La caída

El íntimo territorio, atalaya de la integridad e identidad del varón, no resistió el embate de la empalmada verga que, incontrolable, relajó sus defensas para acoger la acometida y absorber la dominante estaca.

Primera vez

No recuerdo como llegué a esto, pero allí estaba cargando mis catorce años y el furor de las hormonas.

Afuera la noche, las estrellas y el frío.

Adentro su rostro regordete y sonriente, tranquilizándome con la ayuda de sus años y del gin cola.

Sus manos, pequeñas como las mías, me exhibían su sexo: un falo recto, corto y gordo, no circuncidado y en el que su cabeza lustrosa se abría paso entre los pliegues del pellejo que ya no lo contenía.

"No pienses, déjate llevar", había dicho. "Te gustará, no es malo" .

El guiaba mis dedos hasta su mástil ardiente y ese contacto, superado el primer impacto de rechazo y miedo, se hizo agradable a los poros de la carne que tantas veces había sentido la suavidad de mi verga enhiesta, caliente con los humores que ahora me eran familiares en la suya.

Poco a poco fui liberándome y mis dedos se aventuraron por los senderos de su virilidad. "Tócalo todo, sin miedo ", me alentaba mientras se liberaba de su ropa y dejaba a mi vista su piel abrillantada por la luna.

No era un adonis pero estaba allí llevándome hacia una tierra ignota, intrigante, desconocida y de la cual, en ese entonces, tenía poca o casi ninguna noticia. La suavidad de sus manos hablaban de un trabajo no rudo y el bronceado de su tez, casi agreste, de un buen pasar.

"Te voy a dar todo lo que quieras", murmuraba y en mi mente se reproducía la pobreza familiar y la tentadora posibilidad de ayudar a mi casa.

Sus manos terminaron desnudándome, tapándonos, cuero a cuero, bajo la colcha. Me contagió su calor y calmó mi frío. Sus manos acariciaron mi verga cada vez más dura y gruesa en su pequeñez. Sus hábiles dedos, se acercaron sigilosamente a acariciar mi tantas veces esquivo ano hasta romper toda resistencia: "no te haré daño, no temas" .

"Te voy ha hacer gozar como nunca", me había prometido y ahora sentía su peso sobre mi cuerpo y su verga hirviendo paseándose por entre la quebrada de mis nalgas, embriagando de calor el lado oculto de mis cachetes, hasta que, bien enmantecada, acertó su cabeza en mi orificio y comenzó la presión del desvirgue.

Como una vara ardiente y resbalosa, y tras no poco esfuerzo, su virilidad abatió mi entrada causándome un dolor inmenso que no se agotó en el grito ahogado, en las lágrimas silentes ni en los mordiscones en la almohada.

"Tranquilo. Ya pasa. No llores", decía con palabras que entonces me parecieron mansas, comprensivas y amorosas. "Te voy a dar todo lo que quieras" repetía como una letanía en mis oídos, mientras sus labios secaban las lágrimas que cubrían mis mejillas y su espada, ardiente e invencible, no cedía ningún centímetro cogido.

Sentía los pelos de su ingle rozándome las nalgas, su pecho, apoyado en mi espalda transmitía el apremiado retumbo de sus alocados latidos; sus manos sujetaban mis brazos y su boca ensalivaba mi piel e intentaba besos de lengua que quedaron perdidos entre los pliegues de su pasión experta y la candidez de mi primera vez.

No sé si el dolor de mi trasero se fue auto anestesiando o la presión de su cuerpo, ayudado con su pene ungido, fueron superiores, pero su masculinidad, en toda su majestad de poderío, ariete de la sangre, fue desgarrándome a su tiempo y modo, tomando posesión a su manera de cada punto de mis entrañas sin importarle las quejas o las lágrimas.

El íntimo territorio, atalaya de la integridad e identidad del varón, no resistió el embate de la empalmada verga e, incontrolable, relajó sus defensas para acoger la acometida y absorber la dominante estaca, arrojándome al abismo de la temida necesidad del agradecimiento a la masculinidad que te perfora excitándote la próstata.

En un avance firme y sostenido, milímetro a milímetro ocupó su espacio y acomodó el tamaño de su estaca en su nueva tierra, mi agujero, hasta que sus pendejos quedaron cincelados en mis nalgas y sus hinchadas bolas incendiaron el sagrado espacio de la vagina que nunca tuve, entre el ano y el escroto.

El ardor era atroz pero no lo suficiente como para romper el momento del amanecer campestre. "Quiero que te guste y que lo hagamos muchas veces" , decía, "te voy a dar todo lo que quieras" .

"Vas a ser mío, yo te voy a enseñar" me preguntó afirmándome como suyo al tiempo que perforaba aún más mi ya conquistado agujero, su camino, arrancándome un "sí" mientras se hacía el dueño de mis adentros.

Con su punzón en mis profundidades, él inició una danza circular ensanchando con su verga mi caverna y en un mete y saca multiplicado enterraba su instrumento a lo más recóndito de mi ser.

Esa danza de ensanche y profundización en mi cuerpo, ejecutada con la fuerza descontrolada de la pasión del macho enardecido, removiéronme los sentimientos más encontrados de dolor, placer, rechazo y aceptación a la intrusión, repulsión y entrega inevitable, sumisión al invasor, causándome una situación de confusión en la que sentía a mi cuerpo desprendido y no solo objeto de su lujuria sino también sin fuerzas ni ganas de repeler la agresión consentida que me conmovía.

Su vehemente aguijón me abría a lo largo y a lo ancho sin contemplación; su peso me dominaba; sus labios gemían, hablaban o besaban y sus manos acariciaban mi hasta entonces casi intocada tez adolescente.

Su mano trataba de masturbar mi miembro sensible, pero fláccido, hasta que, aún así, con extrañas, débiles e indescriptibles sensaciones expulsé un líquido para mí desconocido, momento a partir del que se descontroló lo que aún faltaba y comenzó una frenética penetración con alocadas estocadas, guturales e incomprensibles decires, empapado de transpiración, fuera de sí hasta que estalló en estertores espasmódicos, llenando de su jugo hombruno mis adoloridas entrañas.

Su cuerpo se desplomó sobre el mío y su hombría se desmoronó en un rabo caído e inerte.

Recostado a mis espaldas hasta su alivio, su peso me contenía.

Deslizado a la derecha, encendió un cigarrillo y abrazó mi cuello, acariciándome las enrojecidas tetillas. Naturalmente mi cabeza buscaba amparo en el hueco del su pecho.

"Estuviste muy bien, sos muy lindo, te voy a enseñar como hacerlo mucho mejorb". Hablaba con voz grave y segura, entre bocanadas de humo, como masticando las palabras. "Quiero que lo hagamos otras veces, pero de esto no tienes que decir nada a nadie" , agregó arrancándome la promesa del secreto más absoluto.

"Está amaneciendo, mejor vámonos", ordenó.

Clareaba cuando dejamos su casa campo. Su camioneta tanteaba a los tumbos las huellas de tierra, acercando y alejando nuestros cuerpos, hasta encontrar el asfalto.

En mi trasero sentía sentía vivas las heridas.

La incertidumbre y pesadumbre de mi espíritu a veces se apagaba al sentir su mano cómplice sobre mi sexo o manoseando mi pierna.

Aquella noche terminaba y cada cual recaló en su casa a la espera de otros días.