La Caida de Marán (2)

La sombra de la guerra se cierne sobre el reino de Marán.

LA CAIDA DE MARÁN (2ª Parte)

IV. TIERRAS HELADAS

Me desperté sobresaltado. ¿Qué había soñado? Las imágenes se desvanecían rápidamente. Intenté volver a dormirme, pero me fue imposible. Escuché un apagado ronquido a mi izquierda. Escruté en la oscuridad el bulto familiar de una Magda dormida al otro lado de la cama. Me levanté con cuidado para no despertarla y me dirigí hacia el pasillo. Estaba desierto y pronto llegué hasta la ventana.

Hacía bastante frío, pero apenas lo notaba a pesar de estar completamente desnudo. Los froslines, las gentes de las nieves, somos bastante resistentes a las bajas temperaturas. Es necesario para sobrevivir en una región tan dura. El invierno estaba llegando. El cortante viento aullaba a mi alrededor, susurrándome palabras que casi podía entender si me concentraba lo suficiente. Hasta donde mi vista alcanzaba, se extendían las oscuras masas de árboles, mecidas por los vientos. Por los dioses, cuánto amaba esta tierra. Las heladas llanuras del norte, mi patria.

Acababa de llegar hacía menos de un mes, después de ser investido y armado como caballero de la Orden. Me hallaba en el castillo que los caballeros de Marán empleaban como fortaleza en esas inhóspitas tierras. Pronto sería necesario desplazarse a los cuarteles de invierno, donde los ejércitos podrían reagruparse y conseguir las provisiones necesarias. El propio rey Leopoldo había viajado hasta aquí, para tratar ciertos acuerdos con las comunidades froslines. Yo sabía que nuestro monarca odiaba las llanuras del norte. Detestaba la humedad y el frío, el incomprensible idioma de los nativos, la rudeza y pobreza de las gentes y la austeridad de sus instalaciones personales. No obstante, este acercamiento personal demostraría a los belicosos froslines sus buenas intenciones y forjaría una paz duradera entre éstos y los colonos de Marán. Ocasionalmente sentía mi lealtad dividida. Yo era un froslín y a la vez un caballero de Marán, nuestros ancestrales enemigos. Intentaba que mi ejemplo convenciese a mi pueblo que podía existir la coexistencia pacífica entre todos, pero sólo hallaba desprecio e incomprensión. Para ellos no era sino un traidor.

Unos brazos me sujetaron suavemente por la cintura, sacándome de mis cavilaciones. Sentí unos generosos pechos aplastarse contra mi espalda y un beso en el cuello. Escuché una familiar voz ligeramente adormilada.

-¿Por qué no vuelves a la cama? Mmm...

-Perdona Magda, no quería despertarte.

La muchacha se colocó a mi lado, desnuda, observando aterida de frío el gélido paisaje desde la ventana. La abracé con fuerza para reconfortarla. Habló con una voz suave.

-Todo esto es tan frío, tan inhóspito... No sabes cómo añoro las cálidas tierras de Marán. Oh, perdona, no quería decir...

-No importa. Comprendo que no te guste el frío. Pero deberías dar una oportunidad a mi tierra. Ya sabes que no debes fiarte de la primera impresión.

-Lo sé perfectamente. La primera impresión que tuve cuando te conocí es que eras un cretino y ya ves...

- Touché . Volvamos.

Magda se quedó dormida en cuanto nos tumbamos. La observé en la oscuridad. ¿La amaba? Lo cierto es que no sabía responder a esa pregunta. Creía que sí. ¿Me amaba ella? Lo desconocía, aunque sí sabía que Magda amaba platónicamente a un tal Oicán, un caballero que había sido desterrado hacía ya varios años. Nuestra relación había empezado hacía unos seis meses, cuando volví de Bosquia. La instrucción como caballero fue muy dura y ambos nos lamíamos las heridas tras las severas sesiones de entrenamiento. Además, me encontraba muy solo. Tálmer, el caballero que me había acompañado durante el viaje, debía marchar a otros lugares y mi hermano había partido hacia el norte antes de que yo llegase. El consejo le había liberado de su cautiverio como rehén, pensando que permanecería en Marán y que proseguiría su instrucción. En vez de ello había rehusado continuar sus estudios en los cuarteles de los caballeros, a pesar de que me comentaron que había sido uno de los alumnos más brillantes. El día que me invistieron como caballero de la Orden de Marán fue uno de los más felices de mi vida, sólo empañado por el hecho de que mi hermano no se hallase a mi lado, compartiendo esos momentos de alegría.

