La cabaña (1)

Una cabaña en un descampado es el escenario de encuentros entre un inmigrante ruso y un grupo de chavales.

LA CABAÑA (I)

El corazón me latía con fuerza. Me encontraba a pocos metros de la cabaña y ya no podía echarme atrás. Repasé mentalmente las últimas tres horas, dedicadas al arduo trabajo de esconder mi verdadera identidad. Un poco de carne artificial de látex en la parte superior de la nariz y el mentón, grandes dosis de maquillaje, una espesa peluca negra hasta los hombros y el toque definitivo de una vistosa cicatriz en plena mejilla izquierda. Unas ropas viejas, unos vaqueros sin marca y una camisa de cuadros completaban mi caracterización. Botas. Revisé mi indumentaria ordenadamente. Sí, todos los detalles estaban controlados. Había llegado el momento de la verdad.

Catorce meses antes había cruzado la puerta del colegio donde ahora trabajo, como profesor de inglés, y no me había costado mucho convertirme en un profesor popular. Veintisiete años y una irreprimible tendencia a amar a los chicos. Entre ellos, mis favoritos, Raúl, de primero, y Miki, de segundo. Raúl es aún un proyecto. Miki, en cambio, a principio de mi segundo curso en el empleo se mostró muy abierto y próximo. Me contaba sus aventuras entre risas, flanqueado por su amigo Jimi, siempre presente, sosteniéndome la mirada con sus grandes ojos color miel que sonreían juguetones, como esperando mi aprobación a sus hazañas adolescentes. Fue así como nuestra confianza fue creciendo poco a poco, de forma natural, aunque la presencia inevitable de Jimi limitaba en muchas ocasiones nuestras efusiones de cordialidad. Como estudiante es un desastre, pero eso no importa. Es una gran persona. Cabe decir que la presencia de Jimi no constituía una molestia, puesto que a menudo lo animaba a mostrarse más explícito en los detalles, incluso a hacerme partícipe de sus dudas u opiniones.

Unos días antes, en plena conversación en el patio, surgió el tema de la cabaña. Se trataba de una pequeña construcción de maderas y hules donde se reunían algunos chicos a la salida del colegio. Yo me había hecho cargo perfectamente de la situación: también había construido cabañas en mi infancia, incluso en una de ellas descubrí el placer de degustar la polla de mi mejor amigo. Los usuarios de la barraca se concentraban para charlar amigablemente, hacer sus planes, contarse chistes, fumar y sentirse importantes.

  • Tienes que venirte un día, profe, ¡ya verás cómo mola!

  • ¿Para qué, si ya sé lo que hacéis ahí dentro?

  • ¿Qué te crees tú que hacemos?

  • Me lo puedo imaginar: beber alcohol, fumar de todo, mirar revistas porno... y más cosas-.

Dije esto recordando lo que habían significado para mí los grandes momentos transcurridos entre las cuatro maderas mal puestas de mis cabañas históricas.

  • ¿Qué dices? Nosotros no hacemos guarradas. ¿Verdad, Jimi?

  • No... ni poco... bueno... algunas veces...

  • Bueno, bebemos y fumamos porros... y nos reímos mucho.

Miki añadió una de sus seductoras sonrisas a la última frase. Miré con cariño su bello rostro: sus labios carnosos, sus dientes blanquísimos, su nariz perfecta, sus mejillas tan suaves, sus orejas un poco grandes, siempre encarnadas, su cuello esbelto, verdadera columna de un templo clásico. En medio de su sonrisa sus dientes se abrieron impúdicamente y su lengua húmeda se presentó apetecible. Soñé con besar acaloradamente a ese chico, sin dejar de mirarlo. Un cierto magnetismo nos obligó a continuar en silencio hasta que sonó el timbre.

Los días siguientes los dediqué a recopilar información sobre la situación de la cabaña y la composición de sus usuarios. Me formé una fotografía perfecta de la situación, planifiqué mi visita y me lancé. Obviamente, no podía visitar la cabaña en calidad de profesor. Necesitaba un disfraz. Y la inspiración me llegó de las últimas olas de inmigrantes llegadas a mi ciudad, los rusos. Eran bastante blancos de piel, como yo, y los adultos tenían el pelo bastante moreno. La prueba de fuego estaba a punto de llegar. Si me reconocían todo quedaría en un juego. Si no lo hacían llegaría tan lejos como lo permitiera mi seguridad.

