La bicicleta
Pero siempre me ha parecido que es mejor que digan que has muerto víctima de tus excesos que vivir siendo víctima de tus defectos, ¿no crees?
—¿Qué haces vestida? —preguntó el hombre, mientras se secaba el pelo con una toalla de manos, al salir desnudo del cuarto de baño y observar a la joven que aguardaba cerca de la puerta.
—Hola, papá… —dijo la muchacha, con una sonrisa.
El hombre se la quedó mirando, entre divertido y extrañado. ¿En serio pensaba jugar a colegiala perversa? ¿Con ese vestido?
—¿De verdad quieres que me desnude? —preguntó la chica con tono jocoso, mientras hacía ademán de desabrocharse el ceñido vestido que resaltaba todas sus curvas—. Pero te advierto que es cierto: soy tu hija…
El tono suave y sereno de la muchacha hizo que el hombre se pusiera en guardia.
—Tranquilo, no quiero nada tuyo… —prosiguió ella, al notar el gesto del hombre—. ¿Te acuerdas de una groupie , que dicen que se parecía a mí, hará unos veinte años? No, claro que no… Pero es igual. Te la follaste unas cuantas veces antes de que su padre se la llevara otra vez a casa, y aquí estoy yo… ¿Me desnudo? —insistió, mientras bajaba la cremallera; si ceñido el vestido era espectacular, holgado resultaba directamente indecente—. ¿Me quieres follar también a mí, como te follaste a mamá?
—¿Qué quieres? ¿A qué has venido? —El hombre empezaba a sentirse molesto y puso la toalla delante de su entrepierna, un tanto azorado.
—¡A buenas horas! —rio la joven—. Tranquilo, papá, no es la primera que veo… —Su tono de voz era fresco, jovial.
—Por cierto —añadió—, para que veas que no quiero nada tuyo, te devuelvo el dinero que me han pagado por ‘mis servicios’ —Mientras hablaba, sacó unos billetes y, estrujándolos, los lanzó sobre una mesita, aunque la mayoría acabaron en el suelo—. Sabías que hace tiempo que tus groupies son pagadas, ¿verdad? Aunque la verdad es que pagan bien, y son exigentes. Tu representante parece hasta celosa… ¿También te la tiras a ella?
—Si no quieres dinero, ¿a qué has venido? ¿Qué quieres?
—Tuyo, nada. Hubo un tiempo en que quería un padre, lo necesitaba, como todas las niñas, pero ya no soy esa cría que lloraba por las noches. Y cuando mamá me dijo por fin quién eras… me alegré de no haberte tenido como padre. No sabes quién soy, el nombre que he dado es falso, ni recuerdas quién era mi madre, así que no me encontrarás, cuando me vaya…
Su voz era serena, demasiado serena para ser sincera, lo que unido a lo inexpresivo de su bonito rostro resultaba más bien amenazador.
—He venido a verte la cara y a decirte que existo, pero que no te necesito. Ya no. No necesito nada tuyo porque no puedes darme nada que yo desee. Tu fama y tu dinero te los puedes meter por el culo. No hay nada que tú puedas darme. Ni lástima.
La joven dio media vuelta y se fue, mientras el hombre reprimía el deseo de subir la cremallera de su vestido, porque estaba desnudo y ella podía malinterpretar el gesto.
Milímetro a milímetro, la polla fue entrando en el lubricado coño con deliberada lentitud, mientras el chico se complacía en observar el efecto de la parsimoniosa penetración en el rostro de la chica.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? ¿Alardear de machito? Te advierto que tengo juguetes mayores que eso… —dijo la chica, mirando retadora a su ensartador. Tras morderle el labio, añadió—: A ver qué más sabes hacer, chaval. Quiero que me hagas gritar…
—No te preocupes, vas a aullar; los vecinos van a llamar a la Policía, ya verás… —dijo él, aceptando el reto.
—¡Menos lobos, Caperucita! —rio ella, contoneando las caderas en aquella cadencia tan peculiar, que era su arma secreta para descontrolar a sus amantes.
El chaval salió airoso del envite y comenzó a moverse con un ritmo que a ella le hizo temer que no iba a durar demasiado, pero pronto paró y volvió a arrancar a otro ritmo más suave, pero nunca constante, ora acelerando, ora frenando, lo que le daba pocas pistas a ella sobre cómo iba a ser la siguiente acometida. Todo ello, sin dejar nunca de mirarse a los ojos, acechantes, en un turbio duelo de una guerra no declarada.
