La buena educación

Una alumna, tan díscola como atractiva, es rigurosamente castigada por su maciza profesora a causa de una falta que… la verdad, nos da igual conocer.

Agotada, temblando con los últimos estertores, agoto mi orgasmo acariciándome el clítoris, los labios, la entrada de la vagina, el anillo del ano… Mi mano se desliza con facilidad, empapada con los abundantes jugos expulsados por mi coño, mientras dejo que la frialdad de la tapa del váter alivie el ardor que abrasa mi culo, rojo y dolorido por el castigo. La relajación que me invade mece mi alborotada mente, revisando de manera caótica toda la experiencia vivida en el aula.

*

Al acabar la clase todos se habían levantado con gran algarabía, recogiendo y parloteando mientras se dirigían a la salida. Yo permanecí sentada, guardando con parsimonia carpeta, libro y bolígrafos, indiferente al barullo, mirándola de reojo. Ella, la profesora, no pareció percatarse de mi actitud hasta que todos hubieron salido. Entonces levantó la vista de sus papeles y se dirigió hacia mí.

–Ah, sí, Julia. Tú y yo tenemos que aclarar un asunto, ¿verdad?

Admiré cómo contorneaba su imponente cuerpo al andar, cómo sus poderosos muslos se movían dentro de la ajustada falda produciendo ese característico sonido de la piel rozando contra la tela y cómo sus enormes tetas se bamboleaban ligeramente, apenas contenidas por el sostén, amenazando con hacer saltar los botones de aquella blusa que parecía a punto de rasgarse por la presión de la soberbia delantera.

Cuando se detuvo ante mí y se inclinó sobre el pupitre –¡Dios, el valle de su canalillo parecía ascender hasta la garganta! –, aproximó su rostro, hermoso aunque sus líneas angulosas le proporcionaban cierta severidad, para mirarme por encima de sus gafas. El aura de morbosa sensualidad que emanaba me envolvió de manera casi física, logrando que empapara mis braguitas.

–¿Vas a admitir que fuiste tú la responsable?

–Yo no fui, señorita Diana.

Su mirada se endureció e hizo un gesto con la mano que yo ya conocía.

–¡A la mesa!

Me levanté simulando contrariedad, caminando de la manera más provocativa y desafiante de lo que fui capaz, sabiendo que eso aún le alteraría más, consciente de cuál era mi aspecto aquella mañana. El ajustado top de tirantes marcaba sin rubor mis pechos, pequeños y puntiagudos, revelando unos pezones erguidos por la excitación, al tiempo que dejaba mi ombligo al aire. La escueta minifalda se ajustaba en mis caderas a la altura de la braga, de modo que cualquier pequeña inclinación dejaba a la vista más de lo debido, por arriba o por abajo. Las botas altas, la coleta infantil y el estudiado maquillaje completaban la imagen de colegiala putilla.

Me coloqué junto a su mesa. Ella apartó los papeles que había junto a un extremo y me ordenó que me reclinara. De pie, tumbé mi cuerpo, aplastando las tetas contra la tabla. Mi culo quedó entonces en pompa, e imaginé que la postura había elevado la minifalda permitiendo ver el inicio de las nalgas, apenas cubiertas por mi pequeña braguita. Me excité aún más imaginando el efecto que la escena provocaría en la profesora.

–Me disgusta hacer esto, pero me obligas con tu injustificable actitud.

El primer golpe me pilló por sorpresa. La pala de madera chasqueó al pegar contra mi glúteo. Di un respingo y se me escapó un gritito.

–Depende de ti. Pararemos cuando tú quieras. Sólo tienes que confesar.

Como única respuesta pegué la cara contra la mesa, elevé el trasero y me preparé para recibir los siguientes azotes.

–Como quieras.

Uno detrás de otro los golpes certificaron la maestría de la profesora en su práctica, aumentando progresivamente la fuerza con cada sacudida, y con ella el dolor. La tela de la falda servía de escaso y parcial amortiguador, pero ella no estuvo dispuesta a permitirme siquiera esa defensa. Detuvo su castigo y, despacio, con deleite, terminó de elevar la minifalda. Puede sentir su mirada deslizándose por la enrojecida piel de mis nalgas, para juguetear con la mínima braguita que introduciéndose en la raja marcaba sin pudor los empapados labios de mi coño.

–Tú lo has querido –me advirtió–. Si deseas jugar duro, adelante. Te aseguro que te doblegarás antes de que yo me canse.

La paleta sacudió contra mi piel desnuda con una fuerza sorprendente. Golpes secos, precisos, experimentados. Las punzadas sobre mi dolorido trasero se volvían casi insoportables, y debía morderme el labio para no suplicar que parara; pero al mismo tiempo cada mordisco de dolor alteraba mi libido, haciéndome anhelar cada siguiente caricia de mi mentora.

–He de admitir que tienes aguante –el jadeo de su voz podía achacarse tanto al esfuerzo físico como a su, también, evidente excitación–. Vas a lograr que te deje el culo en carne viva. Y sería una pena hacerle eso a algo tan bonito.

Detuvo los golpes y su mano acarició la piel que había castigado.

–Conozco a las de tu clase. Sabes que eres hermosa y te gusta exhibirte, ¿verdad? Te vistes así para provocar a los hombres; disfrutas atrayendo sus miradas, escuchando sus procacidades, imaginándolos masturbarse mientras piensan en ti, con las manos masajeando sin piedad sus congestionadas y enrojecidas pollas hasta hacerlas reventar con chorros de esperma. No eres la primera golfilla a la que me enfrento, y sé bien como doblegaros.

