La casa de Los González

La casa sola. Una oportunidad para conocer los secretos de Don César, aunque pueda terminar siendo yo mismo un secreto más.

LA CASA DE LOS GONZALEZ

Los González eran una familia típica de clase media alta, de esas que se pueden permitir tomar sus vacaciones anuales en alguna linda playa, que mandan a sus hijos a los colegios de paga, porque así debe ser y para que puedan rozarse con quienes realmente importan y que obligatoriamente asisten a misa los domingos, más por intimar con los de su clase que por verdadera convicción religiosa, porque por supuesto se cuidan mucho del famoso "que dirán".

No es que tenga nada contra ellos, pues mi familia es también bastante parecida, pero cuando uno tiene veinte años, se cree por encima de todas esas cosas, o al menos eso pensábamos Rodrigo y yo. Rodrigo González es mi compañero en la universidad y hemos crecido prácticamente juntos. Lo conozco desde que éramos niños, y por supuesto también a su familia. Precisamente por esa amistad, Rodrigo me pidió un enorme favor.

Oye, guey – me dijo mi amigo mientras nos fumábamos un cigarro antes de entrar a clases – me preguntó mi viejo si ibas a salir de vacaciones este año.

No guey, ya nos dijo mi papá que las vacas andan flacas y que este año nos chingamos – le dije fastidiado.

Ni pedo – contestó Rodrigo exhalando una bocanada de humo.

Y qué, tu viejo me quiere llevar de vacaciones? – pregunté irónico.

No, pendejo, anda viendo a quien le encarga la casa, porque este verano planea llevarnos de vacaciones al mar - me explicó.

Mira que cabrón – contesté envidioso – y yo que me quede acá como su sirviente.

Te conviene, guey – me dijo para convencerme – porque piensa pagarte una lana.

Eso lo cambia todo – acepté inmediatamente – dile que cuenta conmigo.

Para cerrar el trato, y para asegurarme que no fuera a buscar a otra persona, esa misma noche pasé por la casa de mi amigo. Don César, su papá, estaba en la biblioteca atendiendo una llamada telefónica, pero me hizo señas de que pasara y lo esperara. Fumaba una pipa oscura, y el aroma dulzón del tabaco flotaba en el ambiente. El hombre ya estaba en bata, y caminaba de un lado al otro descalzo sobre la mullida alfombra persa. Tenía un grueso bigote y una barba medio rubia perfectamente recortada. Andaría por los 50 años, imaginé, pero era uno de esos hombres que irradian vitalidad sin importar la edad que tengan. La bata le llegaba justo arriba de las rodillas. Las desnudas y peludas pantorrillas me hicieron imaginar que probablemente no llevara nada debajo. Viéndolo gesticular con aquella segura y potente voz, enérgico, dominante, me intimidó un poco. No sé explicar porqué, pero empecé a preguntarme si Don César sería igual de enérgico en la cama. Pensé que seguramente se cogería a su vieja con esa misma enjundia, bombeándola incansable, mientras la hacía sudar dándole duro y sin descanso. La imagen se me volvió tan gráficamente vívida que mejor traté de pensar en otra cosa, distrayéndome con las filas de libros perfectamente alineados en los estantes.

Don César, con el celular en la mano continuaba su discusión telefónica. Se sentó entonces en el sillón, casi frente a mí, haciéndome un gesto cómplice, dándome a entender lo fastidiosa que era la persona con la que hablaba. Le sonreí también, como si realmente supiera con quien hablaba. El hombre manoteaba y a ratos alterado alzaba la voz. La bata de casa se le aflojaba con los imperiosos movimientos y sin proponérselo, comenzó a abrírsele desde abajo, mostrando los macizos y velludos muslos, y continuó abriéndose y antes de que pudiera darme cuenta, hasta los pinches huevotes peludos le estaba ya viendo.

No mames!, pensé para mis adentros, y me puse de pie nervioso, recordándome a mí mismo que aquellos gordos testículos pertenecían al padre de mi mejor amigo y que no tenía porqué estarlos mirando. Sin embargo, por más que trataba de olvidarlo, la imagen seguía fija en mi mente. El hombre estaba allí, mostrando sin querer sus partes privadas, y aunque realmente no era mi intención verlas, había algo muy morboso en observar a alguien que no se daba cuenta de que lo estaban viendo. Aunque ese alguien fuera otro hombre, me recordé de pronto.