“Me gusta —tuvo de reconocer—. Un poco demasiado engreído, pero me gusta. Y para ser el primer polvo juntos, lo está haciendo bastante bien, tengo que admitirlo…”.
Los timbrazos la sacaron de su gozosa abstracción.
—¡No me lo puedo creer! Esa zorra se ha vuelto a olvidar las llaves… ¡Yo la mato!
—¿Y no sabe que estamos…?
—¡Sí, claro! Lo tenía programado, ¡no te jode! ¿Serás creído?
Maniobró con su cuerpo hasta ponerse encima de él y sacarlo de su interior, con un gemido.
—Ahora vuelvo y seguimos… hablando. No te enfríes —Y le mordió el labio de nuevo.
Salió desnuda al recibidor, abrió la puerta de entrada lo justo para librar el resbalón y volvió sobre sus pasos mientras decía:
—¡Ya te vale, guarra! Sabías que…
Al llegar al umbral de su cuarto, una voz masculina le heló la sangre:
—Hola, hija.
Cerró de un portazo la puerta de su habitación y se volvió con rabia para enfrentarse al intruso.
—¿Te pillo en mal momento? No me digas que…
—¿A ti que te parece? —dijo ella, abriendo los brazos, como para resaltar su desnudez. Su arrebol de cara y pecho y el sudor que perlaba estratégicamente su piel dejaban poco margen de duda.
—Lo siento. No lo sabía, claro. Has abierto y he entrado. Bueno, ya estamos empatados… —añadió con evidente ironía.
—¿Qué quieres? —El tono cortante de la chica congeló el amago de distender el ambiente.
—Hablar contigo… cuando puedas.
—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
—Yo te dejé hablar a ti, déjame hablar tú a mí ahora. —Evitaba mirarla, por muchas razones. Tras una pausa, añadió—: Te espero en el bar que hay abajo, cuando acabes…
—Espera sentado.
El hombre dio media vuelta y respondió en un tono deliberadamente ambiguo:
—Sí, mujer. Tómate el tiempo que necesites…
La chica, con el pelo mojado y el gesto hosco, se sentó enfrente del hombre en la única mesa del bar cutre.
—Habla.
El hombre la miró, serio pero sereno, le sonrió y dijo con la mayor naturalidad que pudo:
—Ya ves que sabía bien quién era tu madre, y lo poco que me ha costado encontrarte. Me acuerdo de ella muchas veces. Muchas…
—Pues mi madre estuvo esperando que la buscaras toda su vida…
—No te confundas. No era ‘el amor de mi vida’. Ha habido otras como ella, alguna más. Fue especial, no única. Y cuando se fue, ¿qué quieres que te diga?, sentí alivio. Era peligrosa, era de esas mujeres capaces de reformarte… y eso era algo que no me podía permitir. Esto es como ir en bicicleta: o pedaleas o te caes ¿lo entiendes? Tenía que seguir, por eso no la busqué.
—Vale. ¿Eso has venido a decirme? Ya te puedes ir.
El hombre le dedicó su sonrisa más cautivadora e, ignorando el desplante, preguntó, malicioso:
—¿Qué tal…? Lamento haberte interrumpido. ¿Estabas con tu chico ?
—Estaba con un chico… —Su voz expresaba indiferencia, subrayada por su mueca y su encogimiento de hombros—. Y mal, ya que lo preguntas. ¿Tú crees que se puede volver a… después de…? Con lo bien que pintaba la cosa…
—Lo siento. —Su sonrisa, buscando la complicidad de la muchacha, desdecía sus palabras—. Era una pregunta-trampa. He investigado un poco de tu vida y ya sabía que, bueno, eres inconstante …
—¿Me vas a dar la charleta de los chicos? Llegas unos cuantos años tarde, papá…
—Nooo… Eres joven, disfruta de la vida… mientras no caigas en la estupidez de creer que todos los chicos son de usar y tirar. No todos son tan… despreciables como tu padre. Y me da que sí estás cayendo en esa estupidez…
—¿Pretendes darme lecciones de moral? ¿Tú?
—Mira, de crío me hacía mucha gracia eso de Alejandro Magno: “murió a los 33 años, víctima de sus excesos”. Yo ya he sobrepasado su edad, así que he debido cometer menos excesos que él… Pero siempre me ha parecido que es mejor que digan que has muerto víctima de tus excesos que vivir siendo víctima de tus defectos, ¿no crees?
