La carrera de la vergüenza

Ingrid debe afrontar una prueba por culpa de una apuesta perdida.

Una bocanada de aire caliente acarició su piel en cuanto se abrió la pesada puerta de metal. Con extrema cautela, asomó su cabeza a través del umbral de la casa. Miró a derecha e izquierda, en busca de transeúntes en la calle desierta. La luz de las farolas era lo único que plantaba cara a la oscuridad en aquella noche de verano. Ingrid se encontraba de vacaciones en el pueblo de sus padres. Con 24 años le habían dejado la llave de la casa de sus abuelos para disfrutar de las fiestas del pueblo junto con sus amigas de la ciudad. La verdad es que las fiestas en sí no eran gran cosa, incluso se atrevería afirmar que eran aburridas, como el resto del pueblo y sus escasos habitantes. Era el típico pueblo del sur de España con calles delimitadas por viviendas de doble planta y blanqueadas con cal.

Un pequeño empujón la obligó a cruzar finalmente el umbral mientras la puerta pegaba un portazo a su espalda y unas risas se colaban a través de la misma. Se encontraba totalmente desnuda, despojada de toda prenda. Sus amigas le habían ganado a un juego de mesa, y con ello la apuesta. La casa de sus abuelos se encontraba justo en la mitad de una de las calles más largas. Tenía una fuerte pendiente y solo había salida al final y principio de la misma, donde se comunicaba con otra calle paralela. Ella tenía que dar toda la vuelta, saliendo por el final de la calle y volviendo por el principio de la misma a través de la contigua.  “ Vaya  putada ” se lamentó Ingrid mientras volvía a ver a un lado y otro de la calle. Por suerte aún no habían cerrado la feria, con lo que casi toda la gente estaría aún allí, pero por la hora que era, si no se daba prisa, su suerte podía cambiar.

Su media melena morena comenzó a moverse al son de su trote calle abajo. El calor que había acumulado todo el día el suelo le recordaba que estaba descalza con lo que le convenía correr de puntillas y sin demasiada prisa. La brisa cálida le recordó lo agradecida que debía estar al aire acondicionado de su casa. Hacía muchísima calor y su piel comenzaba a humedecerse levemente por el sudor. Notaba como la piel del brazo se pegaba a la piel de sus firmes pechos mientras los ocultaba y evitaba que bailasen con cada paso que daba. Pero eso no tenía la menor importancia en ese momento. El corazón le latía con fuerza en su pecho y sus sentidos se habían agudizado. Esperaba poder salir de esa situación sin que nadie la viera tal y como había venido al mundo. Era un pueblo pequeño y los rumores compiten con la luz en velocidad.

Su corazón le dio un vuelco cuando sus oídos le alertaron  de  una tímida conversación que se acercaba. Era una pareja agarrada de la mano que caminaba por el asfalto en mitad de la calle. Fue rápida y se dirigió hacia la acera,  ocultándose entre los coches. Deseaba con toda su alma que se alejarán para poder seguir bajando la calle. La música de la feria había casado hace un minuto y no tardarían mucho en empezar a subir los vecinos por esa calle.

Tras pasar la pareja con un paso digno de la velocidad de los caracoles, Ingrid suspiró aliviada y cogió una bocanada del tórrido calor de la noche que le otorgó fuerzas suficientes para seguir su camino calle abajo, al límite de velocidad que podía ir descalza por la calle.

Llevaba un buen ritmo, todo parecía que iba a pasar sin el menor problema hasta que comenzó a escuchar unas risas. Era un grupo de chicos que más que un grupo le pareció un ejército. Ocupaban para su desgracia toda la amplitud de la calle. Unos caminaban por la acera de la derecha, otros por la acera de la izquierda y el resto por el asfalto. No podía avanzar, ni podía dar marcha atrás, ya que se encontraría de nuevo con la pareja ni podía ocultarse entre los coche, la verían al instante. Por sus venas corría una gran cantidad de adrenalina y el corazón le latía a mil por hora. “¡Tiene que haber una forma, tiene que haberla!” se decía una y otra vez mientras sus ojos castaños recorrían hasta el último hueco posible donde esconderse. El tiempo corría en su contra cuando se fijó en una posibilidad tan arriesga como única que era. Justo dos casas más adelante había un puerta abierta, si se daba prisa podría esconderse en el portal de la casa sin que la vieran y allí rezar por que el dueño de la misma no le diera por salir asomarse a la calle.

