La buena esposa

Notó como un dedo dibujaba círculos en su rodilla, subía por su muslo...

Rosa tenía lo que podríamos llamar el encanto de la mujer mediterránea. De altura discreta, sin llegar a ser baja, ancha de caderas, algo nalgona y unos senos que hacían que los hombres la mirase a pesar de sus cuarenta y largos años. Su tez de un bronceado dorado, la melena hasta los hombres, de un castaño oscuro. Aún se sentía bien con su cuerpo.

Casada desde joven, a los veinticuatro, su matrimonio había entrado, ya hacía tiempo, en una cierta monotonía y aunque ella estaba convencida de que su esposo, en sus viajes de trabajo, se daba alguna que otra alegría nunca se lo había echado en cara, pensaba que era algo consustancial en los hombres y después de todo lo prefería a que tuviese una amante. Ella, por el contrario, era lo que definiríamos como una buena esposa: nunca había sido infiel a su marido, ni siquiera era algo que pasara por su cabeza, aunque ciertamente tenía, como tu el mundo, sus fantasías y sueños húmedos.

Cuanto necesitaba de aquel gin-tonic, allí en una terraza, lo que le había pasado aquellos días hacía que fuera una desconocida para sí misma.

Que un hombre se le arrimase en el metro era algo que le había ocurrido más veces de las deseadas, pero que ella se quedara inmovil, que solo se le ocurriera poner el bolso de forma que las demás personas no vieran lo que estaba sucediendo esto, esto sí que no era una reacción propia de ella. Llegó a notar su pene, duro, en su nalga, su aliento la nuca y ella, bajando la mirada, inmovil, dejando hacer a aquel cerdo, humedeciendose.

Llegar a casa y tumbarse, boca abajo, en la cama para masturbarse fue todo uno. Nunca pensó que era posible que reaccionara así. Ni lo era que los días siguientes se pusiera leggins, cuando nunca los usó. No hace falta ser psicoanalista para explicarlo, aunque ella no se diese o no quisiera darse cuenta de lo que le estaba pasando.

Después fue peor; volvieron a coincidir, a él poco le costó ponerse detrás suyo. Esta vez Rosa llegó a nalguear discretamente, mientras le oía  susurrar en la oreja la palabra mágica, lo que nunca nadie le había dicho: “Puta”:

Temblaba de miedo de lo que pudiese ocurrir cuando bajaron en la misma parada, por suerte él la ignoró.

Esta vez esperó a la noche, cuando Juan había partido ya para su viaje de trabajo. En la cama, fantaseaba con aquel hombre desconocido, en cómo la vejaba y la humillaba. Se dejaba someter como una perra sumisa, disfrutando de ello, frotando su clítoris mientras le venían imágenes degradantes a la mente, imágenes y palabras nunca pronunciadas.. Fué el orgasmo más intenso que nunca había tenido.

Ella, que jamás había ido con otro hombre que no fuese Juan.

Esperaba no volver a verlo más.

¡Dios! Era él yendo hacia donde ella estaba sentada.

  • Hola ¿Haciendo tiempo para ir a casa?

  • ¿Eh? - Dijo haciéndose la sorprendida.

El buen tiempo reinante hacía que llevara un vestido primaveral, estampado con grandes flores, una falda  vaporosa, dos dedos por encima de las rodillas, que al sentarse dejaban al descubierto una buena parte de sus muslos, un vestido de tirantes, con un escote de pico, que aunque no se podía decir que generoso, lo era lo suficiente para que algún hombre la hubiese mirado al salir del trabajo.

  • Supongo que no te importará que me sienta a tu lado. ¿Vives por aquí no?

  • Bueno..si..es mi barrio.

  • Me llamo Jose . Tu Rosa ¿Verdad? Hace días que no coincidimos.

Era un hombre maduro, de unos cincuenta años, el cabello canoso, la barba recortada, vestía de con un traje casual de color crudo, camisa blanca, sin corbata, no era nada vulgar, bien parecido, no esperarias nunca de alguien así que se comportara como hizo con ella en el metro,

  • ¿Cómo sabe mi nombre?

  • Sé algunas cosas de ti, por ejemplo que tu esposo, el bueno de Juan está estos días de viaje y que mientras él trabaja, aunque a decir verdad no solo trabaja, tu, por decirlo de algún modo, te dejas ir.

  • Lo siento. Yo..bueno yo nunca había hecho algo así..no se lo que me pasó. Supongo que debería disculparme y pedir que lo olvidara.

  • ¿De verdad no sabes que te pasó? ¿Qué te está pasando ahora mismo? ¿Quieres que te lo explique yo?

  • Será mejor que lo olvide. Debo irme ya, lo siento.

  • Espera. - Su voz y su forma de decir aquello denotaban autoridad.

Llamó al camarero:

  • Por favor, sírvanos otro para ella y uno igual para mi.

  • De verdad que debo irme ya.

  • ¿Irte? ¿Y qué harás cuando volvamos a encontrarnos en el metro? ¿Huir?