Zana, hermanito. ¿Qué había sido de ti?

V. SANGRE FRATERNA

Se sucedieron los días. La delegación de los froslines llegaría en breve. Meditaba en los preparativos que debería llevar a cabo, como intérprete y como uno de los representantes del rey Leopoldo, cuando abrí la puerta de mis aposentos. Antes de izar la mirada, supe que había alguien allí. Dirigí mi mano a la empuñadura de la espada.

-¿Quién eres?

Ante mí, sentado en mi camastro, se hallaba una figura sentada y encapuchada. Sus ropajes eran grises, típicos de las gentes de los hielos cuando se quieren camuflar con su entorno. No obstante, de su capucha escapaba una larga trenza morena, un color enormemente raro en un froslín. El intruso se puso en pie cuando entré. Era menudo y delgado.

-Veo que te has cortado el pelo. No te queda mal del todo, he de reconocerlo.

Esa voz... No podía ser. El extraño se despojó de su capucha.

-¡Zana!

Solté la empuñadura de la espada y corrí a abrazar a mi hermano, casi con lágrimas en los ojos. Zana se apartó con frialdad. Intenté no dar importancia a su gesto.

-¡Zana, viejo zorro! No sabes lo muchísimo que te he echado de menos.

-Lo mismo digo. –El desprecio persistía en la voz.

-¿Qué haces aquí? ¿Cómo has podido entrar?

-Casi diría que no te alegras de verme.

-¿Por qué te fuiste de Marán? No llegué a verte. Me dijeron que...

-Me quedé para aprender tácticas militares. Una vez aprendidas, ¿para qué iba a proseguir con nuestros enemigos?

-Yo... No son enemigos... Dentro de poco llegarán los emisarios de los froslines y la paz será firmada por fin.

-Eso habrá que verlo. Pero en fin... ¿Qué tal se encuentra Magda?

-Bien. De hecho, casi te has tenido que cruzar con ella hace unos instantes.

Zana miró la cama. Era para dos personas.

-Te la tiras, ¿verdad? ¿Qué tal es en la cama?

-¡Zana! Eso no es asunto tuyo. –Respondí indignado.

-¿Sabes? Al principio me enamoré como un tonto de Magda. Pero perece ser que no era lo suficientemente bueno para ella. Al contrario que tú, querido hermano. Seguro que grita como una loca cuando tú...

De pronto, mi hermano comenzó a toser, llegando casi a doblarse por la mitad. Intenté sujetarle, pero retiró mi brazo con aversión. Cuando el acceso de tos cedió, la mano con la que había cubierto su boca estaba manchada de sangre. Le observé de nuevo. Su rostro era algo más delgado de lo que recordaba y sus ojeras contrastaban con su pálido rostro. No sólo había cambiado físicamente. A pesar de su aparente fragilidad, despedía un aire fiero y despiadado.

-¿Estás bien?

-No, no lo estoy. Me muero. Sé que no sobreviviré a este invierno. Pero no quiero tu asquerosa compasión.

-No pretendía... Lo siento, hermanito.

-¡No me llames así! ¡Lo odio! Me asqueas. Te odio desde que éramos pequeños. Siempre eras el más fuerte, el más valiente, el preferido, tan compasivo con tu pobre y estúpido hermanito pequeño...

Zana sonreía perversamente. Me estaba provocando a propósito. Intenté serenarme pero su diatriba prosiguió.

-No sabes cuánto disfruté viendo cómo padre digería la noticia de tu ingreso en los caballeros de Marán. Por fin tuvo que aceptar la verdad. Su niñito preferido no era sino un sucio traidor...

No aguanté más. Zana se tambaleó cuando le pegué un puñetazo en el rostro. Me detuve arrepentido. Había obrado sin pensar.

-Lo siento, yo...

Mi hermano sonrió con una mueca salvaje. Con su pálida mano se palpó la boca. La sangre resbalaba lentamente por la comisura de sus labios.

-Vaya, vaya. Parece que mi hermano todavía conserva las garras.

