La bronca

Todo empezó una una gran bronca. La nueva administrativa había introducido los datos como si se tratase de una enajenada. No tenía sentido.

Los resultados carecían de todo sentido. Aquello no cuadraba de ninguna forma. Repasó por encima los datos y era como si los hubiese introducido un enajenado. Se iba poniendo nervioso, era inútil encontrar la razón de tal despropósito. Desistió. Miró el autor del archivo: Silvia.

Auque tal solo llevaba tres meses en la consultoría, por el tono de voz advirtió la borrasca. Cerró la puerta del despacho al entrar. Hizo bien, porque la conversación no iba a ser ni amistosa ni moderada. La bronca del jefe estaba siendo mayúscula. Por mucho que intentaba explicarle que la forma de obtención de los datos se la había dado el director adjunto, no pudo. Solo consiguió que se enfadase más. Encima replicaba. Encima contestona, cuando no había excusa alguna; él mismo se lo había explicado varias veces. Silvia optó ya por callar y soportar el chaparrón hasta el final. Y así lo hizo hasta que él cruzó la raya de lo admisible tratándola de tonta.

Eso si que nor. Con aplomo dio media vuelta y, dándole la espalda, se dirigió a la puerta, mientras pronunciaba su última frase: "Olvídame, me voy a mi mesa. Tu a mi …". La réplica del jefe, encendido de ira por la insolencia, encubrió el final de la frase.

  • ¡Vete, sí, mejor que te vayas! ¡Sal de mi vista!.

En general en la oficina había un buen ambiente y el clima era de confianza. Todos se tuteaban, hasta con Carlos, al que llamaban ‘el jefe’, máximo accionista y director de la empresa. Aunque todos reconocían su autoridad y trataban con respeto no exento admiración. No era frecuente, pero alguna vez Carlos perdía los nervios, como había ocurrido hoy.

El teléfono, las visitas, las interrupciones de los demás empleados, fueron encubriendo el incidente y el enfado. Poco a poco Carlos se relajó y a media mañana recuperó el buen humor cuando le confirmaron el encargo que hacía días que esperaba. Comió tranquilamente con un cliente y volvió al trabajo. Como de costumbre dio una vuelta por la oficina antes de ir a su despacho. Todo el mundo estaba en su sitio y se oía el múltiple tecleo, los timbres del teléfono y las conversaciones de trabajo. La mezcla de sonidos le resultaba gratificante.

Pasó por delante del despacho donde trabajaba Silvia con otras compañeras. Su mesa estaba frente a la puerta abierta. Vio a la muchacha de pasada, pero su mente ya estaba en otra onda.

Al día siguiente del altercado, Silvia acudió a la oficina un poco asustada. No adivinaba a comprender como diantre se le había ocurrido soltar aquello al jefe, por mucho que se lo hubiera merecido en aquel momento. Era consciente que, con razón o sin ella, había sido una provocación que podía costarle cara. Pero en fin, ya estaba hecho y había que pechar con sus consecuencias. Le había salido de dentro. La situación no tenía remedio. Estuvo dudando si le pedía disculpas, pero al final optó por no hacerlo, podía ser aún peor, porque tenía la sensación que Carlos no la había oído bien, al menos la frase completa. Era mejor no menearlo demasiado. Además, la tarde anterior lo había visto un momento pasar por delante de su despacho y pareció que estaba de buen humor.

La verdad es que durante los días siguientes, Carlos reducía los intercambios con Silvia al mínimo imprescindible. Se notaba que ya no estaba enfadado pero sí un poco tenso con ella. Paulatinamente la situación se fue normalizando. El altercado había dejado de estar presente. La muchacha se había esforzado en corregir los datos del archivo y Carlos pudo comprobarlo en la primera ocasión que los consultó.

La cuestión parecía ya zanjada por ambas partes, como si nunca hubiera existido y Carlos volvió a llamar a Silvia por el interfono. Le estuvo explicando lo que necesitaba ahora y cómo debía hacerlo. Cuando hubieron terminado y Silvia se disponía a retirarse, Carlos le dijo que había consultado el archivo y que estaba bien. La muchacha le agradeció el reconocimiento con la mirada y salió del despacho. Justo en ese momento a Carlos se le hizo presente la salida que Silvia había protagonizado unos días antes. De repente en su mente se reprodujo lo que había dicho ella entonces. Pudo entreoír la frase entera, como si un aparato borrase sus propio gritos en una grabación. No le cabía ninguna duda, la voz suave y firme de la muchacha se pronunciaba aquellas palabras con nitidez suficiente: "Olvídame, me voy a mi mesa…. Tu a mi un día me besarás los pies… ". Y la veía cerrar la puerta del despacho, en su imaginación.

El corazón le dio un vuelco. Se quedó confuso. Un par de veces hizo el ademán de apretar el botón del interfono, pero al final no lo hizo. Era viernes y durante todo el fin de semana las palabras de Silvia iban a resonar en su cabeza. Su martilleo fue destilando, despacio, su decisión. No, esta vez no. No estaba dispuesto a dejarlo pasar.

