La Buena Esposa
Una erótica y conflictiva reconciliación.
La buena esposa
La crema, blanca y espesa, era desparramada por el plano abdomen. Los dedos de mi mujer iban untando la substancia trabajosamente sobre la estrecha cintura, bajando por las caderas y continuando por las largas y sensuales piernas. Desde la cama, podía ver como los grandes y firmes senos se balanceaban, como sabrosas frutas de un árbol sagrado. Me imaginé probando esos pezones rozados, me imaginé con mis manos en aquellos senos. Ana tomó la toalla y la presionó contra su cabello trigueño. Mientras lo hacía, inclinándose hacia adelante, el culo de mi mujer quedó expuesta: una zona de eróticas curvas y depresiones que me tentaron. Como era natural, empecé a tener una erección.
Ana no pareció darse cuenta de mi situación. Distraída, giró hacia el espejo, tarareando una canción de ritmo tropical, inclinándose para desparramar la crema por sus pies. Tenía una voz grave y agradable. Hacía mucho que no la escuchaba cantar. En el pasado, cuando todo en nuestro matrimonio era armonioso, ella se sentaba en el piano y cantaba canciones románticas o algo de jazz. Ahora, por nuestros estresantes trabajos, ni siquiera teníamos tiempo para dedicarnos algún arrumaco.
Yo me había duchado recién. Intenté esconder mi excitación tras el ajustado bóxer y la toalla blanca. Pero Ana me descubrió. De inmediato, noté un fugaz brillo en sus ojos y luego le vi recorrer mis marcados abdominales y los músculos de mi pecho. Me sentí nervioso y excitado, como si fuera un muchacho virgen e inexperto.
— ¿Podemos quedarnos en casa? —preguntó.
Era otro fin de semana que no salíamos de casa. Íbamos del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Pasábamos el tiempo conversando, viendo películas y tratando de arreglar el lío que teníamos en nuestro matrimonio.
— Hace semanas que no salimos de casa —respondí—. Es hora que tomemos algo de aire.
— No tengo deseos de salir —aseguró Ana—. Me encanta estar en casa, junto a ti.
Era una frase que mi esposa repetía mucho últimamente. Era como su rosario. Yo por mi parte estaba más silencioso y evitaba las respuestas que me comprometieran. Después de lo que había sucedido, era nuestro pacto. Por sugerencia de nuestro terapeuta, había evitado las horas extras y los viajes por trabajo. A cambio, mi esposa había prometido ser una buena esposa.
Y es que Ana el último año había sido mala: una mentirosa que la mayoría de los hombres no hubieran querido a su lado. Estuve a punto de dejarla. Pero Ana me había pedido perdón. Me había suplicado que no la dejara. Verla llorando, observarla tan arrepentida me había ablandado el corazón. Aún recordaba a mi hermosa Ana arrodillada, suplicante y destrozada. Su forma de pedir perdón me había hecho cambiar de opinión. Evitamos así el dolor de un divorcio. Y es que a pesar de mi determinación, en el fondo la seguía amando.
— ¿Me pones crema en la espalda, Tomás? —preguntó mi esposa.
Tomé el pote. Ella no se giró de inmediato y me miró a los ojos. Tenía el rostro lozano y los ojos limpios como gemas. Ana sonrió con esa sonrisa amplia de labios carnosos, contagiando todo su cuerpo con aquella alegría. Hacía mucho que Ana no gozaba ese relajo e inocencia. Le embetuné la grácil piel, desde los hombros hasta el coxis.
— ¿Podemos quedarnos en casa? —preguntó Ana otra vez—. Creo que la rutina y el buen sueño de estas semanas me han hecho bien. No me sentía así hace meses.
Era verdad que se le veía mucho mejor. Como antes, cuando todo era estaba bien.
— ¿En realidad no quieres salir? —le pregunté.
Ella no contestó. Dejó que yo le siguiera desparramando la crema por la cintura, dejando que una tenue aroma a flores impregnara su piel. Mi esposa era una mujer hecha y derecha, pero a veces simulaba ser una muchachita indecisa. Era una de sus estrategias, una forma de seducción. Ana siempre había tenido un rostro juvenil. Tenía veintiséis años, pero parecía seis o siete años menor. A veces, en el trabajo, la gente no creía que era una abogada titulada con más de dos años de duro trabajo en un prestigioso bufete.
— Ana, no podemos quedarnos encerrados en casa toda la vida —le hice notar.