Súbitamente, sin darme tiempo a reaccionar, se lanzó hacia mí, arrojando todo su peso contra mi pecho y poniéndome la zancadilla al mismo tiempo. Cogido desprevenido por el inesperado movimiento, caímos al suelo. Maldiciendo profusamente, luché por arrojarle a un lado, pero era como un gran gato salvaje. Rodamos por el suelo hasta que, aprovechando un respiro, ambos nos contemplábamos jadeantes. Nuestras caras se hallaban a escasos centímetros. Su rostro estaba sudado, con su largo y desmadejado cabello pegado a su frente. Recordé aquel funesto día camino de Marán y cómo le consolé, prometiéndole que jamás le abandonaría. Había fallado a aquella promesa. Ignoro si mi hermano pensaba en lo mismo que yo, pero me besó repentinamente, y me encontré respondiendo al salvaje beso.

-Maldito seas. –Me espetó mi hermano, sin dejar de besarme. –Te odio. Siempre te he odiado.

Ambos nos desnudamos sin dejar de observarnos con fiereza. Contemplé su nervudo cuerpo. Estaba recubierto de tatuajes de guerra. Los froslines cubren sus cuerpos con tatuajes cuando se disponen para el combate. Me detuve sobresaltado, pero no me dio cuartel. Me tumbó sobre el frío suelo y frotó su entrepierna contra la mía. Ambos estábamos erectos. Era cierto que el placer no respeta los tabúes. Colocándose detrás de mí, me arremetió con fuerza. No había nada de ternura ni amor fraterno en aquella embestida. Rumié de dolor mientras su pene se abría paso por mis entrañas. Zana gruñía como una bestia salvaje.

-¿Por qué? ¿Por qué te uniste a nuestros enemigos? ¿Por qué me abandonaste?

No contesté. No podía sino gemir. No me causaba dolor. Su verga no era mucho más grande que otras que había albergado en mi interior en el pasado. No obstante, mi hermano estaba mucho menos versado en ese tipo de artes, así que dejé que me tomara, acelerando la cabalgada hasta que escuché que la respiración de Zana se aceleró más todavía. Controlé el movimiento hasta que mi hermano gimió y se agarró a mi cuerpo para no caer. Apenas fui consciente de cómo eyaculaba en mi interior.

Sin darle tiempo a reaccionar, me moví, obligándole a que saliese de mí. Le di la vuelta, forzándole a que se pusiese a cuatro patas. Mi hermano se sintió indefenso. Nada podía hacer y lo sabía, pero ninguna palabras surgió de sus labios. Era demasiado orgulloso para suplicar. Restregué mi verga con lentitud deliberada por sus nalgas hasta detenerse sobre su rosado ano, que se abrió como una flor, esperando quizás lo que sucedería a continuación. De un rudo golpe, mi pene entró bruscamente en su interior. Quizás debía haber entrado más lentamente, pero la rabia del encontronazo todavía ardía dentro de mí. Con un par de golpes, noté cómo mis testículos golpeaban sus muslos y los suyos propios. Zana intentó no gritar, pero el dolor fue superior. Su humillación y su dolor me excitaban y pronto llegué al clímax, eyaculando varios chorros de semen sobre su espalda y nalgas.

Sólo entonces volví en mí. Me detuve y me tumbé sobre su espalda. Giré lentamente su rostro y lo besé. –Lo siento, hermano.

No contestó. Lentamente, se puso en pie, dolorido. El rencor vibraba en su voz.

-Siempre tienes que ganar, ¿verdad, Bran?

Cuando le contemplé, su pálida y delgada figura, me pareció tan extremadamente indefenso, que mi verga volvió a cobrar vida. Zana lo advirtió sin dificultad y retrocedió un paso, encrespado.

-Oh, no. Otra vez no.

Incapaz de contenerme, le tumbé en el suelo, poniendo sus piernas sobre mis hombros. Nuestros rostros quedaron frente a frente. Le penetré sin dejar de mirar sus claros ojos. Esta vez fui más pausado, avanzando muy lentamente. Zana no pudo evitar que yo contemplase cómo su pene se erguía, traicionando el enorme placer que sentía. Ignoro el tiempo que transcurrió, pero al cabo de un tiempo de intensa comunión, los ojos de mi hermano quedaron en blanco mientras jadeaba lastimeramente.

