La caída de Roma

En la época de las invasiones bárbaras una Princesa germana, mujer hermosa, sensual, fiera y luchadora, está dispuesta a cambiar la historia del Imperio.

LA CAÍDA DE ROMA

En el año 405 de nuestra era el imperio romano agonizaba. A la decadencia y a la corrupción interna se sumaban las amenazas de diversos pueblos bárbaros. La frontera norte, especialmente el curso alto del Danubio, estaba hecha jirones. Las antaño orgullosas legiones romanas ya no eran ni una sombra de lo que habían sido antes. Ahora se componían en su mayoría por bárbaros mercenarios, más atentos a saquear los bienes de los romanos que a combatir a los de su misma especie.

En ese año diversas bandas de bárbaros cruzaron el Danubio, los Alpes, y se lanzaron sobre las inermes ciudades y villas del norte de Italia. Precisamente una de esas bandas, en algún lugar del valle del Po, es en la que centraremos nuestra historia. Lo que hacía diferente a aquella horda de las otras que recorrían la región es que estaba mandada por una mujer: Kacena, hija del rey de los hérulos. Por sus venas corría sangre de varias generaciones de reyes y superaba en audacia y arrojo a todos los de su estirpe.

¡AY DE LOS VENCIDOS!

En la lujosa villa romana todos esperaban con horror la llegada de los bárbaros. Nadie pensaba en resistir, y si alguien tuvo ese pensamiento, se desvaneció en cuanto aquella figura imponente, montada en un hermoso caballo negro, apareció ante sus ojos. El padre de aquella familia patricia se armó de valor y salió a recibir a los invasores, tratando de evitar en la medida de lo posible las matanzas y saqueos que solían acompañar a las correrías de los bárbaros. Con él estaba su familia, su mujer en primer término, sus tres hijas detrás. Sus sirvientes portaban joyas, tapices lujosos y buen vino, tratando así de contentar a sus "visitantes".

Todos se sobrecogieron al ver a Kacena. Siempre pasaba lo mismo. Aquella figura impresionaba por sí sola: alta, fuerte, melena morena ondulada, gesto altivo. Sus poderosas piernas, bellas y musculadas, se apoyaban en los estribos de su cabalgadura. La coraza de cuero negro, con refuerzos metálicos por el pecho, el abdomen y los hombros, le daba un aíre guerrero y peligroso. Guantes de cuero negro, casi hasta el codo, flecos de cuero (revestidos de bronce) hasta medio muslo y botas altas completaban su espectacular atuendo. Iba armada casi hasta los dientes, destacando una enorme espada de hierro colado que descansaba en su espalda. En el costado izquierdo una espada más pequeña, pero muy afilada, y media docena de dagas de unos 30 centímetros repartidas por su cinturón. El escudo redondo, brillante y con el anagrama de su real familia, aparecía colgado de su silla de montar.

Avanzó lentamente, flanqueada por docenas de bárbaros a caballo. Detrás de ella, una numerosa horda de hombres a pie, con aspecto fiero, salvaje. A su derecha, su esclavo personal, un romano de Panonia llamado Aecio. Había sido capturado por las hordas de Kacena, en la primera razzia de ella en "tierras de romanos", cinco años atrás. Era un joven romano culto e inteligente, más o menos de la edad de ella, en torno a los 30. Había sido uno de los oficiales más jóvenes y prometedores del ejército romano, hasta las envidias y corrupciones de la época le apartaron de la carrera militar. Media docena de bárbaros con ganas de divertirse estuvieron a punto de despeñarle por unos riscos, pero la llegada de la Princesa fue providencial. No le pasó desapercibido que aquel romano era atractivo, por lo que decidió tomarle a su servicio. En teoría era su esclavo, su botín de guerra, pero en la práctica era el brazo derecho de ella, su amante en exclusiva y su principal consejero, para envidia de casi todos los bárbaros que la acompañaban en sus correrías. En esos cinco años había enseñado a Kacena latín y griego, además de filosofía, matemáticas, historia, astronomía y estrategia militar. Había adoptado la indumentaria de los bárbaros y siempre estaba dispuesto a sacrificar su vida por ella. El enorme hacha de doble filo que colgaba de su caballo tordo había cortado muchas cabezas en aras de proteger a su princesa bárbara.

Aquella vida de aventuras, luchas, privaciones y sexo habían unido muchísimo a Kacena y Aecio. Cuando, dos años atrás, el padre de ella se empeñó en casarla con el hijo del rey de los lombardos, ella respondió tranquilamente con la siguiente frase: "de acuerdo papá, pero si me obligas a casarme con ese idiota juro que la misma noche de bodas le corto el cuello". Su padre, que la conocía bien, no insistió, ya que sabía que ella era capaz de hacerlo y no quería verse arrastrado a una guerra contra una tribu vecina.