La joven, sin hacer caso a las sutiles peticiones de complicidad, miró a su padre tratando de averiguar por dónde iba.
—Yo tengo muchos defectos, lo sé; seguro que alguno hasta lo debo tener repe. Pero hay defectos y defectos. Mira, soy adicto a las drogas, vale… —añadió abriendo las manos, como para realzar su confesión—. A casi todas las que conozcas, a muchas más de las que espero que hayas probado; pero hay una más peligrosa que cualquiera que yo haya tomado nunca, que no viene en polvo ni pastillas ni viales, pero que destroza más que ninguna otra a la buena gente: el rencor. Y tú estás enganchada a esa droga.
La muchacha bajó la vista e hizo una mueca de contrariedad.
—Por eso estoy aquí. Has conseguido tú lo que no logró tu madre ni ninguna otra: me impresionó el rencor sordo que percibí en tu mirada la otra noche, el mismo que he visto en tu casa, que veo ahora. Ese rencor que te destrozará, si le dejas que se adueñe de ti. Tengo miedo por ti y he venido a ofrecerte mi ayuda.
—¿Tu ayuda? No necesito tu ayuda. Ya te he dicho que no necesito nada tuyo.
—Si hubiera estado a tu lado cuando debía, ahora ya no me necesitarías, es cierto. Pero no lo estuve entonces, y por eso me sigues necesitando ahora. Por eso viniste a verme: para pedirme ayuda, aunque lo hicieras a tu modo.
La joven se incorporó, haciendo además de marcharse, pero el hombre la tomó de la muñeca y le dijo en un tono casi autoritario:
—Siéntate… —para agregar casi en súplica—: Por favor…
La joven se sentó y el hombre, sin soltar su muñeca, prosiguió:
—Voy a salvarte, aunque para ello tenga que salvarme yo, que no veas las pocas ganas que tengo… —bromeó, buscando de nuevo la complicidad de la muchacha, pero solo encontró rechazo—. La cosa es muy simple: yo dejo mi adicción y tú dejas la tuya. Ni siquiera te pido que lo hagamos a la par. Soy tu padre y debo dar ejemplo. Si yo soy capaz de dejar mis drogas, tú harás lo mismo con la tuya. Ese es el trato que he venido a proponerte. Si yo puedo, tú también.
La muchacha evitaba mirar al hombre, pero no se soltaba. Él continuó:
—Oye, hablo en serio. Me conozco y no estoy muy seguro de conseguirlo a la primera, pero sé que lo lograré. Por ti. Pero necesito saber, cuando flaquee, que tú cumplirás tu parte; que, si lo logro, tú también lo harás y te desharás de tu carga de rencor. Eso me dará fuerzas para seguir, para levantarme si caigo. Dime que lo harás, es todo lo que te pido. Mírame a los ojos y dime que lo harás.
Tumbado en la cama, el hombre dejaba hacer al muchacho que diligentemente se ocupaba de su pene. “Donde esté un chico, que se quiten las mujeres —se dijo—. Para chuparla, claro”. Y si el chico era aquel, más que mejor. Se ve que había practicado mucho desde muy joven y ahora, que ya era mayor de edad, era un auténtico maestro. Le gustaba, lo disfrutaba y sabía cómo hacer disfrutar a los demás. ¡Vaya si sabía!
Para su despedida de ‘la crápula’, había pensado hacerlo a lo grande. Pero se sentía cansado, así que canceló la prevista, multitudinaria y fatigosa orgía y prefirió algo más íntimo y descansado. Una buena mamada de aquel chaval y un coloque tranquilo…
El chico sabía cómo prolongar el placer, cuándo parar y cuándo seguir. Era el mejor y el hombre lo sabía, por eso le había pedido. Abandonarse a sus manos y su boca era garantía de placer intenso y duradero; así que se abandonó a él, que jugó cuanto quiso con su deseo hasta que, finalmente, acabó derramándose inexorablemente en su boca, en un orgasmo que era más bien una liberación.
Cuando se recuperó, el efebo le había limpiado y secado delicadamente todos sus genitales, y se había tumbado amorosamente contra él. El hombre estaba desnudo y el muchacho solo llevaba una especie de slip-tanga que únicamente tapaba sus genitales infantiloides. Aun sin ningún travestismo, resultaba tan femenino como muchas chicas, por sus maneras suaves y su cuerpo blando, sin necesidad de ese afeminamiento histérico y forzado de otros muchos.