Su verga eyaculó momentos antes que la mía. Descargué mi puré sobre su pecho, mientras nuestros mutuos efluvios se entremezclaban. Poseído todavía por la excitación del encuentro, restregué con mi mano mi esencia por su piel y a continuación metí mis dedos, impregnados de semen, en su boca. Zana los chupó con avidez. A continuación se tumbó a mi lado y apoyó su cabeza sobre mi pecho.

-Bran... Yo...

-No digas nada, Zana. Te quiero.

-No. Escúchame. Yo también te quiero. Quiero que lo sepas. Pero mi visita no se debía a esto. Bueno quizás sí. No lo sé... Escúchame, por favor. Esto es muy importante. ¿Y si te dijera que en breve nos sacudiremos el yugo de Marán?

-Te diría de nuevo que no es tal yugo, mi querido hermanito. Dentro de poco la gente aceptará de buen grado ser una provincia dentro del Reino de Marán. Las ventajas económicas...

Acariciaba el largo y sedoso cabello moreno de mi hermano, hundiendo los dedos en él y desenredándolo cuando Zana me interrumpió con una voz llena de animadversión. –Marán nos abruma con elevados impuestos, muchas veces recolectados con el empleo de la violencia. Nos desprecia como pueblo sometido que somos. ¿Ventajas económicas? ¿Comercio? Marán nos está esquilmando. Osos y zorros polares cada vez son más escasos...

-Te equivocas, hermano. Nuestro pueblo se enriquecerá con el comercio con Marán.

-No. Sólo se enriquecerán unos pocos, como sucede siempre. ¿Y sabes lo más terrible? Pronto, los guerreros froslines serán enrolados en la milicia de Marán. Nuestra gente morirá en guerras extrañas, en países extraños, combatiendo a extranjeros que nada nos han hecho, que ni siquiera conocemos.

-No, Zana. Lucharán por Marán. Ya no existirán las tribus froslines desorganizadas, que guerrean y se matan entre sí. Todos seremos parte de Marán. Sus intereses serán los nuestros.

-¡No! ¡A la mierda tus estúpidos intereses económicos! Lucharemos contra Marán. Expulsaremos a los invas...

-Sabes como yo que los froslines ya no quieren luchar. Además...

-No te detengas, dilo. –En su voz había amargura.

-Además... Enfrentarse a los caballeros de Marán es impensable. Es un suicidio.

Zana elevó su cabeza y me miró a los ojos. Brillaban de emoción contenida, pero parecía como si dudase antes de hablar.

-Los froslines lucharán y vencerán. Si les damos un catalizador.

-¿Un catalizador? ¿Cuál?

-Feros. O mejor dicho, su muerte.

Mi rostro se tornó mortalmente serio. –No te entiendo.

-Feros es un símbolo para los froslines. Es el mejor guerrero que hemos tenido jamás y es un buen líder. Y, por lo mismo, también es un símbolo para Marán. Le odia a muerte y haría todo lo posible para capturarle y ejecutarle. Mañana llegará en la embajada de los froslines y entonces veremos si Marán cumple o no con la sacrosanta obligación de la intocabilidad de los embajadores.

-¿Aquí? Pero... ¡le apresarán y le ajusticiarán!

-¡Exacto! –Sus ojos estaban encendidos de una pasión que ni siquiera había mostrado cuando hacía el amor.

-Pero.. ¡será torturado durante días enteros antes de ser...!

"Ejecutado" terminé mentalmente. No dudé ni por un momento cuál sería la decisión de Leopoldo si Feros se pusiese en sus manos. Feros había sido uno de los froslines más beligerantes contra Marán. Se había negado a acatar la decisión de firmar la paz con los caballeros y había continuado combatiendo, a veces con una crueldad extrema. Se había puesto precio a su cabeza, se le había intentado atrapar con emboscadas... Nada había tenido éxito. Se había convertido en el "hombre del saco" para los colonos de Marán que poblaban las llanuras heladas.

Zana reposó su cabeza sobre mi pecho y me abrazó con fuerza. –Sí. Será horrible... pero él mismo se ha ofrecido como voluntario. Dará gustoso su vida para abrir los ojos de nuestro pueblo. La gente bendecirá el nombre de Feros, nuestro mártir. Se convertirá en nuestro grito de guerra.

-¡Por los dioses! ¡Escúchate! ¡Hablas como un fanático religioso!