Afuera, por las ventanas, entraba mucha luz. Se notaba que era un bonito día.
— No es eso… —dijo mi mujer—. Hemos estado tan bien en casa. Me siento segura a tu lado.
Otra vez ese rosario que repetía una y otra vez, pensé. Pero era cierto. Terminé de desparramar la crema y dejé a un lado el frasco. Ana caminó hasta la cama y miró varios conjuntos de lencería que había dejado sobre la cama. Desnuda era perfecta y en mi entrepierna noté que la erección crecía.
— Mira, Ana, es sólo un paseo por la ciudad, a comer en un restorán con tu familia —dije—. Pero si no quieres reunirte con ellos, no vamos.
— No es que no quiera estar con ellos, Tomás —dijo Ana—. Pero no quiero beber alcohol. No me sienta bien el alcohol.
Era verdad. El alcohol transformaba a mi mujer.
— Nadie te obliga a beber —le recordé a Ana—. Puedes tomar agua o podemos pedir zumos de fruta orgánica.
— Ya sabes como es mi familia. Es especialista en hacer brindis —me recordó Ana—. No creo salvarme de una copa de whisky o champaña.
A ella le costaba estar con su familia, especialmente con su padre. Ana y él tenían una relación conflictiva, pero eso no era suficiente para alejarnos. A mi esposa se le acababan las excusas. Ana se mordió el carnoso labio inferior y mostró su contrariedad mezclada con su innata sensualidad. Había elegido entre media docena de conjuntos, una pequeña tanga a la cintura y un sujetador de copa en color negro.
— ¿Seguro que no podemos quedarnos en casa? —repitió mi mujer, incansable.
La luz del sol entraba por las ventanas y se desparramaba sobre su piel. Era tan bella, pensé. Tal vez, simplemente, debíamos quedarnos en casa. Todo está muy bien cuando estábamos en casa, pensé.
Me rendí. Si ella no quería salir, no saldríamos. Ya habría otra oportunidad, no quería forzarla.
— Si no quieres ir, está bien. Nos quedamos en casa —le dije—. Hoy podemos ver una película.
Ella sonrió.
— Pero dentro de unas semanas quiero que salgamos —le avisé.
— Si. Gracias, amor —dijo Ana, con una sonrisa amplia.
Mi esposa, agradecida, me abrazó del cuello y me dio un beso. Ella es alta: un metro setenta y siete de generosas curvas y belleza que me vuelven loco. Yo, que mido casi uno y noventa, me quedé observándola. Estaba sólo con ese pequeño conjunto de lencería que hacía realzar su sensualidad.
— En verdad quiero quedarme contigo en casa —aseguró.
Se pegó a mi cuerpo y sentí sus ojos turquesas sobre mi rostro. El calor me invadió y la sangre llenó mi pene, tensándolo. Ana movió su abdomen contra el mío y al hacerlo notó mi erección. Mi pene creció aún más. Ni la toalla ni el bóxer podían evitar que el bulto en mi entrepierna se notara.
— ¿Estás contento de quedarte conmigo en casa, amor? —preguntó mi mujer, en un picante coqueteo.
No tuve tiempo para responder. Me dio un beso largo y me soltó la toalla, que cayó al piso.
Me sorprendía últimamente la rapidez con que mi mujer pasaba de la muchacha inocente a la sugerente hembra. Sin pausa, Ana echó una mirada a mi entrepierna y volvió a sonreír. Luego me dio la espalda y puso su voluptuoso culo contra mi pene.
— ¿Te gusta mi tanga, cariño? —preguntó.
De nuevo, no alcancé a responder pues sentí la presión de su carnoso y firme culo en mi entrepierna. Todavía, dándome la espalda, la mano de mi esposa se apoyó en mi pene, sopesando lo que había ahí, oculto debajo del bóxer blanco. Agarró fuerte, produciéndome una mezcla de placer y dolor.
— ¿Te gustan mis tetas grandes? —preguntó en aquel tono ronco y tentador, como una súcubo de la antigüedad que tienta al desvalido y supersticioso hombre.
Como ese hombre hechizado por la lujuria, mi cuerpo se movió sin pensar. Mis manos envolvieron los senos firmes de mi mujer: acariciando y apretando.
— Hace mucho que no hacemos el amor, Tomás —reclamó Ana, ronroneando como una gata en celo.