Rosa se ruborizó mientras bajaba su mirada.

  • No debes avergonzarte de lo que pasó. No eres la primera. Hay un perfil ¿Sabes? Mujeres digamos maduras, casadas deseosas de seguir gustando.

Notó como un dedo dibujaba círculos en su rodilla, subía por su muslo.

  • Por favor. Me está poniendo en evidencia.

  • No hace falta que yo te ponga en evidencia, observa como te mira aquel hombre. Te gusta que te miren así y él lo sabe.

  • Por favor, pare. No me conoce de nada.

  • He conocido y conozco a otras como tu Rosa, pero si crees que este no es el lugar, que la gente puede reconocerte y esto te compromete, dame tu teléfono antes de irte.

  • De verdad. Olvide todo esto. Siempre he sido fiel a mi esposo.

  • Yo puedo olvidarlo, de hecho ya no me acordaba de ti hasta que te he visto aquí, pero dudo mucho que tú puedas. Haremos una cosa, no me gusta forzar las situaciones, te daré yo mí número y serás tu la que me llamarás, de esto estoy seguro.

Sacó de su chaqueta una pequeña libreta y arrancó una página.

  • Aquí lo tienes. Puedes llamar a cualquier hora, vivo solo y si en aquel momento no puedo atenderte te lo diré. Toma.

Rosa hubiera podido levantarse e irse, quizá es lo que tendría que haber hecho, sin embargo cogió aquel papel y se lo guardó en el bolso, pensando, o queriendo pensar, no dar un desaire.

Estaba muy nerviosa cuando se levantaron de la mesa y solo esperaba que no fuesen en la misma dirección, para su tranquilidad, falsa tranquilidad, así ocurrió.

Aún habiendo tomado un somnífero no había forma de dormirse, llevaba casi un hora removiendose en la cama. Cuando cerraba los ojos volvía a ver a aquel hombre, se preguntaba porqué sabía cosas de ella y de su esposo, pero lo que no la dejaba dormir eran otras cosas, como notar su pene en sus nalgas, su dedo acariciándole el muslo, su voz susurrando “Puta”. Por tres veces había llamado a Juan, las tres sin respuesta. Eran algo más de las doce cuando cogió aquel papel para llamar por el móvil; ni siquiera sabía que le iba a decir, pero ya no podía más, necesitaba oír su voz.

  • Hola.

  • Creía que tardarías más ¿Qué quieres a estas horas? ¿No puedes conciliar el sueño? Mañana tienes que madrugar, seguro que ya estás en la cama.

  • Sí. Lo siento si te he molestado José. Perdona.

  • Vaya qué confianzas te tomas, ya me tuteas y me llamas por mi nombre. Creo que vas muy deprisa, demasiado.

  • Discúlpeme señor...

  • Esto está mejor y ahora dime qué llevas puesto, qué te pones para dormir.

  • Solo llevo bragas, señor.

  • Qué poco sugerente. Levántate, ponte la blusa blanca, abotonada. Se que la tienes.

  • Sí, sí señor.

  • Pues te levantas, te la pones y vas al salón comedor, frente a la ventana. No me hagas esperar.

  • Pero…

  • ¿Pero qué? Espero que no me hayas llamado a estas horas solo para charlar.

  • Ya..ya voy..señor…

Descalza, solo con aquella blusa y las bragas negras, situada frente al ventanal del salón comedor, se volvía a preguntar cómo sabía de ella, de su piso, de su vida aquel hombre, al que nunca, antes de su primer encuentro en el metro, había visto en su vida.

  • Desabróchate despacio la blusa, quiero ver tus pechos, quiero saber si realmente vale la pena dedicarte parte de mi tiempo.

  • Me pueden ver señor.

-¿Y qué que te vean? Solo pensarán que eres lo que siempre has deseado ser. Así. Tienes unos bonitos pechos, como imaginaba, seguro que son muy sensibles. ¿Verdad?

  • Sí, sí señor…

  • Y pensar que tu querido esposo estará pagando para darse un revolcón con alguna jovencita teniendo lo que tiene en casa. Ahora escúchame bien: Mañana ,cuando bajes del metro, te diriges a la primera calle a la izquierda, en medio de la calle encontrarás una sex-shop, vas a entrar en ella. Al fondo hay unas cabinas, entra en la del centro y no olvides cerrar la puerta. Tienes que llevar cinco monedas de euro, si no las tienes descambia en el mostrador, esto te dará para casi media hora de videos, eres suficientemente lista para saber cómo funciona aunque no hayas estado nunca en una de estas cabinas.

  • No me haga hacer esto, por favor señor, yo solo, solo quería conocerle un poco más.

  • Pues ya me estás conociendo. Ahora vete a dormir, si puedes, y mañana haz lo que te he dicho.

José, Don José para ella, colgó la llamada.

