La becaria (segunda parte y penúltima)

Sigue el relato de la becaria publicado haces unos días... Anaïs Berrocal es la autora de la novela erótica "Las diez fantasías de Eva".

Siempre habría pensado que entregaría mi virginidad a un hombre al que amara. Ahora me sentía como una tonta al entregarla a una mujer que me chantajeaba para cumplir una de sus perversiones. El lunes le había dicho que aceptaba pero el martes llegué a la oficina firmemente convencida de que lo dejaría correr. Que me negaba. Fue un arranque fugaz de valor que se desvaneció enseguida. Sin levantar la vista de sus malditos gráficos me dijo que nos veríamos el viernes en una dirección que me tendió escrita a mano en un papel. No sabía de qué lugar se trataba. Tal vez de su casa, tal vez un hotel. Esperaba que no fuera lo último, me hubiera muerto de vergüenza. Fue la semana más larga de mi vida. No me comunicaba con Marisa pero ella no se daba por aludida. El jueves, ante lo inminente, me planté delante de su mesa y le dije que no quería nada raro, que sería hacer aquello y nada más. Nada de falso amor, nada de prolongar la situación, nada de convertirme en su amante, su querida o su novia. Me miró en silencio por encima de sus gafas y sin mover un músculo del rostro me dijo que "de acuerdo".

Dije a mi madre que el viernes por la noche saldría y que tal vez pasaría la noche fuera. También me respondió con un "de acuerdo", sin preguntar nada ni extrañarse  por decirle que iba a hacer algo que nunca hacía. Cené con la familia. Miraba a mi padre, a mi madre, a mi hermano pequeño. Hablaban y comentaban cosas sin  importancia. Sus voces eran como murmullos en mis oídos. Apenas pude probar la comida. Me excusé alegando que tenía que estudiar y los dejé a la mesa.

Llegué a la dirección que indicaba el papel cuando anochecía. Era un edificio de vecinos como todos. Eso me tranquilizó. Llegué al rellano y llamé a la puerta. Abrió  Marisa que me sonrió cerrando levemente los ojos. Comprendí que temía que no llegara. Me hizo pasar rápidamente al recibidor. Iba vestida igual que por la mañana en la oficina, como si acabara de llegar. Hizo un gesto como si fuera a besarme pero aparté la cara. Quería demostrarle mi desprecio. Sonrió de nuevo pero de forma amarga. Hizo un gesto para que entrara a la sala de estar y me sentara en el sofá. El piso era espacioso, los muebles caros y el suelo de madera brillaba como si nunca hubiera sido hollado. Olía a confort y opulencia. No cabía esperar menos de una ejecutiva del máximo nivel cuyo sueldo debía ser estratosférico. En cambio los anaqueles estaban vacíos. No había ninguna foto, ningún recuerdo de las vacaciones, nada. No parecía una vivienda de una persona, si acaso un decorado. Me ofreció una copa de vino y la rechacé. Inició también un poco de conversación que tampoco continué porque ante sus primeras frases respondí con una cortante pregunta sobre dónde iba a ser, igual que si un reo suprimiera todo intento de dulcificar su muerte preguntando al verdugo dónde debía colocar la cabeza. Se golpeó entonces los muslos con las palmas de las manos como gesto de resignación para decirme que se iba a duchar. Me dejó unos minutos. Apareció entonces de nuevo vestida con una bata larga que se abría en una profunda raja a través de la cual se intuía su desnudez. Tendió su mano derecha hacia delante y me dijo "ven". Tragué saliva y me levanté. Temblaba llena de temor e ira. Me condujo hasta el baño. La ducha escupía una lluvia intensa.

Marisa empezó a desnudarme. Lo hacía como si yo fuera una niña díscola que no quiere ducharse. Me quitó la blusa desabrochando cada botón con suma delicadeza, sin cruzar la vista con la mía. Luego me desprendió del sujetador. Me cubrí los pechos con el antebrazo. Sonrió de nuevo. Me bajó la falda y puesta de rodillas bajó mis braguitas hasta el suelo. Noté sus ojos posados en mi sexo, mirándolo detenidamente, una rato largo, vergonzante. Instintivamente bajé la mano que tenía libre hasta cubrirlo. No lo impidió, respetando mi pudor. Con un gesto rápido retiró la bata de su cuerpo para quedar desnuda frente a mi. No la miré. Nunca había estado desnuda frente a nadie, ni siquiera frente a mi ex novio. Con él nos acariciábamos por encima de la ropa y nunca hallé el momento ni las ganas de ofrecerle mi cuerpo. Nunca me había arrepentido tanto como en ese instante.