Carlos entraba el primero en la oficina por la mañana, al menos una hora antes que el resto. Ya era tradición que el administrativo con menos antigüedad también entrara esa hora, para asistirle en la preparación y organización del trabajo del día. Mientras eso duraba, también salía una hora antes. Había quien lo prefería, pero el turno era inexorable, así también Carlos tenía la oportunidad de ir adiestrando al recién incorporado en el esquema organizativo de la oficina y los diferentes trabajos. Y Silvia era la última incorporada en la oficina.

Cuando llegó a la oficina el lunes, Silvia acababa de llegar y se estaba acomodando en su puesto de trabajo. Se dirigió hacia ella y la saludó. Ella le respondió al saludo absolutamente ajena a lo que se le avecinaba.

  • Oye, tu y yo tenemos una cuestión pendiente y quiero zanjarla

Ella levantó la vista de la mesa con inquietud. Se le había hecho un nudo en la boca del estómago. Carlos prosiguió.

  • Hace unos días me enfadé mucho contigo. Por mi parte el asunto ya está cerrado. Lo has corregido y perfectamente. Por lo demás, haces muy bien tu trabajo y estoy muy contento contigo... Pero también es verdad… en fin, que me puse de una manera y te dije unas cosas que… Bueno, que no debería haberlas dicho. Por eso no sé si por tu parte el incidente también está cerrado… Y deseo que lo esté… -- Carlos tragó saliva, y perdiendo ligeramente su seguridad, continuó -. Aquel día hiciste un… digamos que un pronóstico… Pues bien, para borrar todo atisbo de cualquier resquemor que puedas, quiero darle cumplimiento… Si te parece, en desagravio te beso los pies y todo arreglado… ¿De acuerdo?.

¡Caramba! Silvia no salía de su asombro. Había escuchado su discurso con toda atención. A medida que Carlos hablaba, la inquietud dejo paso a la tranquilidad, para acabar con una gran estupefacción. Si le pinchan no le sale sangre. Pero no tardó en reaccionar. Tenía reflejos. En unas décimas de segundo su cerebro procesó la información y emitió las primeras valoraciones. Era absurdo. Absolutamente absurdo. Si tenía mala conciencia, con disculparse había más que suficiente, máxime después de tantos días y sin que ella le hubiese mostrado ningún disgusto. Aquello era innecesario. Además su amenaza había sido una insolencia y una provocación intolerable y él era el jefe. No tenía ningún sentido que se doblegara así a un exabrupto. Algo estaba pasando y una primera intuición pasó por su mente. No podía ventilar aquello de cualquier manera. Tenía que poder pensar, ganar tiempo

  • Bueno… No sé… Pero, vaya, sí, me parece bien… Estoy de acuerdo

  • Muy bien, adelante, pues… – dijo Carlos mientras se le acercaba decidido.

  • Pero.… no, ahora no. Ni así… – de apresuró a decir ella, mostrándole la palma de su mano --. Verás para mi no se trataría solo de un acto aislado, suelto, sino que es un gesto producto de una actitud. Necesita una cierta preparación para ser auténtico… No sé si me explico.

  • Creo que sí, me parece que sé lo que quieres decir.

  • Pues eso. Mira, perdona jefe, acepto tu ofrecimiento. Eso sí. Pero tengo que pensarme como prepararlo… para que tenga el sentido que creo debe tener

  • Vale, vale. A mi también me gusta hacer bien las cosas. Te lo piensas y ya me lo dirás

Carlos no sabía que más decir y se fue hacia su despacho. Estaba satisfecho de haberse atrevido, y de la aceptación de la muchacha, aunque un poco frustrado por el 'impas' que ella había creado. Sin embargo…, a decir verdad suspense acrecentaba su curiosidad y su excitación. Durante un buen rato no pudo concentrarse en el trabajo, pero éste iba a ser difícil y la realidad se hizo presente con la llegada del resto del personal de la oficina. La misma irrupción de los buenos días de sus compañeras de despacho que sacó de su discurso interno a Silvia. Todo el día iba a tener ganas de salir del trabajo para poder analizar sosegadamente la situación.

Y así lo hizo cuando regresaba a casa en metro. Tenía que poder verificar su intuición. Le dio varias vueltas al asunto, pero cuando llegó a casa ya había concebido su plan. Si estaba en lo cierto, lo sabría pronto. Si no, tampoco pasaba nada.

Al día siguiente, a primera hora de la jornada, fue ella quien llamó a su jefe por el interfono.

  • ¿Puedes venir un momento, por favor?

El jefe se presentó al instante ante su administrativa. La miró. Llevaba cola de caballo, tejanos, un polo blanco y unas zapatillas deportivas. Estaba muy atractiva.

  • ¡Hola, buenos días! Tú dirás.

  • He estado pensando en lo que hablamos ayer y creo que ya sé como te puedes preparar para cumplir el… pronóstico, como lo calificaste tú.