Miré de reojo nuevamente. Había cruzado una pierna sobre la otra. Ahora la bata entreabierta dejaba ver más que sus huevos. La gruesa y cabezona salchicha asomaba apretada entre sus muslos. Era grande y no vi más porque ya Don César estaba despidiéndose de su interlocutor y yo me concentré en poner cara de "aquí no ha pasado nada".

Y bien, muchacho – me dijo con aquella voz profunda y mandona que lo caracterizaba – te gustó?

Qué? – pregunté estúpidamente, poniéndome rojo como la grana, tratando de pensar en una buena excusa para explicar porqué andaba fisgoneando su entrepierna.

La idea de cuidarme la casa durante las vacaciones– dijo con cierto desespero.

Si, señor – dije profundamente aliviado – me gustó bastante, y por supuesto acepto el encargo.

Perfecto entonces – terminó Don César – voy a hacerte un cheque como anticipo y el resto te lo doy a mi regreso.

Estas últimas palabras las dijo acomodándose los huevos. Un gesto muy común entre hombres, pero dadas las circunstancias, la connotación de que me daría "el resto" a su regreso y lo dijera agarrándose los huevos, hizo que pensara más allá de lo que las simples palabras significaban. Estaba ya hecho un lío.

Don César fue hasta el escritorio y se sentó. Rellenó el cheque y lo arrancó del talonario. Me hizo señas de que me acercara a recibirlo y me lo dio tan aprisa y sin mirarme que el cheque resbaló antes de que pudiera cogerlo y cayó al piso. Instintivamente me arrodillé a recogerlo, y sin darme cuenta terminé frente a las piernas de Don César, que misteriosamente se abrieron de par en par justo en ese momento. Apenas a unos centímetros de mi cara, tuve un excelente primer plano de su gruesa y cabezona verga.

Me levanté inmediatamente, azorado y apenado. El no hizo el menor comentario. Se puso de pie, con la pipa en la boca y las rubias y pobladas cejas enmarcando su inquisitiva mirada.

Salimos dentro de quince días – dijo sin inmutarse por lo sucedido – y me gustaría verte antes de esa fecha para darte algunas indicaciones sobre lo que quiero que atiendas.

Claro que sí, señor – acepté ya enfilando la salida.

No lo volví a ver en dos semanas. Tuve mucho cuidado de no encontrarme ni siquiera con mi buen amigo Rodrigo, por miedo de que su papá le hubiera comentado el incidente y mi cuate pudiera creer algo que en realidad no era. O si?. La verdad es que el asunto, varios días después, era algo como para reírse, pero la neta, en el fondo si me había puesto a pensar. Tardé varios días dándole vueltas a lo sucedido con Don César. Aunque no quisiera admitirlo, después de haber visto el tamaño de su miembro en reposo, bastante grande, no podía dejar de pensar en el tamaño que tendría cuando se le pusiera dura. Pero era el papá de mi amigo, y aunque no me gustara reconocer que pensar en ella me hacía medio puto, tampoco podía negarme a mí mismo que me causaba mucha curiosidad y que de algún oscuro modo me excitaba.

Un día antes de la partida, me acerqué a la casa de Rodrigo, asegurándome que estuviera mi amigo en casa. No quería estar a solas con su papá. Estaba decidido a olvidarme ya de aquel asunto. Don César parecía que ni siquiera se acordaba de mí. Me entregó una lista enorme de cosas por hacer, desde regar plantas, revisar el correo, atender las llamadas y revisar las alarmas por la noche, por no hablar de las prohibiciones. Nada de beberse los vinos y hacer fiestas en su ausencia. Dije que sí a todo y finalmente se fueron.

Sólo y con la casa de Los González a mi entera disposición. Lo primero que hice fue desconectar el teléfono. Me preparé algo de comer y con un vaso de vino tinto me senté en la mullida sala frente a la enorme pantalla plana con sonido digital a disfrutar de un buen partido de fútbol europeo. Eso si que era buena vida. Mi primera tarde cuidando la casa la pasé mejor que si me hubiera ido con ellos de vacaciones.

