La bibliotecaria modosita

Un joven necesita compañero de piso y lo que encuentra es una bibliotecaria modosita a la que enseñarle las ventajas de un buen polvo.

Llevaba ya un par de meses intentando encontrar un compañero de piso que se amoldara a mis necesidades cuando la conocí. Trabajaba en la biblioteca municipal del barrio de mis abuelos y, si bien nos habíamos cruzado un par de veces, nunca habíamos intercambiado ni un triste saludo. Su mirada se posaba unos segundos en lo que ella consideraría mi extravagante indumentaria, para después apartarla bruscamente, como si fuera consciente de que su descarado escrutinio había sido descubierto y de que aquella malsana curiosidad fuera del todo indecorosa.

No era una mujer llamativa. Los hombres no se daban la vuelta para contemplar, al pasar, su esbelta espalda, ni el voluptuoso vaivén de sus sensuales caderas. Era más bien una muchacha recatada y clásica a la hora de vestir, si bien podía adivinarse un cierto toque de elegancia en la elección del calzado, de tonos cálidos y tacones imposibles. Porque sin duda sufría un severo complejo de inferioridad, que su corta estatura no hacía sino acentuar. El corte de pelo masculino quitaba cierta feminidad a su rostro, si bien sus rizos enmarañados le dotaban de un cierto aire travieso e infantil que quedaba reafirmado por aquella tierna mirada color chocolate.

La noche en que nos presentaron oficialmente no estaba pasando por mi mejor momento. Con el dinero de las actuaciones apenas me alcanzaba para pagar el alquiler del cuchitril donde me había visto obligado a refugiarme después de que mi padre me echara de casa. No estaba dispuesto a seguir teniendo a un guitarrista melenudo y vago, que se había dejado la carrera unos meses atrás sin tan siquiera habérselo consultado, viviendo bajo su mismo techo. Necesitaba desesperadamente un compañero de piso con el que compartir gastos si no quería acabar viviendo debajo de un puente, o muerto por una avanzada desnutrición.

Desde que mi padre me dio la patada, había compartido techo con varios de mis excompañeros de clase, pero la cosa no había cuajado. Había algunos que se negaban a pagar; otros que no aguantaban la música tan alta a horas intempestivas; y algunos otros que simplemente no veían con buenos ojos que me tirara a sus novias cuando llevaba unas cuantas copas de más. El bajista de mi banda, sin embargo, se acercó aquella noche con la muchacha descrita anteriormente cogida del brazo, y nos presentó. Según decía, era una compañera suya de la facultad – ambos estudiaban historia – que estaba buscando piso porque no soportaba por más tiempo la situación en casa de sus padres. De nuevo, parecía incapaz de sostenerme la mirada por más de cinco segundos. La mía se clavó en sus labios, gruesos y carnosos como fresas maduras. Imaginé las maravillas que esos labios podrían obrar en mi polla y sufrí una erección instantánea. Sin poder remediarlo, mi atención se centró entonces en sus tetas, pequeñas y blanditas, que podían entreverse a través de su escote en forma de pico. La boca se me hizo agua. Mi temperatura corporal subió al menos diez grados. ¿Cómo era posible que me hubieran entrado tan de repente aquellas terribles ganas de follar?

La chica seguía sin pronunciar palabra y aquello me excitaba aún más. Sin hacerle más preguntas ni a ella ni a mi amigo le dije que la habitación era suya, y que podía trasladarse al piso al día siguiente si quería. La muchacha, cuyo nombre más tarde averigüé era Helena, pareció un poco confundida al principio, pero como estaba desesperada – quién sabe hasta qué punto – por salir de casa de sus padres, aceptó de buen grado. Así pues, quedamos en mi piso al día siguiente, donde arreglaríamos todas las cuestiones del pago del alquiler y la división de tareas. Aunque en este caso en particular, no me habría importado que la nueva inquilina me pagara en carne, y que sus tareas domésticas se limitaran a abrirse de piernas y dejar que la taladrara día y noche con mi verga.

Los primeros meses de convivencia fueron una tortura para mis nervios. Cada vez que mi nueva inquilina se metía en la ducha yo me escabullía en su habitación y rebuscaba entre su ropa sucia para poder oler sus braguitas. Algunas veces me las guardaba y me masturbaba con ellas, llenándolas con mi semen, de la misma forma que quería llenar con mi leche el coño de su dueña. Pero sin duda, lo peor era cuando esa pequeña putita se ponía a gemir por las noches, mientras se masturbaba como una gata en celo, en la habitación de al lado. A veces me preguntaba si no lo hacía a propósito. Si acaso no sabría que me moría de ganas por follármela y aquello la divirtiera de algún modo enfermizo. A la mañana siguiente, la muy zorra se quedaba mirándome, con aquella sonrisa de niña buena de convento que nunca ha roto un plato, mientras que yo tenía en la entrepierna una barra de hierro candente.