  • Soy todo oídos… - añadió él con un gesto de aceptación.

  • Es muy sencillo. A ver…, me parece que debes habituarte a la postura… - Silvia hablaba con serena seguridad, sin titubeos, pero buscando las palabras, despacio -. Creo que deberías primero coger el hábito de estar en la posición propia para cumplir el cometido…, hasta que podamos tener la seguridad que tu actitud interior es la adecuada para besarlos con la disposición adecuada… Llegado el momento yo lo sabré y ya te avisaré… ¿Comprendes?

  • Sí, bueno… pero ¿cuál es esa postura…?

La muchacha sonrió, ruborizándose ligeramente, y añadió en un tono ligeramente burlón:

  • pues me temo que no hay otra que la de estar de rodillas

Carlos se ruborizó al instante al oír aquellas palabras, y no ligeramente, sino que se quedó rojo como un tomate. Dudo…, no sabía ni qué decir ni qué hacer… Al fin se decidió. Allí mismo donde estaba, junto al frontal de la mesa de Silvia, se arrodillo ante ella. Su corazón se aceleró y la temperatura de su cuerpo le subió de un golpe, notaba como ardían sus mejillas, como le temblaban las manos. Ella lo miró seria, evitando mostrar su completa satisfacción. ¡Estaba resultando más fácil de lo esperado!

  • Aléjate un poco… Eso es, así, exacto. Tienes que poder ver mis pies…, concentrarte en ellos.

El clavó su mirada en las zapatillas de la empleada. La situación era inverosímil, estaba haciendo un ridículo espantoso, él lo sabia, y sabía que ella lo sabía; a ella le pasaba lo mismo. Había una cierta tensión ambiental, algo incómoda, sobre todo a medida que pasaba el tiempo y el eco del último intercambio de palabras se iba desvaneciendo, pero así permaneció en silencio durante tres cuartos de hora hasta que oyó abrirse la puerta de entrada a la oficina. Se incorporó todo lo rápido que el entumecimiento de las rodillas le permitió y, sin decir palabra, desapareció por el pasillo hacia su despacho.

Justo en aquel momento, Silvia daba expansión a la sensación de éxito que hacía rato le embargaba y había disimulado tecleando con ficticia atención el ordenador, como si no tuviese arrodillado a sus pies a su jefe, al jefe de todas las personas que iban entrando mascullando el primer saludo matinal. Hizo la señal de victoria en los dedos y dio un puño cerrado al aire. ¡Había acertado! La primera intuición había vuelto a ser la buena. Lo había pillado. No cabía la más mínima duda. Su jefe era... un auténtico… ¡sumiso!. Y ella lo había descubierto.

Silvia sabía muy bien lo que significa aquello. Recordaba detalladamente su anterior experiencia con uno de esos ejemplares masculinos. Hacía ya unos ocho años…; ella tenía apenas trece años y él catorce. Fue durante el único verano que sus padres decidieron pasar las vacaciones en el campo, en casa de unos amigos. Más de un mes de idilio infantil con el hijo de la casa. En aquel momento, no podía saber interpretarlo correctamente, pero la vivencia fue inequívoca. Explicó el sometimiento desmesurado del noviete echando mano de las imágenes romanticoides y cursilonas de algunas lecturas pasadas de moda, al tiempo que disfrazaba sus propias sensaciones como expresiones de la damisela venerada que pone a prueba el amor y la entrega del embelesado pretendiente. Un cuento de princesas y caballeros andantes que le concedía la oportunidad de vivir su primera experiencia. La única hasta la fecha. El pobre chaval había comido hormigas. Se había tumbado en un charco, para que ella lo pudiese franquear pisando su espalda. O había merendado en sus pies, comiéndose a pequeñas dentelladas y lametazos la porción de queso aplastada entre sus dedos. Inclusive lo había sometido a la vejación del castigo físico, obligándole a bajarse los pantalones ante ella, para poder azotarlo con una caña fina y flexible tras atarlo en un árbol, como en las plantaciones de algodón de las películas. Fue la primera vez que había visto un pene de un chico al natural y lo había visto erecto. Lo encontró muy feo y raro.

Fue unos años después de aquel veraneo, anudando cabos de cosas sueltas que oía, veía o leía de aquí o de allá, pero sobre todo, navegando por Internet, que estuvo a su alcance darle el auténtico sentido que había tenido todo aquello, con la impagable oportunidad de asignar nombres a las cosas. Supo entonces de la existencia del masoquismo. Que habían hombres sumisos, irresistiblemente abocados a obedecer a una mujer que los sometiera a su voluntad y los maltratara. También aprendió a analizar sus propios sentimientos y a reconocer la excitación que había sentido al dominar a aquel muchacho. Comprendió el placentero sadismo con que había lo humillado o con el que se había ensañado azotándole las nalgas hasta dejarle marcadas en ellas las trazas de la caña y ver como le resbalaban, sin rechistar, las lágrimas por sus mejillas.