Se suponía que debería dormir en la recámara de Rodrigo y no tenía porque entrar en las demás, sin embargo por pura curiosidad entré a ver la de sus papás. Al ver la enorme y mullida cama, la imagen de Don César cogiéndose a la esposa me vino inmediatamente a la cabeza. La señora tenía sus años, pero seguía siendo una mujer muy apetecible. Tenía unas enormes tetas que seguramente el barbón de Don César sabía disfrutar muy bien. Me fui calentando poco a poco imaginándolo prendido de aquellos enormes globos coronados con dulces pezones. Excitado, me quité la ropa y en calzoncillos me metí bajo las frescas sábanas. Un ligero perfume, seguramente de ella flotaba entre la ropa de cama. Curioso, comencé a revisar los cajones de las mesillas de noche. No encontré nada extraño, sólo las cosas normales que la gente guarda en estos lugares. No sé por qué, pero tuve la idea de que Don César debería guardar por allí tal vez algunas revistas pornográficas, y se me enderezó la reata nada mas de imaginarlo. Comencé a registrarlo todo, el clóset, el vestidor, el baño y hasta debajo de la cama, pero no encontré nada.

Algo frustrado me acordé entonces de la biblioteca. Según Rodrigo, ese era el lugar favorito de su papá, y así como estaba, en calzones, me lancé a la exploración. Lo hice a conciencia. Revisé entre los libros, en los estantes y anaqueles, incluso bajo los sillones, pero tampoco encontré nada.

El único lugar que no pude registrar fue el escritorio, que estaba cerrado con llave. Ya dándome por vencido, decidí entonces probar una de sus pipas. Jamás había fumado una, y el aroma impregnado de la biblioteca era realmente tentador. Escogí una de madera oscura, muy parecida a la que estaba usando Don César el día de los huevos al aire. Caray, cada vez me sentía más excitado. El tabaco estaba guardado en un pequeño frasco de latón dorado. Al tomarlo, una pequeña llave cayó tintineando sobre la superficie del escritorio. De inmediato la probé en la cerradura, y para mi buena suerte los cajones se abrieron. Me olvidé de la pipa y comencé a registrarlo todo. Encontré papeles y un sinfín de cosas, incluso una pequeña pistola calibre 32. Muy en el fondo, una colección de discos compactos perfectamente empacados en una caja sin señas. Parecían de música y me intrigó el que estuvieran tan escondidos. O tal vez no se trataba de música, deduje al ver la computadora personal sobre el escritorio. Inmediatamente la encendí y metí uno de ellos en el drive. Me quedé estupefacto.

Mi sueño se hacía realidad. Se trataba de una película casera. La esposa de Don César apareció en primer plano, completamente desnuda, con las piernas abiertas, enseñando la peluda panocha, aunque en el rostro se le notaba que no lo hacía de buen grado, si no tal vez para complacer a quien la estaba filmando. La cámara entonces se iba acercando lentamente, tanto que el pequeño clítoris rojo y puntiagudo ocupó casi un tercio de la pantalla. Apareció entonces un dedo, grueso y blanco, de Don César con toda seguridad. El dedo acarició los labios separados de la vagina, y acometió contra el botón de placer de la despatarrada señora con alegre ímpetu. Los gemidos de placer de la doña eran perfectamente audibles. La cámara fue colocada fija en algún lado, y apareció en primer plano la espalda pecosa del hombre, luego, conforme se alejaba, sus nalgas, gruesas y fuertes, y finalmente, mientras se colocaba encima de la mujer, un plano de su verga desde atrás, enorme y larga, entrando en la jugosa vagina. Comenzó entonces el clásico bum-bum de toda buena cogida. La escena era cachondísima. No porque fuera distinta a lo que muestra cualquier película porno, sino porque en este caso conocía a los participantes. Tanto que hasta pude reconocer los enormes y peludos huevos de Don César.