—Tu representante me ha pasado esto, para que te lo diera —dijo el muchacho, sacando una pequeña bolsita de autocierre con dos pastillas—. Me ha dicho que era su regalo de despedida para los dos. ¿Adónde nos vamos?
—A ninguna parte. El regalo es para los dos, una pastilla para cada uno, pero no se va nadie. Por lo menos físicamente. Yo digo adiós hoy a todo esto: a ti y a los demás y las demás, a las drogas, a la vida escandalosa, a toda esta mierda. —Le besó en la frente y añadió—: Te echaré de menos…
El chico sacó las dos pastillas de la bolsita, se tragó una y poniéndose la otra en la punta de la lengua, la introdujo en la boca del hombre mientras le besaba.
—Y yo a ti también…
La representante supo fingir sorpresa cuando le avisaron, en una gala de presentación de su estrella emergente, de la tragedia recién descubierta: su estrella declinante había sido encontrado muerto por sobredosis, junto con un jovencito. Tras la incredulidad inicial, seguida de una corta llantina histérica la mar de convincente, se puso en marcha para organizar todo con la eficacia que le caracterizaba.
Más tarde, esa noche, esposada a su cama con los ojos vendados, mientras recibía las atenciones del fornido mocetón del este, reflexionaba sobre lo sucedido.
“No, si en el fondo, aquella putilla me había hecho un favor. Las estrellas, inevitablemente periclitan y cuando empiezan a decaer, exigen demasiado trabajo para tratar de frenar lo inevitable. Cada vez mayor esfuerzo para cada vez menor ganancia… Mejor así. La muerte es la mejor salida para estos casos. Ahora, a lanzar recopilatorios, al calor de la tragedia. Lástima que el chico no fuera un menor. A más escándalo, más negocio”.
El peculiar pijama de saliva, en el que los besos se entremezclaban sabiamente con los mordisquitos, levemente dolorosos pero sin dejar marcas, empezaba a ponerla a tono.
“Tiene un hijo legal (bueno, una garrapata de su sangre) del que no quiere saber nada… ¿y se enchocha con esta putilla que dice no querer nada de él? ¡Hombres! Como le despreció, pierde el culo por ella… Y sin bajarle las bragas, siquiera. Además, esa quiere pasta, ¡seguro! A mí no me engañan sus aires displicentes…”
La base de sus siliconadas tetas recibían los pellizcos y cachetes del hombretón, que parecía dominar el límite entre lo doloroso y lo peligroso, y transmitir confianza. Se abandonó a él, sabiendo que nunca traspasaría ese límite. Era caro, pero sabía ganarse cada euro que costaba.
“Pues se va a joder la putilla, porque lo pienso incinerar en cuanto le hagan la autopsia, para no darle tiempo a reaccionar. Así no podrá hacerse pruebas de paternidad con él. Si quiere algo, que se las haga con su hermanastro. Y mientras se pelean, yo hago negocio y me llevo mi parte”.
Sus sensibles muslos eran ahora un lienzo brillante moteado de puntitos rojos, allí donde los dientes del concienzudo torturador habían hecho presa, mientras un ansia imperiosa empezaba a concretarse en su entrepierna.
“El camello , aunque lo pillen, dirá que le dio doce pastillas, no dos; por la cuenta que le trae. Ninguna autopsia podrá determinar si tomaron seis pastillas o una con la concentración de seis. Diagnóstico: sobredosis, voluntaria o accidental. Punto. Igual se confundieron con otra droga más suave… ¿Quién sabe?”
El falo, un poco demasiado grueso, la penetró con violencia, y empezó a moverse dentro de ella con brusquedad, para que nunca llegara a sentirse a gusto.
“¿De verdad te creías que te podías bajar de la bicicleta cuando quisieras? Para ‘salvar’ a esa putilla, encima… ¡Imbécil! ¿De verdad creías que te lo iba a consentir, después de todo lo que he hecho por ti durante casi 25 años? No, cabrón”.
Tan absorta estaba en sus pensamientos que el orgasmo le sobrevino casi sin avisar, como a una colegiala. Un orgasmo intenso y deliciosamente doloroso.
“De la bicicleta… solo se baja… quien yo digo… como yo digo… y cuando yo digo…”.