leche que saliese después de él. El ritmo fue aumentando pero no el suyo, hasta que noté que su cuerpo se estremecía como si recibiese un calambrazo. Lo tenía bien agarrado por el culo y su polla entraba y salía en mi boca desde la punta hasta rozarme con los vellos de su pubis. Por fin, cuando ya sudaba a chorros y caían mis gotas de sudor sobre su vientre, noté entrar en mi boca su líquido espeso y caliente con un sabor distinto a lo que había probado antes. No sé qué idea se me pasó por la cabeza, pero pensé que no iba a volver a verlo y, además, tal vez no se acordaría de aquello, así que decidí llevarme su líquido dentro y tragué de una vez aquel manjar exquisito.

Tuve que descansar un poco y tomar aire; me asfixiaba, pero su respiración seguía sin alterarse. Me acerqué a él y le limpié un poco, pues casi todo me lo había yo llevado en mi interior; le subí los calzoncillos y los pantalones, le cerré la cremallera y le puse el cinturón, pero dejé su camisa por fuera. Seguí llamándolo pero no me oía. Yo tenía que volver a casa. No podía hacer nada sino dejarlo allí dormido y salir a prisa. La puerta se abrió por dentro con facilidad.

Mientras conducía, me parecía haber estado soñando o en un lugar verdaderamente encantado y, al llegar, cuando buscaba mis llaves en el bolsillo, encontré un papel, me acerqué a la luz de una farola y lo leí:

Jose 555 44 32 69

Llámame.