La Caida de Marán (1)

Dos hermanos de las bárbaras llanuras heladas del norte son enviados a Marán, donde entrarán al servicio de la Orden de Caballería.

LA CAIDA DE MARÁN (1ª Parte)

N. del A.: Este relato acontece en Marán, un mundo de fantasía en el que también se sitúan los cuentos " El Príncipe y el Caballero ", " El Duelo ", "Espadas, Traiciones y Vampiros ( I y II )", " Espejo, Espejito " y " Encuentros Húmedos ". Recomiendo leer antes estos relatos para una mejor comprensión de la historia.

PRÓLOGO

Aprieto mi mano contra mi costado, pero la sangre continúa fluyendo. Es entonces cuando tengo la certeza de que voy a morir. Una sensación extraña... y terrible. Me rebelo. No quiero morir. Gimo, agarro las sábanas del camastro sobre el que me hallo, pero todo es inútil. La vida y las fuerzas se escapan por las heridas de mi cuerpo. Enfrente mío, mi asesino termina de vestirse. Se embute concienzudamente en una gruesa capucha que oculta su rostro y se acerca hasta mí. Espera hasta que dejo de boquear y me quedo totalmente inmóvil. El dolor remite momentáneamente, haciéndose más soportable. El asesino cierra mis ojos casi con ternura y escucho sus pasos mientras abandona mi habitación. Dicen que al morir ves pasar toda tu vida por delante de tus ojos pero todo es tan confuso en este momento...

I. REHENES

Recuerdo el día de la partida perfectamente, a pesar de los años transcurridos. Llovía a mares y el gélido viento cortaba la piel. Era un día normal en las tierras heladas del norte y me sentía bien físicamente, aunque tenía algo de miedo. No lo exteriorizaba, por supuesto. A mi lado se hallaba mi enclenque hermano Zana, aterido no de frío sino de pavor, temblando como una mujer. Era patético.

Quizás debiera presentarme en primer lugar. Mi nombre es Brannar, hijo de Raag el Fuerte, aunque todo el mundo me conoce como Bran. Mi hermano y yo pertenecemos al pueblo de la gente de las nieves, los froslines. Marán nos llama bárbaros con desprecio, como si fuese un insulto. Como si fuese algo malo.

Aquel día no dejaba de otear el horizonte. Sabíamos que los hombres de Marán vendrían en cualquier momento para exigir su peculiar tributo: nosotros. La guerra había acabado. Habíamos perdido. Los caballeros de Marán, como tantos años antes había hecho, una y otra vez, nos habían vencido, nos habían humillado. Nuestro ejército se había disuelto, su moral había caído en picado ante la perspectiva de seguir combatiendo a un enemigo indestructible. Nuestro consejo de ancianos hizo lo único que podía: nos rendimos, implorando la magnanimidad de nuestros enemigos y suplicando el perdón de los dioses por un acto tan cobarde e ignominioso. Los emisarios de Marán no fueron especialmente duros, pero exigieron algo que garantizase los acuerdos alcanzados: rehenes. Cada pueblo froslín debía entregar a dos hijos de los jefes de la aldea. En nuestro caso se trataba de mi hermano menor y de mí.

Por fin aparecieron los enviados. Eran una docena y pude ver que al menos ocho de ellos eran caballeros. Por fin podía contemplar uno de cerca. Pensaba que serían poderosos gigantes o algo parecido, pero lo cierto es que el más alto me sacaba sólo una cabeza. Aún así, lo cierto es que eran imponentes, con sus cotas de malla reluciente, poderosamente armados, con sus amplios escudos entrechocando al unísono, balanceando sus largas lanzas al compás de los pasos de sus monturas, manteniéndose en sus sillas orgullosamente. Aquellos eran los caballeros que habían sometido medio mundo. El resto de la aldea les contempló con aversión y miedo. Sin pronunciar una palabra, nos despedimos de amigos y familiares. Nereia, nuestra hermana, nos contempló con aire orgulloso y escupió a los pies de los caballeros. Éstos no dieron importancia al gesto. Después de todo, éramos un pueblo derrotado. ¿Qué podíamos hacerles? Partimos con ellos, rumbo a Marán.