Carlos no era un niño. Carlos era un hombre maduro, alto, fuerte e inteligente. Y era su jefe. Y tenía mando y posición social. No se dejaría escapar la pieza. Seguiría su plan hacia delante, nada la frenaría.

  • Estás hoy muy…, no sé… contenta, radiante... ¿Qué te pasa? – le dijo una de sus compañeras de despacho.

  • Pues sí, lo estoy… – le respondió ella, haciéndose la misteriosa, divertida.

Las siguientes mañanas solo hicieron que corroborar su certeza. Cada día Carlos iba al despacho de Silvia, le daba los buenos días, se arrodillaba ante ella, a la distancia que le había indicado en la primera ocasión y fijaba su mirada en los pies de la chica. Pudo embeberse de cada una de las imágenes que ella le fue ofreciendo, día a día. Botas, mocasines, zapatillas… y como hacía un octubre plácido y con mañanas soleadas, inclusive pudo mostrárselos realzados por unas sandalias o, sencillamente en unas avarcas menorquinas o en chanclas playeras, de esas de la tira entre los dedos. Tenía los tenía muy bonitos, con los dedos no muy largos, rectos, planos, armónicos, con uñas proporcionadas que nunca se pintaba de color, solo las perfilaba con un poco de brillo. El permanecía allí postrado todo el tiempo, guardando absoluto silencio, hasta que llegaban los demás. Su proceso de preparación quedaba entonces interrumpido hasta el día siguiente.

Así transcurrió la semana. Y ya volvía a ser viernes. Silvia, calculadora, quiso dar un pequeño paso hacia delante. Su voy firme resonó, sacando a Carlos del embelesamiento por la curvatura que la sandalia daba a la planta su pie, que ella, coqueta, mantenía ingrávido y sutil en el aire.

  • Tráeme un café, por fa… - le ordenó ella, reprimiendo el "por favor" que estuvo a punto de escapársele – Tráeme un café.

Carlos, un poco desprevenido, le levantó, insinuando un "voy", apenas perceptible. Le trajo el café, lo depositó con cuidado en la mesa y sin decir nada volvió a su sitio, arrodillándose ante ella. Se sintió un poco más avergonzado, pero se sintió bien.

La semana siguiente transcurrió sin demasiados cambios. Silvia fue desarrollando su plan, matizado los detalles durante el fin de semana, con todo cuidado, con paciencia. No quería precipitarse. La situación debía madurar despacio, progresivamente. Nada debía estropearla. Aprovechó aquellas primeras horas en solitario para que Carlos le prestara diversos servicios personales. Traerle el café, que se hizo diario; sostenerle la bolsa mientras ella buscaba alguna cosa; acercarle aquella carpeta; incluso había bajado a la farmacia a comprarle aspirinas

El apenas decía nada. Su dedicación se limitaba a sus horas de postración y contemplación, y a obedecer puntualmente las órdenes que ella le daba. Porque el tono no era de ruego, ni tan solo de petición; con suavidad, pero eran órdenes. Carlos acostumbró a preparar el trabajo del día siguiente alargando la jornada otra hora por la tarde, la primera hora estaba ocupada con sus sesiones de habituación postural y los pequeños servicios a la muchacha.

El sábado fue día de recapitulación. Silvia repasó mentalmente cada uno de los detalles vividos con su jefe durante los últimos días y extrajo la conclusión oportuna. Tampoco convenía alargar aquella situación intermedia demasiado tiempo. Creía que había llegado el momento de dar la puntilla. Atacar, de frente y a fondo. El próximo día laboral era lunes y el lunes era un buen momento para imprimir cambios en el proceso, tendría toda la semana para poder corregir el rumbo antes de la pauta siguiente.

Estaba decidida, pero un poco nerviosa. Hasta ahora había vivido de la inercia que él había dado con su revelador ofrecimiento. Ahora le tocaba a ella tomar de verdad las riendas, coger la iniciativa en serio, darle la orientación definitiva, el impulso final. Estaba segura que él estaba preparado… y ella también…, desde luego. Lo había meditado todo con extremada pulcritud. No podía fallar. ¡Adelante!, se dijo animosa mientras entraba en el ascensor de la oficina.

Llegó un poco antes, quería introducirse en la escena anticipadamente, con tranquilidad, sin precipitaciones. Cuando Carlos compareció ante Silvia, ella ya llevaba diez minutos esperándolo. Espera no exenta de un punto de ansiedad. Era consciente que había deseado aquel momento desde hacía mucho, mucho antes de que pudiera ser ni tan siquiera imaginado.

  • No, hoy no vamos a estar aquí. Vamos a tu despacho.

Carlos salió delante y ella lo siguió. Cerró la puerta, como hacía siempre. Giró una de las pequeñas butacas que había frente la mesa de trabajo de su jefe, y la encaró hacia él, que permanecía de pie en medio de la estancia, sin saber qué debía hacer. Silvia se sentó y cruzó las piernas. Vestía sencilla, como el primer día en que Carlos se había arrodillado ante ella: tejanos, polo azul cielo y las zapatillas deportivas.