Estaba ya a pocos metros de la precaria construcción. Había aparcado mi coche a más de un kilómetro, había recorrido andando ese trecho cruzándome con los vecinos de mi colegio. Nadie me reconoció, y ello me infundió confianza. ¿Cómo llamar la atención de los ocupantes? No lo había previsto. Se me ocurrió lanzar piedras. La tercera que lancé dio de pleno en el tejado improvisado. Salieron Miki y Jimi, excitados, dispuestos a enfrentarse a un agresor desconocido.

  • ¡Eh, tú! -Era Jimi.

Le pegué una patada a una lata y me dirigí hacia la cabaña, dejando a los chicos a mi derecha, ignorándolos. Ellos me siguieron, temiendo que destruyera su madriguera. Entonces se me ocurrió una idea brillante. Me bajé la cremallera, saqué mi verga y comencé a mear contra las paredes de madera. Lejos de extrañarse, comenzaron a reír y se acercaron. Miraban descaradamente mi meada. Yo les sonreí. La peluca negra enmarcaba mi rostro. No podían reconocerme. Jimi fue el primero en hablar.

  • ¡Vaya pedazo de nabo tiene el cabrón!

  • Tienes una buena polla –dijo Miki-. Pero eres un guarro.

  • ¿Poya? –Intenté imitar un acento ruso aprendido de las películas de espías-. ¿Guarrrrrrro? ¿Qué es poya?

  • ¿Eres ruso?

  • Sí, yo ruso. –Y me puse a imitar al guitarra solista de un grupo de heavy metal en pleno solo. Se quedaron desconcertados. Me alejé unos pasos. Ellos hablaban entre si.

  • ¿Le invitamos a entrar?

  • Vale.

Fue Miki quien se acercó.

  • Oye, ruso, ¿te gusta el vodka? ¿Quieres?

  • ¿Vodka? ¿Vodka? Yo ruso. Yo vodka.

  • ¿Quieres entrar en nuestra cabaña? –me señaló el vacío que se interpretaba como entrada, ocultado por un pedazo de cortina.

  • ¿Vodka? Vale.

Entré en la estancia y por seguridad me coloqué al lado derecho, haciendo muy visible la cicatriz de la mejilla, que era lo que más desfiguraba el rostro. Ellos ocuparon unos cojines a mi izquierda. El interior de la cabaña era un espacio de unos dos metros de lado y uno y medio de alto. Diversas alfombras y pedazos de moqueta cubrían el suelo, y en un rincón una vela gruesa era la única iluminación. Si yo continuaba forzando el acento y cambiando un poco la voz, el anonimato estaba garantizado. Del interior de una caja de plástico sobresalían varios cuellos de botella. Pude reconocer a mis amigos Justerini y Brooks, Martini, José Cuervo, Bacardí... Otras botellas de cola completaban la colección. Jimi alargó el brazo y tomó una botella rara. Vodka, marca desconocida. Rodríguez o algo así. Yo miré la botella con asco. Miki estaba aportando unos vasos de plástico. Me entregó uno, que abandoné a un lado. Ellos se sirvieron un cubata de Bacardí, sin hielo. Me miraban un poco tensos.

  • ¿No bebes? Este vodka es bueno.

Miré la botella que tenía en la mano. Le saqué el tapón, la olí y me la llevé a los labios. Fingí beber un trago, que escupí inmediatamente. Ellos rieron, nerviosos.

  • ¿No te gusta?

  • No vodka. Esta mierrrrda.

  • Ya te dije yo que este vodka era muy malo.

Me serví un cubata. Señalé el vaso, como indicando que faltaban los cubitos. Estaba decidido a inventarme palabras. Nunca podrían comprobarlas.

  • ¿Jirka?

  • Quiere hielo.

  • No hay hielo.

La voz de Miki sonó algo triste, como desolado por no poder ser un buen anfitrión. Yo me reía por dentro. Me estaba divirtiendo. Bebí un trago para darles confianza. De nuevo habló Miki.

  • Y tú, ¿de qué parte de Rusia eres?

  • Yo Rusia, Ruski.

  • Sí, pero ¿de qué parte? ¿Eres de Moscú?

  • Yo no Moska. Yo Mussorgski.