Kacena detuvo su caballo ante el romano que salió a su paso e hizo detenerse a toda su hueste mediante un simple gesto de su enguantada mano. Cuando él iba a empezar a recitar un discurso que había preparado, ella sacó su enorme espada, la levantó sobre su cabeza y gritó " Vae victis! ", "¡Ay de los vencidos!", la misma frase que había dicho Brenno, el jefe galo que había tomado Roma ocho siglos antes. Aquel grito, como siempre sucedía, provocó la euforia de la multitud de bárbaros, ávidos de apoderarse por la fuerza de las riquezas de los romanos. Del lado romano se dibujaron caras de terror y espanto, presintiendo una carnicería inminente. Pero las cosas no iban a ser así. En los últimos años la influencia constante de Aecio había logrado que Kacena moderase su salvajismo. Ya no había incendios ni matanzas, a menos que topasen con gente insensata que tratase de oponer resistencia.

Aecio, sin desmontar, se dirigió al padre de la familia romana. Clavó en él sus ojos y dijo:

No queremos destruir nada, ni derramar sangre. Solo queremos comida para nuestros hombres. Y, por supuesto, todo el oro y la plata que tengáis.

Si señor, como digáis –respondió aquel patricio de 40 años, sin levantar la mirada del suelo.

Estos veinte hombres os acompañaran a por todo. Si intentáis ocultar algo o dañar a cualquiera de nuestros hombres os arrepentiréis. No os agradaría saber el carácter que tiene la Princesa cuando se enfada, creedme.

Hizo un gesto a los hombres encargados de recoger los metales preciosos de la casa, mientras otros grupos acompañaban a los sirvientes de los romanos a buscar los ganados y el trigo que tenían almacenado. Mientras, Kacena paseaba su caballo por delante de la mujer y de las horrorizadas hijas del romano. Para aquellas jóvenes civilizadas la imagen de aquella fiera luchadora era algo que se escapaba de su imaginación. No podían evitar sentir miedo ante ella.

Permitidme que os ofrezcamos nuestra hospitalidad. Me agradaría que compartieseis nuestra mesa –le dijo el romano a Aecio, con voz temblorosa.

Os lo agradezco, pero no. A la Princesa Kacena no le agrada estar bajo techo, no se siente cómoda. Hemos acampado al lado del arroyo, es un lugar precioso y a ella le recuerda a su Germania natal.

Espoleó ligeramente su caballo, hasta llegar junto a ella, que estaba frente a las tres cabizbajas hijas. Los dos se miraron sonrientes, mientras ella volvió a desenvainar su enorme espada. La apoyó en la barbilla de la mayor de las hijas, obligándole a alzar la cabeza. Era una muchacha estupenda, de unos 20 años, con aspecto de romana de pura cepa: piel blanca, ojos color miel, cabello castaño que caía en bucles por ambos lados de su cara, nariz afilada, rostro perfectamente ovalado, labios sensuales y formas sugerentes que se dibujaban bajo su blanca toga.

¿Todo en orden Aecio? –preguntó ella, sin mirarle.

Sí, Princesa, todo en orden.

¿Cómo te llamas? –preguntó Kacena a la joven romana, sin retirar la espada de su barbilla.

Cla... Claudia...

Haz que nos acompañe –le dijo a Aecio, el cual asintió sonriendo.

EL DESCANSO DE LOS GUERREROS

Era casi mediodía cuando llegaron al borde del riachuelo. Aquel paisaje era realmente de ensueño. La verde y pequeña pradera llegaba hasta el borde del agua, pero por el otro lado acababa bruscamente, dando paso a un pequeño pero espeso bosque. Una catarata de agua cristalina remataba el precioso cuadro. Los sirvientes de la Princesa se encargaron de los caballos, atándolos a un árbol cercano, en tanto que otros se afanaban en colocar manjares variados sobre un tapiz de colores en el que descansaban toscos platos de madera y copas de bronce. Cuando hubieron acabado se retiraron, quedándose solos la Princesa, su esclavo y la asustada muchacha romana. Kacena alzó sus ojos negros, mirando al sol veraniego que caía con fuerza en aquella época. Se pasó su antebrazo por la frente para secarse unas gotas de sudor que resbalaban perezosas y dijo:

Voy a darme un baño. Ayúdame con la coraza Aecio, por favor.

Era un claro síntoma de familiaridad, respeto y camaradería con él. Nunca le llamaba "esclavo" ni le daba órdenes de forma despectiva. En realidad el status de ellos dos se asemejaba más a un matrimonio que a otra cosa. Aecio se colocó a su espalda y empezó a soltar correas de cuero y remaches, mientras ella se quitaba el cinturón lleno de dagas y se lo arrojaba a Claudia. La joven lo recogió en el aire y casi se cae por el peso de aquel artilugio.