Zana cabalgaba en el jamelgo que nos habían proporcionado a la misma altura que yo. Se acercó un poco más. Su voz temblaba.

-¿Qué crees que nos ocurrirá, Bran?

-¡Por los dioses, ten un poco más de orgullo! No permitas que estos invasores sepan que les tenemos miedo. ¿Qué crees que pensarán si te ven temblar como una nenaza?

Zana bajó su cabeza, avergonzado. Le contemplé con desprecio. Era tan distinto. Normalmente los froslines somos criaturas pálidas de cabellos grisáceos o blanquecinos. En cambio, su largo pelo era totalmente negro, como la más oscura noche. Hacía dieciocho años, un saqueador del sur había violado a nuestra madre durante una incursión. Ésta dio a luz a un mestizo, pero nuestros padres lo aceptaron ya que nació débil y enfermizo. Nadie esperaba que cumpliese un año de vida, pero se equivocaron. Ahí estaba, cabalgando a mi lado. Los designios de los dioses son inescrutables.

Los días se sucedieron. Los extranjeros nos dirigieron la palabra en contadas ocasiones. Entendía bastante bien su idioma. Es preciso conocer todo lo posible al enemigo. El viaje prosiguió. Las ululantes llanuras heladas dieron paso a fríos bosques oscuros.

Habían transcurrido cuatro días cuando sucedió un desafortunado incidente. Mi hermano aprovechó un alto en el camino y se alejó del campamento para bañarse en un cercano lago. Zana se desnudó completamente y se zambulló con deleite, ajeno a las bajas temperaturas. Cuando se dispuso a salir, uno de los soldados le franqueaba el paso hasta su ropa. Mi hermano se tapó su entrepierna, avergonzado de permanecer desnudo ante el extraño. Éste sonrió maliciosamente y, agarrándole con violencia, le tumbó sobre el suelo. "¿Sabes? La falta de mujeres puede ser algo muy frustrante. Pero todo puede remediarse. Desde luego, aunque muy paliducho, no estás nada mal".

El soldado contempló con lujuria el desnudo cuerpo de Zana. Éste era bastante más bajo que su agresor y, aunque vigoroso, no podía zafarse de la presa del hombre. Éste pellizcó con tosquedad los pezones del muchacho mientras le susurraba: "Si gritas, lo lamentarás". El froslín miró con odio a su atacante, pero eso no hizo sino excitarle aún más. El hombre se desnudó rápidamente, mostrando una gruesa verga totalmente erecta. Con fuerza, dio la vuelta al muchacho y con ambas manos separó las pálidas nalgas de Zana, hasta revelar su pequeño orificio anal. Impetuosamente, introdujo dos dedos por él, mientras tapaba la boca del froslín con su manaza para evitar que gritase. "Ahora vas a ver lo que es bueno, maldito salvaje". Con dos golpes de cadera, introdujo sin ningún miramiento su gran verga por el ano de Zana, mientras rugía sordamente. A continuación inició una vigorosa cabalgada mientras con su mano libre frotaba y pellizcaba el pene del froslín. Gruñía mientras invadía su interior. Zana se revolvía, intentando liberarse, pero lo único que conseguía era que la verga se introdujese más en sus entrañas. Repentinamente, el soldado gimió mientras descargaba su semen en el interior del joven. Se dejó caer sobre su víctima, todavía jadeante.

Los ojos enrojecidos de Zana ardían de rabia e impotencia mientras permanecía inmóvil debajo del hombre. De pronto logró incorporarse y, con determinación y a pesar del dolor en sus entrañas, se agachó hasta la entrepierna del hombre. El mango todavía latía y pulsaba cuando Zana se lo introdujo en su boca. "Vaya, eres toda una putita. Parece que todavía te has quedado con más ganas de polla. Adelante, chupa, putita". El froslín chupaba y tragaba todo lo que podía.

El terrible grito llegó hasta nosotros. Alarmados, los caballeros y yo llegamos hasta la orilla del lago. Allí, el soldado chillaba mientras se agarraba como podía su ensangrentada entrepierna. Intentaba levantarse, pero la terrible agonía se lo impedía. Zana, de pie, altivo a pesar de su desnudez, se limpiaba con el dorso de su mano la sangre que caía desde sus labios. A sus pies, donde mi hermano los había escupido, se hallaban unos restos sanguinolentos, una ruina roja que hacía unos momentos todavía había estado unida al cuerpo del soldado.