Era verdad. Desde aquel día, me era difícil pensar en hacer el amor a mi mujer. Me imaginaba a Ana siendo esa otra persona y recordaba el sufrimiento que había sentido. Pero no era sólo eso, también estaba lo otro. Mientras ese fugaz pensamiento pasaba por mi mente, Ana se giró y me enfrentó. Sus senos se ofrecieron en ese sujetador negro de copa. Su carne parecía estar en una vitrina, lista y dispuesta para ser cogida por cualquiera.
Mi esposa me besó y su lengua recorrió mis labios.
— Te voy a sacar esto —avisó mi mujer y comenzó a bajar mi bóxer.
Mi pene saltó afuera como un resorte, totalmente erecto. Ana no perdió el tiempo y se arrodilló frente a mí. Llenó de besos mi sexo. Entonces, recordé que antes, en un pasado no muy lejano, ella era reacia a hacerme felaciones. Le daba asco, decía. Eso había sido hace menos de dos años ¿Por qué había cambiado tanto mi mujer? ¿Qué le había pasado? Esas preguntas me las había hecho mucho últimamente. Y yo sabía las respuestas. Sabía muy bien los motivos de aquel cambio. Sabía más de lo quería reconocer.
Ahora, Ana tomó mi pene y lo estiró con sus dedos, en un masaje que poseía cierta maestría y que me daba un tremendo placer. Mi esposa jugó con mi verga, la levantaba para besar mis testículos y frunciendo el ceño cuando el escaso vello genital le hacía picar la piel.
Una de las cosas que más me gustaba de mi mujer era su rostro de muñeca y sus gruesos labios. Cuando la conocí había pensado que su boca estaba hecha para besar. Ahora, pensaba que esos mismos labios tenían un uso mejor y Ana había aprendido a utilizarlos bien. En ese momento, les daba muy buen uso a esos carnosos labios.
— Dios, como la chupas —reconocí en voz alta.
Ana lamió mi glande, pasando la lengua en círculos como en una paleta de dulce.
— Me encanta mamar esta verga grande —dijo mi mujer.
Y se metió un buen trozo de mi pene en la boca. Sin exageración, mi pene es bastante grande y grueso. Mi mujer siempre dice que es la mejor verga de su vida. Por mucho tiempo, estuve bastante seguro de mi mismo, de mi hombría. Pero esa seguridad se esfumó de golpe después de lo que pasó.
— Vamos a la cama —le ordené.
Me tiré boca arriba en el amplio lecho matrimonial y esperé. Mi mujer gateó a mi lado y se posicionó sobre mí con las piernas abiertas alrededor de mi cara y con su coño sobre mi boca. Ana no perdió el tiempo y siguió atendiéndome, con las dos manos y la boca apoderándose de cada centímetro de mi verga.
Por mi parte, aparté la tela de su tanga y dejé expuesto su entrepierna. Ana, que antes sólo recortaba la pelusa rubicunda que rodeaba su vagina, ahora tenía todo el coño bien depilado. La acaricié, sintiendo la suavidad y también la humedad.
— Estás toda mojada —dije, algo sorprendido.
Estuve a punto de agregar puta, pero me contuve. Era mi esposa, no una puta.
— Me tienes caliente, amor —respondió ella.
Le puse un dedo sobre el clítoris y empecé a moverlo sobre los labios vaginales. Tenía un fluido transparente y viscoso sobre toda la superficie. Mientras desparramaba aquel fluido y percibía el olor del sexo en el ambiente, Ana gimió y se metió mi pene muy profundo en su boca y un placer indescriptible me colmó.
En agradecimiento, empecé a lamer su clítoris, a chuparlo como si no existiera un dulce mejor. Ana volvió a gemir y a balbucear algo que no logré descifrar. La tomé del culo y las caderas y empecé a comerme ese coño con ganas. A cambio, sentí que mi pene iba y venía entre los labios de mi mujer.
— Está muy duro —escuché decir a mi mujer—. Me gusta cuando está así.
Lentamente, le metí un dedo en el coño.
— ¿Te gusta bien duro? —pregunté a mi esposa.
— Si. Me gusta durísimo —contestó Ana y sin vergüenza—. Lo quiero adentro, ahí mismo.