Úntalo con grasa que hay en la silla de montar –ordenó, mientras levantaba los brazos para permitir que su compañero le sacase la pesada coraza.

Con la destreza propia de quien ha hecho eso muchas veces, Aecio acabó de desnudarla, sacando con cuidado aquellos reforzados flecos que protegían sus partes bajas. Claudia permaneció paralizada, con el cinturón de las dagas en la mano, observando aquel cuerpo desnudo. Era algo espectacular, la verdad: senos grandes y firmes, estómago plano y musculado, piernas largas, hombros anchos pero bonitos, cuello de cisne....

¿Nunca has visto a una mujer desnuda, romana? –preguntó Kacena, alzando la voz-. Aún te queda mucho que aprender –añadió, riendo-. Cuando acabes con el cinturón sigue con la coraza y las botas, y quiero que queden brillantes. Explícaselo, te espero en el río –dirigiéndose a Aecio.

Vamos a ver muchacha –dijo Aecio, sin apartar la vista de las bamboleantes nalgas de Kacena, que se adentraba en el agua-, usa esta grasa. Extiéndela bien, déjala un rato y frota con este paño. Y por favor, esmérate, no hagas que se enfade, ¿entendido?

Sí... señor –balbuceó Claudia, mientras miraba aquella coraza que descansaba a sus pies.

Puedes ir comiendo algo si tienes hambre –dijo, señalando al tapiz repleto de comida, mientras se quitaba los pantalones y la casaca de tela que llevaba-. Por cierto, no te recomiendo que intentes huir, el bosque está lleno de nuestros hombres. Podría sucederte algo desagradable... –añadió cínicamente.

Claudia levantó un momento los ojos del suelo y le vio desnudo. Aquel cuerpo masculino sin ropa casi le corta la respiración. Apartó la mirada con rapidez, mientras Aecio caminaba hacia el río. La chica romana no podía disimular sus temblores. ¿Por qué le estaba pasando esto a ella? Trató de evadirse de esos pensamientos, sentándose en aquel verde y fresco suelo, y poniéndose manos a la obra con aquella grasa maloliente. Cuando acabó de untar todo aquello miró para el río. Los dos estaban debajo de la pequeña cascada. Ella con el pelo mojado y el agua haciendo brillar todo su cuerpo. Él detrás de ella, acariciando su estómago y sus pechos, con la pelvis bien pegada a las redondas nalgas.

La curiosidad pudo más que el miedo. Gateando se acercó hasta el borde del río, colocándose detrás de unos arbustos, donde podía verlo todo bien. Los dos estaban con el agua hasta las rodillas y él acariciaba el cuerpo de ella suavemente, sin prisa, recorriéndolo todo con mimo, besándolo con ternura. La escena, enmarcada en tan bello paisaje, le resultó a Claudia hermosa, sensual y excitante. Cuando aquella Princesa bárbara, haciendo gala de una perfecta flexibilidad, se dobló en un ángulo de noventa grados, sintió un cosquilleo ascender por su estómago. Vio con claridad como él situaba su pene entre las nalgas de ella y lo introducía lentamente. Kacena entreabrió sus carnosos labios al sentir aquella invasión en sus partes íntimas, para acto seguido, con las manos apoyadas en las rocas, empezar a mover suavemente sus caderas adelante y atrás.

Aquel ritmo era cadencioso, deliciosamente lento, mientras el sol, flitrándose entre las gotitas de agua pulverizada, dibujaba un arco iris sobre sus cuerpos. Claudia estaba concentrada en aquella excitante estampa, viendo el lento bamboleo de los pechos de ella, al tiempo que el miembro de él entraba y salía del cuerpo de ella. No se dio cuenta de que su mano se había introducido por debajo de su túnica, tocando su mojado e hinchado sexo. El ruido del agua no le permitía escuchar los jadeos de ellos, pero sí pudo oír el grito casi animal que salió de la boca de Kacena cuando llegó al orgasmo. En ese momento la chica romana sintió un latigazo por todo el cuerpo, estremeciéndose de la cabeza a los pies. La sensación de placer intenso solo se veía interferida por dos cosas: los latidos acelerados de su corazón y la humedad que notaba en su mano.

Cuando pudo volver a enfocar sus ojos en el río vio que ellos se estaban acabando de bañar. Se les veía contentos, felices, riendo sin parar. Con rapidez Claudia volvió a ocupar su lugar, junto a los enseres que tenía que acabar de limpiar. Se puso a frotar con aquel trapo, tratando de sacar fuerzas de flaqueza, ya que aquel orgasmo había consumido gran parte de sus energías. Pocos minutos después Kacena y Aecio salieron del agua. Gotitas de agua resbalaban por los duros pezones de ella, ante las discretas miradas de la joven romana, que fingía estar muy concentrada en su trabajo. En unos segundos sus cuerpos se secaron al sol y entonces Aecio acercó a su compañera una hermosa túnica de colores vivos, mientras él se vestía con otros pantalones y otra vieja casaca. La imagen que mostraba Kacena con aquella túnica era mucho más elegante, nada que ver con su vestimenta de guerra.