Varios de los hombres desenvainaron las espadas. El capitán de los caballeros, un hombre rubio y con una fina barba, que se había presentado con el nombre de Tálmer, les detuvo levantando la mano. Sin duda, se imaginaba lo que había sucedido. No hacía falta ser muy sagaz. El rostro de mi hermano estaba bañado en lágrimas, y sangre y semen resbalaban lentamente por su muslo interno.

-¡Quietos! Que nadie ponga la mano sobre el froslín. Ayudad a Hans. En cuanto lleguemos a Marán será juzgado por violación.

¡Vaya! El gesto de aquel hombre me sorprendió. Esperaba que hiciesen pedazos a mi hermano, cuyo único crimen había sido defenderse. Pero existía honor en aquel caballero. Quizás no todos fuesen unos viles asesinos sedientos de tierras y oro.

Hans no sobrevivió a la noche. Había perdido demasiada sangre. Mi hermano contemplaba ensimismado la hoguera. El resto de los soldados le observaba con odio, y aunque deseaban vengar a su camarada, no se atrevían a desobedecer a su capitán. Me senté a su lado.

-¿Sabes, hermanito? Nunca pensé que acabases con un enemigo antes que yo.

Zana me miró mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. –Bran, yo... él... me...–Su voz se quebró. Le abracé y acaricié su pelo, mientras sollozaba sobre mi hombro.

-Estoy orgulloso de ti, Zana, hermano.

-¿Orgulloso? ¿Por matar?

-Era un enemigo. Hiciste lo que debías.

El brillo de las llamas se reflejaba en el rostro de mi hermano. Le contemplé en silencio. Acababa de cumplir dieciocho años, pero su expresión era la de alguien mucho más viejo. En un solo día había sido violado y había matado a su agresor. Posé una mano en su hombro y le atraje hacia mí.

-¿Todavía te duele?

Zana negó con la cabeza, avergonzado.

-Anda, déjame verlo. Tengo algo de ungüento. Te vendrá bien.

Al principio parecía dispuesto a negarse, pero se mordió los labios y, tras mirar que nadie nos observase, Zana se tumbó a mi lado con algo de timidez. Después de todo, era de noche y la oscuridad nos rodeaba como un manto protector.

-Vamos, no te preocupes, soy tu hermano, ¿no?

Bajé sus pantalones de piel hasta dejar al descubierto su trasero. La verdad es que era precioso. Le había visto desnudo en incontables ocasiones, pero nunca me había dado cuenta. Esparcí el ungüento por sus nalgas hasta llegar al ano. Casi sin querer, introduje uno de los dedos por él.

-Ouch. Ten cuidado. Me duele.

-Perdona. ¿Sabes? Nunca me había fijado, pero tienes un culo muy bonito.

Zana rió quedamente, sin ganas. –Te burlas de mí.

-No, no, en serio. –Continué aplicando la crema siendo consciente de que Zana arqueaba sus nalgas hacia arriba y que gemía de forma casi inaudible. Sin pensar en lo que hacía introduje dos dedos, jugueteando suavemente, mientras él se balanceaba suavemente de atrás hacia delante. Continué el movimiento durante un buen rato hasta que escuché cómo gemía en voz baja y comenzaba a temblar. Acababa de tener un orgasmo. Moví suavemente los dedos un rato más, prolongando su clímax, jugando con las paredes de su recto hasta sacarlos por fin. Le besé en la mejilla.

-Tranquilízate, hermanito. No te abandonaré. Nada malo te sucederá.

No respondió. Se había quedado dormido.

II. MARÁN

¿Cómo describir lo que sentí al contemplar Marán por vez primera? Lo cierto es que no sé qué esperaba ver. Marán era todo lo que contaban de ella y más. Miles de habitantes fluían en una algarabía de movimiento que, para un habitante de las inhóspitas llanuras del norte, era un torbellino deslumbrante y mareante. En mi aldea no moraban sino doscientas personas, al igual que en los pueblos froslines más cercanos. Marán era una ciudad de más de cinco mil habitantes. Por eso, me resulto algo sorprendente, y a mi pesar, fascinante.