Aventuré un nombre que naturalmente no conocían.

-¿Y dónde está Musorski, o como se diga?

  • Mussorgski, Rusia.

  • Este tío no entiende una mierda.

  • A mi me cae bien. Dile si quiere comer.

Jimi me preguntó si quería comer ayudándose de unos gestos más bien primitivos. Yo asentí. Me acercaron una caja de galletas, un poco rancias. Tomé un par, más que nada para relajarme.

  • También tenemos patatas.

La bolsa estaba por estrenar. Era la hora de merendar, y tenía hambre. Se hizo un silencio, que Miki se encargó de romper.

  • Y tú, ¿dónde trabajas?

  • Yo peón. Yo obrrra. Yo trabaja obrrra.

Y siguieron otras preguntas que respondí tan coherentemente como pude. De pronto corté la estúpida conversación dirigiéndome directamente a Miki, que se sobresaltó.

  • Tú muy guapa. Mucho guapa. ¿Tú tienas hermana guapa como tú?

  • Dice que eres guapo, el cabrón. Y quiere conocer a tu hermana.

  • ¡Ya lo he entendido!

Y dirigiéndose a mi, dijo:

  • ¡Se dice guapo!

  • Hermana guapo.

  • No, hermana guapa.

  • Hermana guapa. Tu guapa.

  • No, yo guapo.

  • Tú mucho guapo.

Se me alegró el corazón de escuchar la suave voz en evolución de Miki afirmando con tanta vehemencia su belleza. Estaba plenamente de acuerdo. Guapísimo. Estaba loco por besarlo, por comerlo, por abrazarlo.

  • ¿Nos hacemos un porro? Ya no creo que vengan.

  • Venga.

Fumamos un rato y continuaron las preguntas raras. Yo estaba eufórico porque todo me estaba saliendo bien, pero me propuse ser más atrevido. Busqué alrededor. Tenía que haber revistas. Ellos interpretaron que quería otro cubata. Acepté. Intenté provocar de otra forma. Mientras bebía me toqué descaradamente los huevos, como buscando mejorar su colocación. En la forma en que estaba sentado, yo marcaba un paquete resplandeciente. Noté una cierta excitación.

  • ¿Recuerdas el pedazo de rabo que tiene el tío?

  • ¡Pues fíjate qué huevos!

  • ¿Y si le enseñamos alguna de las revistas?

Jimi se levantó y sacó una revista de debajo de un cojín. Para hacerlo se había puesto ofreciéndome el panorama de sus nalgas abiertas. Yo prefería a Miki. Estaban respondiendo de la forma prevista. Comencé a mirar las fotos deteniéndome en algunas páginas. De pronto empecé a acariciarme el paquete, y noté en mis alumnos un nerviosismo especial.

  • Este tío es capaz de hacerse una paja.

Claro que era capaz. Al cabo de poco rato de mirar fotos, mi vista se desviaba discretamente hacia los paquetes de los chicos, que empezaban a marcarse específicamente. Miki llevaba un chándal Nike bastante ajustado, el mismo que le hacía lucir un culo espléndido. Se frotaba el sexo sin mucha habilidad. Tiene un cuerpo delicioso, aún sin vello, torso fuerte, muslos bien esculpidos. Juega a fútbol. Jimi es distinto. Es un año menor, más infantil de cuerpo y de carácter. Es nadador, y como todos los nadadores tiene sus cualidades y sus defectos: hombros anchos y culo demasiado plano, nada voluptuoso, al menos para mi gusto. Decidí aventurarme más. Bajé mi bragueta y apareció mi polla, ya bastante erguida. Se hizo el silencio.

  • Trae una revista.