Marisa me cogió de la mano y mis pechos quedaron desnudos. Luego me llevó hasta el plato de la ducha y empezó a enjabonarme. Mi resistencia era inútil. Las lágrimas quedaron difuminadas por el agua que manaba de la ducha. Era sabedora que no tendría compasión conmigo y una profunda desidia se apoderó de mi. Dejé de cubrirme y me ofrecí en silencio esperando que todo acabara cuanto antes. Ella me trataba de tranquilizar diciendo que eso no era nada malo, que éramos dos mujeres duchándose juntas, lo más natural del mundo. Pero sus palabras le servían para excitarse aún más mientras recorría mi cuerpo con las manos llenas de espuma llenándose las palmas de mis pechos y de la carnalidad de mi vientre, mis nalgas y mis muslos. Viendo que no me conmovía ni cedía ante sus intentos de besarme me pidió que me diera la vuelta y cerrara los ojos, imaginando que ella era un hombre. Lo intenté. Me giré y apoyé los brazos contra la pared de la ducha. Restregaba la esponja por mi espalda sin olvidar mis pezones que a pesar de mis esfuerzos mentales se erguían erectos sobre una areola con el relieve que otorga el placer. Bajó a mis nalgas y las masajeó con el regusto de la que disfruta del contacto carnal que ha conseguido de modo tan gratuito. Me solicitó levantar un poco el culito y abrirme ligeramente de piernas. Me visualicé a mi misma de aquella manera, abierta por detrás, con mi rajita expuesta a la vista tal y como ocurría en aquella película que vi en Málaga. Tal vez su intención era que mi mente volviera a aquella noche y lo consiguió. El recuerdo, que no sus caricias, me humedecieron. Sus manos se dieron cuenta del fujo cálido que mi sexo manaba y empezó a restregarme desde el ano hasta el clítoris, colocando el dorso de la mano para que los labios lo envolvieras, arrancando de mi los primeros gemidos.

No la miraba pero sabía que Marisa ahora respiraba más tranquila porque empezó a besarme en la espalda y luego se puso en cuclillas para continuar haciéndolo sobre mis nalgas y de paso dar una buena mirada a mi virginal vagina. Sentía placer pero también la indescriptible sensación de que todo se sentía como muy fuerte, como si las caricias en mi sexo fueran portadoras de una corriente eléctrica que no era capaz de soportar. Se puso tan cerca de mi que pude sentir su vello púbico rozando mi piel, aproximándolo con lujuria a mis nalgas con la vana esperanza que mi mano la correspondería tocándola en justa recompensa a sus caricias. Nada de eso ocurrió. No estaba preparada mentalmente para tocar a una mujer, y menos allí abajo. No pareció importarle. Marisa era una mujer muy sensual que sabía esperar. Si hubiera sido un hombre seguramente no hubiera esperado que me calentara y ya habría sido penetrada para su único placer, me doliera o no. Me gustara o no. Ella no era así. Ella podía esperar tanto como hiciera falta para llegar al punto en que su compañera hubiera alcanzado un climax donde la única posibilidad de restaurar el equilibrio era sentirse follada por sus manos y su lengua. Marisa sabía que aquella noche no llegaría esa comunión entre nosotras pero no le importó. Renunciado a ella misma se dedicó en interminables minutos a adorar mi cuerpo para prepararlo para aquello que soñaba desde siempre. Nunca volví a sentir unas manos como las suyas, ni unas palabras de alabanza sobre mi belleza y mi hermoso cuerpo aunque no fueran ciertas. Ahora que la recuerdo aquella ducha fue maravillosa y me hizo sentir mujer por primera vez.´Solo hubo un par de momentos en que por error entró su dedo pulgar en mi culito, y se lo recriminé con disgusto, y otro en que hizo lo mismo con mi sexo hasta que imploré que no quería ser desflorada de aquella manera.