En mis calzones, una tremenda erección exigía mi inmediata atención. Comencé a masturbarme con el mismo ritmo que Don César se cogía a su señora. Me excité todavía más al ver que el hombre le daba media vuelta a su hermosa mujer y comenzaba a cogérsela de "a perrito". Me encantó ver las enormes tetas columpiándose de un lado al otro mientras el apuesto marido se la bombeaba sin ninguna contemplación. Estaba tan caliente que cuando ellos terminaron yo simplemente quería más. Quité el disco y puse otro. Esta vez la escena era en la ducha. Una muchacha se bañaba. Se enjabonaba los pechos, chiquitos como limones, pero con suaves pezones marrones. El vientre plano, y una escasa pelusilla entre las piernas. No la reconocí, aunque si el baño, que era uno de los de servicio. Seguramente la muchacha era una de las empleadas domésticas que habían pasado por la casa. Esta vez Don César no apareció en escena, y la película terminaba abruptamente, como si hubiera sido filmada sin que la chica se diera cuenta y de pronto fuera detenida por la llegada de alguien.

Otro disco. Don César, completamente desnudo se paseaba frente a la cámara. Su enorme sexo se bamboleaba frente al lente. Comenzó a acariciarse. El trasto fue poniéndose duro poco a poco. Los enormes huevos se balanceaban con las rudas caricias que él mismo se hacía. El pecho velludo, la barriga igual, el pubis ni se diga. La mirada libidinosa del hombre mientras se daba placer a sí mismo. Seguramente la misma expresión que yo tenía en ese mismo momento.

Otro disco. Una habitación en penumbras, apenas se distinguía nada. Reconocí poco a poco la recámara de Rodrigo. Un bulto en la cama, cubierto con las sábanas. La cámara se acercaba lentamente, como si no quisiera despertarlo. Una mano descorría las sábanas. El cuerpo de Rodrigo, completamente desnudo y dormido. Yo sabía que mi amigo dormía desnudo, alguna vez me lo había contado, pero jamás pensé que algún día iba a tener oportunidad de verlo. Estaba boca abajo. La cámara centraba la imagen en su trasero. Unas perfectas y bien plantadas nalgas, hay que decirlo. Rodrigo era muy bueno para los deportes, especialmente el fútbol, y tenía unas piernas fuertes y un trasero perfecto. A diferencia del padre, Rodrigo era casi lampiño. La cámara quedó fija y la figura de Don César apareció frente a la cámara. Encendió la luz del buró, y pude ahora distinguirlos claramente. Mi erección estaba más dura que nunca. Quería y no quería ver lo que iba a suceder.

Las manos de Don César comenzaron a acariciar las fuertes piernas de su hijo, ascendiendo por la blanca y lisa piel. Llegaron a las nalgas y las acariciaron primero con suavidad y luego más rudamente. Rodrigo se despertó. Me puse tenso. No sabía lo que pasaría a continuación. Me acerqué a la pantalla, intrigado y tan interesado que no quería perderme ni un solo detalle.

Ahora no, papá – se quejó Rodrigo aun medio adormilado – mañana tengo examen.

Eso no importa – fue la seca respuesta.

Don César se trepó en la cama, ya desnudo y con la verga dura. Comenzó a lamer las hermosas nalgas de Rodrigo, enterrando los hirsutos pelos de su barba entre las piernas entreabiertas. Lamía lenta y concienzudamente. Apartaba con sus dedos las carnosas nalgas, dejando de vez en cuando despejado el espacio entre el muchacho y la cámara, para que ésta pudiera grabar el húmedo agujero de su ano. Rodrigo había cerrado los ojos y apretaba la almohada. Se veía adormilado y resignado a su suerte. Me imaginé que no era la primera vez que eso sucedía. Don César, luego de lamer un buen rato su agujero, se preparó para montarlo. El ángulo lo mostraba de lado. Su dura estaca de carne se veía más grande con esa toma. Un grueso y largo cilindro de dura carne que pronto empezó a desaparecer entre las abiertas nalgas de Rodrigo, que se quejó suavemente, amortiguando el sonido entre las almohadas. Los cuerpos, ya acoplados, comenzaron el conocido mete y saca. El rictus de placer de Don César contrastaba con el de incomodidad de Rodrigo. Tras varios minutos, la faena terminó.

No te muevas – fueron las palabras de Don César al abandonar el cuerpo tibio.

La cámara hizo un acercamiento al agujero apenas abandonado. El ano, enrojecido y ligeramente abierto dejaba ver un espeso goterón de semen escurriendo hacia abajo. Un dedo entrometido sobó el pequeño y maltratado agujerito. Rodrigo gimió, esta vez de placer.

