La cala

Un poco de voyerismo light en una cala mediterránea.

Todos tenemos nuestras rarezas. Sin duda una de mis peculiaridades es que mi paleta de colores es cuasi femenina; lo suficiente como para interiorizar que la morenaza que se situaba a pocos metros vestía un bikini azul aguamarina y su melena larga y espesa alcanzaba un tono negro azabache.

Una cala mediterránea, escapando de las hordas guiris, de alemanes cerveceros y familias tan numerosas como estruendosas. Aquella cala parecía de los pocos sitios donde alguien podría tomar el sol sin riesgo de ser aplastado por una nevera o devastado por los gritos de una Juani.

Caía la tarde de verano. Maldito verano. Por qué coño tienes que ser tan corto. El verano pasa tan rápido que siempre tengo la sensación de que alguien me lo está robando. Y es que sin previo aviso ya estábamos en septiembre y yo me sentía en ese momento del partido en el que el cuarto árbitro anuncia los minutos de descuento. Septiembre, el mes melancólico, que a mí me recuerda a esa última golosina de la bolsita, ya arrugada e impregnada de azúcar. La que mejor sabe.

El cuadro estaba compuesto por un autóctono post adolescente durmiendo la mona de espaldas al mundo, un matrimonio leyendo todo lo legible con tal de no hablar con su pareja, la morena de treinta y pocos gustándose al sol, y el recién aterrizado en la escena, o sea yo.

Todo era nuevo para mí, hasta que el sol se alejase por los apartamentos y no por el mar. Tenía esa mezcla de nerviosismo e intranquilidad que da el futuro incierto. Si es que no somos otra cosa que animales de costumbre. Hasta tomar café de una cafetera extraña me produce pavor. Llevaba dos semanas viviendo en aquella ciudad y aun no tenía casa donde dormir ni conocidos con los que beber. Seguir pernoctando en un hotel me daba aun la sensación de estar de paso.

Pero volvamos a la cala.

Dicen que desde los griegos está todo dicho, yo añadía que desde Kubrick está todo visto. Que ya nada nos impresiona, que vivimos impasibles, nada nos estimula. Aquella tarde cambié de opinión, pues discurrí que no era lo mismo ver a Halle Berry saliendo del agua en “Muere otro día” que lo que estaba yo contemplando. No tenía nada que ver, por grande que fuera la pantalla de cine. Y es que la morena del bikini aguamarina dejaba a la altura del betún a Halle (las chicas como Dios manda han de tener el pelo largo) por muy Halle que fuera Berry.

Hacía años, o quizás hubiera que remontarse a una vida anterior, que yo no sentía ese hormigueo. ¿Qué coño hormigueo? Terremoto en todo mi cuerpo, desde el dedo meñique del pie al último pelo del tupé, un temblor de tierra por mis ciento ochenta y dos centímetros. Piernas largas y esbeltas, cadera justa y tetas para reflexionar con calma. Salía del agua como si hubiera nadado hasta las Baleares y hubiera vuelto. Lo cierto es que nunca he sabido diferenciar cuando una mujer pone cara de cansancio o de estar buena.

Pero es que la cabrona no solo estaba buena, si no que además era guapa. En el momento en que se había quitado las gafas de sol lo supe. Fue un ascenso. De coronel a general. Con las gafas podía engañarme pero después ya no. Guapa, de ojos grandes y rostro afilado. El resto lo fui descubriendo con el paso de los minutos: el lenguaje gestual, el cesto de la playa, la manera de moverse. Mi subconsciente había sabido desde el principio que no era cani, a los tres minutos mi raciocinio ya la acercaba a un barrio bien. A los cinco minutos ya la tenía encasillada como pija.

Aquel compendio de carne y accesorios me hacía hacerme una idea de su edad. Parecía en esa delgada línea entre chica atractiva y mujer interesante. Veinte y muchos o treinta y pocos.

Todos sabemos que cuando uno puede tocar, toca, y cuando no puede tocar, imagina. El caso es que yo allí bocabajo, a unos tres o cuatro metros del objetivo, y, contemplando como ella, en mí misma postura leía un pequeño libro, o imaginaba o acabaría en la cárcel.