Mientras hablaba se movió a mi alrededor, se situó junto a mi cabeza y prácticamente pegó contra mi cara su pubis, embutido en aquella falda cuyas costuras parecían a punto de reventar por la presión de unas caderas incontenibles.

Se inclinó sobre mí y sentí como sus gloriosas tetas se apretaban contra mi espalda; sus manos se posaron en mi culo y, despacio, me bajaron la braga hasta medio muslo, dejando que las yemas de sus dedos rozaran sin aparente intención la raja, el perineo y, ligeramente, mis labios vaginales. A continuación volvió a colocarse frente a mi trasero, ahora con la completa imagen de mi coño abierto y palpitante entre los muslos. Yo moví de manera casi imperceptible las caderas, logrando así combinar el leve rozamiento de mi vulva contra el borde de la mesa con las caricias de mis propios muslos, reprimiendo el casi incontenible deseo de masturbarme con la mano.

La paleta retomó su castigo, golpeándome ahora con toda la fuerza de que era capaz mi maestra, atizando contra las nalgas, pero también contra los muslos, primero por su parte exterior para avanzar con decidida precisión hacia el interior, llegándome a rozar el coño con el borde de la madera. El pánico que sentí ante la idea de que dirigiera contra mi sexo su furia no disipó –más bien al contrario– la ebullición que rugía en el interior de mi vagina.

Finalmente no pude contener un gemido, lo que detuvo su mano. Ello me procuró un momentáneo alivio –¡el trasero me ardía! –, pero también cierto desencanto.

–Es absurdo que sufras de esta manera, Julia. La confesión te hará bien; detendré el castigo y será un primer paso en la rectificación de tu censurable actitud.

Posó su mano en mi cabeza y acarició paternalmente mi cabello, mientras yo intentaba ocultar las lágrimas que sus golpes me habían arrancado. Sentí como mis jugos vaginales empapaban el interior de mis muslos. Mi excitación era enorme, como un fuego abrasándome desde la entrepierna hasta el bajo vientre. Ahora no podía parar. Volví a negar con la cabeza.

–Está bien –dijo con un suspiro, más de satisfacción que de decepción–. Si así lo quieres... ¡Yérguete!

Obedecí, poniéndome de pie. La falda continuó arremangada en mi cintura, y las braguitas enrolladas alrededor de los muslos. Ella se colocó junto a la mesa, elevó su falda dejando al descubierto sus deslumbrantes muslos y se sentó en el borde.

–¡Vamos! Sobre mis rodillas.

Al tumbarme sobre las piernas el contacto con su piel me erizó la espalda, y cuando su mano palmeó con fuerza mi glúteo, sensible y dolorido, agradecí el contacto caliente de su palma en vez de la fría madera de la paleta. Sus azotes me llevaron al borde del orgasmo, pero no logré alcanzarlo –anhelaba que sus manos, su boca, su lengua exploraran mi coño hasta hacerlo estallar–, y como mi capacidad de resistencia se hallaba ya al límite, tras una veintena de azotes me rendí.

–¡Está bien! –Supliqué– ¡Basta! Fui yo.

El castigo paró. La mano quedó inmóvil sobre mi culo, permaneciendo su dueña callada unos instantes ¿satisfecha o desilusionada por mi confesión?

–De acuerdo –dijo al fin con voz cálida–. ¿Lo ves? ¿A que ahora te sientes mejor? Debemos asumir la responsabilidad de nuestros actos.

–Sí, señorita–le respondí sumisa entre lágrimas-.

–Me alegro de que entiendas esta lección.

Mientras hablaba su mano se deslizaba levemente por mis nalgas, acariciando con suavidad la castigada piel. El movimiento aproximó cada vez más sus dedos a mi coño, hasta que las yemas rozaron mis suplicantes labios. Me sentí a punto de estallar.

–De acuerdo –apartó repentinamente su mano–, puedes marcharte. Pero mañana te pasarás por mi despacho después de la clase. Deberás cumplir un castigo por la falta que has confesado.

–Sí, señorita.

Me levanté, subí mis bragas, recoloqué la falda y recogí mis cosas. Cuando salía por la puerta ella estaba absorta de nuevo en sus papeles, ordenándolos y guardándolos en el maletín, aparentemente indiferente a lo que había ocurrido.

*

Corro por el pasillo y entro en el baño, me encierro en una de las cabinas, bajo mis bragas y me siento sobre la baza. El frío de la tapa azuza de golpe el ardor que emana de mi castigado culo, pero poco a poco lo alivia. Meto mi mano entre las piernas. El coño bulle empapado, ardiendo aún más que mi trasero. Me masturbo compulsivamente, estimulando con fuerza el clítoris, duro y erguido, con todas sus terminaciones nerviosas palpitando como las luces de un enloquecido árbol de Navidad.

Si no llego a estar sentada las convulsiones del orgasmo me habrían tirado al suelo. Es como si una marea de lava hirviente emergiera de lo más recóndito de mis entrañas y me las arrancara de cuajo. Permanezco largo rato con las piernas abiertas, acariciándome, relajada y calma, preguntándome si ella también se estará masturbando, si se pajeará pensando en mí, pellizcándose los duros pezones de sus inmensas tetas. ¡Dios! ¡Qué ganas tengo de vérselas! ¡De poder agarrárselas y estrujarlas!

Cuando recupero las fuerzas abro la puerta y me arreglo delante del espejo. Después salgo al pasillo, vacío y silencioso, preguntándome qué castigo me tendrá reservado para mañana.