Aquella respuesta (y los numerosos lametones sobre mi verga) no eran propios de la antigua Ana. La mujer que había conocido en el pasado era más tímida, menos agresiva en la cama. En el pasado, Ana se hubiera sonrojado de sólo pensar en decir algo así. Hoy, sin embargo, mi esposa no se cortaba en decir lo que sentía. Con lo caliente que estaba, esta nueva actitud no me molestó. Todo lo contrario. Estaba tan excitado con la mamada y las caricias que prodigaba mi esposa que lo único que deseaba era jugar con su clítoris. Quería verla más excitada y le metía uno o dos dedos en su coño, penetrándola en profundidad.
— Lo quiero adentro —pidió mi mujer—. Quiero que me cojas.
A diferencia del pasado, Ana tomó la iniciativa. Ya no era la novia tímida ni la esposa inhábil. Se sacó el tanga y la dejó a un lado; se puso en cuatro, arrimando el culo en alto para que supiera cómo y dónde quería mi verga.
— Vamos, Tomás —exigió Ana—. Fóllame. Lléname el coño.
Me arrodillé lentamente sobre la cama, al lado de mi mujer. El cuerpo de Ana era una tentación. Paseé mis dedos por su espalda, rozando las curvas de la cadera y la cintura. Era un cuerpo que exudaba sensualidad. Me coloqué atrás y descubrí el coño expuesto bajo los magníficos y redondos glúteos. Vaya pedazo de hembra, pensé.
— ¿Quieres mi verga aquí?
Con dos dedos y el pulgar cogí el clítoris, comprobando la humedad y la suavidad. Ana gimió y empezó a mover el culo en vaivén.
— Si —respondió—. Quiero tu verga ahí, en mi coño.
Mis dedos acariciaron todo el coño y también el culo, comprobando lo firme y generoso de aquella carne. En un movimiento rápido saqué un condón y lo utilicé en mi miembro. Ana protestó con una mirada, pero no le hice caso. Estaba listo. Mi pene, todavía muy erecto, se acomodó en la entrada de su sexo. Ana se movió hacia atrás y mi robusto glande quedó atrapado entre los labios vaginales.
— Mételo, por favor —suplicó mi mujer, echando su hermoso culo hacia atrás.
Tomé mi verga en una mano y moví el glande por todo el coño. Ana ya no se movió. Mi esposa lo único que hacía era gemir muy despacito.
— Ahí voy —le avisé.
Y empecé a penetrarla, muy lentamente. No quería hacerle daño, pero Ana tenía prisa y se movió de improviso hacia atrás. Sin darme cuenta, había invadido la húmeda intimidad de mi mujer.
— Aaaahhh —Ana se quejó.
— ¿Más adentro? —le pregunté, temeroso de haberle causado daño
— Si. Más adentro — rogó Ana.
La penetré otro poco. Quería experimentar la compresión del estrecho cérvix vaginal. Ana suspiró y gimió mientras yo presionaba más, como sabía que ella deseaba que hiciera. Sentía un morboso placer y sin darme cuenta retrocedí para envestir sobre mi mujer; luego volví a salir y a entrar, cada vez más rápido. Metía y sacaba mi pene, y la sensación era grandiosa.
— Así… sigue así, amor… —confesó mi mujer.
Ana mostraba su excitación. Gozaba pero a mí eso me parecía poco. Quería verla realmente fuera de sí, como esa vez. Seguíamos en la postura de perrito y aproveché que mi esposa movía su culo hacia atrás para soltar sus caderas y agarrar con mis manos sus tetas. Jugué con sus pezones y apreté con la fuerza justa. Vaya pedazos de tetas .
— ¿Te gustan mis tetas? —preguntó mi mujer.
Yo había dicho en voz alta lo que pensaba sin darme cuenta y mi mujer quería excitarme con un juego de palabras.
— Si —le respondí—. Me encantan tus tetas.
— Entonces, apriétalas —pidió mi esposa—. Manoséalas fuerte, Tomás.
Mientras mi pene seguía meneándose sobre el coño de mi mujer, apreté los magnos senos, aún contenidos sobre el sujetador negro y con cierta brusquedad desaté el broche. El sostén de copa negro cayó sobre la cama y pude acariciar sin limitantes la generosa carne y la piel suave.
— Si… así, amor… así… —clamó mi esposa—. Quiero sentir tu verga y tus manos. Quiero sentirte todo.
Mi mujer empezó a mover su culo en redondo, reduciendo el espacio entre nosotros. Mi pene la penetraba profundamente y oleadas de placer me invadieron. Retomé el movimiento de mi cadera, follándome ese coño depilado como si de mi desempeño y de los orgasmos de mi mujer dependiera el destino del mundo.