Y no era el inocente juego de imaginar en un aeropuerto: “Éste va a París a reencontrarse con su novia, ésta va a Amsterdam a fumarse unos porros” No, aquello se me puso guarro desde el principio. Algo así como: “Tiene 30 años, es profesora de ballet clásico y tiene cuatro amantes negros que…” o “tiene 32 años, es cirujana y se la follan cinco bedeles que…” Vamos, que tras edad y profesión venía lo bueno. Si es que uno es muy comedido sin confianza y algo guarro con los amigos, pero a solas con su mente se desubica.

Creo que ya la estaba penetrando el tercer bedel, que para ahorrar en metraje era negro, cuando se puso de rodillas sobre su toalla, frente a mí, y comenzó a echarse crema con un spray. Crema o aceite no lo se, aquello era transparente y lo echaba con un estilo que ni una masajista tailandesa. Era curioso porque ante un cuerpo de 1.70 y yo con mis dos ojos a pleno rendimiento no era capaz de mirar todo lo que quería. Si miraba a sus tetas generosas, que de generosidad parecían hacer sufrir un poco su bikini, sentía que me perdía su gesto morboso y sus labios carnosos. Si me centraba en su rostro me perdía su vientre plano y sus caderas. Si alguien hubiera puesto un espejo detrás de ella, para así poder ver también su culo, creo que se me habría colgado el sistema.

Allí se mascaba la tragedia, afortunadamente la tragedia no era peligrosa. El mayor daño que podría sufrir era un dolor de huevos importante, aplastamiento fálico contra la arena y envidia, de la insana, de la que corroe, por saber que alguien se follaba a esa Diosa. Se la follaba o se la follaría, al caso es lo mismo.

Y llegó el momento en que se recogió un poco la braga del bikini y el líquido aterrizó en una de sus nalgas, y allí frotó ligeramente con su mano libre. Pero es que la cabrona se acariciaba mientras miraba al infinito, como sin ganas, sin prisa. Después al otro lado, en su otra nalga. Al hacerlo, su cadera se giraba y en consecuencia sus tetas se juntaban. Su piel se percibía más que tersa y su tez era de un color dorado precioso, que, en contraste con el color de su bikini, formaba una estampa mágica, como si hubiera un áurea en torno a ella.

Yo ya no podía disimular mirar mientras mi miembro ya buscaba salida por Nueva Zelanda.

Se untaba de forma milimétrica, como si le gustara el trabajo bien hecho. Su densa melena perfectamente cuidada iba y venía a cada escorzo. Para acabar, como para la galería, decidió que el mejor sitio para limpiarse las manos de aceite era su propio culo, cada mano a su nalga correspondiente, haciendo varios movimientos rápidos de abajo arriba. Ahí mi miembro pasó de semiseco a húmedo pues me la imaginé ofreciéndome ese culazo en un ambiente más íntimo, a modo de: “aquí lo tienes, es todo tuyo”.

Llegué a creer que mientras hacía aquel gesto ella había fijado su mirada en mí. Luego entré en razón, como quién reconoce que el ídolo Pop no le había mirado en aquel concierto. Creó que miró al mar, o al infinito. Es más, no tenía noticia de que ella hubiera deparado en mi vaga existencia. Cuando dio por concluido su show se acostó de nuevo bocabajo, ya no a leer, si no a dormir, o a pensar en los bedeles. Qué se yo.

Alcé la vista, estirando el cuello cual tortuga, para asegurarme de que ningún cabrón hubiera avistado aquello desde detrás de ella. Pero obviamente no había nadie a su espalda, pues no había escuchado sirenas de ambulancia.

Si en aquel momento hubiera aparecido un genio de la lámpara para ofrecerme tres deseos habría gastado uno en detener el tiempo, “¿Para qué?” Para hacerme una paja allí mismo. Y es que aquel show de la morena a escasos metros de alguien sobrepasaba los límites de la ética.