Al marchar hacia el castillo, el camino transcurría atravesando el mercado. Contemplé frutos que no había visto, animales vivos que jamás había soñado existieran, y sobre todo, una gran cantidad de gentes de diversos lugares y razas que comerciaban con total tranquilidad. Jamás había sospechado que tanta gente pudiese convivir sin hacerse pedazos mutuamente. Incluso divisé varios elfos, y no portaban cadenas, a pesar de tratarse de un pueblo esclavizado por Marán. Se lo comuniqué a Tálmer, el caballero que nos guiaba.

-Tenía entendido que los elfos eran vuestros esclavos.

El caballero rió. –Bueno, ahora Bosquia, el reino de los elfos, es una provincia más de Marán. Tienen nuestros mismos derechos y deberes.

-No lo entiendo. Si los vencisteis en la guerra, ¿por qué los habéis equiparado a vosotros?

Tálmer me contempló con diversión. –Escucha, muchacho, Bosquia no es un reino vencido. Desde hace escasos años, comparte nuestra moneda, nuestros códigos legales, un único ejército, y un único rey.

Intenté que el sarcasmo no inundase mi voz, pero fue difícil. –Sí. Un rey... El vuestro. Las noticias que habían llegado al norte era que los elfos no aceptaban tan entusiasmados todos vuestros... "dones".

Tálmer no dejó de sonreír. –Es cierto, todavía existen diversos focos de resistencia, pero la paz final está cercana a conseguirse. Y será buena para todos.

Por fin llegamos a unas dependencias cercanas al castillo. Bullía de actividad. Muchachos jóvenes se entrenaban con las armas y la equitación. Según nos informó Tálmer, aquel lugar era donde se entrenaban los aspirantes a la Orden de Caballería de Marán. Me sorprendió ver que no todos eran habitantes de Marán. Había algún elfo, los "hombres y medio", humanos sureños grandes como gigantes e incluso seres de razas que jamás había visto en mi vida, y lo más sorprendente de todo: mujeres. Entre los froslines, es extremadamente insólito que una mujer abandone el poblado, mucho menos que empuñe las armas. Bueno, lo cierto es que había excepciones, pero estaban muy mal vistas. Mi propia hermana, Nereia, no acataba el peso de las tradiciones y desde que pudo sujetarse en pie por sí misma, había participado en las cacerías y batidas, y posteriormente en los incursiones de guerra. Al principio, padre la había deslomado a golpes, intentando que cumpliese el rol que se esperaba de ella, pero con el tiempo lo dejó por imposible. Sonreí despectivamente. Seguro que aquí se sentiría mejor que en su casa.

Se nos condujo hasta nuestros aposentos: unas pequeñas y frías celdillas individuales en los que apenas había espacio para un camastro y poco más. Tálmer se despidió hasta el día siguiente con una sonrisa pícara.

-Ten cuidado esta noche. Entre los muchachos aspirantes a caballero, es común gastar ciertas... novatadas. Aunque quizás no las encuentres nada desagradables.

-¿A qué os referís?

-Será mejor que lo averigües tú mismo.

Aquella noche apenas pude dormir. Pero al final, pude cerrar los ojos y caí en un sueño profundo. Lo primero que sentí al despertar fue que había varias personas alrededor de mi camastro. En la penumbra de mi habitación pude ver que habían retirado las sábanas y que alguien toqueteaba mi pene, el cual brillaba de la saliva del desconocido que lo había estado manoseando y saboreando a conciencia, quien sabe durante cuánto tiempo.

Los desconocidos ya estaban terminando de sacarme los delgados pantalones que usaba para dormir por los tobillos. Reían con descaro, ya que mi pene había crecido gracias a las atenciones que le habían prestado. Eran varias las manos que manoseaban mi verga y hurgaban por mi entrepierna, mientras algunos dedos se acercaban cada vez más hacia mi ano. No pude ver más ya que uno de los muchachos incrustó su boca con la mía, para devorarme a besos, ahogando mis inútiles protestas con sus voraces labios. Y, con un gemido, noté la mano de alguien hurgando a conciencia por mi orificio más íntimo.