  • ¡Arrodíllate, Carlos! Póstrate ante mí.

Las órdenes fluían con naturalidad, sin titubeos, ni vergüenza, ni tensión alguna. El período de aprendizaje también le había servido a ella…, especialmente a ella. El se arrodilló con la mirada baja, dirigida a sus pies, tal como se había acostumbrado a hacer. Ella cruzó los brazos y se recostó hacia adelante, sobre su regazo. Quería observar con atención los movimientos de su presa, sin perder ningún detalle de los movimientos que iban a dar cumplimiento a sus órdenes. Dibujó varios círculos en el aire con el pie alzado, observando como Carlos, fascinado, lo seguía con su atenta mirada.

  • Descálzalo.

Carlos se acercó un poco más a la muchacha, extendió los brazos y con las dos manos desató el nudo que aseguraba el lazo de los cordones blancos de la deportiva. Sus movimientos eran pausados, delicados, como quien tiene entre sus manos un objeto frágil y valioso. Deshizo el lazo y aflojó los cordones desbocando la zapatilla. Con unción, como si de un objeto sagrado tratase, aseguró el tobillo con la mano izquierda, mientras tiraba por el tacón hacia abajo con la derecha, hasta que pudo deslizar la zapatilla con un lento pero decidido movimiento hacia delante, dejando al descubierto el pie de la chica, enfundado en un calcetín corto y blanco, con rayas finas y azules que daban la vuelta en círculos horizontales. En aquel momento una suave fragancia, mezcla de aroma a manzana y a calzado de ropa cerrado, inundó a Carlos; no era desagradable, todo lo contrario, olía a limpio, a primera hora de la mañana, olía a colonia y a ella. Dejó la zapatilla en el suelo.

Silvia había observado cada uno de los gestos de su servidor. Gozó viendo como aquellas manos fuertes y cuidadas, varoniles, habían hecho arte de un acto trivial. Advirtió como las aletas de su nariz se abrían con disimulo para aspirar el aroma de su pie.

  • Sigue desnudándolo – dijo relajada estirando el pie, tensándolo hacia la punta en dirección a su jefe.

El tomó el pie con sus dos manos. Colocó la izquierda en la planta y, rozándolo, pasó la derecha por el tobillo, subiendo un poco hasta el extremo del calcetín. Introdujo el índice entre el calcetín y la piel del final de la pantorrilla de la muchacha. Sintió un rápido escalofrío; no recordaba haberla tocado nunca antes, salvo el día en que la entrevistó para el puesto de trabajo, al estrecharse las manos. Tiró del extremo del calcetín lentamente, retirando la mano que lo sostenía desde la planta. El pie apenas había sudado y el calcetín salió con facilidad, dejándolo desnudo. Un pie blanco, inmaculado, ligeramente rosado y todavía con un suave recuerdo del moreno veraniego en su parte superior.

Ella se quedó inmóvil, en silencio, mirándolo a la cara. Saboreaba su triunfo, adivinando lo que ocurría en la mente de quien se hallaba arrodillado delante suyo, absorto en la contemplación de su pie. Un pie pequeño que, en su humildad, se imponía inapelable sobre los sentidos del humillado, ridículo allí con traje gris marengo y corbata de todos verdosos.

  • Deseo que cumplas mi vaticinio. Ahora sí le darás el sentido que debe tener… Pero los dos sabemos que su pleno sentido no se agotará con el. Al contrario, crecerá… Porque supongo que sabes que no estamos llegando a ninguna meta, sino que estamos a las puertas de un punto de salida… Que hoy no concluye nada, sino que empieza

Carlos levantó su mirada con aquiescencia, observando el rostro de la muchacha. Sabía que tenía razón. Lo sabía y lo deseaba como jamás había deseado nada. Y supo que no había retorno, que no había vuelta atrás… y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

  • Bésame, el pie, Carlos. Bésamelo como un hombre besa el pie de una chica…, con veneración

Carlos puso sus manos a la espalda. Inclinó el torso hacia delante y literalmente depositó un beso casi imperceptible en la punta de los dedos de los pies de la muchacha. Solo los rozó, como si tuviese miedo de dañarlos con sus labios. ¡Se sentía tan inferior! ¡Tan indigno de besarle los pies! No comprendía como había caído en la osadía de haberle gritado. Y menos aún en la mal diestra ligereza de pensar que iba a besar aquellos pies el primer día… Ella había evitado, con una inmensa sabiduría, su torpe intento de estropear burdamente un acto sublime como aquél. Jamás había sentido un agradecimiento tan grande hacia nadie, como sintió en aquel instante hacía aquella joven. Notó como sus ojos se le humedecían.

Silvia miró el reloj. Era tarde, un pocos minutos y comenzarían a llegar sus compañeros de trabajo. Había que cortar. Le fastidió. No le gustaban las prisas. Pero no había más remedio.