Zana prosiguió hablando, como si no me hubiese oído. –Cuando les llegue la noticia del asesinato de Feros, todos los pueblos froslines se alzarán contra Marán. Y cuando los caballeros se retiren a sus cuarteles de invierno, atacaremos. Y no con las viejas tácticas anticuadas. Aplicaremos todo lo que, tan generosamente, me ha enseñado la Orden. Se acabaron las viejas cargas frontales. Lucharemos en un terreno que les perjudique y les rodearemos con un movimiento de tenaza.

-No hay suficientes guerreros froslines para intentar algo así.

-De nuevo te equivocas, hermano. Las mujeres participarán en el combate. Magda tenía toda la razón. Oh, tendrías que ver a nuestras guerreras. Muchas rivalizan con nuestros mejores hombres. De hecho, Nereia, nuestra hermana, todavía no ha podido ser derrotada por nadie.

Le miré desesperadamente. El ataque parecía haber sido cuidadosamente planificado. Quizás... podían... ¿triunfar?

-Ahhh... Les infligiremos una derrota que jamás olvidarán y les enseñaremos a esos caballeros de Marán que no son invencibles. Pueden ser derrotados.

Ambos respirábamos rápidamente, casi jadeantes, como si acabásemos de practicar el sexo de nuevo.

-Por los dioses... No puede ser.

Zana giró su rostro para mirarme a los ojos. Su mirada era dura como la piedra, con una expresión inescrutable. No pude evitar pensar que estaba más hermoso que nunca. Era mi hermano... Y también mi amante. ¿Era también mi enemigo? ¿Debía impedir sus planes? Si no lo hacía morirían a miles, humanos y froslines. Una derrota supondría... Los elfos de Bosquia, los países vecinos como Tolia... Todos se alzarían en armas, uno tras otro, para reclamar su independencia, para ampliar sus fronteras... ¡Sería el final de Marán! ¿Qué debía hacer? Su acerada voz interrumpió mis oscuros pensamientos.

-Y ahora es cuando llega el momento más importante. Tienes que elegir bando, hermano mío. Muchos en el pueblo te consideran un traidor, un cipayo. Demuéstrales que no es así. Por favor, únete a nosotros. Tus conocimientos sobre los caballeros nos vendrán muy bien.

-No puedo... No puedo traicionar a mis hermanos.

-¡No son tus hermanos! ¡Los froslines lo somos! ¡Yo soy tu hermano!

-La Orden ha dado sentido a mi vida. Me han aceptado a pesar de ser extranjero... Me ha enseñado conceptos como el honor...

-Por favor, Bran... Te quiero... Yo...

-No puedo, lo siento. Soy un caballero de Marán.

Zana cerró los ojos, con una expresión de hondo dolor. Su voz temblaba.

-¿Recuerdas lo que me dijiste aquella noche, hace más de un año? Yo acababa de matar a un hombre. Es terrible. No hay nada siquiera parecido. No hay nada peor. Nada. Es algo a lo que jamás te acostumbras. Pero saqué fuerzas de flaqueza. Gracias a ti. ¿Recuerdas lo que me dijiste esa noche?

Le contemplé inquieto. –No lo recuerdo.

-Me dijiste que estabas orgulloso de mí. Y yo te contesté: "¿Por qué? ¿Por matar?". ¿Recuerdas lo que me respondiste?

Un terrible dolor invadió mi costado. Intenté gritar, pero la mano de Zana me amordazó la boca, impidiéndolo. Intenté zafarme, pero el filo del cuchillo mordió de nuevo la carne. Dos, tres, cuatro veces. Forcejeamos pero las fuerzas se escapaban de mi cuerpo. Gemí por la terrible agonía. Pude contemplar el rostro de mi hermano. Las lágrimas resbalaban por su pálida mejilla.

-Me respondiste: "Era un enemigo. Hiciste lo que debías".

Zana me soltó, mientras se ponía en pie. Sus manos estaban rojas cuando arrojó la daga al suelo. Jadeé, pero no podía hablar. Un coágulo de sangre se formó en mi boca. Mientras mi vida se escapaba, pude ver cómo mi hermano intentaba enjugarse las lágrimas del rostro, sin darse cuenta de que no hacía sino restregarse por él la sangre. Mi sangre. De pronto, cayó al suelo de rodillas, hundió el rostro entre sus manos y rompió a llorar.

Mi visión se enturbia por momentos. Lentamente, la oscuridad parece tragarme.