Por fin logré mascullar unas palabras. "¿Quiénes sois?". Una voz susurrante llegó hasta mis oídos. "Somos el comité de bienvenida. Relájate y disfruta. No creo que te quede más remedio." Se escucharon risas, pero no pude contestar, ya que un grueso miembro entró en mi boca a renglón seguido. Nunca hubiese adivinado que las palabras de advertencia de Tálmer sobre las novatadas se refiriesen a ese matiz de encuentros. El mango se introdujo por mi garganta cada vez más, mientras manos que no veía pellizcaban y retorcían mis pezones y mi propio pene, que creció hasta su máxima longitud. En volandas me levantaron y me dieron la vuelta sobre el camastro. Varios dedos ensalivados no habían dejado de moverse a través de mi ano, preparándome para lo que venía a continuación. Se retiraron de repente, sólo para ser remplazados por una verga que entró casi sin dificultad por mis entrañas. El dolor fue intenso, pero pronto fue remplazado por una sensación extraña, casi de placer. No era virgen de ese orificio, lo cual contribuyó a que el pene se incrustase cada vez más. Sin yo quererlo, me encontré meneando mis caderas de forma instintiva, facilitando la penetración. De nuevo más risas.

El miembro que se introducía por mi interior parecía inacabable, restregándose por mis entrañas en tórrida comunión. La verga que tenía en mi boca se movía adelante y atrás, marcando un ritmo que se aceleró repentinamente. Escuché unos gemidos y sentí cómo inundaba mi boca de espeso líquido, el cual logré tragar a duras penas sin ahogarme. Los roces y caricias en nalgas y espalda me enardecían y sentí cómo el placer me recorría toda la espina dorsal. No había terminado de limpiar con mi lengua el miembro que continuaba en mi boca, cuando mi desconocido amante eyaculó en mi interior.

Los extraños a mi alrededor estaban tan excitados que se intercambiaron las posiciones sin darme un respiro. Pronto, un nuevo falo entró en mi boca y sentí otra gran verga restregándose ansiosa contra mis nalgas. Los cuatro individuos, que yo pudiera ver, me sujetaron con facilidad mientras el grueso mango penetró lentamente por mi ano. Gemí de dolor. Era el aparato más grande de los cuatro, pero apenas pude pensar en ello pues el sujeto que me poseía por la boca casi pareció estallar. Su condensada esencia se derramó por la comisura de mis labios mientras no podía sino empujar hacia atrás con mis caderas, con las escasas fuerzas que me quedaban. Rieron con ganas de mis caras de placer, mientras el que me sodomizaba parecía literalmente empalar mi cuerpo. Yo no podía preocuparme demasiado de ese individuo ya que tenía tres largos y gruesos mangos desnudos frente a mí, exigiendo que les prestara la debida atención. Hasta mis oídos llegaban los húmedos sonidos del entrechocar de sus caderas contra mis nalgas. Mis quejidos sonaron ahogados por la verga que engullía, cuando sentí cómo el individuo mejor dotado inundaba mi interior con su semen. Sin detenerse, continuó con su frenética danza, ante las quejas de sus compañeros, que querían disfrutar de mi pobre culito. No pude más, y en ese momento mi verga, a punto de estallar, descargó mi esencia sobre las sábanas.

Mi interior se vio de nuevo regado con la esencia del extraño antes de salir de mí y besarme en la nuca. Yo ya estaba próximo a la inconsciencia, así que apenas entendí sus palabras. Me quedé bocabajo en mi camastro, desnudo, totalmente empapado por los flujos de aquellos individuos, sin poder moverme, mientras el sueño me iba venciendo lentamente y sin que los muchachos dejasen de entrar y salir de mi interior.

Cuando desperté, me di cuenta de que Tálmer estaba conmigo en la habitación. Parecía divertido. Intenté incorporarme, pero me dolía todo el cuerpo.

-Saludos, Bran. Te he dejado dormir más tiempo. Supongo que lo necesitabas, después de lo de anoche. Vaya, creo que tendrás que asearte un poco. –El caballero pasó los dedos por mis nalgas, todavía cubiertas de la sustancia de la noche anterior. -¿Te ha gustado?

-Mentiría si os dijera que no he tenido el orgasmo más intenso de mi vida. Ufff... Pero espero que tarde tiempo en volver a repetirse.

Tálmer sonrió mientras depositaba a los pies de mi cama la ropa que usaría aquel día.