Un hombre en este contexto suele sopesar la idea de “atacar”. En mi caso, mientras la mitad de mi mente imaginaba cosas que decirle para romper el hielo la otra susurraba: “Sabes de sobra que no te vas a mover de la toalla”. Entretanto se fraguaba mi batalla mental, sentía como si alguien tatuase en mi frente, y con una mueca de sorna, la palabra Loser.

Cuando ya sentía el relieve de la última letra, aquella pija decidió hacer “all in”. Se sentó como una Sioux y empezó a desanudarse el bikini. Aquello ya tenía que ser algo personal. Me sentí como “Indiana Jones En busca del arca perdida“. Ella iba a abrir el arca; si miraba moriría, casi podía sentir el infarto, si no miraba, viviría. Me dije que era joven, que de algo habría que morir y pensé en Oscar Wilde y su: “La mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”. Y miré. Vaya si miré.

Primero se deshizo del nudo de la nuca, y luego del de la espalda. Se descubrió, con cuidado, mimándose, como conociendo el valor que tenían. Sabía que albergaba un tesoro y lo mostró como quién abre un cofre, parecía salir luz para alumbrarnos a ambos. Pero no solo desprendía luminosidad, si no belleza y naturaleza. Era esa naturaleza de mujer, hembra, natural, pura, imperfectamente perfecta. Eran unos pechos grandes, casi desmedidos para su esbeltez. Casi simétricos, pero sin serlo. Casi apuntando firmes al frente, pero cayendo lo justo. Sus pezones eran rosados y excelsos, acorde a lo que coronaban.

Su tono dorado, tostado, era el mismo que el del resto del cuerpo. Eso me desvelaba que aquella era su cala, que allí mandaban sus tetas. Que allí eran libres. Que en la oficina o por la calle las podrías imaginar, adivinar, pero si de verdad querías verlas tenías que ir allí. Cuanto idiota, cuanto vecino o compañero de trabajo se habría pajeado imaginándolas y yo acababa de llegar y las tenía al descubierto.

Ella embadurnaba sus manos de aceite y yo hacía lo propio, aunque involuntariamente, con otro tipo de líquido, bajo mi bañador. Se untó primero el escote, de nuevo mirando a la nada, y tomándose su tiempo antes de hacer lo verdaderamente importante, como quién toma carrerilla para tirar un penalty. Cuando llegó el momento de patear, mi corazón latía con tanta fuerza que temía que ella lo escuchase y se tapase. Pero no, empezó a acariciar sus pechos con ternura, a hacerlos brillantes: mano derecha a pecho derecho, mano izquierda a pecho izquierdo. Lo hacía desde abajo y untándose hacia arriba, con ambas manos a la vez, cogiéndoselas y dejándolas caer. Eso era lo mejor, cuando después de sobárselas las dejaba caer, libres, y rebotaban un poco. Al segundo rebote mi polla alcanzó su tamaño máximo y mis ojos se me secaron de no pestañear.

Se preocupaba mucho de echarse aceite en la parte inferior de sus pechos, lo hacía con las dos manos a la vez, colocándolas como para beber de una fuente, recogiendo sus tetas con las manos, como si me las ofreciera, ahí si que sus pezones apuntaron hacia adelante. Acariciándolas hacia adelante. Repitió ese movimiento unas tres o cuatro veces, la última de ellas moviendo el cuello de forma exagerada para echar todo aquel azabache hacia atrás. Por bonito que fuera su pelo ni ella ni yo queríamos que su melena tapase aquellas dos maravillas.

Después se acostó, boca arriba, sus pechos se dispersaron y yo suspiré. Sentí como un golpe de calor. No daba crédito a lo que acababa de ver. ¿Cómo sería acariciar aquello? ¿Cómo sería besarlo? ¿Cómo sería devorarlas en un polvazo impulsivo, casi violento? ¿Cómo sería tener a esa mujer montada encima con esas tetas en movimiento, rozando los labios?

