La bendicion

Una nueva forma de aceptar el amor

La bendición

T. Novan

Atenea tuvo que bajar prácticamente a rastras a Artemisa desde el Olimpo, mientras la protectora de las amazonas se resistía a cada paso.

—¡No me importa! —vociferó la diosa, intentando soltarse de la mano de su hermana.

—Pues debería —gruñó Atenea, sujetando con más fuerza el brazo de su hermana—. Tienes que ver esto antes de tomar una decisión.

—No voy a dar mi bendición a mi Elegida para que esté con esa, esa... bárbara —siguió diciendo Artemisa mientras salían del Olimpo.

—Vale, cierto que Xena no ha sido una persona precisamente encantadora en el pasado —reconoció Atenea mientras se dirigían al mundo mortal—. Pero lo que te digo, hermana, es que no tienes elección...

—¿¡Que no tengo elección!? ¿¡Que no tengo elección!? Claro que tengo elección. Le voy a decir a Gabrielle que no siga viajando con Xena y me obedecerá.

Atenea se volvió hacia su hermana, enarcando una ceja.

—Ah, ¿eso crees?

—No lo creo, lo sé. Gabrielle es mi Elegida y me escuchará.

—Ya. Seguro. —Atenea puso los ojos en blanco mientras proseguían viaje.

Xena estaba sentada junto al tronco afilando la espada y observando a Gabrielle al otro lado de la hoguera mientras la mujer aprovechaba la luz que le daba un pequeño farol para escribir en sus pergaminos. La guerrera sonrió y volvió a concentrarse en su espada.

Gabrielle escuchaba el roce rítmico al tiempo que escribía. Le encantaba este momento de la noche. Éste era el momento que las dos reservaban para las cosas que les gustaba hacer por separado. Ella escribía lo que le apetecía y Xena se ocupaba de sus armas y su armadura. Por separado, pero conectadas y juntas.

Atenea se detuvo bastante lejos del campamento, alzando la mano para parar a su hermana.

—No podemos acercarnos mucho. Xena siempre consigue saber cuándo estamos cerca. Podemos quedarnos aquí y observar.

—Esto es lo más ridículo que he hecho en mi vida —refunfuñó Artemisa, acomodándose al lado de su hermana para vigilar el campamento.

—Ni te molestes. Te conozco desde hace mucho tiempo, hermana querida. Has hecho cosas mucho más ridículas que ésta y creo que esto te puede resultar instructivo.

Xena envainó la espada, colocándola junto al petate cerca del fuego.

—¿Quieres estar cerca del fuego esta noche, Gabrielle? Hace algo de frío y estarías más a gusto si te pones más cerca.

—Mmm, calor de hoguera a un lado, calor de guerrera al otro. ¿Se puede pedir más? —dijo riendo mientras guardaba sus escritos por esa noche.

—Ya —sonrió Xena, alisando el petate y preparándolo para la noche—. Pero yo seré la que tendrá el trasero frío por la mañana después de que te pases la noche apropiándote de las mantas.

La bardo se puso en pie, acercándose a la guerrera con toda la "indignación" de la que era capaz.

—¿Ah, sí?

La guerrera se volvió, sonrió y enarcó una ceja.

—Sí —sonrió Xena, que seguía a cuatro patas alisando la cama. No tardó en verse derribada, rodando hasta quedar tumbada boca arriba. La bardo se colocó encima del estómago de la guerrera con las rodillas a cada lado.

—¿Es que ha perdido el juicio? Xena ha matado gente por menos. —Artemisa empezó a avanzar, pero una mano le sujetó el brazo, impidiendo que siguiera adelante.

—Tú mira. —Atenea dio unas palmaditas tranquilizadoras a su hermana en el brazo.

Xena levantó la mano y acarició el pelo de la bardo mientras la joven la miraba desde arriba con esa sonrisita tonta que a la guerrera tanto le encantaba.

—¡Yo no me apropio de las mantas! —La bardo se inclinó sobre la guerrera.

—Sí que lo haces.