Nerviosa me dejé secar por Marisa. Me había dejado vencer. Había sentido placer. Miré su cuerpo por primera vez. Con lujuria. Era el cuerpo de una mujer madura. Sus pechos empezaban a caerse y una barriguita prominente ocultaba de forma púdica su sexo sin propornérselo. Suspiré, tragué saliva, y cogi sus pechos como quien sujeta fruta madura. Ella besó los míos contenta por mi reacción. Tras besar mis pezones me agarró por las caderas, acercó su cuerpo al mío para estamparme un beso en los labios. Fui yo quien abrió los suyor para entrar mi lengua y jugar con la suya. Fui yo, para mi propia sorpresa, la que tendió la mano hacia abajo para rozar por primera vez un sexo femenino.

Me condujo a la cama. Me acarició un rato largo. Le pedí que bajara un poco la luz y lo hizo. Besó mi cuello, los pechos, el vientre. Rozó mi vello pero no lamió mi sexo. Prefirió rodearlo con sus labios, pasar su lengua con premeditada lentitud por mis ingles, hasta que de nuevo, acompasada con mis suspiros, una nueva marea preparó mi sexo para lo que ya era inevitable. En lugar de penetrarme Marisa se situó entre mis piernas colocando la mano sobre el pubis. Hacía presión hacia arriba de manera que estirando la piel el capuchón que cubría el clítoris se retiró mostrándolo desnudo y ligeramente erecto. La primera lamida directa casi me hace cerrar las piernas violentamente atrapando su cabeza, tan fuerte fue la sacudida de placer. Con la mano que le quedaba libre lo evitó. Ya la había tenido entre mis piernas en Málaga, pero aquello fue casi una violación y ahora era un placer desmedido. No se cuánto tiempo pasó lamiendo mis labios, el clítoris y la entrada de la vagina. Una hora, tal vez dos. Tuve un orgasmo, luego otro y otro. No acababa de bajar uno que llegaba el siguiente. Estaba completamente abierta, con las piernas flexionadas y agarrándolas por las rodillas de manera que mi sexo quedaba expuesto a todo cuanto aquella mujer quisiera hacerme. Y era mucho. Los mordiscos sin dientes con los que agarraba mis labios vaginales. La manera con que agarraba el clítoris por las piel y lo meneaba como si fuera un pene. O cuando, para mi sorpresa, comenzó a chupar mi ano dándome un placer que yo creía imposible procediendo de un agujero que consideraba sucio y estéril.

Llegó un momento de tanto placer en que me olvidé de todo y le supliqué que me penetrara. La agarré de la cabeza y la incrusté entre mis piernas para sentir la presión que calmaría el calor que sentía. Me metió un dedito, el meñique, explicando que no me dolería ni me desvirgaría. Se maravilló de lo estrecha que estaba. Le costaba introducirlo. Luego me preguntó si estaba preparada y suspiré diciendo que sí. Esperaba que subiría hasta enfrentar su rostro con el mío. Que me besaría y me abrazaría. Que apretando con su cadera penetraría mi vagina como si por arte de magia le hubiera brotado un pene masculino. En lugar de eso permaneció abajo, mojando los dos dedos centrales de la mano con su boca y dirigiéndolos a continuación para desflorarme.

Ya tocaba mis labios buscando la apertura cuando la detuve, horrorizada. No lo quería así. Así no quería ser desvirgada. Me miró atónita y luego entendió. No, no tenía un arnés. No lo había previsto. Se puso a mi lado, abrazándome, llena de un deseo que yo no había calmado. Por eso se masturbaba suavemente usando solo el calor de mi cuerpo como afrodisíaco. No estaba decepcionada. En realidad estaba feliz de haberme dado placer. No le importaba no poder consumar su deseo. Me besó en los pechos,en la boca. Dijo que la próxima vez ocurriría, que estaría preparada, que traería "el juguete". Me miró entonces fijamente, como si hubiera dicho un improbable. Y le dije que sí, que volvería. No porque mi trabajo, tal vez mi futuro y el de mi familia, dependiera de aquello. No porque me hubiera enamorado o hubiera descubierto el placer con una mujer. Volvería porque me había gustado...

....CONTINUARÁ