Lávate un poco si quieres, romana. Vamos a comer.

Sí... señora.

La verdad es que tantas emociones me han dado apetito –comentó Aecio mientras acababa de vestirse.

Cuando Claudia volvió de lavarse las manos, los encontró sentados, empezando a dar buena cuenta de la comida. Sintió una arcada cuando vio a Kacena beber vino de una copa hecha con un cráneo humano. Ésta era una de las pocas cosas en las que Aecio no había logrado convencer a su Princesa: que renunciase a usar aquel macabro trofeo. Se lo había insinuado muchas veces, pero ella estaba muy orgullosa de aquella copa, ya que el cráneo en cuestión pertenecía a un general vándalo, al que ella había matado con su propia mano. A fin de cuentas, pensó Aecio, ella era una bárbara en el fondo y en ello residía una buena parte de su encanto.

¿No comes, Claudia? –preguntó él.

No, gracias. No tengo hambre...

Vaya, otra chica civilizada con estómago sensible jajajaja –rió Kacena, sin dejar de masticar.

Anda, toma un poco de queso y bebe algo de vino –ofreció Aecio, muy caballeroso.

Gracias –aceptó Claudia, sin poderse quitar la timidez de encima.

Mordisqueó un poco de queso y apuró de un trago la copa de aquel excelente vino. Se sintió algo más relajada y pensó que en el fondo su familia había tenido suerte de que fuera esa banda de bárbaros y no otra la que hubiera llegada a su villa. A fin de cuentas no habían matado a nadie, ni saqueado e incendiado sus propiedades. La segunda copa de vino hizo que su lengua se soltase un poco y se atrevió a preguntar:

Eres romano, ¿verdad?

Sí, lo soy, de Panonia.

En realidad es mi prisionero de guerra –terció Kacena-. Aunque a estas alturas ya no sé quien es prisionero de quien.

Claudia sonrió ante aquella ocurrencia, mostrando unos hermosos dientes blancos perfectamente alineados. Una vez acabada la comida se tumbaron sobre la fresca hierba, a la sombra de unos almendros. El sopor les invadió a los tres. Kacena soñó con una gran batalla, en la que sus tropas aniquilaban a un gran ejército romano. En su sueño sentía excitación sexual, lo cual era perfectamente normal, ya que evocar acciones de lucha siempre provocaba este efecto en ella. Despertó sintiendo suaves caricias en su cuerpo, por encima de la fina túnica que vestía. Dio por supuesto que era Aecio quien la estaba tocando, por lo que le dejó hacer, hasta que notó una mano rozar su cuello. Demasiado pequeña y demasiado suave. Giró la vista a su derecha y vio que era Claudia quien la acariciaba. La chica romana parecía dormida.

Con sigilo Kacena desató la túnica de Claudia, abriéndola despacio, presta a devolver las caricias recibidas. Aquel cuerpo menudo, de carne joven, blanca y firme, era de lo más apetecible. Acarició con suavidad sus pezones, pequeños y claros, hasta hacer que se pusiesen duros. Después dejó que su lengua se deslizase por el estómago de ella, bajando poco a poco, hasta llegar a la sedosa y caliente entrepierna. Claudia, aún medio aturdida por el vino y por el sopor de la siesta, se dejaba hacer y jugaba a enredar sus manos en el ondulado cabello de ella. Kacena lamió con delicadeza el sexo de la joven, haciendo que se abriese como una flor. Su sabor era delicioso, más dulce que ácido.

Con los labios atrapó el clítoris, haciéndola gemir con fuerza. Continuó el trabajo con la lengua, que vibraba como una serpiente entre los labios vaginales de la chica. Claudia se sintió morir al llegar al orgasmo, tensando todos los músculos de su cuerpo, mientras Kacena sentía en su boca la abundancia y la delicia de aquellos jugos.

CALLEJÓN SIN SALIDA

En ese momento unos gritos provenientes del bosquecillo que estaba a sus espaldas hicieron que los tres se sobresaltasen. Aecio se despertó de un salto, asiendo la espada que siempre tenía a mano, siempre dispuesto a defender a su Princesa de cualquier peligro.

¡Señora! ¡Señora! –gritaban los dos bárbaros que corrían hacia ellos.

¿Qué ocurre? –preguntó Kacena, poniéndose en pie, con cara de muy pocos amigos.