La tortura, sin embargo, no duró mucho. Una noche después de cenar, decidimos poner la tele porque no teníamos nada mejor que hacer. Helena comenzó a hacer zapping para ver si encontraba algún programa mínimamente aceptable y fue a dar con un canal porno. En la película se veía como una rubia maciza con enormes tetas de silicona estaba ensartada en el falo de un negro musculado y con un pollazo de dimensiones descomunales.

Helena se quedó con la vista clavada en aquella enorme verga y en el bamboleo de las tetas de la actriz. Durante un par de segundos se vio incapaz de articular palabra, hasta que finalmente fijó su atención en mí.

“Será mejor que cambie de canal”, se apresuró a decir. Yo asentí con la cabeza, apretando los puños sobre las rodillas, tratando de contenerme y de disimular en la medida de lo posible la estaca que presionaba contra la tela de mis vaqueros. Helena puso uno de esos programas del corazón que tanto gustan a mi abuela y se recostó bruscamente contra el respaldo del sofá. La tela de su vestido se alzó levemente, pero lo suficiente para que pudiera vislumbrar sus braguitas blancas de monja. Aquello fue la gota que colmó el vaso. No sin cierto aire vacilante, alcé una mano en su dirección y la dejé caer sobre su muslo desnudo, para después iniciar un suave movimiento ascendente. Helena dejó escapar un murmullo asustado de entre sus labios, pero aquello no me detuvo. Seguí avanzando hasta que mis dedos acariciaron los labios de su coñito a través de la fina tela de sus bragas.

“Tobias, ¿qué estás hacieeendo?”, musitó, las palabras saliendo a trompicones de sus labios, impregnadas de un oscuro placer que aún se negaba a reconocer. “Eeesto nooo estááá ¡bieeeeeen!”

Introduje el dedo índice por debajo de su ropa interior y comencé a acariciarle el clítoris en círculos, primero despacio, y luego dotando a mis dedos con un ritmo  infernal. Helena empezó a gemir como una posesa, pidiéndome más, pero yo no estaba dispuesto a dejar que se corriera sin haber recibido antes algo a cambio. Aparté la mano de su coñito peludo y me deshice de los pantalones vaqueros. Helena comenzó a protestar como una niñita a la que le han quitado su caramelo, pero ella no sabía que estaba a punto de recibir su piruleta…

Me bajé los calzoncillos y puse mi verga frente a su boca. En su rostro se dibujó una mueca contrariada, como si aquello no fuera con ella, pero mi postura firme y su curiosidad innata acabaron por darle los ánimos que necesitaba para meterse mi pollón en la boca. Se notaba por sus movimientos bruscos y torpes que no había hecho una mamada en su vida, pero aun así no tarde en correrme – tan desesperado estaba –, llenando su boquita de leche calentita.

La muy puta se relamió, y llevó su mano derecha al interior de su conchita, donde empezó a darse placer como la zorra que era. Sus gemidos se dejaban oír por toda la casa, y temí que despertara a los vecinos. Tras unos minutos de reposo, me coloqué de pie frente a ella, listo de nuevo para la batalla. Alcé sus piernas en posición vertical y apoyé sus pies en mis hombros. Sus ojos vidriosos estaban deseando que la penetrara, y yo también. Comencé a acariciar su clítoris con mi glande haciendo que se retorciera de placer. Sin poder aguantar por más tiempo la penetré de una sola envestida, arrancando de su garganta un grito, al límite entre el placer y el dolor.

“¡Fóllame, hijo de puta! ¡Haz que me corra! ¡Quiero toda tu lechita dentro de mi coño! ¡Aaaaah aaaaah! ¡Qué guuuuuuuuuusto! ¡Aaaaah! ¡Soy tu puta! ¡Soy tu puuuta! ¡Oooooooh, qué bieeeeen!”

“¡Puta, puta, puta de mierda, toma polla!”, no dejaba de decirle. “¡Córrete para mí, zorra! ¡Oooooh, estoy en el cielo!”

No tardamos mucho en corrernos. Por fin, la fantasía que había torturado mis sueños durante tantas noches se hacía realidad. Por fin conseguía follarme a esa monjita pudorosa y enseñarle lo que era la leche de un buen macho. Desde esa noche follamos siempre que podemos, a pesar de que ella parece haber encontrado un novio estable…