III. LECCIONES

Salí al patio, caminando con dificultades. Varios muchachos me miraban divertidos y cuchicheaban entre ellos. ¿Quizás alguno hubiese participado en aquel "acto de integración"? Cerca estaba Zana. Por sus ojeras y su expresión, deduje que también había recibido una "visita" nocturna. Me sonrió y se acercó más a mí. Sin duda, todavía estaba temeroso por hallarse entre los que hacía poco todavía eran nuestros enemigos. Esta vez no me importó y permití que me estrechase la mano.

Tálmer llegó al cabo de unos instantes. Le acompañaba una muchacha morena de gran belleza y aproximadamente de nuestra edad. No obstante, portaba la cota de malla negra y las enseñas de los caballeros. ¿Era posible que se hubiese ordenado tan joven?

Tálmer nos habló. –Bien, muchachos. Por ahora, el resto de los caballeros y yo hemos decidido que Zana permanecerá en los cuarteles de los caballeros, recibiendo las mismas enseñanzas que el resto de los muchachos, y que Bran me acompañará en una misión que tengo que desempeñar en Bosquia.

Zana me miró implorante. Empleé con Tálmer el tono más imperioso que tenía.

-No me gusta tener que separarme de mi hermano.

-Tranquilo. Creemos que eres un hombre de acción y te hará bien conocer cómo somos en realidad los caballeros. En cuanto a ti, Zana, te será muy útil la formación que recibirás. Quizás los dos aprendáis que Marán no es vuestra enemiga y que sólo desea la paz entre nuestras gentes.

La muchacha dio un paso y sujetó jovialmente por el brazo a mi atemorizado hermano. –Además, no tienes nada que temer. Yo le cuidaré. Mi nombre es Magda, y he sido la mujer más joven en ser ordenada caballero. Le dejas en buenas manos.

Reí con ganas. -¿Las de una mujer? No me hagas reír.

La muchacha frunció el ceño. –Peleo mejor que muchos hombres. Fui escudera del célebre caballero Oicán.

Me acaricié la barbilla, pensativo. –Mmm... Oicán... Oicán... El nombre me es vagamente familiar. Ah, sí. Ya recuerdo. Debía ser un luchador muy bueno. Creo que sobrevivió a un duelo con nuestro mejor guerrero, Feros. Huyo muy malherido, según me contaron. ¿Sobrevivió a las heridas?

Magda entrecerró los ojos con furia. –Oicán no fue herido. Él... Bah. Si te dijera lo que sucedió aquél día, hace ya varios años, no te lo creerías.

-Y cuando tengas que proteger a mi hermano, ¿cómo le defenderás? ¿Llorando?

Magda me tendió una lanza cercana, bajo la mirada divertida de Tálmer. –Si quieres te lo demuestro ahora mismo. Así, de paso, puede que aprendas algo de lucha.

-No tengo nada que aprender. Nací con una lanza en la mano.

-¿De verdad? Debió ser muy doloroso para tu madre al darte a luz.

–Maldita... –Gruñendo, me abalancé hacia ella. Antes de darme cuenta de lo que estaba pasando, me había tumbado con un barrido del mástil del arma y apuntaba hacia mi indefensa garganta.

-¿Y bien?

Acepté la mano que me tendió y me levanté sonrojado. –De acuerdo, de acuerdo... Mis disculpas. Peleas muy bien.

Maga sonreía de nuevo. Me estrechó la mano con fuerza y se alejó junto a mi hermano. Pude escuchar cómo éste conversaba tímidamente con ella. -¿Sabes? Me recuerdas a mi hermana Nereia.

Tálmer me acompañó hacia mis aposentos.

-Es una joven de armas tomar, ¿verdad? Considera esto como una lección: Jamás subestimes a una persona por lo que es o por su aspecto. Si esto hubiese sido un combate de verdad...

Me acaricié el cuello. –Ya lo sé... Ahora estaría muerto.

-Exacto.

Partimos al cabo de unos días. Me despedí de mi hermano, con la extraña sensación de que nunca más le vería. El viaje era largo. Duraría unos meses. Puede que en ese tiempo el Consejo de la Orden dictaminase que había transcurrido el tiempo suficiente para que pudiésemos regresar a nuestro hogar. En todo caso, nos encontraríamos allí.