Sin pensárselo dos veces, corrió hacia el portal y se metió dentro ocultándose entre la puerta y la pared. Los chicos iban riéndose y soltando tacos, algún eructo por ahí y más palabras soeces. El frescor que los azulejos donde se apoyaba le refrescaba la espalda y sus tersas nalgas. “¿A quién se le ocurre apostar?” se lamentaba Ingrid. En el portal se retiró un mechón de  pelo azabache de sus ojos mientras trataba de tranquilizarse y agudizar al máximo el oído para saber con exactitud cuando había pasado de largo el grupo al completo. Trató de contener sus pulsaciones en cuanto el grupo interminable de chicos había terminado de cruzar su zona. Asomó tímidamente su cabeza a través del umbral para mirar a un lado y otro…

-¡Hola!- Escuchó un voz juvenil a su espalda mientras sentía dos cachetes en su culo ¡Plas, plas! Su corazón casi se le paro en ese instante, mientras su mente se llenaba de odio. Sispuesta a girarse y dar una bofetada al caradura que se había atrevido a meterle mano: dijo:

-¿Quién demo…? – No llegó a terminar la frase cuando al girarse se extrañó de no ver a nadie… ¡Plas, plas! De nuevo le dieron dos cachetes el en culo. Mirando hacia abajo se encontró a unos pequeños ojos oscuros que le sonreían.

-¿Qué haces desnuda? – Le pregunto un niño de unos 4 años mientras inclinaba su cabeza enfatizando su pregunta.

-Ehmm… Ummm… ¿Qué haces que no estás durmiendo? – Logró articular Ingrid.

Al fondo del pasillo de la casa se escuchó una voz llamando al niño. Ingrid con los ojos como platos aprovechó que el niño se giraba para desaparecer calle abajo no sin antes mirar a un lado y otro de la calle y asegurarse que no había nadie. “¡Vaya susto me ha metido el puñetero niño!”. Ingrid continuaba su carrera, ya había terminado la calle y comenzaba a subir por la contigua. Se podría decir que llevaba medio camino cuando volvió a encontrarse en un aprieto.

Bajando la calle, por el asfalto bajaban un par de chicos y a uno de ellos lo reconoció. Era el Moro. Se podía decir que era el chico malo del pueblo, el que atemorizaba a los vecinos con sus locuras y sus musculitos mientras suministraba las drogas de contrabando a los jóvenes del lugar. No se lo pensó dos veces Ingrid, daría la vuelta inmediatamente y que pasara de largo. Pero el plan hizo aguas en cuando escuchó otras voces subiendo por la calle. “¡Mierda!” Venían por ambos sentidos. La única posibilidad era ocultarse entre los vehículos y aprovechar el amparo de la oscuridad que había entre dos farolas. Dicho y hecho. Entre un todo terreno y una furgoneta tenía el mejor escondite para ocultar su desnudez.

Ambos grupos se cruzaron justo a la altura donde Ingrid se ocultaba y para su desgracia se pararon ahí mismo para conversar. “¡Perfecto! Esta no es mi noche.” Se maldijo Ingrid.

Lo chicos estuvieron un rato largo conversando, que si cuando por la azul, que si dame 1 gramos de ángel… La chica se desesperaba por que acabaran los negocios y poder continuar con su paso cuando se le paró el corazón del susto. El Moro se dirigía directamente a donde estaba ella. Con agilidad se colocó justo a la altura de la rueda del todo terreno, ocultándose en la oscuridad de la noche. Estaba al filo de ser vista por el Moro, uno de los chicos más peligrosos de la población. Mil temores comenzaban a invadirla. Si la veía, siendo una chica tan mona y de ciudad, no tendría muchos reparos en violarla allí mismo a punta de navaja. Sin duda era una situación de lo más peligrosa. Ya casi podía notar el frío acero de una navaja en el cuello…

De golpe, el Moro se paró ante ella. Estaba de perfil y con la oscuridad no la vería, pero no estaba a menos de un metro de él, mantener la calma era crucial. El Moro se bajó la cremallera de los tejanos y metió la mano en la abertura para sacar su verga y comenzar a orinar. Ella podía verla con total claridad, y con gran sorpresa admiró su tamaño. Era chiquitina y arrugadilla, tuvo que taparse la boca para reprimir una carcajada que hubiera sido su perdición. El chico más peligroso del pueblo la tenía pequeña, no pequeña, no, “¡Enana!” pensó Ingrid.

Tras un breve pis del Moro, Los dos grupos volvieron a iniciar el camino calle abajo, justo la dirección contraria que Ingrid debía tomar. Ya llevaba más de medio camino y todavía no la había visto nadie desnuda, bueno, sin contar al niño de 4 años. Seguía corriendo de puntillas tratando de que la piel de sus pies sufriera lo menos posible cuando llegaba ya al final de la calle. Solo tenía que cruzar y empezar a bajar por la calle hacia su casa, así terminaría pagando su apuesta.

Pero el último obstáculo que se iba a encontrar no iba a ser el más fácil de todos. La vieja de su vecina estaba justo en la puerta de su casa con su mecedora tomando el fresco. Era una señora flacucha y retorcida, muy poquita cosa, pero junto al Moro, era de las personas más temidas en la población. Su lengua escupía autentico veneno y de ella nacían los rumores más crueles, capaces que llevar a la ruina a las mejores familias del pueblo. Era tal el miedo que inspiraba la vieja que ningún coche se atrevía aparcar cerca de su casa, con lo que Ingrid no contaba con sus escondites favoritos (los coches) para cruzar ante la vieja, y para empeorar la situación, justo enfrente de la vieja se encontraba un farol, con lo que la oscuridad no podía amparar la desnudez de la chica.

