La buena esposa

Una esposa tradicional satisface a su marido

Cuando llegué del trabajo, abrí y cerré la puerta suavemente con la intención de encontrarla desprevenida. Caminé sin hacer ruido por la casa y la encontré en la cocina preparando la comida. Me paré detrás del marco de la puerta recreándome en su visión. Me fijé en su vestido y comprobé con satisfacción que se trataba del mismo que le había ordenado ponerse esa misma mañana. Era del tipo que a mí me gustaban: elegantes y ceñidos. Esto resaltaba sus curvas, especialmente su espectacular trasero que se dibujaba perfectamente entre su ropa.  No era una mujer gruesa, pero sí rellenita, lo suficiente para tener un buen busto y una silueta deseable. Estas cualidades se complementaban con una media melena rubia, un rostro dulce que destacaba por su redondez y unos ojos azules preciosos. Esa eran el tipo de mujeres que siempre me habían gustado, grandes, atractivas y sobre todo sumisa, muy sumisas.

Estas eran unas cualidades que tuve muy en cuenta cuando rozando los veinticinco años, y con una posición laboral ya asegurada, me dispuse a encontrar una esposa. Mi familia formaba parte de un círculo conservador y católico fuertemente entrelazado. Cuando se daba la situación en la que me encontraba, lo propio era que se solucionase el asunto con un “contrato” entre familias. Esto garantizaba encontrar una esposa adecuada que supiera cual era su lugar, una cualidad cada vez más difícil de encontrar fuera de nuestro círculo de amistades. Fue así como me presentaron a María, mi actual esposa. Llegó acompañada de sus padres con una mirada cabizbaja que demostraba su natural timidez y su predisposición a ser guiada por los demás. La conversación fue clara y sencilla. Los padres definieron a su hija como una mujer que consideraba el matrimonio una institución en la que la esposa debía estar sometida claramente al marido. Era justamente lo que estaba buscando. Nuestro breve noviazgo, en el que respeté escrupulosamente las normas del decoro, me confirmaron está idea.

La boda se realizó poco tiempo después y nos fuimos a vivir juntos. En el mes que llevábamos de convivencia no tenía ninguna queja sobre mi esposa. Seguía las enseñanzas que había recibido, mantenía la casa siempre impecable y estaba siempre disponible a mis deseos sexuales. Era obediente y servicial. Esto fue lo que me provoco un gran estupor al ver que la comida aún no estaba preparada. Las normas eran claras. El plato tenía que estar sobre la mesa cuando llegará a casa de trabajar. Sin excepciones.

–María   –le dije alzando la voz

Como aún no se había dado cuenta de que había llegado a casa, mis palabras le asustaron. Se giró hacía mi sobresaltada, aunque la agitación se le pasó al momento al darse cuenta de que era yo. Me dirigió una sonrisa algo tensa, posiblemente consciente de la falta que había cometido.

–Hola, amo

Cuando estábamos en privado tenía la orden de no emplear otra palabra para dirigirse a mí que “amo”. Yo tenía a derecho a llamarla como me pareciese.

–¿Se puede saber por qué la comida no está hecha zorra?

– Amo, lo siento  –empezó a decir asustada –. He tenido que ir a comprar y no me ha dado tiempo de…

–¡No me interesan tus escusas! –le grité interrumpiéndole– Si ibas a tener o no tiempo es cosa tuya. Yo cuando vuelvo de trabajar quiero tener la comida ya hecha.

Mientras le hablaba me acercaba me acercaba más a ella.

–Es necesario que recibas un castigo por esto. –acabé sentenciando

Su reacción ante mis palabras fue la de adoptar un gesto de aceptación. Miró al suelo y habló con un tono apenas audible.

–Como desees amo  –susurró

Mi reacción fue fulminante. Hice un gran arco con la mano y le golpee el rostro. El golpe fue poca cosa. No tenía una verdadera intención de hacerle daño, solo de dejar clara las cosas. Aún con esto, mi esposa perdió durante un momento el equilibrio en el que movió su cuerpo, bamboleando inesperadamente sus grandes pechos. María se dio prisa en volver a coger la posé original, mirando al suelo frente a mí y sin alzar ninguna palabra de queja por lo que acababa de hacerle. La cogí del cuello y la lleve contra la pared. Hice que su espalda chocara contra ella y disfrute de la visión de ella a mi merced. Tenía el rostro algo enrojecido, pero por lo demás se mostraba impasible. Aunque le había castigado pocas veces con anterioridad, ella ya sabía que me gustaba ver como soportaba el sufrimiento en silencio.