VI. LA BATALLA

La lluvia era torrencial aquella mañana y el fuerte viento introducía el agua helada por los resquicios de las capas y armaduras, calando a los caballeros hasta los huesos y aumentando tanto el peso de su equipo que les hacía difícil moverse. Avanzaban dispersos, dando tumbos por el desigual terreno boscoso, esquivando ramas de los árboles que se desgajaban por el peso de las aguas y la violencia del temporal.

El agotamiento y la desmoralización de las tropas era palpable; llevaban cuatro días de marcha extenuante por terreno embarrado, maltratados por un tiempo infernal, tratando de evitar accidentes y perecer ahogados en los arroyos desbordados y, sobre todo, intuir cuándo se produciría la siguiente emboscada de los froslines. "Una flecha, un muerto" rezaba un dicho de los arqueros de Marán, que parecía haber sido copiado por las gentes de los hielos con mortíferos resultados. Los bárbaros les acosaban sin reposo y en los lugares donde era más difícil el reagrupamiento y la formación de la disciplinada caballería de Marán. El rey Leopoldo y sus caballeros continuaron avanzando penosamente. No estaban acostumbrados a enfrentarse a una guerra de guerrillas y menos por parte de los froslines, esos bárbaros que sólo saben efectuar cargas frontales. No obstante, el monarca sabía que si llegaban a sus cuarteles de invierno, podrían aguantar y recibir refuerzos para contraatacar en primavera.

Cuando más arreciaba la lluvia y el viento, atacaron los froslines, aullando gritos de guerra que helaban la sangre. Miles de pálidos fantasmas, surgidos de la nada, hombres y mujeres semidesnudos y blandiendo sus lanzas, gritando el nombre de Feros, su líder asesinado por Marán hacía poco menos de un mes. Los caballeros no pudieron cerrar sus filas. La lucha se convirtió en una pelea hombre a hombre, donde los caballeros, más cansados, lentos y pesados, llevaban la peor parte. Los froslines caían segados como trigo maduro, pero cada atacante derribado era reemplazado por dos aullantes guerreros.

Leopoldo, rey de Marán, fue herido por un venablo, y mientras le extraían el hierro, ordenó a su jefe de capítulo, que tratase de abrir un camino de retirada para el ejército antes de verse rodeados. El rey era un competente militar y sabía que si eran flanqueados caerían como ratas. Ya era tarde. La tenaza se cerró sobre los caballeros.

Herido, desesperado, y conociendo la suerte que le esperaba de caer en manos de aquellos bárbaros, Leopoldo tomó su espada. Los caballeros a su alrededor no entendieron sus últimas palabras. "Perdóname, Marán, por dejar el trono en manos de un monstruo". Acto seguido, se atravesó el corazón. Otros jefes le imitaron, incrementando la confusión en las filas de los caballeros. Muchos soldados se dieron a la fuga, y en su mayoría fueron cazados como bestias, salpicando sus cadáveres el campo de batalla; algunos se rindieron, desconocedores de que los bárbaros no toman prisioneros; la mayoría, fiel a los principios de la Orden, prefirieron morir matando y cayeron formando compactos montones de cuerpos, entrelazando a amigos y enemigos por igual, como si fuesen camaradas, como si fuesen amantes. Espadas y lanzas cortaban hierro y carne. El sonido del acero entrechocando, los gritos y estertores de agonía restallaban en el aire como una terrible sinfonía de muerte, mientras el barro se teñía del color de la sangre.

El último suspiro del orgullo de Marán se produjo cuando el caballero Tálmer plegó la bandera de la Orden y la envolvió en su capa, arrojándola a las aguas de un lago, para evitar que cayese en poder de los bárbaros. Segundos después, Magda y él estaban completamente rodeados por las lanzas de sus enemigos.

-Lo siento, querida, pero me temo que estamos perdidos. Y lo peor es que ni siquiera es un buen día para morir. Hace un día de perros.

La lluvía caía torrencialmente, pero no impedía la visión del círculo de froslines rodeándolos, gruñendo y gritando, con la lujuria de sangre todavía en sus ojos, prestos a ensartarlos. Los últimos caballeros en pie, Magda y Tálmer, se apoyaron espalda contra espalda, dispuestos a vender cara su vida, aunque sabían que ya nada podía salvarles. De pronto, las filas de froslines se echaron a un lado, dejando pasar a una mujer joven. Su piel y su cabello eran blancos, como las tripas de un pescado, aunque estaba recubierta de diversos tatuajes y escarificaciones, y manchada de sangre y barro. Sus labios estaban torcidos en una mueca. La sonrisa de un cocodrilo, pensó Magda. Una larga espada curva brillaba en su mano derecha y portaba un bulto indeterminado en la izquierda.

