La becaria (2)

Una estudiante universitaria ve como su vida sexual avanza y se descontrola cuando durante una pasantía en un estudio de abogados empieza a obsesionarse con su hermosa supervisora.

La becaria (2)

Mi nombre es Julieta Casta y soy estudiante de publicidad. Por segundo año consecutivo he decidido utilizar mis vacaciones no para descansar, sino para trabajar. Quiero afianzarme como profesional del area de la publicidad y forjar contactos que me puedan ayudar cuando esté titulada. Al menos esto es lo que les digo a mis padres y a todo el mundo.

Soy becaria en Barlett, Matta & York, una importante firma de abogado de la capital. La experiencia me tenía muy animada ese verano, por el trabajo y los desafíos. Pero también por otros motivos.

Desde hace ya un buen tiempo estoy de novia con Jaime. Soy una chica correcta y atractiva: alta, con bonitas piernas, con un buen culo. Mi piel pálida y mis ojos verdes enmarcados en una cabellera pelirroja realmente llama la atención. Estoy acostumbrada a los piropos en la calle y también a las miradas sobre mi cuerpo. Cosa que he notado estos días, cuando me paseo con la falda ajustada y mis zapatos de taco alto.

A pesar de cierta coquetería, yo me comporto. Especialmente en el trabajo. En mi adolescencia, ya había hecho cosas de las que me arrepentía. Era demasiado soñadora y sin experiencia. Recuerdo que me enamoré de Cintia, una muchacha mayor, amiga de una prima a la que consideraba una hermana mayor. En ese tiempo, yo no sabía nada de sexo. Era virgen y solía tener extrañas fantasías acerca de lo que era enamorarse. Con el tiempo, he descubierto que a los dieciséis era demasiada inmadura e infantil. Como no tenía hermanos mayores y mis padres no trataban el tema de la sexualidad, crecí con los rumores y las ideas que te mete la televisión. Entonces, “enamorarme” de una mujer, siendo yo una muchacha tan inocente y terca, me trajo serios inconvenientes. Terminé con un tratamiento psiquiátrico y largo tiempo de sesiones, conversaciones con doctores, medicamentos y conversaciones con un sacerdote. Todo eso durante dos o tres años.

Después de esa traumática experiencia, todo volvió a la normalidad. Recuperada, poco a poco empecé a salir con amigos, a tener novios y hacer mi vida, como cualquier chica. Empecé a explorar mi sexualidad de manera normal y a tener relaciones sentimentales más largas con chicos de mi edad. Fue así como conocí a mi novio, con el cual me comprometí para casarme. Y yo pensé que de ahí se vendría una vida normal, como la de mis padres. Pero no fue tan así.

Como ya había contado, inicié la pasantía sin retrasos. Me sentía respetada y por esa razón trabajé con ahínco. Quería aprender. Había muy buena gente entre los profesionales y los becarios, como Laura, una chica tímida pero esforzada, y Julián, un moreno de ojos verdes que no hacía otra cosa que hablar de su novia. Sólo la presencia de Pablo Suárez, el otro becario de publicidad, arruinaba el paraíso que era esa pasantía. Pablo era un desvergonzado. Lo único que hacía era mirarme el culo y lanzarme miradas lascivas.

Por suerte, o por desgracia, la atención de los hombres, incluido Pablo, estaba centrada en Ana Bauman, abogada del estudio y supervisora de los becarios. Ana era el principal objeto de deseo de Pablo y de muchos otros hombres. La supervisora era exuberante en belleza, ambición y sensualidad, opacando a cualquier otra mujer en el lugar. Cosa que no me molestaba. Trabajar bajo la supervisión de esa inteligente fémina me hacía sentir más empoderada.

En una época de feminismo una necesitaba modelos y yo la admiraba. Ana era una mujer elegante, de personalidad fuerte, voz templada y de instrucciones claras. Tenía una cara preciosa, de ojos grandes de color turquesa, nariz elegante y cabello rubio trigueño; con unos labios carnosos hechos para dar besos. Realmente aturdía su presencia.

En comparación a mi primer año, en que no tuve oportunidad de conocerla, Ana estaba cambiada. Más cercana y relajada. Durante las mañanas, cuando coincidíamos en el café, platicábamos. En una de esas ocasiones, como quería saber más de ella, me atreví a hacerle preguntas personales.

—Es usted muy bella, señora Ana —le dije—. ¿Nunca pensó en ser modelo?

—¿Modelo?

Sonrió. Tenía una dentadura blanca y perfecta, de esas que forman sonrisas amplias y bellas.

—Cuando era muy joven, de unos trece años, una agencia se me acercó —contestó Ana—. Querían que hiciera unas fotos. Pero mis padres nunca lo permitieron.

—¿Eran muy estrictos?

—¿Estrictos? Si. Querían que yo estudiara y fuera profesional. Pero no era sólo eso —respondió—. Creo que ellos no creían que eso de las fotos fuera decente.

—Una vez participé en un casting para televisión y quedé en la primera selección —confesé a mi supervisora.

—¿Y qué pasó, Julieta?

—Lo mismo que le pasó a Usted —dije—. Lo supieron mis padres y no pude trabajar como modelo.

Ana sonrió en solidaridad.

—A veces las cosas pasan por un motivo —dijo Ana.

Se acercó a mí y me acarició el mentón.