Los romanos, señora, cinco legiones avanzan hacia nosotros desde el este –dijo aquel bárbaro, aún jadeante por la carrera que se había dado para llevar la noticia.

Pero ¿cómo es posible? Habíamos dejado a Estilicón muy lejos, en Recia, y muy ocupado combatiendo con otros germanos...

No se trata de Estilicón, señora. Son tropas del imperio de oriente, que han entrado desde Dalmacia, por Aquilea.

Echa un vistazo a este mapa, Princesa –intervino Aecio con tranquilidad, extendiendo el mapa de Italia sobre el tronco de un árbol.

Kacena se acercó al mapa, dispuesta a escuchar la opinión de su compañero. A fin de cuentas él nunca se equivocaba en lo referente a los romanos, los conocía demasiado bien, sabía como pensaban. La punta de la espada de Aecio empezó a moverse por aquel mapa, mientras decía:

No podemos escapar hacia el norte. Entre este ejército que se acerca a nosotros y las tropas de Estilicón nos harían trizas antes de llegar al Danubio. Tampoco podemos retirarnos al oeste. Allí las legiones de la Galia están intactas y los pasos muy bien custodiados.

¡¿Entonces?! –quisieron saber al unísono aquellos dos bárbaros, con la preocupación a flor de piel.

¡Silencio! –ordenó Kacena con un gesto enérgico-. Continúa Aecio.

Bien, considerando que son cinco legiones, más las tropas auxiliares y las guarniciones que se les hayan ido uniendo, ese ejército tendrá aproximadamente 40.000 soldados.

Nosotros solo podemos sumar 20.000, incluso en el caso de que logremos reagrupar todas nuestras bandas que andan dispersas –apuntó Kacena, que bajo la influencia de las palabras de Aecio había recuperado la calma.

Sí, pero no hay que olvidar que hay más pueblos germanos recorriendo el norte de Italia. Los ostrogodos, por ejemplo. Si logramos que vengan en nuestra ayuda, con su formidable caballería, nuestras opciones aumentan mucho.

Vendrán, por la cuenta que les trae. Si los romanos nos aniquilan, ellos serán los próximos, su situación es similar a la nuestra.

Claudia escuchaba atenta aquella conversación. En realidad tenía sentimientos contradictorios. Por una parte se alegraba de que los romanos diesen de una vez por todas una zurra a aquellas bandas de bárbaros destructores, pero por otra empezaba a sentir una gran admiración por Kacena y Aecio, llegando incluso a envidiar su modo de vida, libre arriesgado, excitante, emocionante.

¿A qué distancia están los romanos? –preguntó Kacena.

Según nuestros exploradores a no más de tres días de marcha, avanzan con rapidez –respondió el más alto de los dos germanos.

Perfecto –dijo Aecio-. Tenemos tres días para esperarles tranquilamente y para avisar a otros germanos. Y para buscar un campo de batalla que nos sea favorable, por supuesto.

Reúne a los hombres, tengo que hablarles. Y tú –dijo al otro bárbaro, ataviado con un gran casco cónico, que hasta entonces había permanecido en silencio- coge unas docenas de hombres a caballo y encárgate de comunicar todo esto a los ostrogodos y a cuantos germanos encuentres.

Sí, señora –respondieron los dos bárbaros, alejándose con rapidez a cumplir sus respectivos cometidos.

Se va a armar una buena trifulca, querida... –apuntó Aecio, señalando con su espada un lugar determinado en el mapa, justo al norte de río Po.

EL FRAGOR DE LA BATALLA

Tres días más tarde las tropas de Kacena se hallaban formadas en aquel lugar. Era una llanura no muy grande, flanqueada por colinas. Frente a ellos se veían avanzar lentamente los manípulos de las legiones romanas, con su dibujo ajedrezado característico, formando una masa de aspecto temible.

¿Qué te parece? –preguntó Kacena a Aecio.

Deben ser unos 50.000 y con abundante caballería pesada. Va a ser un hueso difícil de roer, me temo.

De los otros germanos no se sabe nada, creo que tendremos que empezar la fiesta sin ellos –comentó ella, notando aquel cosquilleo por el cuerpo que siempre antecedía a una buena batalla.

Ella iba con su uniforme de batalla. En cada mejilla tenía pintadas dos rayas. Lo mismo que el círculo de la frente, estaban hechas con el pigmento guerrero que ella siempre llevaba consigo, hecho de tierra negra de Germania y sangre de caballo. Esas pinturas le daban un aspecto aún más fiero de lo habitual, y se la veía muy diferente a cuando portaba aquella sensual y elegante túnica. Los dos, casi hombro con hombro, cabalgaron a lo largo de la línea de batalla, poco más de un kilómetro, arengando a las tropas, que respondieron haciendo sonar sus espadas contra los escudos, produciendo un ruido ensordecedor. Finalmente se colocaron a la derecha de la línea, junto a su caballería, que permanecía oculta en un bosque, fuera de la vista de los romanos. Unos 200 metros detrás de las tropas, sobre una elevación del terreno, Claudia observaba con horror los preparativos de aquella carnicería. Admiraba el valor de aquellos bárbaros que, inferiores en número, se atrevían a presentar batalla, dejándose llevar por la magnética personalidad de la mujer que era su caudillo. Juntó las palmas de las manos sobre su pecho y, en silencio, suplicó: "por favor, que a ellos dos no les pase nada".