Jálatela – le dijo – quiero filmarte haciéndolo.

Tras resistirse un poco, Rodrigo terminó dándose vuelta. Su vientre plano y marcado, sus tetillas erectas entre los pectorales definidos y bien dibujados. Su cara de placer, su verga tiesa. Rodrigo obedeció, masturbándose frenéticamente frente al ojo de la cámara y de su padre. No aguanté más, y me vine también, junto con mi amigo en el video, ahíto ya de tanta imagen y tanto sexo. Y apenas era el tercer disco.

Sobra decir que pasé todo el día siguiente revisando el abundante material de Don César. Disco tras disco, aquel hombre no dejaba de sorprenderme. Su apetito parecía ser insaciable. Se cogía a la esposa, a la muchacha del servicio, al hijo, y a una docena mas de mujeres entre las que reconocí incluso a un par de compañeras del colegio y a la mamá de otro amigo.

Lo que más me intrigaba era lo de Rodrigo. Era el único hombre en el populoso harem de Don César. Me intrigaba saber en qué momento aquel potente macho, teniendo tantas opciones para elegir, tenía precisamente que haber puesto los ojos en su propio hijo. La respuesta la encontré casi al final, después de pasarme todo el día caliente revisando disco tras disco, masturbándome mas de lo que nunca lo había hecho, ni siquiera en mis épocas de adolescente.

El disco comenzaba con una llorosa escena donde la apetitosa esposa de Don César, completamente desnuda, el maquillaje corrido por las abundantes lagrimas pedía perdón al hombre que la filmaba. Parecía una escena que ellos ya habían vivido muchas veces. La mujer le recordaba que sólo una vez le había sido infiel y que él había aceptado perdonarla, criando al hijo como propio. La revelación de que Rodrigo no era hijo de Don César me impactó, pero el hombre de la cámara no parecía conmovido en absoluto. Sin el menor miramiento obligaba a la mujer a abrirse de piernas y comenzaba a jugar con su sexo abierto y disponible. Le metía los dedos profundamente, preparando la húmeda cavidad para meterle después una surtida variedad de consoladores, de todos tamaños y colores, desde los pequeños y lisos hasta unos monstruosamente grandes y llenos de protuberancias. Terminaba la escena dándole vuelta para poseer a la mujer por el culo, mientras en la vagina un enorme vibrador de pilas se sacudía violentamente, llevando a la mujer a un orgasmo tras otro.

No pude evitar hacerme una nueva paja, caliente de ver aquellas escenas tan íntimas. Cansado pero satisfecho, me dormí en la cama de Rodrigo, pensando en las cosas que había visto hacer a Don César en ese mismo lugar.

En algún momento de la noche me despertó una angustiosa sensación de que estaba en peligro. No sé si fue un ruido en la casa o algo en mi sueño, pero el sentimiento de alarma me hizo ponerme en pie de inmediato. Una sombra apareció en la puerta de la habitación y casi dejé de respirar por el susto. Las luces se encendieron y la sorpresa de ver a Don César en persona casi me da un ataque cardiaco.

Tranquilo, muchacho – dijo el hombre al ver mi cara y sonrió para tranquilizarme.

Yo no podía ni hablar de la impresión. No sabía si me asustaba más el hecho de que irrumpiera así de noche, cuando se suponía que estaba de vacaciones, o que de pronto viera materializado en carne y hueso a un tipo del cual sabía todo sobre su vida sexual.

Don César se acercó, seguramente preocupado de que me fuera a desmayar o algo así. Me abrazó tratando de calmarme. Sus manos acariciaron mi espalda, y me di cuenta entonces de que me había levantado de la cama casi desnudo, solo con los calzones puestos. Una oleada de temor, esta vez físico, me enchinó la piel y me zafé del abrazo abruptamente.

Ya estas más tranquilo? – preguntó dejándome escapar. Sus ojos claros se veían ahora obscuros.

Si, señor – respondí. Que pasó, porque regresó tan pronto? – pregunté buscando mis pantalones.

El teléfono – dijo simplemente – he intentado llamar varias veces y no respondes. Me preocupé.