—Debo ir a trabajar, Julieta. Nos vemos más tarde—dijo, y se marchó.

Con los días y a medida que pasaban los días, me sentía inquieta. Deseaba que llegara el lunes para volver a la pasantía. Mi novio notó mi inquietud y bromeó con que me estaba haciendo adicta a ser becaria. Yo me reía de aquella mala broma y le dije que no hablara tonterías.

Sin embargo, había verdad en sus palabras. Pero le calmé diciéndome algo que yo me había inventado para justificar lo que pasaba.

—Mis padres me tienen loca con lo del matrimonio —le dije a Jaime—. No paran de hablar del tema todo el santo día. Quiero un descanso.

—Mis papás están en la misma sintonía que tus padres —confesó mi novio—. Es por eso que me paso el día entero en la universidad.

Yo me quedé pensativa.

—Creo que voy a tomar más horas como becaria.

—Pero tendrás menos tiempo y nos veremos menos —reclamó Jaime.

—No quiero estar en mi casa, quiero tener un respiro de hacer planes matrimoniales. Además, tu madre pasa muy seguido a casa y no deja de hablarme de hijos y crianza. El tema me estresa.

Jaime se calló. Sabía que el tema me tenía molesta. Ninguno de los dos quería que el matrimonio se convirtiera en una tortura.

—Ese es el motivo por el que quiero pedir más horas en el bufete —aseguré a mi novio.

—¿Segura que es sólo eso?

Se me vino a la cabeza la imagen de Ana, pero le aseguré a Jaime que el motivo era el acoso de nuestros padres. Mi novio entonces asintió, comprensivo.

Al fin, ese lunes, mi semana de becaria comenzó otra vez. Yo me sentía exultante y trataba de aprovechar la hora con la coordinadora. Yo la observaba desde lejos, disimuladamente. Ella revisaba una ficha, anotaba respuestas y respondía nuestras preguntas. Siempre vestía esas faldas sobre la rodilla que marcaban tan bien su voluptuoso trasero y que a veces dejaban entrever esos bonitos y femeninos muslos. Me encantaba como se vestía. Me hubiera gustado poder vestir como ella.

Estaba un poco embelesada con Ana. Casi no podía controlarme; quería verla de cerca, conocerla y reparar en los detalles de su vida. Y para hacerlo tenía un plan.

En determinado momento del día, cuando no había nadie, decidí hablarle. Me acerqué a la mesa donde ella estaba. Ana guardaba las fichas de los becarios en una carpeta y empezaba a revisar su teléfono móvil.

—Disculpe, señora Bauman —la interrumpí.

—Sí, Julieta, ¿Qué quieres?

Yo de pie y ella sentada podía admirar de cerca su bello rostro y notar como abultaban sus senos en la blusa ajustada, de color rojo y con vuelos.

—Tengo algo de tiempo este semestre —le dije—, y me gustaría ocupar algunas tardes en algún trabajo en el estudio.

Ana me escuchó, haciendo algunas preguntas. Le mostré mi horario y me ofrecí a ayudar en cualquier cosa pues todo podía servirme para el futuro. Ana agradeció mi actitud y dijo que tendría en cuenta mis palabras.

Pasó media semana y no hubo cambios en mi rutina. Pensé que la abogada se había olvidado del asunto. Sin embargo, ese jueves Ana me llamó a su oficina. Me sorprendió el amplio espacio en el que trabajaba porque el año anterior estaba instalada en un cubículo pequeño, junto a una decena de otros abogados. En cambio, ahora, tenía un despacho para ella. Era espacioso, con un escritorio de ébano y una gran pantalla de un Mac; y una vista espectacular a través de amplios ventanales (aunque muchas veces las cortinas de roller estaban cerradas). Había  en el lugar un sillón amplio, cuadros elegantes y un par de sillones.

Vaya oficina, pensé. Al parecer ahora era el brazo derecho de Jorge Larraín, el jefe del departamento de fideicomisos. Y eso a pesar que el año anterior Ana y su jefe se llevaba muy mal.

—Hola, Julieta —me saludó Ana, sonriente—. Te he llamado porque tal vez tenemos un trabajo para ti.

Yo me alegré de ser considerada. Ana se levantó de su silla y fue a sentarse conmigo, frente al escritorio. Se veía muy bien con una falda marrón, una blusa gris plata y unos zapatos de taco negros. Vaya bombón, pensé. Tendría que preguntarle dónde compraba su ropa de trabajo.

—Lo que te ofreceremos no es precisamente un trabajo en el área de publicidad sino en nuestra área, en una labor de gestión ¿No sé si te acomoda lo que te ofrezco, Julieta? —continuó Ana.

Me sentí un poco insegura pero no podía dar marcha atrás. Le pedí que me explicara en qué consistía la tarea. Me respondió que básicamente mi trabajo sería asistirla. Ana tenía poco tiempo libre, así que yo le ayudaría en algunos trámites administrativos. Al final, no me quedó claro que trabajo realizaría, pero me gustaba el hecho de trabajar para ella. Sin dudar, acepté.

Así comenzó esa nueva etapa. Pasaba la mitad del tiempo en publicidad y la otra parte con Ana. Ciertamente, al inicio, estuve algo perdida. Pero con esfuerzo fui poniendo las cosas en orden. Y lo más importante es que Ana y yo nos fuimos haciendo amigas.