  • Es tarde. Proseguiremos en otro momento… Cálzame ahora.

A Carlos también le contrarió haber de dejarlo en aquel instante, pero no se permitió exteriorizarlo. Cogió el calcetín, introdujo con deleite su mano dentro, lo aderezó y le dio la vuelta; luego lo recogió contra los pulgares de ambas manos y lo encaró a todo lo ancho de los dedos. Otra vez sentía en sus manos el roce de su pie… Pequeños impulsos alternativo, a derecha e izquierda, fueron extendiendo el calcetín hasta rebasar el talón de la chica. Con un gesto suave y acompasado lo deslizó por el tobillo y la pantorrilla, quedando firme y estirado. Silvia aprovechó aquel momento para descruzar la pierna y con rapidez introducir el pie en la zapatilla con un gracioso movimiento circular.

  • Anúdalo. Debo irme ya.

Carlos estiró los cordones con firmeza, hizo un lazo y lo bloqueó con un nudo sencillo pero seguro.

Silvia se levantó y salió del despacho.

La jornada transcurrió con toda normalidad. Agitada, como cada lunes. Pero ni las muchas tareas y ni los diversos problemas que a cada uno se le iban planteando, requiriendo su atención, su esfuerzo y, a veces, también su temple, pudieron evitar que tanto ella como él se despistaran algunos momentos para evocar los detalles de los momentos vividos mutuamente a primera hora de la mañana, para sentir la felicidad que les producía la relación que estaba naciendo, para dejarse llevar por la excitación que les provocaba a cada uno la posición que se fraguaba frente al otro. Silvia se sentía pletórica, segura de sí, poderosa, importante y disfrutaba con ello. Carlos pequeño, insignificante, desposeído, pero a la postre, importante también… y desde luego también disfrutaba con ello.

A su hora, la chica recogió la mesa, cogió la bolsa, colgándosela del hombro, y salió de su despacho con su típico "adiós, hasta mañana…; no os canséis", pero no fue directamente a la puerta de salida, sino que se dirigió al despacho del jefe. Golpeó la puerta con los nudillos y la abrió tras oír el "¿sí?" que indicaba que el paso estaba franco. Solo se asomó. Le preguntó si tenía hoy alguna reunión o algún compromiso después del trabajo. No, no tenía nada.

  • Pues así, espérame aquí… Volveré sobre las siete y cuarto. Deseo acabar lo empezado.

Un cuarto de hora era más que suficiente para asegurarse que ya no habría nadie más en la oficina. Y así fue. Volvió puntualmente y solo había ya luz en el despacho del jefe. Deliberadamente, había entrado en la oficina sin apenas hacer ruido, silenciosamente fue hacia él. La puerta estaba abierta y Carlos miraba unos papeles sobre su mesa, intentando distraerse un poco para controlar la excitación de la expectativa. Cuando ella entró, rompiendo el silencio con su "¡hola!", él se sobresaltó un poco, pero al verla, se levantó y, con cierta precipitación, rodeó la mesa, se le acercó y se postró ante ella casi dejándose caer, inclinando todo su cuerpo en dirección a la muchacha. Ella se sentó en la misma butaca que a la mañana, pero no cruzó las piernas.

  • Descálzame – dijo con naturalidad.

El la había seguido hasta la vera de su asiento desplazándose con las rodillas. Volvió a repetir el ritual de la mañana, esta vez con ambos pies y poniendo esmero en mantener siempre el pie apoyado en una de sus manos mientras los desnudaba. Volvió a percibir el suave aroma a manzana, aunque ahora el olor del calzado cerrado y del sudor eran algo más intensas, fruto del día y del paseo por la zona comercial que Silvia había dado haciendo tiempo. Sin embargo, en modo alguno, resultaba desagradable, únicamente había adquirido más carácter, más personalidad. Cuando acabó de cumplir la orden, Silvia los juntó y los dejó reposar sobre la cerámica del suelo. Le agradaba notar su frescor en la plantas, sobre todo cuando como ahora los tenía cansados. Movió los dedos repetidamente, aireándolos, disfrutando de su libertad.

  • Bésalos, bésalos ya… - ordenó con un destello de impaciencia.

En esta ocasión, poder besarlos significaba doblegar su cuerpo totalmente. Postrarse como un creyente en la plegaria. Era un acto de adoración. Carlos precipitó su rostro hacia ellos, apoyando sus manos en el suelo, una a cada lado, y beso ambos pies

  • Sigue, sigue bésalos, no pares….

