La casa azul de la colina

Así fue mi primer dia de trabajo.

La casa azul de la colina

Cuando entré a trabajar en la casa azul de la colina el mundo se rajó a mis pies.

Llegaba cada día caminando por el acantilado bordeado de encinas y pinares que se dejaban lamer por el viento del norte y se inclinaban hacia el mar, besando la costa. El camino encrespado y el calor de aquellas mañanas de junio apresuraban los latidos de mi corazón, y las perlas de sudor humedecían mi rostro dejándolo pegajoso, húmedo igual que mi cuerpo, regordete y tan moreno como el de mi madre.

El primer día, uno de junio, aún lo recuerdo. Cuando llegué a la puerta de madera azul intenso me paré a respirar, a secarme el sudor, a tranquilizarme. Me abrieron antes de que yo tocara el timbre. Era la señora Lola, la sirvienta de la casa. Ella había dicho a mi madre que faltaba una chica para el verano, la anterior se había ido de forma apresurada a cuidar una tía agonizante en la ciudad, y que quizás a mí me interesaba.

Me hizo pasar a una sala pequeña de muebles de madera y de una penumbra adormecedora. Me dijo que me esperara que pronto bajaría al señor Esteban. Lo esperé mirando a mi alrededor, familiarizándome con unos muebles que pronto tendría que ir limpiando, mi misión en aquella casa.

La señora Lola bajó al señor en una silla de ruedas. Yo lo había visto alguna vez por el pueblo, mi madre me lo había señalado de lejos.

–El amo –me decía mi madre.

Yo nunca lo había tenido tan cerca como aquella mañana del mes de junio.

Me preguntó si era del pueblo, si vivía lejos de allí, que con quien vivía, si estudiaba. Y todas sus preguntas las acompañó de una mirada intensa que parecía preguntarme siempre algo más de lo que en realidad me estaba diciendo. Yo estudiaba enfermería en la ciudad, pasaba el invierno fuera y ahora, en el verano, deseaba algunos ingresos para seguir pagándome los estudios, mi madre no tenía suficientes recursos y no quería que la mujer fuera más ahogada por mi causa. Así que la marcha de la chica anterior significó para mí una gran alegría, podría ganarme algún dinero extra en el mismo pueblo.

Pronto quedamos entendidos, iría tres mañanas por semana y me encargaría de limpiar el polvo, hacer persianas y ventanas, limpiar la cocina, siempre controlada por la señora Lola. Y algún extra, como él mismo añadió, que yo entendí como que siempre suele salir algo más en todas las casas.

Empecé a la mañana siguiente. Hice la planta baja, la parte del este. Pronto quedó mi cuerpo empapado en sudor porque hacía calor y yo no dejaba de moverme. El señor Esteban permaneció sentado en su silla de ruedas mientras yo limpiaba, escrutando por detrás mi cuerpo y mis movimientos. Cuando acabé la sala le dije que si algo no lo encontraba bien que me lo dijera, que yo quería hacerlo bien.

—A partir de mañana quiero que limpies sin ropa interior.

—¿Cómo?

—Es así como lo quiero –me dijo sin darme opción a negarme. —Cuando hablamos ayer ya te dije que habría algún extra.

—Bueno, pero... yo entendí...

—Ese es el trato.

Al día siguiente, él me esperaba en otra de las habitaciones que debía limpiar. Antes de ponerme al trabajo me preguntó si recordaba la conversación del día anterior.

—Sí... claro... —le dije algo titubeante.

Como podía haber olvidado aquello. Me cambié en la habitación del servicio, una habitación pequeña, con una ventana excesivamente alta que no dejaba ver el exterior, una silla de madera y una cama con una colcha de cuadros. Me puse la bata de rallas azules y antes de salir, dudé, dudé si desaparecer, si no volver nunca más, pero pensé en mi madre, en mis estudios, todo pasó por delante de mí como si se tratara de una película y decidí que saldría de allí, que limpiaría como aquel hombre quisiera, y que al final de la semana me pagara lo que habíamos acordado, al fin y al cabo era lo que realmente me importaba.

No fue fácil empezar a limpiar con la mirada de aquel hombre fija en mí, sin risa, sin expresión alguna de dolor o de placer cuando se adivinaban mis pechos debajo de aquella bata o cuando se debía trasparentar mi sexo al trasluz de las ventanas. Nada había en aquel ser de mirada enigmática, en aquel poseedor de la mayoría de las tierras del pueblo, en el amo de la casa más grande de toda la comarca, nada que delatase que disfrutaba con aquello o que se sintiera enojado, nada.

No se cuanto tiempo debí trabajar, pero se que me giré y fue entonces cuando vi como se abría la bragueta, se sacaba su miembro fláccido y empezaba a moverlo, me giré avergonzada, rápida como la luz y seguí limpiando los vidrios orientados al mar, a aquel mar inmenso que también me miraba con un rumor de fondo.