— Dios, mi coño… como llenas mi coño, amor —clamó mi mujer, subiendo la voz—. ¡Ay! Aaahhh…. Aammmmmmhh…
Yo seguí machacando contra la carne de mi esposa, como poseído por la lujuria. Estaba tan inmerso en esa mecánica que no noté que Ana había tenido un orgasmo. Me detuve y con pesar saqué mi verga del caliente coño para bajar de la cama. Quería continuar con mi embriagadora labor de pie.
— Ven, Ana —ordené—. Te quiero de perrito, aquí en la orilla. Muéstrame el culo y esa conchita.
Ana hizo lo que le pedía. Desnuda, sobre la cama, podía gozar de la visión de sus curvas y en especial de ese rico culo y esas largas y sensuales piernas. Ana se giró y pude ver como se bambolearon sus grandes y firmes tetas.
— ¿Qué me vas a hacer, Tomás Matías? —me preguntó mi esposa.
Por respuesta correteé con mi pene por todo su coño, sin penetrarla. Notaba la humedad y el fluido por toda la zona, signo inequívoco de que Ana estaba muy caliente. Por lo tanto la hice esperar. Quería que me suplicara. De inmediato, vi como mi mujer movía su culo, parándolo para mí.
— Vamos, cariño —escuché decir a mi mujer—. Métemelo de nuevo.
— ¿Lo quieres? —le pregunté.
— Si… dámelo, cariño. Me siento tan vacía sin ti adentro —respondió Ana.
— No parece que quieras verga, cariño ¿o sí?
Continué repasando mi verga por su clítoris. Ana hizo un puchero y puso cara de niña malcriada.
— Penétrame, cariño. Por favor —suplicó con voz de bebota excitada—. Fóllame. Reviéntame el coño.
Le di una nalgada.
— Repite tus palabras, Ana —le dije—. Quiero que quede muy claro.
Al otro lado de la habitación, a través del gran espejo de la pared, le vi morder su labio inferior y acariciar sus senos, pellizcando sus pezones.
— Fóllame, Tomás —suplicó—. Métemelo. Penétrame. Cógeme de una puta vez, por favor.
Sus palabras y su forma de mover su sensual cuerpo me dejaron clara su calentura. Le enterré mi verga de un movimiento, hasta el fondo de su coño.
— ¡Ayyyy! —gritó.
No me amedrenté por el grito y se lo enterré más.
— Mmmmmmmmmggghh… Así… Así… Si… —balbuceó Ana, con el rostro pegado a las sábanas y el culo bien alto.
Empecé a penetrarla, follándola sin descanso. De pie, con las manos en sus caderas o su cintura, apuraba más y más. Yo me sentía un dios. En el espejo de la amplia habitación podía verme, mis abdominales y pectorales bienes marcados, los gruesos músculos de mis piernas y mi culo tenso. Toda la musculatura activada para una única función: Follar. Follar sin descanso.
Ana también observaba a través del espejo. Su cuerpo era perfecto y su cabello frondoso y trigueño le caía a un lado, un mechón lacio y dorado sobre los labios rollizos. Entre la cama y la larga cabellera, quedó enmarcado el rostro de piel blanca y ojos claros. Y todo eso yo lo notaba mientras su culo se movía a la par de mis movimientos, cada vez más rápido. Podía ver el tronco de mi pene aparecer y desaparecer, como un pistón sobre un anillo. Ana gozaba y se acoplaba a mi violento mete y saca. Ella entendía mi ansia y se movía de acuerdo a mi necesidad. Y lo que yo quería era follar duro. A cambio, el coño de Ana parecía contener un temblor y apretaba mi verga. Por dios como comprimía mi carne ese coño caliente.
— Me vas a matar —dijo Ana—. Me estoy corriendo otra vez.
— Córrete, puta.
La palabra había salido de mi boca sin querer. Pero Ana no se molestó. Todo lo contrario, mi insulto dio pie a mi esposa para comenzar con pura verborrea producida por la excitación.
— ¿Te gusta coger a tu putita? —preguntó mi mujer.
Yo no respondí de inmediato. Estaba bien agarrado a su cintura y concentrado en penetrarla bien duro.
— ¿Qué te excita más? ¿La mujercita inocente o tu putita?
No respondí. Pero aumenté la intensidad y la velocidad de cómo la follaba.
— ¿Te gusta que tu esposa sea una puta? —volvió a preguntar.