—No es cierto. Sólo lucho por la parte que me corresponde.

—¿Ah, en serio?

—En serio —asintió la bardo—. Todas las noches aparece una pérfida señora de la guerra que intenta robármelas.

—¿No me digas? Mmm... a lo mejor necesitas que alguien te proteja de esa pérfida señora de la guerra.

—¿Te ofreces?

—Mmm. —Xena se rascó el cuello, meditando sobre el tema—. No sé. ¿Por qué iba a querer pasarme el rato protegiendo a un escuerzo como tú? Seguro que hablas mucho y ni siquiera sabes cocinar.

—Te comunico que soy la mejor cocinera que existe a este lado de Tracia. —Gabrielle agarró los brazos de Xena y los sujetó por encima de su cabeza, acercando su cara a la de ella—. Además, la que está encima soy yo, oh poderosa guerrera.

—¿Es que quiere que la mate? ¿Se ha vuelto loca? —Artemisa no daba crédito a lo que sucedía ante sus ojos—. Te juro que como Xena le toque un solo pelo...

—Oh, tú mira —gruñó Atenea, que hizo aparecer una taza de té caliente y se puso a beber—. Y por amor de Zeus, cállate, que te va a oír Xena.

—¿No me digas? —Xena hizo dar una vuelta de campana a Gabrielle antes de que la bardo pudiera darse cuenta siquiera de lo que había pasado.

—Ay. Ay. —Hizo una mueca cuando el dolor le atravesó la espalda.

Xena se incorporó rápidamente, cogiendo a la bardo en brazos.

—Gabrielle, ¿te he hecho daño? Dioses, lo siento. Sólo estaba jugando.

La bardo oyó el tono de pánico de la guerrera. Sonrió y palmeó los fuertes brazos que la sujetaban.

—Estoy bien, creo que he hecho un mal movimiento, nada más.

—Deja que te vea la espalda. —Tumbó con cuidado a Gabrielle en los petates y luego hizo que se colocara boca abajo para examinarla—. ¿Dónde te duele?

—En los riñones.

La mano de la guerrera masajeó despacio la espalda de la bardo hasta que encontró el pequeño nudo.

—Ya lo tengo. Aguanta, esto puede dolerte un poco. —Frotó con cuidado los músculos hasta que se deshizo el nudo.

—Oh, qué gusto —ronroneó la bardo, relajándose con las caricias de la guerrera.

—¿Son amantes? —preguntó Artemisa, haciendo aparecer ella también una taza de té.

—¿Es que no lo sabes? —sonrió Atenea—. ¿Es que no observas a tu Elegida?

—Su vida íntima no.

—Bueno, pues no, en el sentido físico no, todavía no. Es decir, sí que tienen una cierta relación íntima, pero nunca han hecho el amor.

—¿Por qué no?

—Porque Gabrielle no ha recibido tu bendición y no quiere ir en contra de las tradiciones amazonas.

—¿Y Xena lo respeta?

—Oh, sí. Míralas, hermana. Esa guerrera adora a esa pequeña amazona, pero espera. Todavía falta lo más sorprendente.

Xena terminó de masajear el nudo de la espalda de la bardo.

—¿Mejor, mi amor?

—Mucho mejor. —La bardo bostezó al empezar a sentir los efectos del maravilloso masaje—. Gracias.

Xena se acercó a las alforjas y sacó dos gruesas camisas.

—Toma, Gabrielle, ponte esto. Así seguirás calentita.

La bardo se incorporó despacio y cogió la camisa que le tendía Xena. Sonrió: era una de sus camisas preferidas. Era de la guerrera y le encantaba ponérsela para dormir. Xena prácticamente había cedido la camisa a la bardo. De vez en cuando, Gabrielle le pedía a Xena que se la pusiera para que se impregnara de su olor. La guerrera siempre aceptaba con una sonrisa y se la ponía.

La guerrera se levantó y se estiró, echándose la camisa al hombro.

—Prepárate para acostarte, Gabrielle. Yo voy a comprobar el perímetro. Ahora mismo vuelvo.

