La bolsita de caramelos
¿Hay algo más dulce que tú?
Damián salió de su trabajo como cada día, bien avanzada la tarde. Y como cada día, camino de casa, paraba en la pequeña dulcería de la plaza mayor, a comprar los ricos caramelos que desde su niñez había saboreado y que con el tiempo no habían hecho nada más que crearle una deliciosa dependencia de la que ni podía ni quería curarse.
Al igual que hacía su padre cuando era pequeño y lo acompañaba, entraba en la tienda, preguntaba quién era el último o la última y esperaba pacientemente su turno. Pero cuando era su padre el que los compraba, detrás del mostrador, atendiéndole, no había una cara dulce y tímida como la de Helena.
Como cada día que entraba, veía a aquella chica rubita, no muy alta, pero resultona y atractiva que le despachaba con una timidez extrema, casi vergonzosa. La observaba como se le enrojecían las mejillas cuando le dedicaba alguna palabra. Eso provocaba en Damián un creciente morbo y excitación, que le incitaba a mirarla descaradamente lo cual a Helena la ponía aun más nerviosa y temblorosa.
Una tarde, Damián no se dirigió hacía su casa como cada vez que salía de la dulcería. Esa tarde se sentó en el banco situado frente a la tienda a degustar sus dulces caramelos mientras miraba hacía la tienda. Era hora de cerrar y Helena salió de la tienda. Sus miradas se cruzaron. Helena se dispuso a cerrar la antigua verja metálica. Damián la observaba fijamente. Se agachó. Sus piernas voluptuosas quedaron a la vista, expuestas a los ojos curiosos y lascivos de Damián. Notaba y sentía su mirada, sin mirarlo, Helena sabía, intuía que algo iba a suceder. De pronto sintió una mano agarrar la suya. Su mirada, baja, se dirigió hacia su mano pudiendo ver como la de Damián la sujetaba y tiraba de ella. Sin decir nada, absolutamente nada, camino detrás de él, cogida a su mano hasta llegar a casa de Damián.
Damián cerró la puerta tras de sí cuando entraron, primero ella, luego él. Helena no pronunció ni una sola palabra en todo el camino, pero su mirada decía más de lo que sus palabras podrían haber dicho. Su respiración se aceleraba y su cuerpo se tensaba como si intuyese lo que iba a pasar.
La condujo al centro de la estancia, el salón. No dejaba de mirarla, no dejaba de olerla. Las mejillas de Helena se tornaron de un rojo cálido, su mirada tocaba el suelo y desprendía un dulce olor a ansiedad que Damián percibía especialmente cuando rozaba su cuello. Helena no decía nada, no se resistía a nada.
Damián la miró, la observó, la rozó mientras la desnudaba, prenda a prenda, a su antojo, despacio, controlando el tiempo, controlando su ansiedad. Helena seguía sin decir nada. Levemente la puso de rodillas, le acarició la mejilla, estaba ardiendo, le vendó los ojos. Y se alejó.
Helena dejo de olerle, de escucharle, de sentirle, movía la cabeza de un lado a otro intentando atraparlo, escuchar algo, sentir algo. Damián la observaba desde un extremo, la miraba mientras cogía algo de un armario cercano. Volvió a acercarse a ella y volvió a acariciarla. Helena suspiro, la tranquilizaba, pero no decía nada, solo asentía y obedecía.
Damián le agarró las muñecas llevándolas hacia su espalda, y con la cuerda que había cogido del armario de la habitación comenzó a anudarle las manos, a hacer dibujos en su cuerpo con la cuerda, a marcarla. Entonces se sacó de su bolsillo el último caramelo de ese día. Lo desenvolvió y lo acercó a su boca. Helena instintivamente la abrió, con inquietud, sacando su lengua y buscando algo que sabía que Damián le ofrecía. La saliva le resbalaba por la comisura de los labios. Jugaba con ella, la provocaba más, buscando su deseo, buscando a la niña inocente, a la niña juguetona. Le encanta jugar, le encanta tener un juguetito a su disposición. Y Helena era perfecta, perfecta para él, perfecta para sus juegos. Inocente, cálida, fresca, obediente…
La levanta del suelo y guiada por su mano la lleva hasta un sillón donde la hace ponerse sobre sus rodillas de forma que su sexo queda expuesto para él. La mano de Damián se desliza. Su sexo esta empapado, resbaladizo, caliente. Helena sigue sin decir nada, no es capaz, solo la delata su respiración agitada, su rubor, sus movimientos.
Se divierte con ella, lo hace hasta cansarse, hasta llevarla al límite, al extremo... Entonces se para, la levanta, comienza a vestirla prenda a prenda, igual que cuando la desnudó, le quita la venda de los ojos y la mira fijamente. Le sonríe mientras sus manos acarician sus hombros, su cara.
Cuando casi ha terminado, colocándole el abrigo, Helena, por primera vez, hace algo por sí misma. Mete su mano en el bolsillo del abrigo y saca una bolsita de caramelos, de Sus caramelos y se los ofrece. Damián coge uno de ellos, lo desenvuelve lentamente y se lo mete en su boca, empujando sus dedos dentro de ella. Helena cierra la boca atrapando entre sus labios los dedos de Damián mientras se miran fijamente, sin parpadear. Los dedos se deslizan por su boca, entre sus labios hasta salir de ella y sin perder su mirada, Damián se los introduce en la suya, saboreándolos, saboreándola. Helena cierra sus ojos y cree que el mundo se acaba…
Helena se marcha. Se aleja de esa casa feliz y con su premio en la boca y como en todo momento, sin decir una sola palabra.
“¿Podrías darme una bolsita de los caramelos, de los de siempre?” – le dice Damián. Helena, lo mira y por primera vez, habla y tres palabras se escapan de su boca... “si mi Amo”.