Caí en cuenta de que no había vuelto a conectarlo. Me disculpé y expliqué lo que había pasado. Don César, visiblemente molesto me reclamó mi torpeza. Con los pantalones en la mano aguanté el regaño, pero el hombre se enfurecía cada vez más. Manoteaba mientras caminaba furioso por toda la habitación haciéndome sentir como un niño sorprendido en falta.

Lo olvidé – dije por milésima vez – perdóneme, no va a ocurrir de nuevo, se lo prometo.

Por supuesto que no ocurrirá – dijo tomándome del brazo y jalándome hacia la cama.

Me tomó por sorpresa. Se sentó en la cama y me jaló hacia su regazo. Aquello era imposible. No podía estar sucediendo. De pronto me encontré boca abajo sobre sus piernas, en calzones y asustado, con sus manos sosteniéndome en aquella humillante posición.

Me encargaré de que lo recuerdes, muchacho irresponsable – dijo propinándome una nalgada.

Sentí el ardor quemante en mis nalgas. La mano volvió a subir y el siguiente golpe alcanzó mis asentaderas nuevamente. Y otro más. Y otro. Apreté el trasero como si eso pudiera protegerme del castigo, pero Don César continuó implacable. En el fondo de mi ser sabía que aquello no podía estar pasando, y un cosquilleo de excitación recorrió mi espina dorsal y se concentró en una parte profunda y oscura que recién comenzaba a descubrir. El ardor se propagó desde mis nalgas hacia adentro. Sentía una urgencia por apagarlo. Quería detenerlo y ansiaba consumirme en su interior.

Don César, hombre experimentado y conocedor supo reconocer esa necesidad sin nombre. Se puso de pie lanzándome sobre la cama. La misma cama donde hacía con Rodrigo lo que hacía. Desde esa misma cama, retrocediendo en el tiempo lo miré con ojos excitados y desvalidos. Lo vi desnudarse. Lentamente, no había prisa. La casa estaba silenciosa y sola. No vendría nadie a buscarme. Nadie a interrumpir la escena y lo que en ella iba a suceder. La ropa iba cayendo y el pecho velludo, las potentes piernas, y todo lo demás apareciendo. Contuve el aliento al ver al hombre vestido únicamente con los calzoncillos. El bulto era enorme. Ansiaba verlo. Lo conocía a la perfección por las películas, pero ahora lo vería en vivo y a todo color.

Ya vuelvo – dijo Don César sin quitarse la esperada prenda – no te muevas.

No me moví. Como un muñeco agitado y sin voluntad, respiré excitado sobre las sabanas y esperé obediente. Volvió apenas un par de minutos después. Los blancos calzoncillos hinchados por la presión de su sexo enhiesto. La cámara de video en la mano. La sonrisa de satisfacción en los ojos que parecían devorarme.

Posicionó la cámara sobre un taburete. Me di cuenta que después de haber visto tantas películas de ese hombre, ahora formaría parte de una de ellas. Esperé expectante sus instrucciones, sintiéndome más caliente que nunca en toda mi vida.

Don César volvió a sentarse sobre la cama. Me jaló nuevamente a su regazo. Ahora pude sentir perfectamente la punta gruesa y chata de su verga presionando mi vientre desnudo. Comenzó a nalguearme nuevamente, dejando esta vez la evidencia grabada en su cámara. No habría ya forma de negarlo, quedaría allí registrado para siempre. Cerré los ojos y me aferré a sus velludos muslos para no caer por la fuerza de sus golpes. Mi mano buscó entre las piernas de Don César, quien las separó un poco al sentir la cercanía de mis dedos en sus partes íntimas. Acaricié sus huevos desde abajo, sobre la suave tela de su ropa interior. Sentí las enormes y suaves bolas calientes al contacto. Ávido las dejé colgar libres fuera de la prenda. Casi me olvidé de los rítmicos azotes al tener aquellos dos peludos juguetes disponibles entre mis manos.

Don César me jaló los calzones hacia abajo, desnudando por fin mi trasero. Seguramente el lente ahora grababa mis nalgas rojas por el castigo. Don César acarició mis glúteos con suavidad. El roce de sus dedos me hizo gemir de deseo. Nunca había pasado por algo así. Me sentía agradecido que después de golpearme me diera un poco de cariño. Una sensación extraña y novedosa.