-Vaya, vaya. Parece que habéis tenido el honor de ser los últimos supervivientes. Bien... Quiero que Marán reciba un mensaje, claro y sencillo. ¡Éste!

La mujer froslín arrojó el bulto al suelo, a los pies de la aterrorizada pareja de caballeros. Era una cabeza humana. Los rasgos de Leopoldo, rey de Marán, habían quedado congelados en un rictus de dolor eterno. Magda y Tálmer gimieron de horror, mientras los froslines les respondían con terribles risotadas y ladridos. La mujer continuó hablando.

-Pero sólo es necesario un mensajero para llevar un mensaje, ¿verdad?

La pálida mujer señaló con un largo dedo a ambos caballeros, mientras sonreía con crueldad.

-¿Quién será el afortunado? ¿Serás tú? ¿O serás tú? –El dedo fue alternándose de uno a otro. –Pito, pito, colorito...

El movimiento del sable fue muy veloz. Ninguno de los dos caballeros pudo levantar la guardia para detener la estocada. Magda cerró los ojos cuando la caliente sangre de Tálmer golpeó su mejilla. A su lado, el cuerpo decapitado de su compañero dio un paso hacia su ejecutora antes de desplomarse como un muñeco al que habían cortado sus cuerdas.

-Los dioses te han sonreído, muchacha.

Magda chilló, mientras tenía que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no caer al suelo o para no saltar sobre el cuello de su enemiga.

-¡Maldita seas, asesina!

La mujer froslín sonrió con dulzura. –Sólo devolvemos lo que hemos recibido. Habéis sido unos maestros maravillosos y nosotros unos alumnos muy aplicados. De todas formas, su muerte ha sido demasiado rápida. Feros tardó tres días en morir. Murió chillando, y su cabeza fue empalada a las puertas del castillo, como una macabra advertencia. Hoy, por fin, ha sido vengado. Hoy, por fin, nos hemos liberado del yugo de Marán. Ojalá Zana estuviera aquí para contemplar nuestra victoria.

-Eres Nereia, ¿verdad?

La mujer enarcó una ceja. -¿Me conoces? –De pronto entornó los ojos. –Eres... Magda. Sí... Mi hermano me habló mucho de ti. Eres tal y como te describió. Cada vez que yo me entrenaba y estaba a punto de desfallecer, pensaba en ti. Podría decirse que has sido mi guía. Los dioses son caprichosos...

-¿Zana...?

La mirada de Nereia se ensombreció. –No sobrevivió. Murió hace dos semanas, pero murió feliz, sabedor de que era el artífice de la derrota de nuestros enemigos. Los bardos cantarán historias en su honor y su nombre será...

La voz de la froslín se fue apagando hasta convertirse en inaudible. Miró a su alrededor con una terrible desesperanza. Los cadáveres a su alrededor, la sangre en sus manos... Nada tenía sentido. Parecía a punto de quebrarse. Las miradas de ambas mujeres se cruzaron. A pesar de la rabia que la consumía, Magda no pudo sino sentir lástima por su adversaria. Todos sus hermanos habían muerto. Nereia detectó la compasión en su mirada y no pudo sino odiarla por ello.

-Pero ahora, nada de todo eso tiene importancia. –La mujer froslín se rehizo. La debilidad que había mostrado hacía un instante había desaparecido, sustituido por una cruel frialdad. –Ahora debes partir. No vayas a confundirte de mensaje cuando te vayas. –Nereia propinó un puntapié a una de las cabezas decapitadas a sus pies, acercándola a Magda. Los froslines rieron atrozmente mientras la mujer daba media vuelta y se internaba entre los guerreros.

EPÍLOGO

El castillo de Marán. Una visión familiar. Por fin había llegado. Todos los huesos del magullado cuerpo de Magda le dolían espantosamente, pero sabía que no debía descansar hasta no haber hablado con los consejeros del difunto monarca. Los guardias en el rastrillo del castillo la contemplaron desconcertados. Magda articuló las palabras con dificultad. Sus labios estaban tan cortados y resecos.