La infantería pesada de las legiones cargó contra el centro de las tropas germanas. El choque sonó como un fortísimo trueno. La lucha fue violentísima. Al cabo de una media hora el centro de la línea de los germanos empezó a flaquear. Kacena empezó a inquietarse, deseando intervenir, pero Aecio logró sujetarla.

Aún no, Princesa, no nos precipitemos –dijo tranquilamente, mientras comprobaba los filos de su hacha y veía su rostro reflejado en él.

Siempre mirándote, conservas tu maldita vanidad de romano.

Claro que sí querida, me conoces bien.

Veinte minutos después la situación de la infantería germánica empezaba a ser desesperada. Su centro había retrocedido y los romanos seguían empujando hacia delante, con la victoria ya a la vista. Fue entonces cuando Aecio cogió su escudo ovalado, lo colgó de su codo izquierdo y dijo:

Creo que es hora de que hagamos un poco de ejercicio, Princesa.

Ya sabes que yo siempre estoy dispuesta a eso –respondió ella, besándole en los labios.

Sacó su enorme espada, la alzó al cielo y la bajó de golpe, al tiempo que espoleaba su caballo. Toda su caballería la siguió con furia. Parte de la caballería romana, sorprendida por este súbito e inesperado ataque, trató de reaccionar y cerrarles el paso, pero entonces cientos de arqueros situados estratégicamente acribillaron a los jinetes del imperio. Los que se salvaron de las flechas fueron arrollados por la caballería germana. Acto seguido, cayeron sobre el flanco de los sorprendidos legionarios.

El hecho de ver a su jefa batirse a espadazos y deshacer algunas formaciones romanas, elevó de nuevo la moral de la infantería bárbara. Un grito salvaje se extendió por toda la llanura, cuando aquellos hombre gritaron al unísono "¡¡¡Kacenaaaaaaaa!!!". La formación romana se tambaleó ante la súbita recuperación de los que ya parecían derrotados. En ese momento, tras la colina del otro lado del campo de batalla, se elevó una enorme nube de polvo, seguida por el inconfundible sonido del galope de miles de caballos.

Llegan los refuerzos, Princesa –gritó Aecio, que seguía sin apartarse ni un metro de ella.

En efecto, la caballería pesada de los Godos embistió contra los romanos con toda su fuerza, aprovechando la inercia que le proporcionaba cargar cuesta abajo. Las legiones, comprimidas en aquella especie de trampa mortal, no podían hacer frente a aquella maniobra envolvente. Aecio, como solía hacer casi siempre, logró separar a Kacena de lo más duro del combate, justo en el momento en el que el bárbaro del casco cónico llegaba al lado de ellos:

¿Llegamos a tiempo? –preguntó, con evidente expresión de orgullo.

No podíais ser más oportunos, buen trabajo –respondió Kacena.

La batalla aún se prolongó un buen rato más, reducida ya a simple carnicería. La Princesa seguía dirigiendo cargas de caballería contra las deshechas tropas romanas, que solo pensaban en el modo de abrirse camino y escapar de aquel infierno. Poco después del mediodía todo había terminado, con el aniquilamiento casi completo del ejército romano. Kacena se reunió con todos sus hombres. En su rostro podía notarse claramente la excitación del combate. Tenía algo de sangre en la frente, lo mismo que en los brazos, pero no eran más que simples arañazos. Alzó de nuevo su espada, con visibles restos de sangre, y gritó a sus soldados:

¡¡Victoria!!

¡¡¡¡Victoriaaaaaa!!!! –respondieron todos con júbilo.

DESPUÉS DE LA BATALLA

Oscurecía en la orilla de aquel arroyo. La luna llena se reflejaba hermosa en el agua. Kacena estaba tumbada desnuda, boca abajo, sobre la fresca hierba. Aecio, también desnudo, se sentaba sobre sus nalgas, masajeando su espalda y hombros con un ungüento aceitoso y perfumado. Antes había curado sus ligeras heridas, aunque sabía por experiencia que los cortes nunca dejaban cicatrices en aquel hermoso cuerpo. Lo más sorprendente era que, pese a la dureza de su vida y a la ausencia total de comodidades, su piel se mantenía suave como el terciopelo.