—Mírame cuando haga esto.

—Perdone, es que, no sé..., creo que no debo.

—Sí que debes, es tu obligación.

Y me quedé mirándolo, con las piernas juntas, casi en posición de firme porque tenia miedo de moverme, de respirar y que aquel hombre respondiera de alguna manera inesperada. Le vi mover su mano rápida, frenética, haciendo crecer aquel miembro de una forma casi maravillosa ante mis ojos.

—Mírame, no dejes de mirarme.

—Sí..., sí señor.

Y acabó con una especie de lamento que retumbó contra las paredes de aquella habitación, contra los vidrios y contra mi persona. Me obligó a limpiar aquella abundancia que había salido de su ser y que humedecía el suelo, su ropa, la silla.

—Hazlo bien, por favor, no te dejes nada —me dijo mientras mantenía la bragueta abierta y su miembro al aire.

—Ya está, señor —le dije— ¿Puedo seguir limpiando los vidrios?

Sé que hice una pregunta estúpida, pero el nerviosismo no me dejaba reaccionar y me paralizaba incluso el pensamiento.

—No —me dijo con un tono cínico e inexpresivo—. Ahora te toca a ti.

—¿Qué quiere decir?

–-Que te quites esa bata de rayas.

—¿Pero, qué dice?

—Lo que oyes, y no discutas, chica. Muéstrame tus pechos de una vez.

Y así lo hice porque no quería perder el trabajo de aquel verano y el fuego de su mirada me iba a partir el pensamiento. Y el rubor que sentí cuando mi bata cayo desmayada en el suelo podía hasta quemarme. Miré al suelo y vi mis pechos, mi pubis al aire, como sólo alguna vez había visto mi espejo, pero sólo para mí.

—Bien, las tienes grandes, más de lo que me parecieron el primer día que te vi –comentó con una seguridad fría–. Pálpate los senos y estira bien de tus pezones, pero bien, pequeña, hasta que se te pongan tiesos.

Y me fui palpando mientras miraba el suelo y veía sus piernas inmóviles, sus pies descalzos, hasta entonces no me había dado cuenta. Y los pezones me crecían, se engordaban como si de pronto tuvieran vida propia, y tuve miedo de mi misma que nunca había hecho nada de aquello delante de nadie.

—Acércate, ponte de rodillas.

Y me hizo coger uno de sus pies, muerto y desnudo, con mis dos manos, y pasarlo por mis pechos, acariciándome, sintiendo aquella aspereza en mis pezones demasiado vivos de aquella tarde y después me hizo pasarlo por mi pubis, rozándome el vello.

—Siéntate encima de mí, así, de lado.

Y así lo hice porque ya no tenía escapatoria y porque a veces los actos van adquiriendo un cariz insospechado. Y noté su miembro endurecido de nuevo que luchaba por salir de entre aquellas piernas dormidas y mis lágrimas que caían lentas porque me sentía como muerta yo también, sin ánimo, paralítica de voluntad para poder huir de aquel hombre que me poseía con la mirada inexpresiva.

Noté su mano en mi espalda, que caminaba con lentitud, y me pasaba a la barriga y después a mis pechos, gordos, ostensiblemente gordos, lo sabía. Me los besó, un beso húmedo, con una saliva que me mojó los pezones.

—Venga, empieza, chica.

—No lo he hecho nunca.

—Por eso te he dicho que te fijases.

Y le cogí el pene y empecé a masajearlo igual que él había hecho antes delante de mí. Nunca lo había hecho y la novedad me hacía torpe.

—Y no lo hagas mal, recuerda bien como lo he hecho antes.

Y lo hice, sudando, avergonzándome, temiendo no acelerar cuando tenía que hacerlo, nunca hasta ese día había tenido entre mis manos el sexo vivo de ningún hombre. Cuando noté cómo mi sexo se humedecía sentí rabia, odio hacia aquel hombre que me hacía nacer un deseo involuntario entre mis piernas. Y él me palpó el sexo, introduciendo los dedos profunda y hábilmente. Mi humedad llegó a sus dedos y lo vi sonreír por primera vez.

—Aún con nadie, ¿eh? Tonta. Todas decís que no y acabáis mojadas antes de que os penetren.

—Perdone, pero es que todo esto...

—No hay nada que perdonar, sigue así, menos te dolerá, chica.

Y sentir aquello me dolió aún más que si ya me hubiera violado. Y cuando finalmente volvió a salir el líquido frenético de su interior entró la señora Lola. Y en su mirada no descubrí ni admiración, ni sorpresa, como si toda aquella escena la hubiera visto mil veces en aquella casa.

