La boda de mi primo (parte tres).
Esta es la tercera parte de la última historia que he acabado de escribir, en el pasado mes de Mayo. Espero que guste a mis lectores y que, poco a poco, se vayan engachando a su desarrollo.
Katerina me pidió que la hablara de mi primera relación estable y la indiqué que la mantuve con dos amigas y compañeras bisexuales de estudios llamadas Leticia y Saray. Después de liarme con ellas en plan serio y aprovechando que la situación económica de los padres de una de ellas era lo suficientemente boyante como para poder dar aquel capricho a su hija, decidimos alquilar un estudio amueblado para poder vivir juntos y llevar a cabo nuestros encuentros sexuales con mucha más comodidad y discreción lo que favoreció que, además de la actividad lesbica que desarrollaban entre ellas y con otras chicas a lo largo del día, la mayoría de las noches me las cepillara a conciencia, por separado de domingo a jueves y juntas los viernes y sábados. Las encantaba ir observando como la verga se me iba poniendo bien tiesa y como echaba la leche por lo que, antes de que me la chuparan y de metérsela, solía tumbarme boca arriba en la cama y las dejaba que me la “cascaran” lentamente colocadas de espaldas a mí, con lo que permitían que las pudiera sobar la seta y el culo, al mismo tiempo que me mantenían presionados los cojones y me hurgaban enérgicamente en el ano con sus dedos mientras en otras ocasiones me ponía a cuatro patas para que me la menearan sin dejar de tocarme los huevos y de perforarme el trasero; que las pusiera a cien forzándolas con mis dedos al mismo tiempo la almeja y el ojete y que, aunque me las trajinaba con movimientos rápidos, necesitara emplear bastante tiempo para eyacular con lo que conseguía que llegaran a anhelar tanto el sentirse mojadas con mi leche que, en cuanto la notaban caer en su interior, llegaban al clímax para repetir segundos más tarde cuándo, sin sacársela y tras mis eyaculaciones pares, me meaba de manera abundante dentro de ellas. Cuándo comencé a darlas por el culo me resultaba bastante complicado el culminar en su interior puesto que ambas eran de fácil defecación y en cuanto apretaban sus paredes réctales contra mi chorra para intentar darme más satisfacción, liberaban su esfínter por lo que decidí limitar la penetración anal a los fines de semana y poniéndolas un par de enemas seguidos un buen rato antes de poseerlas por el trasero para facilitarlas un vaciado total de su intestino y poder disfrutar de su culo durante todo el tiempo que quisiera y echarlas la leche en su interior sin encontrarme con sorpresas. Como estaban acostumbradas a beberse el pis de la otra comencé a mostrar un inusitado interés por la micción femenina, que no tardé en degustar y saborear encontrándola excitante y exquisita desde la primera vez, por lo que me acostumbré fácilmente a ella resultándome sumamente agradable y gratificante el saborearla y bebérmela según me la iban echando en la boca después de acariciarlas el chocho y mientras las mantenía bien abiertos los labios vaginales al igual que a ellas las agradaba turnarse para ingerir mi pis al mismo tiempo que me chupaban el cipote. Nuestras meadas empezaron a estar muy presentes durante el acto sexual y además de que se hicieran pis mientras las jodía y de que me echaran su micción en la boca, me encantaba poder verlas mear al mismo tiempo que las mantenía bien abiertos los labios vaginales y las acariciaba la “cueva” con mi mano extendida por la que tenía que pasar su orina antes de depositarse en el inodoro ó en el suelo.