Así me enteré que Ana tenía dos hermanos, que no tenía hijos y que estaba casada con un abogado. Tenía una foto de su esposo en su escritorio. El marido de Ana era un hermoso ejemplar de cabellos castaños y ojos azules, de hombros anchos, pecho musculoso y brazos fuertes. Cuando vi la foto me imaginé un semental de carrera, de esos bellos caballos que son puro músculo y que valen millones.

—Llevas mucho tiempo casada, señora Bauman —le pregunté un día, durante el almuerzo.

—Un par de años —respondió Ana.

—Sabe, yo dentro de unos seis meses me casaré y quería saber su opinión del matrimonio.

Ana me miró con intensidad, evaluando mi pregunta.

—Un matrimonio es algo maravilloso, pero también complicado —confesó Ana—. Tomás, mi esposo, es todo lo que una mujer sueña: exitoso, guapo... un gran hombre y también…

Hizo una pausa y puso una cara pícara.

—El mejor esposo ¿Tú me entiendes, Julieta?

Yo sonreí, sonrojándome, porque lo de gran esposo fue acompañado por un gesto de su cara muy decidor. Así que es en realidad un semental, pensé.

—Y sin embargo, mi marido tiene una única falla —confesó Ana de improviso.

—¿Cuál es esa falla? —le pregunté, sorprendida.

—Es adicto al trabajo —contestó Ana—. Trabaja más de la cuenta.

—Pero usted también trabaja mucho ¿no?

Ana hizo un gesto de afirmación y resignación, después sonrió.

—Es verdad. Pero mi esposo se esfuerza mucho más y le va mucho mejor que a mí. Pronto lo harán socio de su estudio de abogado ¿Lo puedes imaginar? ¿Antes de los treinta años? Increíble ¿no?

—Sí. Pero usted ha progresado mucho también —me aventuré a decir.

Ana dudó, meditando mis palabras.

—Es verdad —dijo finalmente—. Hay que esforzarse mucho en esta vida. Hay que dar muchas horas al trabajo y pasarse noches en vela para alcanzar el éxito. Pero vale la pena.

—Claro que vale la pena. Pero yo veo todo muy estresante —confesé—. Todos en Barlett, Matta & York trabajan sin descanso.

—Lamentablemente, es la única forma de mantener el puesto y progresar en esta firma —dijo Ana, muy seria—. Los de arriba siempre piden un poquito más.

—Claro. Se nota que usted se esfuerza bastante —dije con admiración—. Ha progresado mucho, señora Bauman. El año pasado se veía usted muy tensa. Yo la observaba trabajar con ahínco en su cubículo. En cambio, ahora tiene una bonita oficina. Su esfuerzo se vio recompensado.

—Así es.

Ella atenuó su sonrisa, pensativa.

—Ha sido una etapa de cambios. Un periodo duro, Julieta —manifestó Ana—. He sacrificado cosas que creía sagrada. He logrado un asenso importante y otras satisfacciones profesionales. Pero no ha sido gratis. He logrado lo que tengo pagando un precio a cambio.

Hizo una pausa, reflexiva.

—Si tuviera que poner todo en una balanza diría que ha valido la pena. Pero han quedado cicatrices y cosas sin resolver —terminó por decir, con cierta introspección.

Asentí sin entender. Yo la admiraba. Con Ana a mi lado me sentía empoderada. La veía como esas mujeres que abren sendas para otras mujeres. Creo que estaba tan deslumbrada por su presencia que no notaba su lado oscuro.

Sin embargo, no todos eran tan ciegos como yo. Otros becarios, en especial Pablo Suárez, habían notado algo raro en el rápido ascenso de Ana en la oficina. Algunos becarios, Julián y Pablo en particular, habían hablado con otros abogados. A diferencia de mí, o las otras chicas, por alguna extraña razón los hombres estaban más abiertos a los rumores que corrían por ahí.

—¿Sabes cómo se ganó Ana esa maravillosa oficina que tiene, Julieta? —me preguntó Pablo Suárez una noche.

—Vamos, Pablo. Deja el tema. Estás obsesionado con Ana —dije.

Era casi de noche y habíamos salido a comer todos los becarios después del trabajo y yo estaba con mi novio. Iba con Jaime porque si iba sola algunos chicos trataban de ligarme y yo estaba harta de tener que sacármelos de enciman. Esa velada, Pablo ya había bebido demasiado y no se controlaba.

Un pasante del área de abogacía, Julián, trató de impedir que hablara.

—Cállate, Julián —clamó Pablo—. Estoy hablando con Julieta, no contigo.

Molesto, Julián se levantó y se marchó a la barra. El salvaje becario me miró. A mi lado, mi novio estaba atento a cualquier ofensa o falta de respeto.

—Dime, Julieta, ¿Sabes cómo se ganó la señora Bauman su promoción? —volvió a preguntarme Pablo.

—No lo sé y no me importa.

Pero Pablo de todos modos quería desperdigar su conocimiento.

—La señora Ana se acostó con don Jorge... —dijo Pablo—. Así es... Ana se folló a Jorge Larraín, su jefe... Ja.

Pablo Suárez estalló en carcajadas y bebió de su vaso. Estaba bastante borracho.

—No hables tonterías —le recriminé—. Ana está casada.