Cabalgaba al lado de Tálmer. Me había comentado la misión que deberíamos llevar a cabo: entregar un mensaje a los elfos rebeldes. Se trataba de una propuesta de tregua. La entrega iba a resultar algo complicada dado que era prácticamente imposible localizar a uno de ellos: eran como sombras que se desvanecían en cuanto golpeaban.

Durante el viaje, yo había decidido llevar el torso desnudo. Quería que todos los campesinos con los que nos cruzásemos supieran que era un froslín.

-Creo que deberías cubrirte.

Le miré desdeñoso. –No pienso ocultar mi piel. Estoy orgulloso de ser un froslín.

-No es por eso. Lo digo por... Oh, bueno. Peor para ti. De hecho, no creas que me disgusta contemplar tu pecho desnudo. –Me respondió burlonamente.

Desvié la vista, incómodo. Al cabo de muchas horas de viaje, supe a qué se había referido. El sol golpeaba abrasador. Mi pálida piel estaba empezando a quemarse y varias ampollas se formaban en mis hombros. Me coloqué una fina capa sobre mis hombros y miré con rabia al sonriente caballero.

-He cambiado de opinión. Ahora quiero llevar esta ropa.

-Claro.

Al cabo de varias semanas, habíamos llegado a Bosquia, aunque todavía estábamos lejos de cualquier ciudad importante. Mientras, el caballero me había contado historias sobre Marán y su caballería. Historias de la importancia del honor y la caballerosidad. Al principio no le presté demasiada atención pero luego no pude sino escucharle embelesado. Algunas de ellas eran fascinantes.

Tálmer me sacó de mi modorra al señalarme a un individuo que se acercaba hacia nosotros por el desierto camino.

-Mira. ¿No te parece extraño?

-No. ¿Por qué debería serlo?

-Sus ropas.

El caballero tenía razón. A pesar del intenso calor, el individuo estaba totalmente recubierto de gruesos ropajes. Ninguna parte de su piel era visible. Me fijé más en él. Era tremendamente corpulento, con unos anchos hombros desproporcionados. Parecía como si fuese capaz de partir un buey por la mitad sólo con sus manos.

-¡Es un calibán! –Me dispuse a desenfundar mi cuchillo, pero un gesto de Tálmer me lo impidió.

La figura encapuchada pasó a nuestro lado, cabizbajo, como si temiera encontrarse con nuestra mirada. No le faltaban motivos. Hasta ese momento, siempre pensé que la existencia de esos seres no era sino leyendas. Se decía de los calibanes que eran malignas criaturas malditas, físicamente poderosas pero grotescamente deformadas. No había dos calibanes que fuesen iguales, pero muchos de ellos eran jorobados, con semblantes bestiales, rasgos asimétricos... Su nombre era una corrupción de "caníbal", uno de los muchos y nefastos hábitos que se les achacaban. La gente les perseguía y cazaba, para acabar con unos seres tan malvados.

El calibán hubiese proseguido su camino para rebasarnos de no ser porque Tálmer se dirigió a él en una lengua que se me antojó dura y gutural. Sorprendido, la criatura alzó la mirada. No llegué a divisar su rostro más que un instante, pero me pareció que su piel era grisácea y coriácea, y los colmillos brotaban de sus labios como los de un jabalí. El caballero y el calibán intercambiaron en el extraño dialecto unas frases y cada uno proseguimos nuestro camino.

-Por los dioses, esa cosa era horrible... Creí que nos atacaría para devorarnos.

-Tenéis demasiados prejuicios. ¿Y si os dijese que en cierta ocasión un calibán fue amante mío?

-Os diría que sois un redomado mentiroso. O un degenerado. –Exclamé con repugnancia.

Tálmer me miró con desazón. Miró a su alrededor hasta localizar algo concreto y encaminó a nuestros caballos hasta esa dirección. Señaló con la cabeza una de las ramas de unos árboles bajos de hoja verde. En ella colgaban unos frutos redondos con una tonalidad entre rojiza y dorada. El aroma era embriagador. Tálmer me tendió uno de los frutos.

-Pruébala.