—Llame a Sebastián, Lola.

Y la señora se retiró y yo poniéndome en pie, tapándome absurdamente el pubis y los pechos, le dije que qué estaba diciendo, que quien iba a venir.

—Mira, cállate y limpia todo esto. Va a venir Sebastián, te va a mirar y vas a masturbarlo porque se lo merece, es mi hermano. ¡¡¡Entendido!!! Y él anda, no es como yo.

Y entró su hermano, algo mayor que él, pero de aspecto más fuerte, más alto, más grueso.

—Esta es la chica.

¾

Bien, muy bien

¾

dijo rodeando mi cuerpo con sus pasos.

—Tiene carne y eso me gusta, Esteban, ya lo sabes.

Y el amo avanzó con su silla de ruedas hasta habitación del servicio, su hermano detrás y yo al lado de éste, con la piel erizada, con el sexo palpitante, con los pechos gruesos de un placer extraño. En la habitación me hicieron sentar.

El señor Sebastián sacó unos instrumentos de afeitar. Me obligó a abrir bien las piernas y empezó a afeitarme el sexo sin decir palabra y yo únicamente notaba mi temblor y mi miedo mientras aquella hoja fina lamía mi piel cada vez más desnuda, y temiendo que al hombre le fallara el pulso. El señor Esteban no perdía detalle del afeitado e incluso se permitió dar algún consejo a su hermano de cómo poner la navaja de afeitar para eliminar mejor el vello. Al final me secó con una toalla. La señora Lola retiró la palangana de agua, y ni tan solo me miró. El sexo me quedó profundamente rasurado. Lo vi grueso, enrojecido, me pareció hambriento. Las lágrimas me cayeron por las mejillas. Me hicieron levantar.

—No me gusta nada que hayas llorado –me dijo el señor Sebastián mientras sonreía su hermano.

—¡¡¡Gírate hacia la pared!!!

Y cuando lo hice me empezó a dar azotes en el culo, lo hacía con la mano abierta, aún lo recuerdo, pero no sabía por qué.

—Ahora tú –le dijo al hermano a la vez que me doblaba boca abajo sobre sus piernas dormidas.

Y tumbada en las piernas de aquel hombre paralítico, sintiendo en mi carne la ropa áspera de su pantalón, volví a sentir nuevos azotes en el culo. Y grité y gemí y nadie me hizo caso porque sabían que mi sexo ardía de placer, de humedad.

—Ya esta bien —dijo Sebastián.

Cuando me hicieron incorporar vi que el señor Sebastián iba totalmente desnudo. Se sentó en una silla y me obligo a sentarme encima de él, con las piernas abiertas. Me dolía el culo, tenia picor en el sexo y una inquietud intensa. Allí penetró mi boca con su lengua mientras apuntaba mi sexo carnoso abultado con su pene. Yo me retiraba de él, queriendo huir, temiendo cada vez más todo aquello, gritaba aunque sabía que nadie podía oírme.

—Por favor, déjenme. Por favor, no me haga daño, déjeme —suplicaba inútilmente.

El señor Sebastián con sus grandes manazas me atraía hacia sí, y con una de sus manos me tapó la boca. Detrás de mi noté el cuerpo de su hermano en la silla de ruedas, y sus dos manos que cogían mis pechos con fuerza haciéndome crecer los pezones entre sus dedos. Hasta que finalmente el pene endurecido de aquel hombre me penetró con una dureza que aún recuerdo, fueron unos momentos en los que me quedé sin habla, ahogada en mi propio llanto, sin aire, notando un dolor ardiente y seco.

—Así me gusta, bien callada para que te pueda entrar bien, eh... —me decía mirando fijamente mis ojos bien abiertos— virgencita... o putita... Bien adentro porque así te va a gustar más. Venga. Venga. Venga, que ahora sí que me voy a mover ¿Vale?

Y entraba y salía de mí moviéndose con fuerza y él me movía como una marioneta sentada en sus piernas, a su placer, y a un placer, el mío, que yo ya no podía controlar, toda era suya, de ellos, toda yo. Vi su mano tocarme el clítoris moverlo empecinadamente, como si se tratara de una máquina, y todo aquello era más placer que salía a borbotones por la comisura de mis labios, más placer que no acababa nunca, una oleada después de otra, y aún otra más. Yo era un juguete. Y las manos de su hermano me seguían masajeando los pechos por detrás, estirando de mis pezones erguidos, estaba entre ambos, no tenía escapatoria ni fuerzas para huir. Finalmente dio un grito seco que me asustó y después volcó en mi todo su semen y yo caí sobre su pecho, humedeciéndolo, aflojando mi cuerpo, las piernas desmayadas, mi sexo exhausto de aquel primer día de trabajo que aún recuerdo.