—¡¿Y?! Estar casado es acaso un impedimento para follarse al jefe —dijo Pablo, burlonamente—. Ana se folló a Jorge Larraín para conseguir su puesto... y se lo sigue follando.

—Estás borracho, Pablo —le dije.

Pablo hizo un gesto burlón y se fue al bar por otra copa. Ahí, con una copa en la mano, se quedó conversando con algunos becarios. Mi novio y yo seguimos conversando, pero yo me sentía incómoda. Estaba molesta.

Julián aprovecho que Pablo se había ido para regresar a la mesa.

—No le hagas caso a Pablo —dijo Julián—. Reconozco a un imbécil cuando lo veo y Pablo es un imbécil.

—Lo sé.

Pero las palabras de mi compañero me habían caído muy mal. Era verdad que Ana siempre parecía socializar demasiado bien con los hombres y que tenía una actitud algo coqueta. Pero yo lo veía como su modo de ser, no como una forma de manipulación. No me imaginaba a Ana follando con su jefe, menos teniendo un marido tan guapo en casa.

—¿Y quién es esa Ana de la que hablan todos? —me preguntó mi novio.

—Es la coordinadora, la encargada de los becarios —respondí, sin querer ahondar en el asunto—. Yo trabajo directamente para ella algunos días y no me gusta escuchar tonterías.

—¿Y? —dijo mi novio.

—¿Y qué?

—Bueno, dime. Esa Ana… ¿Es tan guapa como todos dicen? —preguntó Jaime.

—Bueno, si… pero… —respondí y después le reclamé: ¿Qué? Ahora vas a ponerte a hablar como un tonto de otra mujer.

—Lo siento. Lo siento.

Esa noche, y a pesar de mi cabreo, terminé echando un polvo muy bueno con mi novio.

Lo raro es que en mi mente no dejaba de pensar en Ana follando con su jefe.

Desde aquel día, empecé a tomar nota de los rumores. Era muy fructífero lo que se escuchaba entre la gente que iba a fumar un cigarrillo afuera o las habladurías de las secretarias. También los chismes que se escuchaban en los after hour. Gracias a eso, descubrí algunas cosas. Primero, que Ana parecía haber tenido un amorío con su jefe. Al menos algunos sospechaban que algo había pasado. Lo cual me parecía tan irreal, porque Jorge, sin ser feo, casi le doblaba la edad a Ana.

—A veces, el dinero canta —dijo uno de los informáticos, un fumador empedernido—. Y cuando el dinero canta hasta mujeres inalcanzables como la señora Ana bailan.

Al parecer, a pesar de la discreción y del secreto de esa relación, la cosa se empezaba a saber. Otra cosa que se decía era que Ana consumía cocaína, cosa que me sorprendió.

—Jorge y Carolina, una abogada que trabajó en la firma, metieron a la señora Ana en esa mierda de la cocaína —me confesó una secretaria del área de fideicomiso—. Ana antes era una mujer seria y decente. Pero don Jorge la corrompió. Hay que tener cuidado con ese hombre.

Nunca había visto a Ana con drogas. No obstante, echando cuentas, eso de la cocaína podía ser verdad. Cuando había hecho mi primera pasantía en el estudio, el año anterior, yo recordaba que Ana andaba varios días muy agotada. En algunas ocasiones noté que la abogada se desaparecía, para luego aparecer totalmente renovada. Encendida. Yo pensaba que se iba a dar una siesta corta a algún lado. Que inocente había sido.

Pese a todo, yo seguí siendo leal a Ana. Si sólo eran rumores y no había pruebas, yo jamás creería del todo aquellos chismes. Además, yo admiraba a Ana y me gustaba trabajar con ella. Así que trataría de ayudar y ponerle paños fríos a la situación.

Organicé a las chicas y traté de acallar las habladurías. Lo que dio resultados gracias a que también esos días entre Ana y don Jorge se notaba un distanciamiento, o al menos una frialdad en su trato.

Por un tiempo Ana pareció inocente de todo y no hubo más chismes. Y cuando todo estaba muy calmado, algo pasó. Otro rumor.

—No sabes lo que me contaron de Ana —le escuché decir a Julián a Pablo Suárez.

—¿Qué cosa? Dime, Julián.

De inmediato se callaron al verme sentada en la mesa de al lado. Sabían que yo era una de las defensoras de Ana.

—No soy una soplona —les dije—. Yo jamás he dicho a la señora Ana lo que ustedes dicen de ella. Jamás lo haré, por muy guarros que ustedes sean.

—Es verdad, Julieta ha sido siempre una tumba con nuestras guarradas —dijo Julián.

Esa noche, Julián había dicho que bebía para pasar la pena. Al parecer, su novia se había ido a la playa con unas amigas, dejándolo sólo. En cambio, Pablo se notaba que andaba de tiburón, cazando cualquier presa en el océano. Ya me había tratado de ligar, pero yo lo había rechazado.

—Cierto, Julián, nuestra compañera es una buena chica. Entonces dinos, ¿Cuál es ese nuevo rumor del bombón de nuestra oficina? —pidió Pablo, con una sonrisa socarrona.

Yo estiré mi cuello para escuchar. Al verme así, Pablo hizo callar a Julián.

—Siéntate con nosotros, Julieta; o te dolerá el cuello.

Maldije a Pablo, pero me senté en su mesa.