El jefe cubrió de besos los pies de la chica. Empezó por los dedos, indiscriminadamente; prosiguió por los empeines, el borde de las plantas y la punta de los dedos, aplastando su cara en el suelo, forzando sus labios; luego rodeó las piernas con su cuerpo para acceder a la parte trasera, besando los talones…; volvió hacia delante y beso sus dedos otra vez, uno a uno

Así estuvo varios minutos, hasta que ella los levantó empujando el rostro de Carlos hacía arriba, obligándole a incorporarse. Alzó las piernas y se las apoyó en la cara y él le besó las plantas, la base del talón, el reverso de los dedos. Lo hacía con auténtico frenesí, siendo presa de una total excitación. Silvia lo percibía y quiso incrementarla. Presionó su boca con la yema de los dedos, moviéndolos para abrirse paso entre sus labios y sus dientes. El la abrió y ella le introdujo los dedos de un pie en la boca

  • Chupa, chúpalos

Carlos lo hacía enfebrecido. Cerraba sus labios una y otra vez sobre los dedos del pie que tenía en la boca, pasaba su lengua por ellos, entre sus dedos. Se lo sacó y le acercó el otro. El seguía chupándolo, estimulado por su intenso, pero delicado, sabor salado. Le ordenó que se los cogiera con las manos y se los lamiese, y Carlos se aplicó a la nueva modalidad como poseído de un fervor dionisiaco. Ninguna parte de los pies de Silvia quedó sin ser ensalivada repetidamente por la lengua de Carlos.

A Silvia el corazón le bombeaba con fuerza. Y sintió el deseo que aquella lengua pronunciara las dos palabras que hacía días fluían de su mente a cada instante. Ostensiblemente excitada, se las exigió, dándole pequeños golpecitos en la cara con los pies, mientras él seguía lamiéndoles a trompicones.

  • Dime quién eres…, dime quién eres… ¡¡¡Dímelo!!!

Era la primera vez que se había postrado ante una mujer, la primera que había besado, chupado y lamido unos pies, la primera que en había empezado a sentir lo que era la realidad del sometimiento. Solo lo había hecho en sueños, en su fantasías, repetidas una y otra vez desde crío, desde que la memoria se desvanecía. Formaban parte de él desde siempre, pero jamás había tenido la oportunidad de vivirlo, pese a pasar de la cuarentena… Había ocultado sus sentimientos, sus tendencias. Mientras estuvo casado nunca tuvo la valentía de decírselo a su mujer, quien llegó a pedirle el divorcio, al haber conocido a otro, sin saber la auténtica condición, la auténtica personalidad profunda de su primer marido. El fracaso de las únicas intentonas adolescentes, con reacciones negativas o descreídas a sus vagas y torpes insinuaciones, lo había retraído y convencido de que era mejor dejarlo correr… Pero años y años de vivir con aquello, de leer todo lo que podía alimentar su fantasía y su comprensión, el daba el suficiente conocimiento para saber exactamente qué era lo que Silvia le estaba requiriendo. Tenía tantas ganas como ella de poder pronunciar esas palabras que resumían, con tanta precisión, lo que sentía y deseaba ser.

  • Tu esclavo, Silvia – le dijo con toda claridad, parando un momento en su tarea lamedora.

  • ¡Esclavo!... ¡esclavo!... Y yo, ¿quién soy? ¿Quién soy yo…, esclavo?...

  • Mi rei-na…, mi rei-na…, mi due-ña…, mi a-ma…, mi… - dijo con deleitosa parsimonia, saboreando cada sílaba.

  • Sí, sí… Voy a ser tu reina, tu ama, tu dueña… ¡Y tu mi esclavo!.

Con un movimiento rápido y brusco, la muchacha colocó el pie derecho por detrás de la cabeza de su jefe y lo sacudió hacia adelante, presionando después hacia abajo. El se inclinó de golpe y ella le colocó ambos pies en su cabeza, sin dejar de hacer presión hasta que la frente dio contra el suelo. Ambos se quedaron así, inmóviles. Se oía solo la fuerte respiración de la reina y el esclavo. Fueron unos breves momentos de descanso, de recuperación del aliento. Más relajada, retiró los pies de su cabeza y cogiéndoselos por los tobillos, cruzó ambas piernas encima de la butaca, estilo indio. Era una de sus posturas favoritas.

  • Siéntate, quiero hablarte… Supongo que sabes lo que está ocurriendo, ¿verdad? Supongo que sabes que significa ser esclavo de alguien. Y supongo que sabes qué comporta que un hombre hecho y derecho como tú, sea el esclavo de una cría como yo

  • Sí, creo que sí

  • Sin dudas, ni titubeos. Sin reservas ni prevenciones. No quiero negativas ni desobediencias. A nada. ¿Comprendes…? ¿Estás dispuesto…?