¿Tú que eres más de culos o de tetas?”. La próxima vez que tuviera esa conversación con mis amigos les diría: “Tú no has estado en aquella cala del mediterráneo aquel domingo de julio, así que no tienes puta idea, ya no de tetas, si no de la vida”.

Cuando hube recuperado la compostura me fui al agua. Bueno, al caldo habría que decir, porque para alguien acostumbrado al océano ese mar nos parece una tibia bañera. Una vez allí dudé si ella me habría visto, hasta temí por la cara de salido que pudiera haber puesto. Pero concluí que no, más que nada porque no ganaba nada concluyendo que sí.

Cuando me disponía a zambullirme por completo descubrí que el adolescente aquel, aquel anónimo huésped de la playa que yo tenía olvidado había decidido aprovechar la excusa de la juventud. Ya se sabe que la juventud es una embriaguez continúa, quizás de ahí su valor. No sabía, pero lo cierto era que el chico se había plantado delante de aquella diosa, y le hablaba de dios-sabe-qué. Mi musa, colorada, sonrojada, tapaba sus pechos con sus rodillas con gesto de no creerse lo que estaba pasando. No hay nada que deje más en fuera de juego que un jeta; la consecuencia, que incluso la mujer más creída y segura del mundo parecía desconcertada.

No soy envidioso en términos generales, no envidio a quién tiene más éxito o más dinero, pero cuando alguien le echa los huevos que yo no tengo… por ahí no paso. Mi escudo es el auto engaño: “pobre crío infeliz”, a lo que suele seguir una colección de adjetivos peyorativos que intentan calmar mi conciencia.

Farfullando la frase “puto crío wannabe” comencé a nadar; nadé un buen rato, aprovechando aquella piscina con sal. Olvidándome del niño, para pensar en cosas tan edificantes como si mis manos serían capaces de cubrir enteras aquellas tetas, o si sería de las que para follar se calzan unas botas altas.

Cuando ya no nadaba si no que me disponía a salir del agua, encaminándome a la orilla, descubrí que había nadado demasiado tiempo; El wannabe yacía derrotado en su toalla y mi musa ya tapaba sus pechos con un bikini blanco y su culo con unos shorts vaqueros. En pie se vestía con una camisa sin mangas, de un tono coral y de un tacto de gasa.

Ahí me miró. Estaríamos a unos diez metros pero miró. Y yo sentí como si me estuviera mirando un auditorio repleto. La sentí tan cercana, ya tan conocida, que a punto estuve de despedirla con la mano y soltarle un “¿ya te vas?”.

Mientras yo discernía gilipolleces ella se marchaba, dejando un vacío en aquella calita que a mí me dejó huérfano. Pero no debí de ser el único afectado, ya que allí se hizo el silencio. Las olas ahora rompían en tono más bajo, pues ya no había a quién reclamar atención.

Sin ella no tenía mucho sentido seguir allí, así que en seguida llegué a mi habitación del hotel. Una vez allí le pregunté a mi musa:

-Oye, ¿y ese crío?

-Vaya loco, ¿no? Yo flipé – respondió mi mujer.

-¿Pero qué te dijo?

-Pues no se… si iba a salir esta noche... no sé, chorradas, ¿vaya huevos, no? Además se me acercó en plan “ey” y yo con las tetas al aire.

-Bueno, ya era hora ¿no?, que llevamos como diez tardes intentándolo ¿y qué más te dijo? ¿qué edad tenía?

-No sé, ¿dieciocho? ¿veinte? Me dio su número y todo, con un par.

-¿En serio? –sonreí. Emm… ¿Salimos, nos emborrachamos y le llamas? –pregunté con pocas esperanzas de que entrara en el juego.

-Pues… creo que es más probable salir, emborracharnos y que él me llame.

-Bueno… eso me vale… -le dije acercándome a ella y dándole un pequeño beso.

-¿Y sales sin sujetador? –le pregunté susurrándole al oído mientras desabrochaba lentamente los botones de su camisa.

-Mmm, ya veremos… -Respondió mi mujer, mi musa, la de la melena azabache y bikini azul aguamarina.