—Bueno, primero, compremos unos tragos. Ve a comprarlos a la barra, Julián — pidió Pablo a nuestro amigo.

—Pero…

—Toma. Pago yo —dijo Pablo, dándole el dinero.

Y Julián se marchó, sonriente como un perro con su hueso, a comprar las copas. En tanto, Pablo acercó su silla a la mía.

—Sabes —me dijo—, que bueno que hoy estás aquí sin el adorno.

—¿El adorno?

—Ese novio tuyo.

—Ese novio mío es más hombre que tú —repliqué.

—¿Cómo sabes eso, Julieta? —se atrevió a decir Pablo—. ¿Conoces muchos hombres? ¿Has probado muchos machos?

—Déjate de hablar tonterías —le pedí.

—No hablo más, pero dame un beso —me soltó Pablo—. Es que me gustas. Eres una mujer guapísima y más encima me ponen las pelirrojas.

—¡Imbécil! Creo que me voy.

Justo en ese momento volvió Julián.

—Aquí están los tragos y la botella del mejor ron —dijo Julián, ignorante de la tensión que sentía—. ¿Pasa algo?

—Nada —le respondí—. Me voy.

—Entonces, ¿No quieres saber el rumor de Ana, nuestra hermosa y sensual musa? —dijo Julián.

Estaba muy borracho, porque Julián no suele ser así. En realidad, algo le pasaba. Había ido a su casa a cambiarse ropa. Sin terno, con un jeans y una camisa se le veía más juvenil y relajado.

—Bien —capitulé—. Escucho el rumor y me voy.

—Nada de eso, señorita Julieta —vociferó Pablo—. Te tomas una copa y escuchamos a Julián. Si la información es interesante, te tomas otra copa y después, sólo después, te vas…

—Pero… —traté de reclamar.

—Vamos, Julieta —dijo Julián—. Sólo una copa. La información bien vale una copa con tus compañeros.

—Pero mañana tenemos que levantarnos temprano —les recordé.

Pero ellos no estaban pendientes del siguiente día, sólo del ahora.

—Vamos, Julieta. No seas tan sonsa y vamos por esa copa —dijo Julián.

—¿Aceptas, guapa? —preguntó Pablo, con la misma sonrisa burlona de siempre.

—Muy bien.

No sé que me pasó, pero tomé mucho más de una copa. A la media hora, estaba algo achispada.

—Bueno, ya… y el chisme… ¿Cuál es? —pregunté, desesperada por saber.

—Yo creo que bebimos suficiente y ha pasado la prueba —dijo Julián—. Voy a hablar.

—Otro trago más.

—No, ni un trago más —dijimos al mismo tiempo Julián y yo.

Nos reímos. Entonces, Julián se decidió a contar el secreto.

—Hace un tiempo atrás hubo una fiesta en una finca de un rico —empezó a contar Julián—. Una de estas fiestas locas que hace la gente con dinero. O sea, había música, alcohol y algo de droga. También había muchas mujeres guapas y entre ellas estaba nuestra supervisora.

—¿Y cómo te enteraste de esto? —le interrumpí.

—Un amigo trabajó en el catering que cubrió “el evento” —dijo—. Se supone que los trabajadores tienen que entregar su teléfono, para evitar fotografías. Pero mi amigo ese día llevó dos teléfonos. Le quitaron uno, pero se quedó con el otro móvil y sacó unas fotografías sin que nadie lo notara.

Julián nos mostró dos fotos en su teléfono celular. En ellas pudimos identificar a Ana Bauman enfundada en un minivestido rojo. Estaba junto a un hombre vestido de smoking.

—Es Ana —dijo Pablo—. Y vaya si se ve buena.

Yo no dije nada, pero pensaba lo mismo. Ese vestido mostraba sus largas y agraciadas piernas. Y no sólo era eso, también se amoldaba a su cintura y a sus espectaculares senos. Se veía sensacional.

—Bueno —continuó Julián—. Por casualidad mi amigo me mostró las fotos y yo reconocí a nuestra supervisora. Ahora, de ahí vino la principal revelación de mi amigo.

Julián tomó de su copa, tenía la boca seca. Pablo y yo quedamos expectantes.

—Mi amigo dijo que a medida que pasaba la noche, con el alcohol y toda la mierda que corría en esa fiesta de ricos, las cosas se descontrolaron antes de tiempo. Ellos seguían trabajando cuando las parejas empezaban a enrollarse.

—Una orgía —exclamó Pablo Suárez, con una amplia sonrisa en el rostro salpicado de barba a medio crecer.

—No tanto como una orgía. Pero casi —contestó Julián—. Al menos es lo que me dijo mi amigo. Ahora, cuando le dije que conocía a esa mujer, a nuestra Ana, él me dijo que sacó las fotos por Ana. Porque era la mujer más sensual de la fiesta y quería hacerse una buena paja.

—Que guarro tu amigo —exclamé.

—Es verdad —dijo Julián.

Y todos reímos de eso. En verdad estaba muy borracha ya.

—Mi amigo dijo que intentó no perderle el rastro a nuestra supervisora —continuó contando Julián—. Que le tenía caliente. Pero tenía que trabajar. La vio irse a la piscina de la finca y le perdió por un rato la pista. Pero al rato tuvo que ir a servir tragos por aquel lugar. La volvió a encontrar, pero no estaba sola.