  • Lo estoy… - dejó pasar unas décimas de segundo y añadió: - Pero no sé si sabré ser tu esclavo como tu te mereces

  • Basta con tu actitud, tu disposición, tu entrega… Y no te preocupes, de eso vamos a estar sobrados… - soltó una breve carcajada y prosiguió -. Lo demás corre de mi cuenta… Aunque ya sabemos que los hombres sois bastante inútiles, ya me cuidaré yo de vayas aprendiendo… Tampoco eso debe preocuparte, voy muy sobrada… - y rió de nuevo -. ¿Acaso no he empezado ya a domarte, a moldearte a mi gusto…? Y eso sin haber sacado todavía la fusta

Silvia soltó, ahora sí, una fuerte y franca carcajada. Estaba exultante y con ganas de disfrutar. Los inicios tienen siempre un encanto, una magia especial. Decidió aprovechar aquel maravilloso momento para profundizar en la distancia que había ya entre ambos. Quería que su superioridad frente a él y la inferioridad de él frente a ella, se convirtieran en un abismo. Crecer ella hasta el infinito, disminuyendo él hasta la más imperceptible insignificancia. Necesitaba poner palabras, que las ideas y los conceptos, rellenasen los huecos, dieran perfil y grosor, densidad.

  • Levántate y bájate los pantalones – ordenó con sonrisa burlona, estirando las piernas y recostándose en la butaca, disponiéndose a regodearse en el espectáculo que su jefe, ¡ay, su jefe!, estaba a punto de ofrecerle.

Empezaba la función. Desabroche del cinturón y del botón de pantalón, bajada de cremallera de bragueta, y bajada de pantalones. Literal y metafóricamente, Carlos se estaba bajando los pantalones ante la joven administrativa de su oficina. Ella acompañó el movimiento del índice de su mano que apuntaba hacía el suelo con un sonido gutural, irónico. Estaba claro lo que significaba, y Carlos se bajó los calzoncillos. Su pene apareció con una erección incompleta. Debía estar agotado ya el pobrecito, pensó Silvia antes de corregírselo enseguida rozándoselo con el pie.

  • Arrodíllate otra vez… Estás ridículo… Si te vieras con mis ojos, aquí con corbata y los pantalones en los tobillos… ¿No te da vergüenza humillarte así ante una cría…? ¡Ante tu empleada…! Un hombre como tu, el mismísimo jefe, postrado a mis pies…, y dispuesto hacer lo que a mi me dé la realísima gana… Hummm…. ¿Qué te pasa, te excita estar sometido? ¿No puedes dejar de obedecerme…? Va, rebélate… – ella lo seguía provocando, al tiempo que le zarandeaba el miembro ya completamente erecto con la punta del pie – va…, sé hombre, libérate del yugo de esta criaja subalterna, caprichosa y malcriada… ¡Ohhh! El pobrecito no puede…, ja, ja, no puede liberarse, ha nacido para servirme, para rendirse a mis caprichos, … ¿Vas a vivir humillado toda tu vida, así, como un gusano bajo mis plantas? ¿Dónde esta el macho…? Pero si está trempando como un loco…, ¿no tienes ganas de follarte a esa niñata…? ¿Eh…? Ahhh, el machote tienes ganas pero… ¿qué pasa entonces?.... ¡Uyyyy! Es que no puede…, no puede ni intentarlo siquiera…. Pero, ¿es que no sabes seducir a una mujer…? Pues no, no sabe, es incapaz de tener ninguna iniciativa en relación a una chica, como no sea someterse a ella, haciendo, en todo momento, aquello y solo aquella que ella le ordena o le permite, ¿verdad…? Pero jefe…, quien te ha visto y quién te ve, ¿dónde esta tu poder, tu autoridad…? ¡Vaya jefecillo!, ahora resulta que su poderío se ha disuelto entre los juguetones deditos de mis pies…, ¡menuda arma secreta tenía yo sin saberlo! Pero ahora, ¿sabes?, esta ingenua señorita ya la ha descubierto… ¡estás perdido!..., porque voy a emplearla a fondo… ¡Que lástima que el señor importante tenga esa debilidad…! Has dejado al descubierto el punto flaco, has bajado la guardia, y te voy a dejar ‘ko’

Carlos permanecía arrodillado, escuchándola, enrojecido de rubor y de excitación. Aquella chica lo estaba desnudando por dentro, más de lo que lo estaba por fuera.

  • Vas a convertirte en un pelele en manos de una jovencita… ¡Vaya, a tu edad…! ¡Quien lo iba a decir! Una marioneta que bailará al son que yo toque. Estiraré del hilo y saltarás; otra estirada y te postrarás… Dime, esclavo, ¿eres mi pelele?

  • Sí.

  • Sí qué.

  • Sí, soy tu pelele.

Silvia soltó otra carcajada.

  • No lo sabes tu bien, ni hasta qué punto… Ahora cálzame. Es hora de irme.

El esclavo le puso los calcetines y las zapatillas. Ella le acercó sucesivamente ambas zapatillas a los labios para que se las besase, se levantó, cogió su bolsa y desapareció en la oscuridad de la oficina. Desde la puerta de salida se oyó como se despedía con retintín: "¡Adiós j-e-f-e, hasta mañana!". Y se fue, dejándolo allí, arrodillado en medio del despacho y con los pantalones y calzoncillos bajados.

En la calle hacía una noche agradable y fresca. Llenó sus pulmones de aire. Era feliz y estaba enchida de autoestima. Hoy había empezado una nueva vida.