-Guardias. Dejadme pasar. Una gran derrota... El rey Leopoldo ha muerto...

Los centinelas la sujetaron para evitar que se derrumbase aunque la contemplaron con extrañeza.

-¡Es una caballero! ¿También sobrevivisteis a la batalla contra los froslines? Pensamos que el rey Leopoldo había sido el único superviviente.

Magda contempló al soldado como si viese a un fantasma. –¿El rey vivo? Imposible. Le vi morir.

-Os equivocáis. Llegó hace un par de noches. Fue herido en un ojo, pero está bien, gracias a los dioses.

-Tengo que verle...

-Sin duda, pero primero debéis descansar. Estáis agotada.

-¡No! Llevadme ante él.

-Como deseéis. –El guardia se encogió de hombros y condujo a Magda hasta uno de los aposentos reales.

Magda no sabía qué esperaba ver. Quizás estuviese delirando de fiebre pero cuando se abrió la puerta, pudo contemplar a Leopoldo sentado en una silla, escribiendo unos papeles. La espaciosa estancia, vacía, excepto por el soberano y un perro que bostezaba tumbado en un rincón, estaba levemente iluminada por el fuego de una chimenea. No obstante, hacía frío. Magda pensó que debía alegrarse. Su monarca estaba vivo. Pero en vez de ello, un escalofrío recorrió su espina dorsal.

-¡Imposible! No puede ser. Yo... vuestra cabeza... Vi...

-Majestad, disculpad esta intromisión, pero esta caballero deseaba veros. Es una de las supervivientes de la batalla del norte y creía que habíais muerto. Hemos...

Leopoldo se incorporó lentamente. –Dejadnos solos.

Los guardias obedecieron con premura, cerrando la puerta tras de ellos. Magda contempló al rey. Sí. Era sin duda Leopoldo. Pero un Leopoldo quizás más alto, más demacrado. Sus oscuras ojeras contrastaban con el brillo amenazador de su único ojo y con el mechón de pelo blanco que caía a un lado de su faz. Su rostro era fantasmagórico. Su cuerpo parecía estar recubierto de sombras, como si el fulgor de la chimenea no llegase a reflejarse en él. La situación le pareció irreal. Los ruidos familiares del crepitar del fuego habían sido reemplazados por otros: goteos de agua y ocasionales murmullos de veladas conversaciones. Las sombras parecían fluir a su alrededor, intentando acariciarla. La fría voz del monarca sobresaltó a Magda.

-Ah, querida... Sin duda sois una mujer muy valiente para haber sobrevivido a la batalla. Es una verdadera lástima.

-¿Quién... sois? No sois... Leopoldo.

-Efectivamente. Leopoldo dejó su vida en el campo de batalla. Una batalla terrible, según tengo entendido, pero lo cierto es que me ha resultado tremendamente útil. Yo he tomado su lugar en el trono de Marán. Un trono que me correspondía desde hacía siglos. Pero parece que hay alguien que puede estropear mis planes. Vos.

De pronto, Magda se dio cuenta de que apenas podía moverse. Invadida por un frío glacial, estaba más aterrorizada que durante la batalla. Supo que estaba en peligro mortal y deseó tener entre sus manos su espada.

-Y eso nos lleva a la siguiente pregunta. ¿Qué hacemos con vos, mi pequeña ratita entrometida?

-Sabe demasiado. Deberíamos matarla. –Magda se giró hacia su derecha. La ruda voz había emergido de las sombras, donde momentos antes no había nadie. Pudo contemplar a una persona rubia, de mirada aparentemente indiferente, pero que hizo estremecerse a la caballero.

-No, esperad. La conozco. Es Magda, la amiga de Oicán. Podría sernos útil. –Magda se giró, esta vez a su izquierda. El perro tumbado en el suelo había desaparecido, remplazado por un hombre joven pelirrojo de mirada lobuna.

-Sí. Creo que puede sernos valiosa. –Magda se volvió hacia el rey. Ya no portaba el parche. Un ojo de cada color se clavaban en ella y unos afilados colmillos se entreveían en su sonrisa. –Os haré caso a ambos. Tranquila, mi niña, no dolerá... demasiado.

Varios campesinos se despertaron cuando les pareció escuchar un grito desgarrador desde el castillo. Lo atribuyeron a una pesadilla y continuaron durmiendo un sueño irregular.