—Se fue con el viejo de smoking ¿no? —dijo Pablo, interrumpiendo y tratando de adivinar.

Julián sonrió, haciéndose el misterioso.

—No… y esto los va a sorprender a los dos —aseguró Julián—. Ana se fue a la piscina con una mujer. Mi amigo asegura haberla visto dándose besos con una mujer. Si, queridos compañeros, Ana, nuestra sensual y seria supervisora, juega en los dos bandos.

La noticia me dejó sin habla. Una parte de mi no creía que aquel chisme fuera real. Pero estaban las dos fotos y, por otra parte, deseaba que lo que Julián había contado fuera cierto. Mientras mis compañeros becarios decían estupideces acerca de Ana, yo sentía una excitación que no podía comprender. Me tomé otra copa y luego otra, escuchando todas las tonterías que decían Pablo y Julián.

Los siguientes minutos fueron una sarta de invenciones, fantasías y guarrerías que tenían como protagonista a nuestra supervisora. Vaya forma de calentar el ambiente. Yo estaba ensimismada y con el cuerpo descompuesto.

—¿Qué pasó, Julieta? —me preguntó Pablo.

—Nada —respondí—. Creo que es hora de irme.

Pero en realidad me sentía caliente. Pensaba en llamar a mi novio, pero era demasiado tarde.

—Voy al baño y me voy —les dije a mis compañeros.

Pablo me pidió que me fuera con él, quería que fuera a una fiesta o a su casa. Ni loca. Me marché al baño, pero me encontré con una enorme fila para ingresar a esa hora. Quería orinar, pero aún faltaban unas diez personas antes que yo. Que desesperación. Además, estaba muy borracha y todo me daba vuelta.

—Julieta —me llamó alguien.

Era Julián. Se acercó a donde yo estaba.

—Hay un baño privado por allá —me aseguró, indicándome detrás de la barra—. Vamos. Conozco a un amigo y te dejarán pasar a las oficinas y usarlo.

Dudé. Pero como no me podía aguantar más y realmente estaba a punto de pasar una vergüenza, me fui con Julián. Mi compañero habló con un barman y nos permitieron entrar por una puerta hasta un pasillo mal iluminado que utilizaba el personal.

—Démonos prisa —apuré—. Necesito un baño pronto.

Realmente necesitaba descargar mi vejiga. Creo que ya empezaba a sentir dolor tanto aguantarme.

—Ven conmigo —dijo Julián.

Me tomó de la mano y nos fuimos hasta una puerta que decía baño privado. Entramos y prendimos una luz que parpadeaba. Había un retrete, un espejo y un lavamanos. Sin pensar, me bajé la falda, me senté y empecé a orinar. Sentí un enorme alivio. Había bebido demasiado y toda esa agua se había acumulado en mi vejiga. Estaba que reventaba. Cerré los ojos, concentrándome en el sonido del agua caer desde mi entrepierna; la calma regresó a mí y quizás por mi borrachera me perdí en ensueños.

Estando ahí, recordé la conversación de Julián y Pablo. Entonces me imaginé a Ana, nuestra bella supervisora, besando a una mujer. Mi imaginación volaba y se convirtió en una fantasía. Y me imaginé a Ana besando a una mujer muy parecida a mí y después, casi de inmediato, la imaginé comiendo un coño. Poniendo esos labios gruesos sobre un clítoris, besándolo y lamiendo el sexo femenino. Me volví a excitar. Estaba muy bien así, hasta que me descubrí que ya había terminado de orinar. Entonces, fui consciente de mis bragas y mi falda en mis rodillas. Mis muslos estaban al aire y también mi entrepierna, con el vello púbico recortado y un ligero brillo acuoso. Recordé que estaba en el oscuro baño. Entonces, sentí un ruido y recordé también a Julián.

Mi compañero estaba de pie, junto al lavamanos. Me espiaba silencioso; con sus ojos verdes mirando directamente sobre mi vagina.

—¿Qué haces? —le dije—. No me mires.

—Todos hablan de Ana. Pero tú también eres hermosa, Julieta.

Sus palabras fueron claras y graves. Su voz produjo algo en mi pecho. Tomé el papel higiénico y limpié mi sexo. No sé qué me pasó, pero el roce en mi sexo produjo una extraña sensación que se extendió en mi cuerpo. Me subí el tanga y la falda.

—Vamos afuera —le pedí.

Julián me tomó de la mano e impidió que avanzara. Yo levanté la vista y él me miró a los ojos. Con una mano apartó mi cabello para verme bien el rostro.

—Me encantan tus ojos —dijo—. Destacan con tu cabello rojizo.

—Gracias —respondí.

No sé por qué no me moví de aquel lugar.

—¿Sabes lo que me gusta también? —me preguntó.

—¿Qué?

—Tus labios.

Julián me tomó de la cintura y me besó. Sentí sus labios contra los míos y no lo separé. De hecho, muy pronto, me rendí a su avancé y comencé a responder positivamente a ese beso. Tan pronto como lo hice, sentí las manos de Julián en mi trasero. Al principio, fue sólo un roce fugaz. Pero a medida que los besos se hacían apasionados y nuestras lenguas entraban en acción, empecé a sentir apretones en mis glúteos. No sé por qué no lo detuve, tal vez porque estaba algo borracha.