Tienes un culito delicioso – dijo el hombre poniéndome de pie y acomodándome de espaldas a la cámara.

Me hizo girar varias veces. El ojo inclemente grabó todos mis ángulos. Don César me hizo empinarme y separó mis nalgas con sus manos, mostrando el agujero de mi ano, contraído y tenso, pero caliente de sentirse de pronto objeto de tanta atención. Sentí su dedo humedecido de saliva acariciando mi ojete. Gemí con la inusitada caricia.

Alguna vez te habían hecho algo así? – preguntó el hombre llevando su inquisitivo dedo un poco mas adentro.

No – contesté en un quejido de dolorido placer.

Estas seguro? – dijo metiendo un poco más su dedo en mi cuerpo.

Nadie – le aseguré – nadie jamás, se lo juro.

Lo tenía ya completamente adentro. Volteé hacia la cámara, con la cara transida en un gesto que de seguro sería extraño para quienes me conocían. No pude evitar pensar que tal vez algún día alguien vería estas escenas. La mortificación y el placer se mezclaron en extraña proporción. Don César, ayudando más a mi desventura comenzó a intentarlo ahora con dos dedos. Mis nalgas, separadas y preparadas, permitían a la cámara dejar evidencia de su incontenible avance. Dos dedos adentro, doble placer, doble vergüenza. Incontenible, Don César buscó el mágico tres.

Tranquilo – dijo empezando la triple penetración – puedes con esto y más – sentenció conocedor.

Y tenía razón. Tres dedos y mayor mi vergüenza y mi placer. El tiempo dejó de transcurrir y en la silenciosa recámara sólo mis gemidos contenidos, su respiración excitada, mi cuerpo de juguete, y la cámara para mostrar que aquello sucedía en realidad.

Los dedos fueron retirados. El hombre, ahora de pie, se despojó de la última prenda frente a mis ávidos ojos. La enorme verga completamente dura. El actor principal de todas las películas. No tuvo que ordenarme nada, comencé a mamárselo apenas lo vi aparecer. Llevaba días deseándolo. Aunque no lo admitiera, aunque no lo dijera, esa era la mera verdad. El glande suave y el grueso tronco surcado de venas azules, como pequeños ríos de lava líquida, fueron recorridos por mi hambrienta boca. Chupé los huevos calientes y peludos, oliéndolos al mismo tiempo que me los comía. Don César me guiaba a su completo antojo- Con una mano tomó mis cabellos y los jaló como se jalan las bridas del caballo para llevarlo por la dirección que uno desea. Chúpame la punta, chúpame los huevos, chúpame la vida si yo te lo ordeno.

Ya en el límite, el enorme juguete me fue arrebatado. Don César, ahora cámara en mano, era el director exigente poniéndome en la posición deseada. De pie, dando la cara, mostrando lo obediente y excitado que me tenía. Masturbándome furioso frente al ojo inclemente, dándome vuelta para abrirme las nalgas y mostrarle mi fruncido agujero, acostándome boca arriba con las piernas abiertas y también boca abajo y en cuatro patas como un animal en celo buscando aparearse. Todo lo grabó Don César. Todo quedó impreso en la memoria de la cámara y en la mía también.

Finalmente ahíto de grabar y de deseo, el hombre me acomodó en el mejor ángulo. Ese que permitía filmar mis nalgas separadas, mi agujero vibrante, mi necesidad de dejarme invadir y someter por su experiencia. El ángulo desde el cual su enorme verga acercándose a mi hoyo quedaría mejor expuesta. El ángulo para cogerme y que tanto él y yo, y quien quiera que viera ese video algún día, disfrutara lo más posible.

No me detuve a pensar que sería la primera verga que me penetraría. No me importaban ni el dolor ni la posibilidad de un daño físico. Me preocupaba que me gustara. Me preocupaba descubrir el placer en dónde me habían dicho que no existía. Pero más me preocupaba que eso pudiera detenerme. Y no lo hizo.

Don César, como el lobo experimentado que era, como el macho que guía a la manada, me fue llevando por ese camino nuevo para mí y lo hizo de forma excelente. Me besó en la boca, con besos distintos que no había probado. Me mordió los pezones, descubriendo que eran poderosamente sensibles y tan capaces de placer como otras zonas que pronto fue despertando. Su lengua en mis nalgas, de pronto tan solícitamente atendidas fue otro agradable descubrimiento, por no hablar del mágico momento en que la sentí lamer mi ano.