Al cabo de pocos segundos estaban los dos con el rabo al aire, perfectamente tieso, mirando con atención simulada sendas revistas. Lo que observaban de hecho era mi paja. Yo hacía lo mismo. Abandoné el interés por las fotos para fijarme en los sexos inexplorados de mis alumnos. La polla de Miki era bastante grande para sus trece años, pero lo más importante era su grosor. Me encantan las pollas gruesas, más que largas. El chico cumple perfectamente mis exigencias estéticas. Todavía no veía sus huevos, pero se marcaban bajo el elástico. Jimi tiene una polla más pequeña y delgada, quizá correspondiente a sus doce años. Sus huevos ya asomaban, bastante sueltos y grandes. Me bajé los pantalones hasta los tobillos. Mi miembro estaba a punto de reventar. La situación era tremendamente excitante: Miki, mi querido niño, estaba frente a mí masturbándose, imitando uno a uno los gestos que veía en mis tocamientos, como un buen alumno imita a su profesor. Bajaron sus prendas hasta los tobillos. Miki, más acalorado, se soltó la parte superior. Apareció un torso suave y terso, con unos pectorales sólo insinuados, unas tetillas puro caramelo. Su polla había crecido y me llamaba a comerla. Sus testículos demostraban su independencia, grandes, morenos, con algo de vello. El olor a macho empezó a impregnar el ambiente.

  • Vaya polla tiene el cabrón.

  • A mí aún me está creciendo.

  • Ya, también la tendré tan grande como él.

  • No lo creo. Fíjate qué gruesa es.

Fingí darme cuenta de repente que estaban observando mi intimidad. Me arrodillé para acercarme a Miki, con lo que mi sexo señaló hacia el Norte. Los ojos de los chicos me siguieron. Señalé una foto en que una chica jovencita se tragaba todo el miembro de un señor no muy favorecido.

  • Hermana guapa tú.

Se rieron.

  • El carbón quiere que tu hermana se la chupe.

  • Deja en paz a mi hermana, que es imbécil.

Sin cambiar de posición bajé la cabeza para encontrar la otra cabeza, la de mi pene. Nunca he conseguido más que lamerme el glande con la punta de la lengua, pero ello era suficiente para exhibirme y provocarlos.

  • ¡El hijoputa se la chupa!

Las tres pollas presentaban su máxima expansión. Los huevos estaban locos por soltar sus chorros. Pero faltaba lo mejor. Jimi tuvo la idea.

  • A lo mejor este tío nos la chupa...

  • ¿Tú crees?

Mi revista yacía en el suelo, olvidada. Ellos también habían dejado las suyas. Yo aún estaba frente a Miki, un poco frente a los dos, arrodillado, masturbándome con descaro. No me preocupaba que reconocieran mi rostro: miraban mi sexo. Y mi sexo estaba pletórico, me estaba dejando en buen lugar. Miré a Miki.

  • Tú mucho guapo. Buena cosa.

Rocé la polla de mi deseado con la suficiente suavidad como para notar un estremecimiento. Tras un ligero retroceso, su sexo se adelantó y respondió a mi provocación, si cabe más duro. Lo agarré con cariño, con delicadeza, casi con adoración. Yo afirmaría que creció un poco más. Descubrí su cabeza, que apareció orgullosa y húmeda. No aguanté más y me la comí. Miki lanzó una exclamación. Jimi no paraba de preguntar, nervioso.

  • ¿Qué se siente, qué se siente?

  • Es imponente.

Imponente como mi excitación. Sólo veía la suave mata de pelos de la polla de mi alumno, pero notaba su olor, captaba su fuerza, me alcanzaba su empuje imparable. Su gusto me llenaba la boca y el cerebro. El cúmulo de sensaciones me saturaba. Intenté cumplir con una de mis actividades preferidas: degustar al mismo tiempo polla y huevos. Saboreé los testículos deliciosos del chico, pero no pude abarcar el tamaño de los tres apéndices a la vez. Yo estaba en la gloria, pero el jovencito también. Su tronco entraba y salía de la funda que se adaptaba servilmente a su anatomía, mi boca ansiosa de piel tierna. De vez en cuando cesaba el movimiento de vaivén para saborear el glande, exquisito, perfilado con delicadeza en su forma puntiaguda. Jimi se impacientaba.

  • Ruso, ¡chúpame a mí!