Después quiso saber cual había sido mi relación más morbosa y tras pensarlo un poco, la indiqué que, seguramente, fue la que mantuve con una mujer madura soltera de cabello claro y altura y complexión normal, llamada Raquel, que vivía en un pueblo de la provincia pero que se trasladaba todos los sábados por la noche a una céntrica discoteca de la capital en donde nos conocimos y nos encontrábamos cada semana. La fémina, que siempre vestía de una manera muy minifaldera, provocativa y un tanto estrafalaria, no pensaba precisamente en bailar ni en oír música y lo que quería es que no perdiera el tiempo por lo que, en cuanto nos acomodábamos y con el morbo que la daba el que se lo hiciera delante de todo el mundo, comenzaba a “meterla mano” antes de dejarla las tetas al aire para recrearme mirándoselas, tocándoselas y mamándoselas. Más tarde la despojaba de la braga, con la que solía quedarme y aprovechándome de la escasa tela que tenían las faldas que usaba, se la subía ligeramente y la obligaba a permanecer con las extremidades muy abiertas para poder fotografiar su peludo coño que, más tarde y sentada sobre mis piernas, la sobaba a conciencia y la masturbaba hasta que llegaba a sentir una imperiosa necesidad de mear. Después de obligarla a retener su micción durante unos minutos nos dirigíamos al aseo femenino del local en el que me soltaba su pis en la boca antes de que la efectuara un minucioso examen visual y táctil de la seta y se la comiera durante un montón de tiempo consiguiendo que alcanzara varios orgasmos hasta que culminaba volviéndose a mear en mi boca. Cuándo de madrugada salíamos del establecimiento la encantaba poder “cascármela”, chupármela e incluso, que me la follara en una cabina telefónica, en el rellano de una escalera ó en un cajero automático en los que siempre intentábamos evitar las cámaras de seguridad. Cuándo la temperatura lo permitía la gustaba que, acto seguido, nos dirigiéramos a una zona de pinares emplazada a las afueras de la ciudad, que solía frecuentar un buen número de parejas jóvenes con pocos recursos económicos para relacionarse sexualmente, en donde solía comerme la minga antes de que, en medio de aquel ambiente tan juvenil, me la tirara echándola un par de polvos y su oportuna meada mientras Raquel permanecía colocada a cuatro patas ó me cabalgaba. Más tarde me hacía lucir mis atributos sexuales bien impregnados en su “baba” vaginal delante de aquellas parejas siendo habitual que algunas de ellas me pidieran que me uniera a ellos, sobre todo con intención de que la chavala pudiera chuparme el nabo mientras su acompañante se la cepillaba y la echaba la leche dentro de la almeja sin la menor oposición; para que se la metiera y me trajinara a alguna chica a la que su pareja no había conseguido dejar complacida que solían ser las ocasiones en que la chavala de turno me pedía, aunque rara vez la hacía caso y solía “descargar” en el interior de su chocho, que se la sacara en cuanto estuviera a punto de eyacular ó para poder emparedar a alguna joven a la que su pareja y yo penetrábamos al mismo tiempo por delante y por detrás. A Raquel la ponía el verme en acción con aquellas guarras jóvenes, a la mayoría de las cuales llegué a desvirgar el trasero y si conseguía que alguna defecara mientras la daba por el culo ó tras echarla mi leche y en su caso mi pis, no la gustaba que se desperdiciara su delicioso “chocolate”, que era como la gustaba llamar a la mierda, por lo que en cuanto veía que se la salía, me hacía extraérsela, ponía su boca en el ojete de la chica y recibía sus descargas en la boca. Lo que nunca llegué a saber es si Raquel se excitaba más con mi lefa; con las abundantes, espumosas y largas meadas que, inexorablemente, la echaba poco después de mis eyaculaciones pares; observando como me trajinaba a aquellas jóvenes ó ingiriendo el “chocolate”, casi siempre líquido, que buena parte de esas chavalas expulsaba tras poseerlas por el culo.
Desde allí y muchos días cuándo hacía un buen rato que había amanecido, nos íbamos a mi casa. A Raquel la gustaba menearme el pene mientras subíamos en el ascensor y chupármelo en el rellano de la escalera con el propósito de mantenerme muy salido y tomarse un buen “biberón” antes de entrar en la vivienda y dirigirnos a mi habitación en la que nos desnudábamos con rapidez y de acuerdo con sus deseos, procedía a amordazarla y a atarla de pies y manos a la cama para que, sin dejar de insultarla, la hiciera de todo y en un plan bastante sádico sin poder oponer la menor resistencia al mismo tiempo que iba consiguiendo una potencia sexual realmente encomiable que me llevaba a continuar follándomela hasta bien entrada la mañana y aprendía a retener al máximo la salida de mi leche para sentir un gusto previo mucho más intenso y largo y a demorar todavía más mis eyaculaciones poniendo los cojones a la altura de sus rodillas cuándo consideraba que se iban a producir para que, dándome golpes secos en ellos, me cortara la eminente aparición de mi leche de forma que, cuándo se la soltaba, no terminaba de salirme en espesos y largos chorros. En cuanto comprobaba que había conseguido vaciarme los huevos y que sufríamos leves pero frecuentes pérdidas de orina, demostraba que, además de un excepcional aguante sexual, disponía de un poder de