Inclinándose hacia delante, sobre el cuerpo de ella, besó su oreja, para después empezar a lamerla. Costaba creer que aquella mujer, que horas antes había sido una auténtica pantera en el campo de batalla, ahora ronronease como una gatita, satisfecha de recibir caricias. De repente algo crujió a espaldas de ellos. Aecio se puso de pie en un segundo, empuñando su espada. Kacena cogió con rapidez una de las dagas de su cinturón, se giró felina y la lanzó hacia el lugar de donde provenía el ruido. La daga silbó en el aire. Sonó un ruido sordo, producido por el afilado metal al clavarse en un árbol, y un grito de mujer. Cuando Aecio, espada en mano, se acercó vio a Claudia blanca como un fantasma, paralizada por el miedo. La daga había atravesado parte su túnica, desgarrándola, junto a un costado. Pero no había llegado a rozar su cuerpo. Se desvaneció del susto, cayendo hacia un lado y rompiendo del todo la túnica.

No te he matado de milagro, romana –le dijo Kacena en cuanto volvió a abrir los ojos.

Lo siento... –dijo titubeando-. Solo quería comprobar que no estabais heridos.

Pues si no es porque éste me estaba entreteniendo, te hubiera atravesado el corazón.

Claudia se dio cuenta de que estaba desnuda, tumbada boca arriba sobre la hierba. Pero no sintió vergüenza, al verlos a ellos también desnudos. La copa de vino que le dieron hizo que sus mejillas recuperasen algo de color.

¿Y a qué se debe tanto interés por nuestra salud, romana? ¿Es que hubieras preferido que nos matasen?

No, no quería que resultaseis dañados. Os... os aprecio mucho.

Tú lo que eres es una degenerada y viciosa romana, que ha venido a pasarlo bien jajajaja –rió Kacena-. Pues nada, vamos a divertirnos los tres.

Aecio sonrió. Cuando su Princesa tenía aquella excitación provocada por la batalla, era imposible aplacarla. Además aquel cuerpo bien untado de aceite brillaba intensamente a la luz de la luna, haciéndose irresistible. Aunque por lo que pudo ver tampoco la dulce y tímida romana estaba dispuesta a hacer ascos a nada. Las dos mujeres juntaron sus cuerpos desnudos, frotándose piel contra piel, mientras se besaban con dulzura. Sus cuerpos exhalaban una mezcla de aromas intensa. El festín que se avecinaba hizo que el miembro de Aecio se colocase en posición de combate. En fin, aquellas dos estupendas chicas iban a ser el colofón perfecto a un día perfecto.

Se acercó a aquellas dos encantadoras damas, que le esperaban con rostros ávidos de placer. Aquella noche Claudia descubrió muchas cosas. Se sintió verdaderamente mujer, por primera vez en su vida. Fue como si el dique que contenía todas sus pasiones se hubiese reventado de golpe y riadas de placer la arrastraron. Disfrutó como nunca pensó que iba a hacerlo, ya que las atenciones de los dos guerreros fueron de lo más completas. Y ella tampoco permaneció pasiva: aprendió sobre la marcha a chupar, lamer, acariciar... Sintió el sabor y la textura de los fluidos íntimos de sus acompañantes y disfrutó siendo penetrada una y otra vez. Acabó exhausta de tantos orgasmos y se quedó plácidamente dormida en el suelo.

LA CIUDAD ETERNA

Cuando se despertó el sol ya llevaba unas cuantas horas brillando. Le acercaron una túnica nueva. Fue a asearse al río y, cuando volvió, encontró una especie de consejo reunido. Aecio había colgado de nuevo el mapa de Italia sobre un árbol, el mismo en el que se clavó la daga que casi le cuesta la vida. Kacena y Aecio, junto con media docena de sus generales, estaban discutiendo la estrategia a seguir.

No quedan tropas en Italia. No nos molestará nadie –decía Aecio, pasando su espada por el mapa-. Podemos tomar más botín por toda Italia del norte y retirarnos por aquí, por la zona de Aquilea. No creo que el imperio de oriente nos lo intente impedir, después de lo de ayer. Tampoco creo que Estilicón se mueva del Danubio para cerrarnos el paso.

Los generales que les acompañaban asintieron ante aquel prudente y lógico plan. Sin embargo se alzó una voz discordante, la de la propia Kacena.

Yo os diré donde vamos a ir.

¿Dónde Princesa? –preguntó Aecio, con cara de sospechar algo.

¡Ahí!

Y sin más palabras sacó con rapidez una de las dagas de su cinturón. Casi sin apuntar la lanzó contra el mapa, desde una distancia de casi 10 metros. El puñal dio una rapidísima serie de vueltas en el aire y acabó clavándose en un lugar del centro de la península italiana.

A ese sitio es adonde nos dirigimos.