No quise ceder a la petición del chico, aunque tenía su miembro pálido y tierno a pocos centímetros de mi boca. Sin embargo, sin dejar de amar a Miki, acaricié lentamente y sin presión alguna sus testículos, de gran escroto, que me cabían en la mano. Noté un rozamiento en el hombro. El chaval se estaba restregando contra mí, impaciente por descubrir la calidez de mi boca. Noté que estaba a punto de correrme, por lo que me relajé. Miki, alumno aventajado en casi todo, me agarró la cabeza suavemente para acompañarme en el movimiento de vaivén. Podía notar sus dedos calientes que rozaban mi nuca, provocándome escalofríos de placer. Pero no duró mucho. Tan concentrado estaba en rendir homenaje a su polla amable que no me di cuenta que se había incorporado hasta que noté su mano en la mía. Con mano inexperta intentaba abrazarla toda y le imprimía un movimiento de abajo a arriba. Su inexperiencia no fue obstáculo para mi sexo, que reaccionó aumentando grosor y longitud. De pronto, a pesar de ejercer un cierto control mental, no pude más y me vine en la mano del chico. Fue una eyaculación espasmódica y explosiva. Aunque notó la humedad y calentura de mi semen, no apartó su mano. Mi cerebro estaba lleno de imágenes placenteras que tenían a Miki como protagonista. El placer se llamaba Miki. Saqué su grueso tronco de mi boca sin perder contacto entre la lengua y su capullo. Aproveché para lanzar una mirada fugaz a su rostro. Sonreía, como siempre. Si hubiera seguido los impulsos de mi corazón, en aquél momento me hubiera abalanzado sobre él para abrazarlo tiernamente y besar su boca, conocer la humedad de su lengua, la configuración interna de sus dientes, la suave profundidad de su hospitalario culo. Encontré divino ese rostro, tanto que imaginé que lo follaba cariñosamente sin perder de vista esa sonrisa impecable. Sin dejar de mirarlo le agarré la mano manchada de mi fluido y me la llevé a la boca. Su sonrisa iluminó aún más la oscuridad de la estancia. La mezcla de sabores –su polla y mi leche- excitó aún más mis torturadas neuronas, que trabajaban en equipo para proporcionarme las mejores sensaciones de mi vida.

  • Ruso, ¡chúpame!

No quiero devaluar la belleza de Jimi. Es un chico también muy guapo, delgado pero atlético, aunque le falte musculación en el trasero. Simplemente es que Miki me inspira mucho más cariño. Como pidiendo permiso con la mirada me liberé del miembro de uno para dedicarme al del otro. El estremecimiento de Jimi fue mayor que el de Miki. Casi me llega al esófago en la desesperación de meterla. Su polla era menor, pero también suculenta. Olía distinto, más infantil, más inocente. Pero no olvidé a Miki. Con la mano derecha abracé su sexo para que no languideciera, impidiendo que terminara masturbándose. Su leche tenía que ser mía, totalmente mía. Intenté con el menor lo que no había conseguido con el mayor, algo que motivó sorpresa en mi amado:

  • Jimi, ¡te lo come todo!

Sí, había conseguido engullir la deliciosa bolsa de Jimi y su polla erguida al mismo tiempo. Me encantaba esa sensación, mi boca rellena hasta los topes, casi al punto de la explosión. El tronco buscaba la ruta hacia mi estómago, mientras que los testículos se quedaban a la entrada, sobre una lengua que no cesaba de acariciarlos con su humedad y deseo. Miki volvía a acariciarme la nuca. Casi me había olvidado de la peluca, y por un momento sentí inquietud por ser descubierto. Busqué la base de sus huevos para continuar hacia el perineo. Acercó su cuerpo. Se estaba brindando, quizá inconscientemente. Continué la ruta. Localicé su ano y lo acaricié. Virgen de pelos y de sensaciones. Terciopelo puro. Mi dedo medio describía círculos alrededor de la entrada al paraíso. Miki empezó a masturbarse con fuerza. Lo detuve, dejando su trasero para agarrar de nuevo su polla. Y solté con pesar el rabo de Jimi, que protestó inmediatamente. La punta del capullo de Miki me ofrecía el néctar de dos gotitas que lamí juguetonamente. Y comencé luego una mamada estilo ventosa que duró un par de minutos y culminó indefectiblemente con el chorro imparable del semen del chico en mi boca. Cuando noté que se acercaba el momento, tal como había aprendido desde joven, dejé de respirar para concentrarme absolutamente en el placer que yo proporcionaba y que me era proporcionado. El surtidor impregnó mi lengua del sabor auténtico del sexo y mi mente de imágenes amables de satisfacción. El único límite al placer era el engaño, para mí justificado, con el que había llegado a conseguir la joya más preciada. Cuando mis papilas gustativas aspiraban enardecidas su caldo repetí mi momento. Un surtidor de líquido blanco y espeso regó la moqueta situada bajo mis rodillas. Me hubiera encantado brindar mi líquido a la suave sonrisa del chico, pero todo llegaría, si los dioses me eran propicios. Noté la polla erguida de Jimi en mi mejilla. Me la metió en la boca sin mediar palabra, y empezó a follar mis labios intensamente, con prisas, sin pausa. La polla de Miki me acariciaba la otra mejilla, perdiendo poco a poco su fortaleza, su intrepidez, su dureza. Mantenía una suavidad extrema. No llegó a un minuto el tiempo que necesitó Jimi para vaciarse en mi boca. Su leche era un poco más líquida que la de su amigo, pero también apetecible, La devoré casi con el mismo apetito.