Seguimos besándonos. Nos comíamos la boca y yo llevé también mis dedos a su culo. Recordaba ese jeans bien ajustado y por alguna razón loca me sentí tentada a pellizcar su carne. Julián no se quejó, pero a cambio subió sus caricias hasta mis tetas y me magreo de lo lindo.

Nuestro juego subió en intensidad y empecé a sentir calor. Julián empezaba a tratar de subir mi falda y traté de mantener la tela en su lugar, pero no me resistí del todo pues estaba disfrutando, pasándola bien. Él no se daba por vencido y seguía con sus besos y sus caricias. Tras un par de minutos, yo estaba más caliente y finalmente dejé que me subiera la falda. Pronto tenía dos o tres dedos sobre mi tanga, justo donde estaba mi clítoris. Con aquellas caricias, me animé y le besé desvergonzadamente. Creo que en ese momento ya no me acordaba de nada, lo único que se venía a mi mente era la visión de Ana y una mujer besándose.

—Ven conmigo —dijo Julián—. Hay un lugar mejor que este baño.

Yo, caliente como estaba, le seguí. Fuimos por un pasillo a otro lugar. Era una especie de oficina pequeña, con un sillón de dos cuerpos y un escritorio. Sin esperar, volvimos a besarnos. Yo sabía lo que estaba haciendo, pero en ningún momento se me ocurrió parar. Ni una vez recordé a mi novio, con el pronto me iba casar. Lo único que pensé en un momento fue que me gustaría que Ana estuviera ahí, observándome.

—Cómeme el coño —le pedí a Julián.

Me subí la falda, dejando a la vista mi tanga roja y me senté en el sillón con las piernas abiertas. Yo misma eché a un lado la tela para exponer mis labios vaginales, mi línea de vello púbico de color rojizo y mi clítoris. Julián se arrodilló frente a mí.

—Lo tienes muy bien recortado —aseveró Julián—. ¿No te lo depilas por completo?

—Soy una mujer, no una niña —dije, seguro de dos cosas: de que era una mujer hecha y derecha y de que mi coño estaba mojado.

Julián no dijo nada más. Mi compañero besó mis muslos y mis caderas. Subió y lamió mi abdomen. Se entretuvo alrededor de mi coño, acariciando a veces mi clítoris con dos dedos y volviéndome loca. Me tenía súper caliente.

—Cómeme el coño, Julián. Vamos, cabrón —le exigí.

—¿Eso quieres? —preguntó él, burlonamente.

Tenía dos de sus dedos masajeando mi clítoris.

—Sí. Cómeme el coño —supliqué—. Por favor.

El movió uno de sus dedos por mi coño, produciendo sensaciones que iban de mi coño al resto de mi cuerpo.

—Por favor, Julián. Cómeme el coño… o fóllame. Sí, eso mejor. Cógeme, o sigue comiéndome el coño. Pero por dios haz algo.

Al fin, ante mi súplica, Julián comenzó a comerme el coño, sumergiéndose en mi entrepierna, chupando arriba y abajo, besando mi clítoris. Movía sus labios y su lengua con energía, como queriendo sacar todos mis flujos.

Yo estaba cada vez más cachonda y mojada. Él continuó un rato metiendo lengua ahí donde seguramente después iba a entrar su pene. Si, en el fondo de mi mente empecé a desear sentir algo duro y cálido en mi coño. Julián se detuvo sólo un segundo para ascender y besarme. Me excitaban la forma en que compartíamos nuestras lenguas, a lametones. Me excitaba poder sentir mi propio olor y sabor en la boca. Estaba hecha una guarra.

—Ahora, te voy a follar —me susurró Julián al oído—. Será como nuestra despedida de solteros.

—Sí. Lo quiero adentro —afirmé.

Vaya si estaba fuera de control. Ya ni con lo de la despedida de solteros me acordé de mi novio o del matrimonio. Lo único que se me venía a la mente, como en flashes, era la imagen de Ana, nuestra supervisora, besándose con una mujer. Esa fantasía me tenía caliente e hizo que me acomodara en el sillón de dos cuerpos. Abrí las piernas y esperé.

Julián me la metió. Fue un poco bruto y dolió. Me aguanté un grito, gemí. Por suerte estaba mojada y tras un par de idas y venidas el pene que me penetrada se acomodó de forma cada vez más maravillosa. Vaya sensaciones que empezaba a sentir. Mi novio se había puesto muy perezoso últimamente y no me entregaba demasiado placer. En cambio con Julián parecíamos estar en el noviazgo temprano, cuando los amantes se empiezan a conocer en la cama. Era algo genial.

Nos tiramos sobre el sofá, yo con las piernas abiertas y Julián sobre mí. Me besaba las tetas mientras nos movíamos, acoplándonos y follando a lo bestia. A mí la verga de Julián me parecía un milagro, se sentía súper bien frotándose a las paredes de mi coño. Vaya movida que tenía. Era como un perro loco. Y eso que Julián siempre había parecido tan formal y compuesto. Al final, todos los hombres son unos cerdos, pensé. Pero aquello no era decepcionante. Era lo que era. Y era lo que yo necesitaba en ese momento.

Le dije a Julián que se detuviera. Él se puso de pie y se terminó de sacar el pantalón, el bóxer y los calcetines. Aproveché también para sacarme toda la ropa. Después, volvía al sillón y me puse en cuatro, con mis piernas separadas.