La visión de sus pechos moviéndose debajo de la ropa me había excitado. Quería verlos. Con una de las manos aún alrededor de su cuello los saqué por encima del vestido. Los vi redondos y firmes, con los pezones marcados. El peso de las tetas oprimía el escote y los hacía parecer aún más grandes. Busqué a mi alrededor algo con que golpearlas. Vi a mi derecha una cuchara manchada de tomate que mi esposa había estado usando para cocinar. La cogí y se la puse a la altura de la boca.

–Límpialo bien

No dijo nada, simplemente empezó a lamerlo dócilmente. No podía mover su cuello, así que yo iba moviendo la cuchara hasta que estuvo bien limpia. Después la cogí por el extremo del mango y empecé a darle golpes fuertes secos a los pezones. Comprobé que cada vez que lo hacía, mi esposa fruncía los labios conteniendo un gemido que mezclaba placer y dolor. Sabía perfectamente lo que sentía porque ya había comprobado en otras ocasiones la excitación que provocaba mis golpes en esa zona. Cuando me cansé de pegarle en los pezones me concentré, en el resto del cuerpo, yendo con igual cuidado en no dejar moratones. No porque me importara lo que cualquier otro pudiera pensar al verlos, sino porque siempre me habían parecido algo que afeaba el cuerpo de una mujer. Cuando terminé, retiré la mano del cuello de mi esposa que me dirigió una sonrisa, dando a entender que cualquiera de las cosas que le hiciese sería agradecida por ella. Podría haberme pasado una hora torturándola y su reacción habría sido la misma.

Mientras le ejercía el castigo, la presión sobre mi bragueta había ido aumentando. Una sensación de responsabilidad frente a la educación de mi esposa me había contenido, pero ahora no encontraba ningún motivo para ello.

Le puse la mano sobre los hombros y hice presión hacía abajo, lo que fue interpretado por ella con rapidez. Se sentó sobre sus rodillas, con los pechos aún al aire, y miró mi pantalón a la espera de órdenes.

–Quiero que me saques la polla con cuidado. –le dije mientras la miraba con deseo

Me desabrochó el pantalón y dejó a la vista mis abultados calzoncillos. Después introdujo la mano por arriba y empezó a acariciarla. De arriba abajo y parándose a tocar suavemente la punta. Antes de que me diera cuenta estaba masturbándome con una sonrisa en los labios. Al principio dejé que continuara, pero entendí al momento que, tan excitado como estaba, iba a correrme en seguida. Volví a cogerle del cuello, lo que hizo que sacara las manos de inmediato. Le obligue a mirarme usando la mano libre.

–Maldita zorra. Te he dicho que me la sacaras, no que me hicieras una paja.

–Lo siento amo, pensé que te gustaría.

Sonreí. A veces me gustaba que tomara la iniciativa, sobre todo respecto a que me darme placer. Pero ahora tenía otra idea en mente.

–Lo que quiero es que me la chupes

Su reacción fue la de sonreír.

–Como desees amo.