  • ¡Qué pasada!

Nos sentamos un rato. Yo no quise vestirme para poder continuar disfrutando de la visión de la belleza de esos cuerpos jóvenes. Me acaricié las pelotas y mi polla recobró parte de su potencia. Ellos me miraban. Yo miraba a Miki.

  • ¡Hermana tuyo! –dije sin un énfasis especial.

Rieron. Fue Jimi quien intervino:

  • Preséntale a tu hermana, Miki.

  • ¡Que dejes a mi hermana en paz! Ni se te ocurra decirle nada, cabrón.

  • Sí, le diré que un ruso quiere follársela mientras te come la polla a ti.

  • ¡Que te doy!

En esos momentos Jimi miró su reloj. No comentaron nada, pero un cierto nerviosismo invadió la cabaña. No sabían cómo echarme. Yo me hice el sueco. Se miraron entre ellos.

-Nosotros nos vamos.

Simulé no entender nada. Se levantaron y se dirigieron a la puerta. Entonces me levanté yo, subiéndome los pantalones. Lanzaron una última mirada a mi polla, ahora flácida pero satisfecha. Salimos fuera.

  • ¿Adónde vas?

  • Yo bar, beber vodka.

  • ¿Dónde vives?

  • No, yo vodka.

  • No se entera de nada –comentó Miki en voz baja-. ¿Cómo te llamas?

No contesté. Jimi repitió la pregunta.

  • ¡Tu nombre! ¡Your name!

  • Slava. Slava.

Repetí el nombre como saboreándolo, en un sentido homenaje a uno de los chicos rusos de la red, cuya natural capacidad siempre ha iluminado mis placeres solitarios. Simulé tomar una ruta distinta a la suya, para cortar la comunicación. Necesitaba alejarme para recapacitar. Me llamaron desde lejos.

  • ¡Eslava! ¿Vendrás mañana?

No contesté. No tenía previsto adoptar la personalidad del ruso más que una tarde, pero me estaban brindando una oportunidad de oro. Me acerqué de nuevo a ellos sonriendo y acariciándome el paquete. Se quedaron expectantes, como esperando una respuesta. Yo acerqué mi cara a la de Miki y le besé los labios, mientras le palpaba el culo delicadamente.

  • ¡Tú guapa!

Se quedaron desconcertados. Pero empezaron a andar hacia sus casas. Yo me quedé observando sus cuerpos atractivos, recortados por la luz del crepúsculo. Escuché sin ninguna dificultad el comentario de mi amado:

  • Este tío está loco.

Y la voz de Jimi que insistía:

  • ¡Se dice guapo!

A la mañana siguiente, segunda hora, teníamos clase de inglés. Miki llegó tarde y se dirigió a su pupitre sin siquiera saludarme. Un temor me invadió. ¿Me habían reconocido? Durante el recreo todo se aclaró. Encontré a los chicos charlando en voz baja junto a un muro. Los abordé:

  • Qué, ¿cómo va la cabaña?

Dudaron un rato y contestaron:

  • Bien.

Y se alejaron de mi lado. Con disimulo me acerqué y pude escuchar, entrecortados, algunos comentarios que me tranquilizaron:

  • Pero ¿por qué no quieres contárselo?

  • ¿Estás loco? –era Miki- Estas cosas no se cuentan.

  • Sólo le decimos que tenemos un amigo ruso. Nada más.

  • Tú eres tonto. ¿Y si se le ocurre presentarse en la cabaña? El otro día lo invitamos.

Precisamente eso es lo que quería hacer. La primera aventura me había encantado, pero tenía exploraciones pendientes.

socratescolomer@hush.com