recuperación realmente meritorio puesto que, en cuanto la liberaba de las ataduras, me hacía ponerme a cuatro patas para, con la ayuda de una braga-pene que siempre llevaba en su bolso, procedía a darme por el culo durante bastante tiempo mientras no dejaba de menearme la picha y me comentaba que lo más satisfactorio para cualquier hembra era el poseer analmente a un tío tras haber conseguido “exprimirlo”. Al final, era tal el cansancio acumulado que, exhaustos, acabábamos durmiéndonos sin importarnos las condiciones en que se encontrara la cama, la mayoría de las ocasiones meada y cagada, para no despertarnos hasta mediada la tarde. Cuándo conseguíamos levantarnos, nos duchábamos juntos, nos vestíamos y nos íbamos a comer un bocadillo a algún bar para volver a la discoteca en la que permanecíamos durante una hora ú hora y medía en un plan muy formal puesto que ninguno de los dos, escocidos y con molestias, tenía demasiadas ganas de sexo por lo que hablábamos, escuchábamos música, veíamos bailar a los demás y entre beso y beso en la boca con lengua, nos tomábamos relajados y tranquilos un par de consumiciones hasta que, tras acompañarla al aseo femenino para que pudiera echarme en la boca una nueva meada, a las diez de la noche cogía su coche para regresar a su localidad de residencia. Aquella relación duró algo más de dos años hasta que la propietaria decidió cerrar, por su nula rentabilidad económica, el comercio en el que Raquel trabajaba. Como la mujer no encontraba una ocupación laboral mejor, terminó por aceptar el ofrecimiento que la hicieron para irse a vivir a otro municipio y convertirse en la criada interna de un matrimonio con el que residían sus tres hijas y los padres de la esposa. Aunque, al principio, la permitieron librar los sábados por la tarde y los domingos no tardaron en cambiar aquel periodo de descanso por dos días laborables alternos con lo que consiguieron dar al traste con una relación que me había mantenido muy activo sexualmente los fines de semana. Durante bastante tiempo conservé el amplio y variado surtido de bragas usadas por Raquel con las que me había ido quedando, aunque algunas al estar muy humedecidas despedían una fuerte “fragancia”, hasta que decidí desprenderme de ellas. Parte se las regalé a un grupo de jóvenes para que tuvieran el aliciente de poder “cascarse” la pilila manteniéndola enfundada en aquellas prendas íntimas; las que conservaba con el sujetador a juego se las vendí por un importe ridículo a un hombre que comercializaba con la ropa interior femenina y el resto acabaron en la basura.
Me pareció que, con aquello, Katerina tenía más que suficiente puesto que me resultó bastante evidente que su respiración se había agitado y que, como se había puesto cachonda, se estaba mojando por lo que, al no usar braga ni tanga, temí que su lubricación llegara a ser tan abundante que pudiera ponerla en una situación un tanto comprometida. La joven también debió de entenderlo así ya que, en cuanto dejé de hablarla de mi vida sexual, me miró, me sonrió y finalmente, me expresó su gratitud por ser tan considerado con ella.
En cuanto acabamos de cenar, Juan Ignacio y Katerina, fuertemente agarrados por la cintura, me acompañaron hasta la puerta de acceso nocturno al hotel en el que me alojaba. Katerina, que había demostrado ser una golfa salida y que no tenía pelos en la lengua, se despidió dándome dos besos en la mejilla y comentándome que, aprovechando aquella salida nocturna y antes de volver al domicilio de sus padres, iba a intentar que mi primo la echara un par de polvos a la luz de la luna que era algo que la ponía sumamente burra. Cuándo llegué al umbral de la puerta me volví y observé que, andando con un paso lento, Juan Ignacio no había perdido el tiempo y que, tras introducir una de sus manos por debajo de la corta falda de la chavala, la estaba tocando el culo. En cuanto entré en mi habitación me desnudé y me tumbé boca arriba en la cama. No tardé en darme cuenta de que llevaba más de cuarenta y ocho horas sin echar un polvo lo que suponía un autentico récord en mí aunque consideré que semejante periodo de abstinencia me iba a venir de maravilla al día siguiente, siempre que fuera cierta la información que en su día me había facilitado mi amigo, para poder rendir mejor y con más ganas. Antes de quedarme dormido pensé en la ocasión que, por culpa del idioma, había perdido con la ardiente fémina con la que había coincidido en la puerta del cuarto de baño del restaurante y en que desde el momento en que había conocido a Anne Lise me mantenía totalmente empalmado puesto que tanto ella como Katerina, que por lo que había podido ver mientras mi primo la tocaba el culo disponía de un “muslamen” de lo más apetitoso y Zdenka estaban para “parar un tren”, desfogarse y obtener un excepcional provecho sexual. Me congratulé de que mis primos hubieran encontrado a unas jóvenes tan atractivas, elegantes y seductoras que, evidenciando ser unas excelentes y viciosas “yeguas”, les iban a permitir mantenerse sumamente entonados e inspirados en la cama y más si tenía en cuenta que, por las insinuaciones que me había hecho Juan Ignacio, les gustaba seguir la costumbre del país e intercambiar sus parejas con frecuencia para intentar obtener una mayor satisfacción sexual.
C o n t i n u a r á