Llevaba un buen trecho andando camino de su casa. Por descontado no pensaba ir a la sex-shop que le había indicado José. Aún no sabía porqué había accedido a hacer lo que había hecho la noche pasada, una verdadera locura, solo faltaría eso ahora, ir a aquel establecimiento solo porque se lo ordenaba aquel hombre, un desconocido arrogante, esto es lo que era; un arrogante.

Mientras pensaba en ello notó la vibración de su móvil, se trataba de un mensaje: “Me has decepcionado. Lastima del tiempo que te he dedicado”. Miró  a su alrededor, a sus espaldas. parecía que él sabía todo lo que ella hacía. No  pasaron ni cinco minutos en que desandara lo recorrido.

Solo una vez había estado, con unas amigas,  en uno de aquellos establecimientos y, por descontado, nunca había entrado en una cabina. En aquel momento no había ningún cliente, lo que la tranquilizó, se dirigió a la joven que estaba en el mostrador y le pidió cinco monedas de euro como cambio para las cabinas, notó la curiosidad en su mirada.

Las paredes eran negras y aquel reducido espacio solo recibía la luz de una pantalla, en aquel momento de un azul vacío, pronto aquella muda pantalla se llenó de imágenes y la cabina de gemidos, ella iba pasando de vídeo a vídeo, mirando fragmentos, viendo aquellas caras de mujeres gozando, entregadas, aquellos penes penetrandolas. Nunca se había sentido atraida por la pornografía, preferia una buena película, entendia que los hombres eran mas visuales que ellas, aun así no podía negar cierta excitación. ¿Sabría él que finalmente había accedido a su orden?.

Fué entonces cuando se percató de aquellos dos agujeros, uno en cada pared lateral de la cabina. Ahora entendía porque la había mandado ir a allí. Aquel falo flácido, apareciendo de la nada, debía ser el suyo, era aquel mismo miembro que había notado duro en el metro. Sabía lo que esperaba de ella, de algún modo se lo debía, además el anonimato la animaba a hacer lo que autojustificaba como casi un deber. No sin cierto nerviosismo bajo su mano hacia aquel miembro para darle vida con sus caricias. Iba a hacer lo que nunca había hecho con su esposo; besarla, lamerla. Pronto se llenó la boca con ella, con aquella polla, que cada vez se endurecía y se hinchaba más y más dentro de ella. Se veía a sí misma arrodillada, con una mano apoyándose en la pared, la otra frotando su  chorreante sexo, la cabina llena de gemidos lujuriosos, provinientes de los videos . Sintió el chorro de su semen en la garganta, en la boca, lo saboreó, mientras seguía frotándose. Luego  aparecieron sus dedos, con aquellos ignominiosos veinte euros, después de dudar durante unos segundos, sorprendida, humillada y excitada, los cogió para ponerlos encima de la silla, que hasta hacía poco ocupaba. Aún le quedaban tres euros que se convirtieron en cuarenta. Nunca había mamado tantas pollas, ni tragado tanta leche mientras ella disfrutaba de sus orgasmos. Sentía vergüenza de lo hecho, pero sobre todo vergüenza de salir de la cabina y que la vieran. Cuando lo hizo, recogiendo y guardando aquel dinero, solo un hombre estaba en la tienda, un hombre que la desnudaba con la mirada. Con sus piernas aún temblando se dirigió hacia la puerta.

  • Vuelve cuando quieras - Sonrió la joven detrás del mostrador.

Al salir vio entrar a una mujer de mediana edad, muy maquillada y vistiendo de una manera que hacía inconfundible su oficio, Entendió lo que pasaba en aquel establecimiento, en aquellas cabinas.

“Veo que al final te has decidido, Te espero mañana en mi casa a las seis de la tarde, así podrás probar la mía. Trae el dinero que has ganado como puta”, seguidamente venía una dirección.

“No soy una puta”

“Ya sí lo eres”

Cuando finalmente llegó a su casa se sentó en el sofá llorando. Burlada, derrotada, sucia.

  • Hola, pasa, ¿Has traído el dinero?

  • Si, lo he traído.

  • ¿Tanto te cuesta decir sí señor? Dámelo. no está mal, sesenta euros, toma, veinte son para tí.

  • ¿Por qué me hace esto señor?

  • Porque es lo que deseas desde el primer día.

La llevó hasta el salón, un salón lleno de libros hasta el techo.

  • ¿Te sorprende? A todas os pasa lo mismo, por lo visto me tomáis por alguien distinto a lo que soy.

Se colocó a sus espaldas, cogiéndola por los brazos. dando pequeños mordiscos en sus clavículas, en el lóbulo de su oreja. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sintió el cuero del collar en su cuello.

  • Mírame. Tengo unos cuantos amigos a los que les encantará conocerte, pero primero tengo que prepararte. Las primeras veces te dolerá pero pronto serás tú quien te ofrecerás, quien suplicaras para que te lo follen.

¡Desnúdate! ¿O tengo que hacerlo yo zorra?

Llevaba un vestido negro, liviano, de tirantes. Se agachó para quitarselo por la cabeza.

Después de aquel día Rosa nunca volvió a ser la misma.