—Vale —asintió la bardo al tiempo que empezaba a desatar los cordones de su camisa.

Xena respiró hondo y se dio la vuelta, adentrándose despacio en el bosque.

—Bueno. —Atenea le dio un codazo a Artemisa—. Estás a punto de ver algo que no te vas a poder creer.

Las diosas se quedaron sentadas y observaron mientras Xena avanzaba por el bosque. Encontró un pequeño claro y se dejó caer de rodillas.

—Atenea, por favor, dame fuerzas para seguir cuidando de Gabrielle. Fuerzas para resistir a Ares y poder para continuar por el camino que me ha mostrado la bardo. Artemisa, por favor, otórganos tu bendición. La amo tanto. Quiero pasar el resto de mis días con ella. Por favor, permíteme ser la amada de tu Elegida. No puedo vivir esta vida sin ella.

Xena se levantó e inició la comprobación del perímetro para asegurarse de que la bardo y ella estarían a salvo esa noche.

—¿Cuánto tiempo? —Artemisa estaba sumida en un pasmo total mientras miraba cómo se alejaba Xena.

—¿Cuánto tiempo qué?

—¿Lleva rezando así? No pensé que Xena cayera jamás de rodillas ante los dioses.

—Oh, no se pone de rodillas por nosotros. Se pone de rodillas por Gabrielle, y para responder a tu primera pregunta, lleva haciéndolo todas las noches desde hace poco más de una estación. ¿Es que nunca la has escuchado?

La diosa de las amazonas bajó la cabeza.

—No.

—Bueno, pues tal vez ésa sea la razón de que nunca haya confiado en nosotros. Nadie salvo Ares se ha molestado jamás en escucharla.

Xena regresó al campamento. Gabrielle ya estaba metida en el petate, casi dormida. Se puso de lado, sonriendo mientras observaba a Xena quitarse las cosas y ponerse su propia camisa para meterse en la cama.

La guerrera se deslizó bajo las mantas, cogiendo a la menuda rubia en sus brazos.

—¿Suficiente calor?

—Ahora sí. —Se volvió para mirar a Xena, trazando una línea por su mandíbula con un dedo—. ¿Sabes? Hay veces que tengo muchas ganas.

—Lo sé. —Xena la besó en la frente—. Date la vuelta antes de que empecemos algo que no podemos terminar.

—Mmm, ¿sabes...? —Gabrielle depositó un suave beso en los labios de Xena—. Tal vez deberíamos...

—No, Gabrielle. No hasta que estés segura de que Artemisa ha dado su bendición. Estar conmigo sin su bendición sólo traería sus iras sobre ti y las amazonas y yo no quiero eso.

Los ojos de Gabrielle se llenaron de lágrimas al oír estas palabras. Le decían muchísimo sobre lo mucho que la guerrera la quería.

—Te quiero, Xena.

—Y yo a ti, Gabrielle. Ahora date la vuelta. —La guerrera se rió entre dientes al empujar a la mujer más joven hasta que quedaron de lado y encajadas. Xena rodeó la cintura de la bardo con un brazo protector.

Atenea y Artemisa observaron mientras las mujeres se sumían en un sueño satisfecho.

—No tenía ni idea —reconoció Artemisa en voz baja.

—Lo sé, por eso te he traído aquí. Tenías que verlo. Lo más asombroso de todo esto es que Dita no ha tenido nada que ver en ello.

—Venga, la gente no se enamora así sin su ayuda.

—Estas dos sí.

Siguieron observándolas mientras dormían. La guerrera se puso boca arriba. Al hacerlo, la bardo se cambió de postura, acurrucándose a su lado y poniéndole la cabeza en el hombro. Xena no se despertó, pero volvió la cabeza y besó suavemente a la bardo en la frente. Seguía rodeando con el brazo el cuerpo que tenía al lado y tenía la mejilla apoyada en la cabeza de Gabrielle.

—Mira esto.

Atenea formó una pequeña bola de energía en la mano y la lanzó al campamento. Cayó con el ruido de una piedrecilla y luego desapareció.