Allí estaba ella, agachada, tratando de cubrirse con su piernas y brazos en el amparo de un viejo Ford que le servía de refugio ante el límite imaginario que representaban 10 metros de calle donde nada se interponía entre su desnudez y la vieja más cotilla del pueblo. “Esperaremos a que se vaya a dormir…” No llegó a terminar la frase cuando sus oídos le volvieron alertar que alguien se acercaba por la calle. Las risas lo hicieron inconfundible, de nuevo El Moro “¿Pero dónde coño va?” Como un relámpago le llego la respuesta a la mente, el viejo Ford donde está apoyada es donde El Moro guarda las drogas…

Ahora ya sí que no había escapatoria, y la verdad, si tenía que elegir entre los rumores que nacieran de la boca de la vieja al peligro de enfrentarse desnuda al camello del pueblo, sin duda la primera opción era la mejor. “Tal vez sea corta de vista y no me vea.” trataba de engañarse a sí misma, pero sabía que la vieja veía perfectamente. Había tomado la decisión que creía más acertada y era el momento de ponerla en práctica ya que El moro cada vez estaba más cerca.

“Ahora o nunca”, se levantó mientras cogió una bocanada de aire que le diera el valor suficiente para su vía crucis particular, la senda de la vergüenza. El aire fresco de la madrugada acariciaba cada rincón de su cuerpo. Una gota de lluvia le cayó en la mejilla mientras seguía dándole vueltas al plan y sus consecuencias. Estaba totalmente decidida y ya había hecho acopio del valor aunque sus piernas seguían sin hacerle caso, casi podía sentir como se clavaban las miradas de los no presentes en la calle, gente que afirmaría haberla visto desnuda esa noche en cuanto oyeran el rumor de la vieja y con los rumores ya se sabe, crecen y crecen… “Como la polla enana de El Moro, que como te vea así estas perdida, ¡Muévete que llega!” se gritó para sí misma. Volvió a coger otra bocanada de aire fresco y húmedo mientras con una mano se retiraba un mechón empapado de agua. “Tengo que hacerlo ahora, sí o sí…” casi no podía pensar, el ruido de una tormenta torrencial acercándose apenas le dejaba pensar… “Un momento, ¡Está lloviendo!”

Estaba tan absuelta en su obstáculo que no se había dado cuenta que había comenzado a llover con mucha fuerza. Con estupor, vió como la vieja que antes se mecía en su mecedora, la recogía con asombrante agilidad y se metía dentro de casa dando un portazo. Girándose vio como El Moro trataba de cubrirse la cabeza con las manos para evitar mojarse y emprendía carrera dirección contraria a la suya.

“¡Sí! ¡Salvada” dijo en voz alta y soltando una carcajada. Comenzó a correr sin preocuparse lo más mínimo de cubrir sus vergüenzas. Se sentía libre, cada vez más aliviada conforme llegaba a la puerta de la casa. La lluvia recorría cada rincón de su cuerpo refrescándola.

¡Toc, toc! Picaba con fuerza en la puerta. “¡Abrirme, que lo he conseguido!” gritaba eufórica Ingrid mientras la lluvia seguía mojando su cuerpo. Toda la presión ahora se transformaba en excitación y la humedad de su sexo se mezclaba sin problemas con el agua que caía del cielo con violencia. “¡Abrir, rápido!”

Tras escuchar una llave girarse la puerta se abrió. Una lengua de aire frío la golpeo con fuerza. Estaba helado el aire que escupía el acondicionado. Su piel se le puso de gallina y sus pezones se endurecieron tanto que casi le dolían. Retirándose los mechones morenos de sus ojos y exhibiendo una amplia sonrisa blanca se topó con algo extraño. No reconocía los ojos que se encontraban ante ella. Era de un color azul pálido y estaban abiertos de par en par mirándola con el mismo signo de sorpresa que ella.

-¡Ingrid! ¿Qué haces tía? – escuchó a una de sus amigas en una puerta más adelante con una expresión que demostraba estupor ante lo absurdo.

En un segundo se lucidez, recuperó un poco las riendas de su mente y miró hacia arriba del portal, en busca del número… “¿el 58? Pero si yo vivo en el 56…” Un escalofrío cruzó todo su cuerpo. Estaba totalmente desnuda ante su vecino que ya fuera del asombro la miraba con lasciva.  Se la folló con la mirada antes que Ingrid despertará de la sorpresa en la que se había visto  atrapada, y con gran vergüenza tapó sus pechos con el brazo derecho y su vientre con el brazo izquierdo y comenzó a correr al refugió de su casa, la del al lado.

Tras unas risas y bromas de sus amigas tomó un par de copas en busca de apagar sus mejillas encendidas por el rubor. Acababa de sentir muchísima vergüenza, pero se sentía viva, había sentido emociones muy fuertes aquella noche, miedo, indignación, risa, vergüenza… Pero todo esto no evitó que tuviera que morder la almohada esa misma noche hasta tres vez para apagar los gemidos provocados por su masturbación.