La fruta tenía una suave piel rugosa y un aroma extraordinariamente agradable. Entusiasmado, me la llevé a la boca y la mordí. La piel resultó ser durísima, además de espantosamente amarga. La escupí. Tálmer me arrancó la fruta de la mano y comenzó a pelarla con una daga.

-Querido Bran, lo que acaba de sucederte debería enseñarte dos lecciones. La primera es que no debemos dejarnos llevar por una apariencia agradable o desagradable. La fruta huele bien y presenta un aspecto atractivo, pero te repugnó cuando la mordiste, ¿verdad?

Miré con resentimiento al caballero. Se deseaba enseñarme una lección, podía haberse ahorrado ese trato tan humillante. Despojada de su cáscara, la fruta tenía un asqueroso aspecto blanquecino.

-La segunda lección es que nunca debes creer del todo la primera impresión. Toma.

Me tendió una tajada de la fruta. La cogí indeciso.

-Vamos, pruébala.

La mordí. Un zumo inundó mi boca. Jamás había sentido un sabor como aquél. Era dulce, suave, incomparable. Cerré los ojos y paladeé ese manjar de los dioses.

-La fruta que estás comiendo se llama naranja. Pocas cosas saben mejor en este mundo. –Tálmer me miró con seriedad. –Los calibanes no son monstruos, a pesar de su aspecto. Son humanos. De hecho, el corazón de un calibán puede ser tan noble, puro o hermoso como el de cualquier humano, o incluso más, ¿entendido?

Asentí. -¿Y puede saberse qué es lo que te ha comentado ese ser tan noble?

Tálmer me respondió, ajeno al sarcasmo. –Los calibanes tienen ojos y oídos en todas partes, ya que nadie repara en ellos. Me ha dicho dónde podemos encontrar a los elfos.

Los días se sucedieron, y por fin llegamos al bosque que nos habían señalado. Tálmer demostró ser realmente buen rastreador. Pronto localizó la pista de uno de los guerreros elfos rebelde. Pero él nos encontró antes. En un momento, el bosque parecía tranquilo a nuestro alrededor. Al momento siguiente, una flecha surgió de la espesura, y de no ser por los reflejos del caballero, que interpuso su escudo entre la flecha y mi persona, probablemente yo hubiese caído atravesado por el dardo. Tálmer alzó su espada mientras pronunciaba unas palabras que no entendí en un idioma que supuse sería el élfico. Una respuesta llegó y el caballero depositó el pergamino que contenía el mensaje en el suelo, arriesgándose a ser asaeteado. Nada sucedió y nos fuimos lo más rápido que pudimos, sintiendo muchas miradas hostiles clavadas en nosotros.

Por la noche meditaba contemplando la hoguera que habíamos hecho para acampar. Tálmer habló para romper el hielo.

-Bueno, la misión ya está cumplida: hemos entregado el mensaje. Dentro de poco volveremos a estar en Marán.

-Sabiendo dónde se ocultaban esos elfos rebeldes, ¿por qué no habéis llamado al ejército de Marán y los habéis exterminado a todos?

-Eso no haría sino provocar que más elfos apoyasen a los rebeldes. No hay nada peor que un mártir. Además, ya se ha derramado demasiada sangre. No te negaré que existen muchos caballeros en Marán que son partidarios de la guerra. Yo no. En breve se convocará una reunión de la que puede nacer la paz. ¿No es eso mejor?

Permanecimos en silencio durante varios minutos. No fui consciente de que tenía la mirada clavada en Tálmer hasta que habló.

-¿Por qué me miras así?

Me sonrojé y bajé la vista. Intenté elegir las palabras lo mejor posible.

-Querría deciros dos cosas. La primera es que me gustaría saber más sobre los caballeros.

-Por supuesto, cuando volvamos a Marán, podrás recibir la instrucción que estamos dando a tu hermano en la Orden. Si así lo decidieras, podrías convertirte en un caballero. Acogemos a quien sea, con independencia de su raza. Y creo que puedes llegar a ser uno magnífico. ¿Y la segunda cosa?

-Me habéis salvado la vida. Creo que os debo algo. Me gustaría recompensaros... Es decir, si vos... si os apetece.

Comencé a desnudarme lentamente. Tálmer me sonrió.

-Nada me gustaría más en este momento.

Continuará...