Xena abrió los ojos de inmediato. Levantó un poco la cabeza y la ladeó, atenta a otro ruido. La mano que tenía libre tapó la cabeza y la cara de Gabrielle con gesto protector. Se quedó escuchando un momento más y luego volvió a acomodarse para dormir, acercando a la bardo y asegurándose de que estaba bien tapada y protegida del aire nocturno.

—Asombroso —reconoció Artemisa en voz baja al ver lo sucedido.

—Es fascinante, ¿verdad?

—Sí que lo es.

—Pues queda lo mejor.

Siguieron observando cómo dormía el dúo. Al cabo de varias marcas de ver cómo se movían y se cambiaban de postura al unísono para estar cerca la una de la otra incluso dormidas, vieron que el sueño de Xena se hacía intranquilo. Empezó a hablar en sueños, agitándose ligeramente en la cama.

—Un triste efecto secundario de la influencia de nuestro hermano, siento decir —dijo Atenea en voz baja.

—¿Le ocurre todas las noches?

—Prácticamente.

Observaron cuando Gabrielle se despertó y se puso a tranquilizar a la guerrera. Le susurraba en voz baja al tiempo que la acariciaba suavemente, calmando a Xena hasta que ésta volvió a sumirse en un sueño reparador. La bardo besó delicadamente a la guerrera en la frente antes de volver a acurrucarse contra ella.

—Bueno, hermana. —Atenea se levantó y se estiró cuando empezaba a salir el sol matinal—. Dime, ¿qué te parece?

—Me parece —Artemisa se levantó y se acercó despacio a la pareja dormida—, que tengo una bendición que dar.

Xena fue la primera en despertarse, sintiéndose caliente y a gusto. Esperaba sentir algo de frío a causa del aire, como ocurría siempre que dormía con Gabrielle. La bardo era una auténtica ladrona de mantas. Sacudió un poco la cabeza cuando su cuerpo empezó a tomar nota de las sensaciones. Ya no estaban en un petate en el suelo, sino en una enorme y cómoda cama con dosel rodeada por los cuatro costados de una tela gruesa pero translúcida. Extendida sobre la cama había una gruesa manta con el dibujo de la armadura de Xena y el sello real de Gabrielle.

—Pero qué...

Xena se incorporó en la cama, tratando de aclararse. Miró a Gabrielle, que estaba acurrucada toda contenta con la cómoda manta y las almohadas y seguía durmiendo. Sonrió, meneó la cabeza y salió de la cama. Ante su sorpresa, descubrió que aunque podía ver lo que había fuera desde dentro, no veía nada de lo que había dentro desde fuera. Los cortinajes que rodeaban la cama parecían muy oscuros. Xena rodeó la cama hasta llegar al lado donde estaba la hoguera. Examinó la cama atentamente. Era bien real y muy bella. Mirando de nuevo por las cortinas descubrió que el cabecero y los postes adornados con tallas presentaban el mismo diseño intrincado de la manta que cubría la cama.

Se volvió para avivar el fuego y descubrió que ya estaba listo, con un conejo que se asaba despacio y una tetera ya preparada al lado. Sonrió mientras servía dos tazas de té y luego volvió a la cama. Corrió las cortinas y se acomodó junto a Gabrielle y entonces emprendió la tarea de despertar a su bardo.

—Gabrielle.

—¿Mmm? —La bardo se limitó a suspirar y luego se hundió más en la cama.

Ya es difícil despertarla cuando dormimos en el suelo. Hoy no voy a conseguir que se levante , pensó la guerrera en silencio, inclinándose y besando suavemente a Gabrielle en los labios.

—Despierta, amor.

—Muy temprano. Muy cómoda —murmuró, frotando la mejilla contra la gruesa almohada.

—Cariño, ¿no sientes ni un poquito de curiosidad por saber por qué estás tan cómoda? —dijo la guerrera riendo y cruzando los tobillos mientras se bebía el té.

Esto sí que hizo que se abriera un ojo desenfocado.