— Si. Quiero que seas mi puta —finalmente contesté.
Las palabras las decía sin pensar. Dios, no quería decir eso a mi mujer pero lo hacía. En tanto, le metía mi verga cada vez más rápido. Mi pene era un ariete que no descansaría hasta derribar todos los muros.
— Sigue… sigue… así… —decía Ana, fuera de sí—. No te pares. Dame más… Cógete a la puta de la que eres dueño.
Sus palabras me atormentaban y excitaban por partes iguales. Con una mano le masajeé el clítoris y con la otra empecé a jugar con su culo.
— ¿Quieres más verga, puta? ¿Más fuerte? —dije, ya completamente descontrolado.
— Sí… ah… Más… ah ah ah… No pares nunca, cabrón —respondió mi mujer.
Ana agarró con una mano uno de sus carnosos glúteos y lo agitó. Que culo, pensé. Que culo y que puta.
— Dale… Más fuerte, Tomás… Vamos, hijo de puta… Revienta el coño de tu puta… —vociferó Ana, excitadísima.
Seguí follando a mi mujer cada vez de forma más salvaje. Con un dedo, acaricié su ano rosado, haciendo círculos y tentando mi suerte. Mi mujer no dijo nada. Sólo continuó pidiendo verga.
— Sigue dándome verga… a mí… sí… a mí… No pares…
Le metí un dedo en su ano. La penetré, metiendo medio dedo en su culo.
— Ay… Dame verga… ah… Tómame como quieras… aaaahhh… —exigió mi sumisa, bella y lasciva esposa—. Quiero verga… Dámela toda a mí, a tu putita… a tu puta, cabrón…
Nuestros cuerpos iban uno al pos del otro, sudorosos, salvajemente. Ya no podía follarla más rápido o con más fuerza. En ese instante, nuestras miradas se encontraron en el espejo y descubrí las hermosas facciones de mi esposa transformadas por la lujuria. Era el rostro de esa mala mujer. No eran las facciones de mi Ana, sino de la puta libidinosa y descarada. Entonces, mientras mi verga iba adelante y su coño contenía mi carne por completo, supe que Ella iba a decirlo:
— Si… fóllame, hijo de puta… Si… Fóllame, esposo mío… culéame… como una cualquiera… A mí, cornudo… Sí… a tu esposa, cornudo… A tu perra, cornudo… A tu puta, Cor-nu-do.
Cornudo. La palabra retumbó en todo mí ser y mi abdomen se tensó. Sentí un vació y el placer se mezcló con una rabia y un dolor que me atravesó como mil agujas. De pronto, perdí absoluto control y me corrí. Empecé a regar el coño de Ana y cuando me di cuenta había retrocedido. Por suerte, eyaculé en el condón. Pero luego de tanto tiempo sin follar, seguía lanzando chorros. Me quité el preservativo y continué lanzando chorros de líquido blanquecino, ahora sobre su redondo culo. Chorros blancos que motearon su piel.
Caía al suelo, junto a la cama, aturdido. En mi cabeza se había fijado el recuerdo del día en que Ana me había sido infiel. La muy puta había follado con otro hombre frente a mis narices, convirtiéndome en un cornudo complaciente. Ese día debí dejarla y pedirle el divorcio. Pero no pude hacerlo. Ella era demasiado hermosa, demasiado sensual. Cómo se podía dejar a un ángel.
En medio de mi confusión, Ana bajó de la cama y gateando se acercó a mí. Me agarró el pene y me lo sacudió para sacarme los últimos chorros de leche. Me lamió el glande y pude ver restos de semen sobre sus gruesos labios rojos.
— Que rico —dijo.
Aprovechando mi atontamiento, mi mujer se montó a horcajadas sobre mí. Lamió con su lengua roja mi pecho y el cuello. Subió hasta quedar frente a mi rostro, con sus ojos turquesas prendidos aún en lujuria y me besó larga y profundamente. Fue un arrumaco largo, en intervalos que marchaban entre el cariño y la lascivia. Un beso de amantes satisfechos. Al menos era lo que creía.
— Vamos a darnos una ducha rápida —dijo Ana—. Después quiero hacerlo de nuevo. Quiero que metas tu verga en mi culo.
Ana se levantó y caminó al baño. Yo me levanté y la seguí. No podía hacer otra cosa salvo ir tras sus pasos. Esa hembra era un imán. Era mi buena esposa y me tenía hechizado.