—Ahora, ven —dije—. Fóllame así.

Julián no se hizo de rogar y atacó mi sexo desde atrás, aferrándose desde las caderas y propulsándose para asaltar mi coño con fuerza. Se sentía genial. Su verga me penetraba alocadamente, a veces me metía el coño entero, a veces sólo entraba la punta. Era una mezcla de sensaciones, pero todas desaparecían cuando el pene volvía a enterrarse en mi coño.

—Vamos, sigue así… más… dame más…. —le pedí.

—Así… quieres que te rompa ese orto también —dijo Julián.

—Nada de eso… sólo métemelo así —respondí, entrando un instante en razón.

Nadie me había follado por el culo y él tampoco me lo iba a hacer, excepto mi futuro esposo. Y solo si se lo merecía.

—Vamos, Julieta… dame tu culo… Este culo es la locura de la oficina —aseguró Julián.

—No seas mentiroso… —dije—. He visto como hablan del culo de Ana. Los he escuchado hablar de ella.

Julián se inclinó y acarició mi clítoris con los dedos. Aquello fue muy placentero.

—No te enojes, Julieta —dijo Julián—. Pero Ana está en otro nivel. Pero tú estás muy cerca de ella, eso lo puedo asegurar.

—Lo sé —respondí, mordiéndome mi orgullo.

Julián continuó moviéndose y yo empecé a seguir su ritmo, moviendo mi culo al encuentro del placer. Mi compañero empezó a quejarse y supe que más pronto que tarde se correría.

—Te apuesto que te follarías a Ana ¿cierto, Julieta? —dijo Julián.

—¿Qué? —dije, haciéndome la desentendida.

—Que te la follarías —repitió.

—¿A quién? —me hice la loca.

—A Ana… He visto como la miras y estoy seguro que te gusta —aseguró Julián.

Me mantuve en silencio. Seguíamos follando en la misma posición, yo muy inclinada y con el culo parado para recibir la verga de Julián. Mi compañero no se detenía un segundo y embestía contra mi sexo. Me follaba a la vez que me acariciaba las tetas y todo el cuerpo con sus manos sudorosas.

—¿Te gusta nuestra supervisora? —preguntó, sin detener lo que hacía.

No respondí.

—Dime, ¿Te follarías a Ana? —volvió a preguntar.

—Calla y sigue follándome —respondí.

Estaba tan cerca del orgasmo que sólo quería que él continuara metiendo su verga.

—Responde, Julieta, o paro —amenazó.

—No, no… no te pares —supliqué.

Julián me folló con más fuerza y rapidez. Su verga se sentía deliciosa en mi coño. Experimenté un enorme placer.

—Entonces, responde —dijo Julián, jugueteando con un dedo sobre mi ano—. ¿Te follarías a Ana?

—Dios, Julián —dije, exasperada—. Estoy comprometida. Me voy a casar.

—Y una mierda. Yo te estoy follando y sé que Ana te gusta. Ahora dime, ¿Te la follarías?

El orgasmo estaba muy cerca, quizás por eso finalmente contesté a la pregunta de mi compañero.

—Si… si… si me la follaría… —respondí.

—Lo sabía —dijo Julián, machacando con su verga mi coño mojado—. Te gusta Ana.

—Si… si me gusta —confesé—. Quiero contemplar su carita de muñeca, besarle esos labios gruesos, acariciar sus largos muslos. Quiero comerle esas grandes tetas, lamerle el coño. Quiero que sus labios besen mi cuerpo y que sus manos me lleven a un orgasmo.

—Si… de sólo imaginarlo me dieron ganas de correrme —dijo Julián—. Me corro, Julieta. Quiero correrme en tu rico culo.

Yo igual estaba corriéndome justo cuando Julián sacó la verga y empezó a correrse sobre mis glúteos. Yo caí sobre el sillón. Estaba falta de aire y sin fuerzas.

Nos tomamos nuestro tiempo para recuperarnos. Luego empezamos a vestirnos en silencio. Julián volvía a parecer pulcro y reservado; yo empecé a padecer vergüenza y arrepentimiento. Le había puesto los cuernos a mi novio.

—¿Salimos separados? —dijo Julián.

—Sí, es lo mejor —respondí—. Esto se queda entre nosotros. Nada de contar lo que pasó hoy ¿cierto?

—Sí. Como digas —respondió Julián.

Me acerqué a la puerta para salir. Quería alejarme de aquel lugar y volver a casa. Necesitaba ducharme. Pero Julián habló cuando salía:

—Busca como follártela —dijo Julián—. Porque de todos nosotros eres la que tiene más oportunidad de follar a Ana. Estoy seguro.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—No lo sé. Intuición —dijo Julián.

Salí al pasillo y de forma confusa logré volver al bar. De inmediato, me encaminé a casa. En el taxi, pensaba en aquella alocada noche. Estaba cansada y quería dormir. Pero las sensaciones de mi cuerpo me tenían muy atontada. Había bebido demasiado. Ese era el problema. Seguro que mañana iba a olvidar lo sucedido. Esperaba que de esa forma fuera, porque las palabras de Julián resonaban en mi mente.

Me di una ducha rápida y me metí a la cama. Esa noche dormí como un tronco, pero desperté muy caliente. Tuve que masturbarme un buen rato. Lo hice pensando en Ana.