¡¿A Roma?! –preguntó incrédulo uno de sus generales.

Exactamente. ¿A qué no habría ningún problema ahora para tomar Roma, Aecio?

Ninguno, Princesa, por la vía Flaminia estaremos allí en poco más de una semana. No hay tropas importantes al sur de los Alpes. Enviarlas desde otras provincias, suponiendo que se hiciese, tardaría varios meses.

Pues ya lo sabéis –concluyó Kacena-. Mañana al amanecer partimos para Roma. Haced acopio de víveres y de todo lo necesario.

Sí, señora –dijeron todos sus generales, antes de saludar y retirarse a cumplir su cometido.

Aecio llamó a uno de ellos y le dijo en tono confidencial:

Dile al cartógrafo que necesito otro mapa de Italia, que se dé prisa.

Después volvió con Kacena y le dijo:

¿Así que vamos a conquistar la Ciudad Eterna, Princesa?

Sí. ¿Acaso lo dudas, cariño?

No, conociéndote me lo creo todo. Además conozco Roma, las murallas están en muy mal estado, prácticamente no tiene guarniciones y no se atreverán a soportar un asedio o un asalto.

¿Te imaginas el subidón que me va a dar cuando atravesemos las puertas de la capital del Imperio? –añadió ella con una mirada sensual, cargada de promesas.

Sí, me lo imagino. Y pienso estar a tu lado para comprobarlo.

¿Y tú que miras, romana? –dijo Kacena, dirigiéndose a Claudia-. Anda, vuelve a tu villa antes de que me arrepienta y te mande volver a limpiar mi coraza.

Claudia se fue cabizbaja, aún débil por los excesos de la noche anterior. En el fondo estaba triste porque sus nuevos amigos se marchaban al día siguiente. Y decepcionada, porque Kacena volvía a tratarla con desprecio. ¡Con lo cariñosa y dulce que había sido con ella apenas unas horas antes! En el camino de vuelta pensó en lo envidiable que le resultaba la vida de ellos. Cuando llegó a su villa la encontró intacta. Los bárbaros ni siquiera se habían llevado todo su ganado, trigo y caballos. Lo que daría ella por poder acompañarles en sus correrías...

El sol acababa de despuntar cuando las huestes bárbaras, perfectamente formadas, se encontraban prestas para iniciar una marcha que cambiaría la historia. En ocho siglos ningún ejército extranjero había entrado en La Ciudad, pero ahora Kacena estaba firmemente convencida de que ochocientos años eran demasiados años. Uno de sus guardias de corps se acercó al lugar en el que ella se encontraba, junto a Aecio.

Estamos listos para partir, señores –dijo, en un claro síntoma de que nadie le consideraba a él un simple esclavo.

En marcha, Roma nos espera –respondió ella, en una frase que pasaría a la historia.

A un gesto suyo la tropa bárbara, bien armada y pertrechada, se puso en movimiento. En ese momento llamó la atención de los dos un menudo jinete que cabalgaba hacia ellos. Cuando estuvo muy cerca, detuvo su caballo y ambos quedaron boquiabiertos de lo que vieron. Era Claudia, vestida con pantalones y casaca germanos, el pelo recogido en una cómoda cola y ataviada con un escudo y una pequeña espada. Sus antebrazos estaban cubiertos por unas muñequeras de cuero con remates metálicos.

Creo que os olvidáis de algo –dijo con desenvoltura.

¿Dónde te crees que vas, jovencita? –preguntó Kacena, sorprendida y divertida por el aspecto de la muchacha.

A Roma, con vosotros. Nunca he estado allí y creo que será una buena oportunidad de verlo todo bien.

Los ojos grandes y oscuros de Kacena miraron inquisitivamente a Aecio, preguntándole sin palabras si tenía algo que ver con aquello. Él puso cara de incredulidad y se encogió de hombros, en gesto inequívoco de que no estaba al corriente de nada.

Está bien, pequeña, si quieres venir con nosotros, vendrás. Eso sí, como te quedes atrás te dejaremos tirada. Esto es la guerra, no un viaje de recreo.

No me quedaré atrás, sé montar desde niña. Y este caballo es el mejor de los que tenía mi padre.

Ah, otra cosa más..... –añadió Kacena, mientras los tres caballos empezaban a moverse-. Aecio es mío. Como intentes algo con él, sin mi permiso y sin mi presencia, te arrancaré las tripas.

Dicho esto, Kacena, con la cara sonriente de quien acaba de contar un chiste, se adelantó unos metros. Claudia miró a Aecio, con gesto de pedir explicaciones a aquellas palabras.

Es capaz de hacerlo, te lo aseguro. Pero no te preocupes, en el fondo le gustas. Si te portas bien, tus tripas seguirán en su sitio –puntualizó él.