Lo ansiaba ya. Lo quería probar todo y completamente. Él lo intuía y esperó el momento justo, cuando ya el deseo parecía desbordar mis propios diques, cuando arañaba las sábanas contraído de placer y buscaba el alivio del orgasmo aunque fuera tallándome contra las arrugadas sábanas. Sólo entonces me montó. No hubo tambores ni fuegos ni artificios. El hombre acomodó su enorme pieza entre mis nalgas y comenzó a empujar simplemente. Su lengua en mi oído hacía estragos mientras tanto. Me lamía el lóbulo mientras su respiración se mezclaba con entrecortadas palabras que sólo me decían lo delicioso que se sentía mi culo. Y comenzó a penetrarme. El grueso glande presionando firmemente logró atravesar mi apretado y sensibilizado esfínter. El sentimiento y la sensación fueron una sola cosa. El sentimiento de ser poseído, de pertenecer a alguien, alguien más fuerte, más capaz, que tenía el poder de entrar y tomar lo que quería. La sensación de ser llenado, atravesado por esa carne dura que ocupaba un espacio que uno desconocía haber tenido.

El avance fue meticulosamente lento. El dolor inicial se perdió en el marasmo de otras sensaciones. El goce parecía venir de un lugar profundo y misterioso, no conocido. El hombre encima mío parecía entonces una extensión de mis propias conclusiones. Una ilusión, un personaje más en mi película. Don César González, el padre de mi amigo, el esposo que sometía a su mujer a sus inagotables pasiones, que filmaba y cogía muchachas y muchachos. Y yo uno más en su lista.

Lo tenía ya adentro. Profundamente adentro. Pegado a mí como el perro a su hembra. Con su aliento en mi nuca y sus manos en los hombros. Empujando vigoroso, enseñándome que él mandaba, que era suyo, no por siempre, no de gratis, sino sólo aquella noche y de aquella precisa manera.

Mueve esas nalguitas – me dijo imperioso.

Y lo hice. Me sentí tan hombre y tan puto al mismo tiempo. Me sentí orgulloso del placer que le brindaba. Me sentí tan colmado de placer también que me moví instintivamente, sin mayores indicaciones y presiones. Sus potentes embestidas, sus manos en mi espalda, sus muslos velludos acariciando los míos, todo era una fuente de continuos estímulos que no podían sino llevarme irremediablemente al orgasmo. Lo tuve tan de improviso e inmediato que me sorprendí a mí mismo gritando mi ronco placer bajo la almohada, y Don César se me unió poco después, bombeándome su hirviente semen en las profundidades de mi cuerpo.

Lo dejé descansar sudoroso y agotado sobre mi espalda. No rompimos el abrazo. Nos adormilamos los dos, y dejamos que el resto de la noche tapiara lo vivido.

Por la mañana lo encontré aún en la cama, desnudo y durmiendo a mi lado. El temido golpe de la realidad no me pegó tan duro como esperaba, y menos aun al verlo despertarse como un gato, estirándose entre las sábanas y sonriéndome bajo la espesa barba rubia.

Tenemos varios días disponibles – fue lo primero que dijo al despertar mientras me palmeaba las nalgas – la casa nos pertenece por completo.

La casa de los González, pensé mientras me ponía de pie para darme una rápida ducha. Don César me alcanzó en el baño y me enjabonó la espalda. Su verga se puso de nuevo dura y me empujó bajo la lluvia de la regadera para darme un desayuno inesperado. Primera vez que probaba el semen de un hombre, y la verdad, no se me hizo nada desagradable.

Después de bañarnos y desayunar, Don César fue a buscar tabaco y pipa a la biblioteca. Descubrió entonces lo que había encontrado en su ausencia.

Esto – dijo señalando el desorden de discos sobre el escritorio – merece un castigo ejemplar.

No me quedó mas remedio que asentir, preguntándome cuál podría ser ese castigo. Ya habría tiempo. La casa de Los González estaba sola, y en sus muchas habitaciones seguramente encontraría la respuesta.

Si te gustó, házmelo saber.

altair7@hotmail.com