—Ahora que lo dices. —Abrió el otro ojo y vio a Xena echada a su lado con una gran sonrisa en la cara. Tardó un momento en advertir lo que las rodeaba—. Xena, ¿qué está pasando?

—Parece, mi amor, que Artemisa nos ha dado su bendición.

Xena le pasó a Gabrielle una taza de té cuando la mujer se incorporó, pasando las manos por la manta que las cubría.

La bardo aceptó la taza.

—¿Lo crees de verdad?

—¿Puedes explicar esto? —La guerrera sonrió mientras acariciaba con la mano la manta que las cubría.

—No, no puedo.

—Gabrielle, por fin ha ocurrido. —La guerrera sonrió, acercándose y dándole otro delicado beso—. Me ha aceptado. Ha aceptado lo que queremos.

La bardo bebió un sorbo de su té y luego separó las cortinas, colocando la taza en el suelo. Tragó, se volvió y cogió la taza de Xena, colocándola también en el suelo.

—Eh, que me lo estaba bebiendo —rió la guerrera cuando la bardo se volvió hacia ella.

—Ya. Mira lo que me importa —ronroneó Gabrielle al tiempo que empezaba a soltar los broches de la camisa de la guerrera. Oyó la suave exclamación de Xena cuando metió dentro la mano, rozando un pezón erecto—. Mira lo que te importa —le tomó el pelo, deslizando la camisa por los hombros de la Princesa Guerrera.

—Ya no.

La guerrera se ocupó también de los broches de la camisa de la bardo. Se quedó algo más que pasmada al descubrir que le temblaban las manos. Flexionó los dedos varias veces para tratar de obligarlos a funcionar correctamente.

—Ah, ¿qué pasa? —sonrió Gabrielle, saliendo de debajo de las mantas para colocarse encima de su guerrera, a horcajadas sobre sus caderas—. ¿La guerrera feroz tiene miedo de una pequeña bardo? —Sonrió con malicia, mirando a Xena, que se limitó a lamerse los labios. Gabrielle se irguió y muy despacio soltó los broches de su propia camisa. Se la dejó puesta, pero abierta.

—Dioses... —Los ojos de Xena se cerraron con fuerza cuando se dio cuenta de que estaba siendo seducida y disfrutando de cada momento.

—Así que dime, alta, morena y feroz. ¿Qué deseamos? —Las manos de la bardo empezaron a recorrer el cuerpo tumbado de Xena, y la guerrera se quedó debajo de ella, jadeante e incapaz de hablar. Gabrielle sonrió cuando notó que su guerrera temblaba debajo de ella. Se inclinó y acercó la boca a la oreja de Xena—. ¿Crees que si empezamos, podremos terminar?

Xena asintió.

—Oh, me alegro de ver que estás de acuerdo. —Gabrielle mordisqueó el lóbulo y luego se lo metió en la boca, lamiéndolo y chupándolo como si fuera un higo azucarado. Oyó el gemido de Xena justo antes de sentir que unas manos cálidas y fuertes se posaban sobre sus piernas y subían por sus muslos—. Vamos a hacer el amor, Xena. Nos vamos a dar la una a la otra lo que llevamos tanto tiempo reprimiendo. ¿Estás preparada?

—Oh, sí. —Xena recuperó por fin la voz. Consiguió sacar fuerzas para hacer que Gabrielle se incorporara y que pudieran mirarse—. Esto lo hace definitivo, Gabrielle. Después de esto, no hay vuelta atrás. Es para siempre.

—No querría otra cosa, Xena. Soy tuya ahora y para siempre. Te quiero.

—Y yo soy tuya, Gabrielle, ahora y para siempre. Yo también te quiero.

Atenea miró a Artemisa.

—Bueno, hermana, ¿te arrepientes de haberles dado tu bendición? —preguntó mientras dejaban a la pareja para que aprendieran, exploraran y se amaran la una a la otra por primera vez.

—¿Cómo se puede uno arrepentir de bendecir un amor y una unión tales?

La diosa sonrió a su hermana y regresaron a las salas del Olimpo.

FIN