Acabo sacándola al fin, completamente erecta y dispuesta. Siguiendo mis órdenes acerco su boca a la punta y empezó a lamerla mientras acariciaba la base y los testículos. Este era parte de un ritual que le había enseñado. Debía lamer el extremo de mi polla esperando una orden más concreta sobre como tenía que chupármela. Hoy me apetecía simplemente usarla, así que aparte bruscamente sus manos de un golpe y le cogí la cabeza con ambas manos. Ella sabía lo que seguía a continuación, así que abrió la boca todo lo que pudo. Le respondí desplazando su cabeza sobre mi polla, que penetro su boca  de un solo empujón, sin rozar en ningún momento sus dientes. Aunque la primera vez que le hice este movimiento vomitó, ahora había aprendido a controlar los impulsos de su garganta, por lo que no hubo problema. Sin sacarla en ningún momento, empecé a hacer más fuerza, disfrutando con la presión que sentía. Pasado un momento la saqué, permitiendo a mi mujer respirar. Lo hizo inspirando con fuerza y mirándome con unos ojos enrojecidos. Vi que había abundante saliva. Pasé mi dedo por ella y acaricie sus tetas con ella. Después, y encontrándola completamente desprevenida, metí mi mano hasta dentro de su garganta. Empezó a toser y retiré la mano solo para volver a cogerle la cabeza y empezar un salvaje penetración oral. La metía y la sacaba dejándole el tiempo justo para que inspirara y expirara. Disfrutaba manteniéndola toda dentro y haciendo que me mirara. Iba cambiando la postura a mi antojo, llegando a apoyar su cabeza al suelo y poniendo a ahorcadas sobre ella, penetrándole la boca de arriba abajo. Fue en esta postura cuando empecé a sentir que me iba a correr. Sin decir una palabra, la levante y la volvía a poner de rodillas. Cogí de nuevo su cabeza  y volví a meterle la polla como al principio. Fui aumentando el ritmo hasta que el rímel de los ojos de mi esposa se fue difuminando por sus lágrimas y el suelo se manchara por un goteo incesante de saliva.

Me iba a correr. Cuando lo noté, cogí su cabeza y la presione al máximo. La corrida llego con un torrente que le hizo intentar apartar la cabeza. Yo se lo impedí ejerciendo más presión, enardecido como estaba por el placer. Pasados los primeros chorros y dándome cuenta que estaba eyaculando una barbaridad, le fui apartando y acercando la cabeza para que no vomitara. Cuando terminó mi orgasmo, la tiré a un lado con un grito de júbilo. Atragantada como estaba, empezó a toser tirando parte del semen al suelo ante mi mirada de desagrado.

–¿Quién te crees que eres para tirarlo? –Le dije mientras le acercaba la cabeza al suelo hasta que la tocaba con los labios – ¡Quiero que lamas el suelo hasta dejarlo bien limpio!

Sin decir ninguna queja, mi mujer empezó a lamer el suelo de inmediato. Cuando creía que no estaba lamiendo con las suficientes ganas, le presionaba la cabeza con el pie y redoblaba sus esfuerzos. Al terminar las baldosas parecían un espejo. Entonces ella se irguió sentada sobre sus rodillas y me sonrió, con una mirada que podría interpretarse de orgullo frente al trabajo realizado. No decía nada, pero parecía contenta por haberme servido bien. Yo le acaricie la cabeza con una sonrisa pareja a la suya.

–Buen trabajo zorrita. Lo has hecho bien. Ahora límpiate y acaba de preparar la comida para servírmela. Yo me voy a leer un rato el periódico.

Cuando dije esto, me marche y la deje levantándose con dificultad. Pude ver que las piernas le temblaban.

Solo tuve tiempo de ojear durante unos minutos mi periódico antes de que viniera mi mujer a verme. Tenía un aspecto impecable que hacía parecer lo que había acabado de ocurrir como algo irreal. Se había cambiado el vestido, vuelto a peinar y maquillar. Supongo que también se habría duchado, lo que me hacía preguntarme cuando había sacado el tiempo para cocinar. Me sentí orgulloso de ella.

Cuando fui al comedor, la mesa ya estaba puesta, así que me senté en la cabecera. Mi mujer se dispuso a mi lado, me sirvió y se quedo de pie esperando. Este era el momento en el que debía decidir si le decía que podía comer conmigo o si, como había pasado en algunas ocasiones, prefería hacerlo solo. Solucioné el dilema ofreciéndole la silla con un gesto. Contenta, ella la ocupó e iniciamos una intrascendente conversación sobre lo que había hecho a lo largo de día y de cómo me había ido en el trabajo. Estos eran esos momentos de paz donde podíamos poner en común proyectos e ideas. Que fuera una mujer sumisa no la convertía directamente en estúpida, por lo que solía disfrutar de estas charlas. Una vez habíamos terminado de comer, le dirigí con algunas órdenes.

–Cuando termines de quitar la mesa ponte el uniforme. Después tráeme una cerveza y el tabaco al sillón, estaré allí viendo la televisión.

(continuará)